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Uno de los aspectos que convendría examinar cuidadosamente a la hora de estudiar la tradición oral es el uso artístico de la palabra. No hay duda de que la literatura hablada de calidad -esa que era premiada con el aplauso o la expectación del público y que se distinguía de la otra ordinaria que cualquiera podría generar- estaba basada en la destreza del intérprete para crear imágenes y en su capacidad para transmitir un mundo estético. Esa misma cualidad, por tanto, permitía que un texto se difundiera o no según el poder o la magia del canto, del recitado o de la narración. Quienes han tenido la fortuna de contemplar u oir a uno de esos transmisores en acción saben que la diferencia no está tanto en si un texto ha sido compuesto para ser leído o hablado, sino en la fuerza con que las palabras transmiten temas susceptibles de ser convertidos en imágenes; en la habilidad con que se transforma un simple término en un concepto y además de forma artística.