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Durante el Oficio de Tinieblas de los tres últimos días de la Semana Santa se cantaban, ya caída la tarde, los salmos acostumbrados en las principales iglesias de cada localidad. Delante del altar y al lado de la Epístola se colocaba el Tenebrario, candelabro triangular con quince velas, siete a derecha y siete a izquierda flanqueando a una de mayor tamaño denominada la vela María. Según se iban desgranando salmos y lecciones se iban apagando las luces por riguroso orden: La primera, la más baja del lado del Evangelio; la segunda, la inferior del lado de la Epístola: la tercera, la situada inmediatamente a la primera: la cuarta, la contigua a la segunda... y así, sucesiva y alternativamente, se iban extinguiendo todas las velas del candelero menos la vela María, continuando con los seis blandones amarillos que estaban sobre el altar y con todas las demás lamparas y luces de la iglesia. Cuando el acólito, arrodillado en las gradas del altar mayor y con la vela María entre sus manos, iba a esconderla detrás del altar en el mismo lado de la Epístola fuera del alcance de la mirada del pueblo, la oscuridad se acentuaba en la Catedral o en el templo. Expectantes, todos los cristianos presentes aguardaban de rodillas a que el sacerdote entonase el "Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem". Después, escuchaban el sosegado cántico del Miserere: "Darás gozo y alegría a mis oídos y mis huesos humillados saltarán de contento". Y finalmente, al escuchar las palabras "fue llevado el Señor como oveja a la víctima y no abrió su boca", el mundo se venía abajo como se vino con la muerte de Cristo. Cientos de carracas, matracas y tablillas quebraban el aire reposado, silente, de los templos para protestar por el tránsito del Salvador, para estremecerse como se estremeció el Universo en la efeméride.