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A Noé
En marzo del 94 me dice Héctor que Luís García quiere contarme algo. Pienso que me va a proponer un documental. Nos vemos en un bar de El Rocío: «Quiero hablarte de los pateros, de los que matábamos patos antes de ser conservacionistas». No me gusta la palabra «conservacionistas». Me suena a reservista, a altruísta. Me gustaría decirle: «No digas conservacionista; tú antes matabas patos y ya no los matas. Ese es el meollo». Pero un patero es un mundo y lo suyo es saber qué late dentro, no pararse en una palabra más que en otra. Luís es una especie de bisagra en su familia y en su generación. Quinto de una casa de diez hijos, sus hermanos mayores aún matan patos, son pateros, como su padre. Sus menores ya no los matan, como él. Antes de proteger al pato, Luís estuvo a punto de ser patero. Pero empezó a tenerle amor a la marisma al tiempo que se distanciaba de sus hermanos mayores, que ya disparaban a los 13. «Con escopetas más chicas tiraban ya a los seis». Ante una foto del padre tirando explica que la postura del cuerpo tiene su truco; el tirador ha de abrir mucho las piernas y apretar la culata contra el hombro como si fuera parte de él. En su casa había una escopeta en cada rincón. Siete, ocho, diez. «Eran especiales; se cargaban por la boca del cañón con pólvora, un taco de estropajo desmenuzado y una soga de pita que no tocara el plomo». Pólvora negra y plomo que apañaba el propio patero en su casa con el mortero y la maja. «De munición valía cualquier cosa, tornillos, puntas, pero no era bueno porque podía reventar la escopeta». De esta aventura peligrosa han quedado mancos algunos pateros. Normalmente se le echaba perdigón de distinto calibre: «un tres para el ganso, un seis para el pato real, un ocho la cerceta». Luís ayudó durante un tiempo a su padre a matar patos, pero la vez que fueron a la finca de...«¿cómo se llamaba,? no sé, un ricacho con mucha tierra por medio», que dejaba cazar a cambio de un uno o dos tercios de la caza, el padre le dijo: «Mira, hoy te tienes que quedar solo porque voy a Sevilla a arreglar un permiso». Al verse amo de la escopeta patera -que carga por el cañón diez cartuchos del doce-, la cargó un cuarto, se la arrimó al hombro y apuntó a un bando de gorriones. La explosión lo dejó sordo de momento, pero aguantó y se dijo: «Voy a cargarla media». El golpe fue mayor. A la tercera la cargó entera, tiró y lo encontraron los guardas sin conocimiento a veinte pasos de la escopeta. No sólo no mató un solo pájaro, sino que se le quitaron las ganas de matarlos en el tiempo entrante, hasta hoy, que los cuida y conserva en esta porción de Paraíso llamado Doñana. Los pateros han llenado un vacío en la historia de Doñana. Antes de ser Parque Nacional, las miles de hectáreas de marisma, corrales y dunas eran un simple cazadero. «La caza no se hubiera agotado nunca de llevar el ritmo que llevaba. Hoy los plomos del doce ha sido sustituidos por pesticidas que pueden matar cientos de aves en un día». Aunque la gente de Doñana tenía su importancia en la patería, eran Los Palacios, Trebujena y Villafranco los que nutrían la colonia de pateros. Si en el tiro abierto caían cigüeñas, las mujeres se daban trazas a cortarles el pico y las patas, a despellejarlas y a venderlas Como avutardas. Dice Luís que la carne de cigüeña es rica, la de flamenco mala; «la peor es la de morito, que es el único ibis europeo. Es agria, como si hubiera estado en vinagre un tiempo». Habla con Héctor de los tres pollos que ha conseguido el águila real que anidó en el eucalipto grande de la marisma -única sombra-, y se les ve contentos como si los huevos, los pollos o las águilas fueran ellos mismos. Citan a un morito que arrastra un ala. Héctor dice que «cuando iba a acercarse vino un milano negro, le dio dos pasadas de reconocimiento y el milano salió echando leches». Luís cree que hay que seguirle el rastro. Me figuro lo difícil que debe ser encontrar un pájaro determinado en 70 mil hectáreas, pero ellos lo garantizan: «Es la única hembra que tenemos». Hay un hombre en el bar que apenas deja oir nuestras voces. Grita y repite que le ha dado a no sé quién «quinientos billetes» y que esta noche tiene «en pensamiento emborracharse». No le echamos mucha cuenta pero dispara las palabras y taladra las nuestras. Cuando se cansa, queda hecho un sopor. Entonces le digo a Luís sin forzar el tono que me interesa el tema de los pateros para el documental y para escribirlo. Después de las notas iré a la rebusca de documentación, mapas, fotos y todo cuanto pueda servirme para saber de este tipo de vida, que está bien que Luís diga lo importante, lo gordo, pero queda uno como un rey cuando le sale alguna pregunta de las que se dice: «¡Coño con lo que se deja caer este!». Y eso gusta. Hurgo en algunos libros que veo en las vitrinas de El Acebuche, páginas que me desasnarán un poco sobre los pateros. Me ha sorprendido siempre la relación del hombre con el animal dentro de Doñana. En un trabajo que hice el año 84, conocí a Manolito Poleá, que cuidaba su «ganao de abejas», quien me enseñó la reina de la colmena en su propia mano junto a palabras como «alibretao», que significa «oculto en el matorral, pero doblado». También a Curro Patalarga, que me ilustró hasta el tuétano de lo que era un furtivo. A Manuel Mañas, en la reserva; a Javier Castroviejo, que me dijo entonces que «la Naturaleza en España estaba en manos de ineptos»; a los guardas, a Delibes, ayudado por Juan Paco en el seguimiento del lince; a Aizpuru, a Coronado; a tantos. A Luís por último, porque a Héctor ya lo conocía desde temprana edad. Dicen que en el mundo griego tenía razón aquel que más gritaba; eso me parece revivir cuando volvemos a sentarnos en el bar, cerca del gran acebuche, más que árbol, reliquia, símbolo. Digo esto porque, aparte del que entra y sale, las voces del de antes en el mostrador dan la sensación de que es sordo, cree sordos a los demás, o es un griego escapado de la historia, que quiere, el hombre, tener razón. Sumemos a esto unos altavoces que sueltan una manida sevillana de las que ningún favor hacen al Rocío y la gente que empieza a llegar para hacerse una foto con idea de que un inglés se la lleve de recuerdo. Algo así. Tampoco pongo mucho ojo. Espero que no se paren a ver qué decimos sobre los pateros, que luego viene lo de «pues yo la idea que tengo es...», y se nos jode el invento porque de ahí se pasa rápido a la autobiografía en doce tomos para encima del mueble. Luís dice que un patero es el antecesor de la ornitología; el primer valor de esta ciencia, el primer hombre que vive de los pájaros. El se considera un heredero, la forma de transformación obligada de toda una casta de pateros; «no diré que soy la oveja negra, sino el que no tienes más remedio que adaptarte o morir». Viene de bisabuelo, abuelo y padre pateros; o sea, que han vivido de los patos, de matar patos, de cambiar patos, de comer patos. «Vivir de algo libremente en un mundo donde no había otro trabajo». La de los pateros es una historia larga pero que sólo tiene datos de poco acá. Siempre se ha cazado, pero el tipo de escopeta que se usó en los años 30 ó 40 era especial, «se llamaba patera, hecha por un maestro de la fábrica de tornillos que fue militar con mi bisabuelo. Eran armas modernas para aquellos tiempos porque todas las escopetas que existían eran no mayor del calibre del 12». El oficio de patero nace y muere con la marisma, esta gran extensión de mundo desconocido, inconquistable, donde no había dueños porque las propiedades se perdían unas con otras. «Podía haber veinte fincas, pero nadie tenía claro donde empezaba una y terminaba otra». Se perfila el patero como una especie más dentro de este mundo salvaje, un depredador más listo que otros en la cadena. El hombre adaptado al medio en ese tramo de historia, que tiene una manera libre de adquirir el alimento, de autoabastecerse. Mataba pájaros grandes y «te doy carne a cambio de garbanzos o lentejas». Así sobrevivía. Era un trueque. Le pregunto si mataba indiscriminadamente. Dice que sí; «pero hablamos de unos tiempos y de unas marismas con doscientas mil hectáreas; las especies amenazadas no le interesaban al patero; no eran rentables». Especies que podían o no coincidir con las amenazadas de extinción, «aunque a veces la Naturaleza media para que esto no suceda y saca miles de patos frente a tres águilas», lo que incide de alguna manera en depredadores más fuertes, como el patero. «Las especies amenazadas eran más o menos las de ahora: al patero no le interesaba matar un águila real o imperial. Le iba la cantidad. Un tiro valía dinero y no era cosa de gastarlo en un águila; sólo a partir de un número de pájaros juntos le compensaba». Si cuando iba a cazar, el número de pájaros reunidos no le parecía suficiente, «porque esto era un trabajo de artesanía», esperaba lo que hiciera falta hasta que el tiro fuera certero. Para diez patos, no tiraba, aunque en esto, Como en todo, mandaba el hambre. Había veces que se conformaba con tirar a un grupo de patos en un lucio o una laguna: «eran días terribles porque no entraba comida en la familia». El control sobre los pateros era menos que mínimo. No había ley de caza que limitara sus pasos, aparte de moverse en un terreno donde difícilmente podían controlarse. Entre los pateros –pregunto- tendrían también territorios propios y rivalidades, como cualquier otro animal. «Había. Hay que tener en cuenta que solían vivir en el mismo barrio del pueblo. En una calle de Los Palacios podía haber ocho o diez pateros, y se sabía quién cazaba, cómo cazaba y cuánto cazaba; para nadie era agradable llevar varios días sin tirar mientras el vecino traía no sé cuántos ansares. Uno se sentía el campeón y otro el desgraciado». Eso, a nivel local, casa con casa. En un plano más amplio, los pateros estaban distribuidos por zonas. En este sector de la marisma cazaban gentes de pueblos determinados, y en aquél, de otros. «Se solapaban un poco, más bien se respetaban. Aunque había sitio para todos, los sectores tenían sus dueños de caza tradicionalmente: este es mi terreno, de mi familia y de los míos. Es como el que vende tabaco: esta es mi esquina y si tú quieres cazar al fumador vete a otra. Lo del terreno es así de siempre y para siempre». Le recuerdo lo que alguien escribió: «Cuando un niño dice: este es mi perro, esta es mi casa, aprende la primera lección de usurpación de la tierra». Remata: «Pues lo mismo». Mujeres pateras no ha conocido Luís ni ha sentido decir a nadie que hayan existido. «La mujer tiene una importancia vital en este mundo de la patería, no en el campo, en la casa, esperando al hombre para poder vender o cambiar el monto, administrándolo para evitar días de hambre. Más o menos era la vida que se lleva hoy. La pieza ganada se puede equiparar al sobre con la paga que el hombre trae cada final de mes». Hoy no tendría sentido ser patero porque el nivel de vida ha subido, como la vigilancia y la protección, a la vez que ha disminuido el territorio para cazar y la caza misma, sumemos la conquista del espacio para la agricultura. «De hecho, los Parques Nacionales como éste nacen en virtud de algo que nos estábamos cargando, de tomar conciencia de ello. Aquí se pasa de unas doscientas mil hectáreas a unas treinta y cinco o cuarenta mil de parque marismeño, que quiere decir que mucha caza está fuera de esa reserva. Todo esto es el Delta del Guadalquivir y dentro hay un lugar que se llama Doñana; del lado de la isla Menor, son marismas dulces, más alejadas del mar, mejores para los pájaros que las de aquí». Hablamos de una Doñana de hace medio siglo, inimaginable en su extensión, acotada hoy, aún inimaginable. El patero cazaba lo que el arco de su tiro abarcara. «Si eran cigüeñas, cigüeñas caían. O grullas, o avutardas». Las cigüeñas se mataban como una pieza más porque ellos entendían la caza como una manera clara de hacer dinero con cualquier especie en el orden de abundancia. Las cigüeñas se concentran en tiempos de emigración por grupos de cuatro o seis mil, con sus dormideros en ciertos sitios a los que iban al atardecer. «No había ningún sentido de la conservación. Mandaba el hambre. Sin embargo, los pateros paraban de matar en tiempos de veda y en especies muy concretas. No existían cazadores que no fueran pateros hace 30 ó 40 años. Hoy se matan cien veces más patos que antes, pero bajo nombre deportivo de la caza y haciendo partícipe de la matanza a más gente, que llega en grandes coches, con escopetas modernas y miras telescópicas. Es otra historia. Veo más o menos lo de matar por necesidad, como el patero, pero matar por deporte no lo entiendo. Cuando en una charla surge la caza yo me inclino a hablar de conservación. Es como lo de los toros. Hay que tener en cuenta las cosas que influyen en el medio. El encinar, aunque sea por rebote, hay que ponerlo sobre la mesa si se quiere hablar con propiedad a la hora de discutir. Luego entonces tenemos que ser más moderados, más pragmáticos al hablar de la desaparición o no de los toros de corrida. No quiero ver un encinar ardiendo. Esto pasa con la caza. Entre los pobres y los ricos está muy claro que ganan los ricos. Casi nunca sucede al revés». La técnica del patero no ha pasado de lo rudimentario de usar el caballo y el perro para su faena. El perro quedaba en el hato, adiestrado de tal manera que hasta escuchar el sonido del disparo no se movía. En el hato donde se guardaban los aparejos y desde allí iba el patero con el caballo a donde divisaba el grupo de patos. A partir de ahí dejaba todos los avíos y cargaba la escopeta. Después era cosa de ir tapado detrás del caballo durante mucho tiempo. El caballo llevaba un cabestrillo, una jaquima, que era una cuerda que iba del hocico a la mano del patero. Los caballos se preparaban desde que eran potros con escopetas más chicas tirando tiros al lado hasta que perdieran el miedo, o el oído. La cosa era que el tiro no lo asustara. «Pasa como con los caballos en El Rocío, que no se asustan de los cohetes. Si traes aquí un caballo de Murcia, al primer ruido va el jinete al suelo». Estos caballos estaban acostumbrados a los tiros con pólvora sola, «para no gastar y porque tiene más sonido que cuando va lleno». De modo que el hombre oculto tras el caballo iba rodeando el grupo de patos hasta tenerlos a tiro. Los pájaros tampoco soportan al caballo y guardaban una distancia de huída, pero mínima. Al darle la vuelta al bando, el patero iba mirando lo que ocurría a través del cuello del caballo, y a partir de que veía un cordón de pájaros donde el tiro era una línea en la que podía caer un buen número, ponía la escopeta por encima del caballo con mucho sigilo, pisaba el cabestrillo de manera que el caballo agachara el morro, como si estuviera pastando, lo que daba tranquilidad a los patos, y tiraba. «Ellos veían tiros, no grupos de patos, y no había más posibilidad que un solo tiro; era la faena del día o de la semana. Yo le he conocido a mi padre matar de un solo tiro 120 patos». Al sentir el tiro, el perro acudía; su función era la de coger los patos alicortados, aún vivos, con un ala o una pata rotas, pero que daban mucho trabajo. El perro los traía y volvía por otro, sin matarlos. Cada patero tenía cuatro o cinco perros enseñados, depende de lo que cazara. No pasaban los pateros de dos o tres tiros en una semana: «dos patos reales, un macho y una hembra, eran una pieza de dos. Un par de cercetas con dos patos pequeños, son cuatro, porque es el valor de cambio. Se podía hacer una larga lista de bicho cazable, que era todo aquello que se podía convertir en moneda de cambio. Una familia de pateros vivía de la caza en momentos difíciles. No había dinero en ninguna parte y la gente, aunque quisiera comprar, no podía. Un fenómeno que ocurría era que los patos no se vendieran, porque no podías vender por encima de, o tenías que dejarlos más baratos. Algo así como malgastar el esfuerzo. La caza se ha vendido siempre a gente que con una cigüeña comían seis o siete de familia. Una cigüeña de cuatro kilos la hacían con arroz y se hartaban. Pero eso mismo hecho con un pavo, que valía diez veces más, no podían ni pensarlo». La cigüeña para algunos era sagrada por aquello de que trae los niños, como la golondrina, por quitar las espinas a la corona de Cristo. Y no sólo estos dos pájaros, sino más especies, que respetaban a veces, no siempre. Tenían una gran sensibilidad para los que determinaban como veda, no la impuesta por ley, sino la que ellos entendían, que era cuando los pájaros estaban criando. Cuidaban la veda porque era una medida económica; «si mataban todo hoy, mañana no había vida». Primaba la economía sobre el sentimiento. Coincidía también que en estos tiempos de veda pillaban algún trabajo agrícola, por lo que no podían atender la caza. En primavera se generaban los cultivos, y eran siete días de trabajo a la semana, siete días de cobro, siete días de mesa. Pasado ese tiempo había que volver a la incertidumbre de la caza. Nadie sabía qué iba a ocurrir mañana. Criticaban y tenían su bulla con los que mataban las patas cuando salían de los nidos. «Eran gentes menos cazadoras; es cuando empiezan a intervenir las escopetas de cartucho; mataban lo mismo patas que liebres con lebratos a medio criar. Eso lo repudiaban los pateros». Eso lo repudia cualquiera con una miaja de corazón. Es la frontera entre el viejo patero y el cazador moderno. No siempre se entiende el campo como tiene que entenderse. Ahora, es más viña sin vallado que entonces. Los pateros eran clanes de una profesión que pasaba de padres a hijos; gentes que valían para pateros. A la familia de Luís se le conocía como los Pateros, precisamente, desde el bisabuelo o antes. Los pateros no podían vivir si su casa no estaba en la propia linde de la caza, con la marisma a la puerta para entrar y salir: El Rocío, Coria, Puebla, Los Palacios, Lebrija. «Mi padre es de Coria y yo nací en Los Palacios». Es posible que Coria y Puebla hayan parido más pateros que otros pueblos. Se recuerdan los cuatros hermanos Telégrafos de Trebujena. Otros clanes eran los Marianos, los Prudencia. Era raro ser patero si no se pertenecía a un clan, aunque hay casos de pateros solitarios. En tiempos de caza era más rentable hacer cuadrillas y repartir. «Era terrible ver a diez pateros funcionando juntos, una batería de pateros». Cuando las condiciones de vida empezaron a cambiar a finales de los 50, surgieron otras alternativas, llegaba poco a poco la protección; «en 1964, creo, es cuando nace la idea del Parque Nacional de Doñana; se conserva porque se siente simpatía por lo de los Parques Nacionales. Aunque es difícil imaginar a aquel régimen haciendo Parques Nacionales, parece contradictorio. El sentimiento podía estar en hacer un coto privado de caza. De hecho, en la primera ley del Parque Nacional, Fraga es una de las personas que hace saber que hay que dejar un kilómetro y pico de costa libre para evitar lo que vendría luego. Un kilómetro y pico para hacer todas las burradas posibles alrededor del Parque Nacional. Y eso que en ese momento la Ley de Parques figúrate lo que podía significar para los políticos. Si en este momento significa poco, en aquel momento, era nada». Las últimas marismas donde los pateros tienen presencia son las de Hato Blanco. Allí ya se ven sujetos a negociar con los propietarios de las tierras: de cada tres piezas, una para el dueño y dos para el patero. Esa es la última fase del patero como tal. «Alguna vez se le comparó con el furtivo, pero este es un fleco desdibujado del patero, es otra cosa. El patero no era un furtivo puesto que no había unas reglas de juego, unas leyes, una prohibición. Lo que había era una gran tierra virgen y como no influía para nada su presencia, esas grandes propiedades lo toleraban. Era muy raro que un dueño de una finca no dejara entrar a un patero. No competían en la caza con los señores, eran utilizados como conocedores por aquellos que cazaban por diversión: hacían cazar a los señoritos; era una manera de cobrar y pagar el favor. Un día de caza así podía generarle al patero quince días de caza en solitario». Un depredador cualquiera no tiene otra regla de juego que comer en cualquier época. «Se come hasta el nido, no digamos los huevos y la madre o el padre. Pero el hombre se fija en que es conveniente dejar de matar por un tiempo, cierto que para que nazcan más piezas que matar». El hombre no tenía rival en el campo. No había animales que compitieran en la caza. Sólo las rapaces que sobrevolaban las bandadas hacían que los patos se asustaran y dieran por tierra tres o cuatro horas de acecho. Después de tanta espera podía venir un aguilucho lagunero y llegar a Coria patos asustados. «Cuando el patero creía que le faltaba un minuto para disparar, todo se iba al cuerno. También ocurría la contrario. Los patos podían estar difíciles y el paso de una rapaz agruparlos mejor para el tiro delante del caballo». El patero no era solamente patero; era trampero. Muchas de las trampas que se utilizan hoy para coger pájaros y marcarlos para la ciencia ya las usaba él, «como la llamada costillas: cepos para coger pájaros vivos. El patero los usaba para matarlos. Un patero podía poner cincuenta docenas de costillas al día, lo que significaba muchos pájaros muertos. La costilla era de madera y un alambre en forma de arco tensado. Lo que se usa aún para cazar ratones. Depende de cómo pongas el mecanismo, si largo o corto, y de la red que lleva el arco para que el pájaro no sufra daño. Tiene su mortalidad, como toda caza de seres vivos, pero es reducida. Otros sistemas eran entrar de noche en el dormidero de estorninos con la linterna. Los pájaros duermen juntos y en una jornada que se diera bien podías coger cincuenta docenas. Se ha dado el caso de empezar a las once de la noche y a la una tener medio saco de pajaritos». Luego los vendía, además de ser parte de su dieta, plato asegurado. «Lo difícil era encontrar rábanos o chocolate». No salía el patero fuera de la marisma. Cazaba pájaros acuáticos. No era sedentario. Algunos se planteaban la caza de varios días, y a caballo llegaban hasta Cádiz o hasta la laguna de la Janda, «por vereda, se entiende; distancia que sobrepasa los 150 kilómetros». Los patos cazados se ensartaban por los agujeros de la nariz con las mismas plumas y se enristraban en el cuello del caballo; al llegar al hato, los ponían en el serón o en sacos. Había un patero dedicado a ser el correo, «que traía los patos desde los hatos a venderlos a los pueblos cuando la caza duraba días. Más tarde hubo quien puso una especie de cámara que los conservaba al fresco en nieve hasta su venta. En la parte de la Janda no era frecuente comer carne de pájaro. Era más bien cosa de esta parte». Hoy día no se comen pájaros como no sean perdices, algo popular. «Ahora se mata más y más dramáticamente que se mataba entonces. Aquello era una forma de supervivencia en un mundo hostil. Lo que es más difícil de entender es que a las puertas del siglo XXI haya quien pueda hacer masacres reales de todo tipo de bichos. Por aquí hay quien vive de la caza, pero no de una manera continuada. Digamos que esto es una despensa, y si al que se ha quedado en el paro le hacen falta veinte mil duros, entra, caza y vende. Todo esto ha existido siempre»; según el hambre, así la caza, la vida. La marisma empieza a transformarse en agricultura de arrozales en 1945, lo que reduce el espacio vital para el animal. Los pateros, con la desaparición de la caza, se hacen pescadores, ya que la transformación de la marisma lleva consigo que haya más canales y peces. El patero se adapta y pone sus trampas en el agua; en vez de aves coge anguilas, cangrejos, o sea, «lo que hay en la última forma de vida libre que queda. Salen y trabajan tres o veinte horas. Las barcas llamadas pateras no tienen que ver con los pateros. Las usaban los de Sanlúcar para recoger huevos: otra forma marismeña de ganarse la vida. Quizás el único sitio donde el huevo era negocio. Un patero era un tío que tenía hambre y mucha imaginación, aunque no todo el mundo servía, la mismo que el carbonero de por aquí. Podía ser más listo o más torpe, pero le había tocado ser patero en la vida, y patero era. La marisma es un mundo indómito; seguro que si el patero hubiera tenido otro trabajo, no habría entrado nunca a cazar. Sólo por no soportar los mosquitos». Lo ideal en tiempos pasados era tener una viña y trabajar las arenas. Si el patero topaba un jabalí o un venado, iba por él, era suyo, veía una forma de hacer dinero. Pero los jabalíes sólo existían a este lado del río, en la margen derecha conforme baja hacia el mar. La izquierda era más llana. «Mi padre respetó que yo no fuera patero. En los clanes sirves o no sirves. Yo puse costillas pero no tiré con escopeta gorda. Ponía cepos. Era un conflicto contínuo con mis hermanos mayores. Veía los pájaros de otra manera. A los 15 años era taxidermista. No podía soportar que algo tan hermoso como un pájaro se tirara hecho restos, que no existiera mañana, e intentaba conservarlo como fuera. A pesar de estar muerto, el pájaro era bello. No sería capaz de comulgar con alguien que se dedicara a la caza. Pero en ese tiempo, si no hubiera tenido otra alternativa, hubiera sido patero, aparte de que valiera o no. La historia te separa o te admite».