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El espíritu del valle no muere.
Es la hembra misteriosa.
La puerta de lo misterioso femenino
es la raíz del universo.
Ininterrumpidamente, prosigue su
obra sin fatiga.
Lao Tse
(Libro de la Suprema Virtud [Tao-Te-King])
Haceos, pues, sagaces como la SERPIENTE
y sencillos como la PALOMA...
(Evangelio según San Mateo, cap. X)
On ne voit bien qu'avec le coeur:
l'essentiel est invisible pour les yeux.
Antoine de Saint-Exupéry
(de son livre Le Petit Prince)
Se ha insistido mucho, con evidente fundamento, en el MOZARABISMO de raíz celtibérica (M. Criado) o en el MUDEJARISMO (A. Castro) del Arcipreste de Hita. Menos, a mi entender, en su calidad de artista "ROMANICO", aunque su vida discurriera en pleno siglo XIV, cuando el arte gótico alcanza su completa madurez. Pero, ¿qué es, en definitiva, el arte románico? Se trata, más que de una cierta serie de normas estéticas, de una auténtica filosofía de la existencia, de un entero arte de vivir, de un "método" capaz de significar al hombre no sólo en relación consigo mismo y su entorno, sino también con el cosmos y la Divinidad: el "clavo ardiendo" al que se asió, confundida y desorientada, la humanidad nacida tras el terrible año 1.000, para salir precisamente de aquel "agujero negro" de su historia.
Pues es una realidad que este humanismo existencial, hijo de canteros y albañiles trashumantes, populares y anónimos, analfabetos más por instinto que por ignorancia, no ha "domado" la piedra para levantar sólo iglesias, o mansiones nobiliarias, sino también toda clase de construcciones privadas o públicas -desde casas-torres hasta pozos, fuentes y lavaderos de uso común o concejil-, llegando incluso a dejar impresa su huella perceptible en la completa estructura urbana, más o menos desfigurada por el tiempo, de una gran mayoría de poblaciones de la Europa occidental. Por todas estas razones, nunca ha sido el ser humano tan completa y verazmente representado como en capiteles, canecillos y metopas de un sinnúmero de templos, edificados por esta época, que han llegado ante nuestra mirada -tantas veces sorprendida- prácticamente incólumes o, al menos, conservando buena parte de su viejo y medieval "sabor".
Y todo el simbolismo, del que están cuajadas estas imágenes, no hace sino poner en evidencia la absoluta CONTRADICCION en que está inmersa la vida humana, tanto en los inicios de la Baja Edad Media como en cualquier otro tiempo. Pues hoy sabemos, gracias a la psicología analítica o profunda, que la raíz de esa contradicción se encuentra en la propia configuración íntima del alma humana: entre su cima CONSCIENTE y su hondón INCONSCIENTE; entre la mente racional, la "tapadera" -por así decir-, luminosa y seca, solar, masculina y paterna, del conjunto psíquico y el resto de ese mismo conjunto, la "tinaja" de contenidos irracionales e instintivos -apurando el símil hasta el final-, oscura y húmeda, lunar, femenina y materna, que es el origen desconocido de todas las grandes pulsiones, vitales y mortales, del ser humano. Contradicción y, al mismo tiempo, trampa o cepo en que se debate toda nuestra existencia y que Federico describió, mejor que nadie, con la imagen del "filo de la navaja", tan recurrente en su inmensa metamorfosis poética. Y si el artista románico se propuso, intuitivamente, representar y dar a conocer a ese hombre entero y verdadero tenía, por pura necesidad, que sacar a relucir tanto los aspectos luminosos cuanto los sombríos del alma humana: LUZ y SOMBRA que -debemos repetir hasta la saciedad- no permanecen nunca inmóviles o estáticas, sino que, debido al propio carácter relativo e ilimitado del movimiento dialéctico inherente a esa omnímoda contradicción, están continuamente transformándose cada una en su contraria; "PALOMA" y "SERPIENTE" que tan bien asume, en su conjunta dualidad, el Evangelio de Mateo. Contradicción de contradicciones pues, y todo contradicción. Y el escultor de capiteles la expresa, siempre a su manera -como en esa muestra extraordinaria de románico "rezagado" que supone el claustro de la iglesia de Santa María de Nieva, en Segovia-, labrando en las esquinas de la piedra dos rostros humanos mirando en sentidos opuestos: naturalista y vivaz, aunque grave, el que vuelve la vista hacia la izquierda, descarnado y agonizante, cuando no esquelético, el que la vuelve hacia la derecha; y ambos escoltando el Arbol, paradisíaco y simbólico, de la Vida y de la Muerte -representado, con gran énfasis de piñas y agujas, como un PINO, posiblemente la especie vegetal más recurrente y visible del entorno del artista-. O, con más sencillez e incluso sutileza, labrando a izquierda y derecha de la escena representada dos estrellas iguales, una en bajorrelieve y la otra en altorrelieve. No es por eso raro encontrar, en la primitiva y auténtica imaginería románica, la más sublime tensión hacia la Gloria divina junto a la más terrible caída en los abismos de una procacidad que hiere nuestros ojos "modernos", y la declaración de la más acendrada ortodoxia junto al más sacrílego reniego, o la exposición más perversa y bestial. Baste un ejemplo, tal vez no muy conocido pero sí brillante y clamoroso como pocos, de esta permanente e insólita ambivalencia que salpica todo el quehacer del más "sentido" arte románico. Para ello traemos aquí a colación, y aún transcribimos, algunos párrafos singularísimos del libro de J. jiménez Lozano, "LOS OJOS DEL ICONO".
A unos kilómetros al sur de Burgos, en los canecillos y metopas del pórtico oeste de la iglesia de San Quirce -bien visibles, para que nadie se llame a engaño, sobre el gran arco de acceso a su interior-, se nos detalla de manera muy precisa, pero también misteriosa, el relato del Paraíso y de la serpiente, y a la vez el mito de los orígenes de la historia humana. Vemos en los bajorrelieves a Caín ofreciendo los frutos de la tierra al Creador, al tiempo que Abel pastorea sus ovejas; y le vemos también manejando el hierro asesino y fatal, mientras su hermano, desvalido como toda víctima inocente, es degollado. Y el escultor ha escrito en la piedra, debajo de cada viñeta de esa "tira" labrada, un rótulo aún más explícito: «KAIN AGRICOLA», «KAIN IMPIUS», «ABEL IUSTUS», e incluso la palabra «GALLUS» debajo de la imagen del rey del corral. Hasta aquí la información de la secuencia es de lo más convencional e ingenua, pero son las representaciones de los extremos las que resultan enigmáticas y desafiantes, porque en ambas metopas se ve a unas figuras humanas defecando (!). Bajo la primera de ellas el artista ha escrito «MALA CAGO», y tanto el término «mala» (equivalente a "manzanas" en latín clásico, "manzana" en latín vulgar; del que proviene el castellano "maíllo", manzano silvestre) como su proximidad a la metopa que narra el pecado de Adán y Eva han permitido a los expertos dictaminar su interpretación: el hombre evacúa, o "esterca", la manzana y el mal -causa y efecto- de la desobediencia primigenia. Pero en la última metopa el escultor insiste, cruda y despiadadamente, ya sin pretexto alguno, «IO CAGO». ¿Quiere, tal vez, sugerirnos que él también se libra de la manzana del mal? ¿O no será todo sino un desvergonzado gesto, burlón y despectivo, hacia la primera y mítica pareja humana, cuyo delito original tan horribles consecuencias ha tenido para todas sus generaciones? Aquí, en estas piedras, se nos ofrece genialmente la narración del Génesis bíblico, enfatizando el encantamiento de la serpiente -ahora masculina, símbolo aun tiempo fálico y del poder temporal- como origen y consolidación del mal en la historia, y luego, sin duda alguna, el conjuro anal de toda intervención diabólica en el mundo, y la alegría que resulta de la fe en la última victoria sobre todos los espíritus malignos. Es decir que -cualesquiera que hayan sido la espontaneidad o inocencia del artista- todas las implicaciones del lado oscuro del hombre y de su historia están ahí, ocurriendo al mismo tiempo en el mito y en la vida cotidiana.
Y es así -comentamos nosotros a renglón seguido- como este anónimo artista logra, por partida doble, "volver a anudar los dos cabos de la cuerda que parecía, definitiva e irremediablemente, rota"; pues no sólo se nos muestra, con su gesto atroz de ciscarse literalmente -con todas las letras, ahora de verdad- en la historia, al mismo tiempo creyente y sacrílego, místico y ácrata, sino que consigue -y esto es lo que más importa en realidad- "solapar" el tiempo, uniforme y gris, de las humildes y rutinarias faenas de todos los días, con el tiempo, deslumbrante y polícromo, único e insustituible, del mito sagrado. Cualquier antropólogo o folklorista nos diría hoy que, aún en los tiempos presentes, sólo es posible REVIVIR el mito "RITUALIZANDOLO" por medio de la FIESTA, es decir, tomando todas las precauciones posibles para que ese hueco que el hombre abre, artificialmente, en el tiempo lineal, del calendario, transformándolo en un tiempo cíclico, festivo o sagrado, no acabe por absorberlo y devorarlo por completo; pues, en "profundidad", todo ocurre como si, con un riesgo evidente para su imprescindible unidad psíquica, ese hombre hubiera audazmente "levantado la tapadera de su propia tinaja" -volviendo al símil mencionado anteriormente-. Para el artista románico, gracias -¡quién lo diría!- a su imprevisible exabrupto, carnavalesco y subversivo, blasfematorio y obsceno, todos los trabajos y los días del hombre son sagrados; y su sarcasmo soez, nacido de una esperanza menos desesperada de lo que a primera vista parece, está en realidad "desconstruyendo" el falso andamiaje de una historia ilusa -la vieja pesadilla de violencia/sangre y oro/excremento, o, sentida a la manera del gran imaginero Shakespeare, «el cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada»-, y justificando, una vez más, la aseveración contenida en el Génesis bíblico: «y vio Dios TODO-subrayemos este TODO-lo que había hecho, y era muy BUENO».
Todo esto viene a decir, de otro modo, que la sexualidad, el sentido de lo SAGRADO y el instinto de rebeldía tienen un mismo y único canal de comunicación entre el fondo inconsciente y primigenio de las grandes energías arquetípicas -la LIBIDO humana- y el YO consciente, que actúa como criba, o "tapadera" de apertura y cierre, de ese ingente, tumultuoso e incontrolable flujo psíquico. A causa de ello, cualquier obturación de este canal -por normalización, a veces simple "higienización" (!), de la vida sexual, o por represión de todo talante antisocial o libertario- lleva consigo, sin remedio, la inhibición de aquel sentido, de raíz inconsciente, de lo SAGRADO. Y toda la diferencia, de resultados imprevisibles, entre la Edad Media y la Modernidad está precisamente aquí. En la disyuntiva de escoger entre un libre flujo de energía psíquica -por el que emerja naturalmente el instinto "sacralizador" del hombre, con todos los peligros de adherencias extrañas que ello conlleva- y una total oclusión de esa misma energía -en aras de las buenas costumbres o del pudor-, la Edad Media opta, casi siempre, por la primera solución, mientras que la Modernidad, que se inicia -no debemos olvidarlo- con el Renacimiento y la Reforma, elige sin dudar la segunda. Y a este respecto, es más que ilustrativa la repugnancia que sentían las grandes inteligencias luteranas hacia todas aquellas manifestaciones escabrosas que acompañaban siempre, en el catolicismo, a cualquier "surgencia" del fenómeno SAGRADO, sobre todo en las grandes festividades religiosas. Pues todas las bufonadas, de raíz lúbrica u obscena, como los «crepitus ventris» o ventosidades anales, parecidas a la del icono románico del burgalés San Quirce; las fiestas estrepitosas -que se celebraron en principio en el interior de las catedrales- de Niños, de Inocentes y de Locos, y los Carnavales subversivos; el «risus paschalis» o risa de Pascua, y las predicaciones lúdicas llenas de alusiones eróticas, no hacían sino exteriorizar la alegría del hombre medieval por el hecho de que el hambre, la miseria, la muerte -de las que este hombre tenía una experiencia tan cotidiana y atroz-, y el poder brutal de los más fuertes no eran las realidades últimas. Porque todas estas expresiones de un mundo contrahecho y burlado asumen también, en sociedades campesinas como la medieval -en la que el ser humano no extraña aún su propia fisiología-, un sentido teológico. Y, de este modo, la ESCATOLOGIA -sin olvidar que este término tiene, en castellano, significados diferentes y aún opuestos- sirve al hombre de la Edad Media no sólo como exabrupto licencioso, sino también como expresión, naturalísima y cotidiana, de sí mismo y de la vida que le circunda en TODAS las direcciones, de sus relaciones sociales y políticas, y de su experiencia religiosa. Pero algunos siglos después, al irse consolidando pausada pero definitivamente la Modernidad, el Protestantismo, y detrás de él todo el mundo occidental, quedará preso de sus demonios internos, soterrados y reprimidos, no "concienciados", y de las terríbles consecuencias de tal situación anímica: la falta de fe en la libre voluntad del hombre, y la desesperación ante un mundo -"inmundo"- que no se ve ya sino como un habitáculo diabólico.
No deja de ser elocuente, a la sazón, el hecho de que el flujo máximo de irrupción de esa energía libidinal se produzca, con una precisión sorprendente, en épocas de retroceso del ARQUETIPO PATERNO -utilicemos, ya sin rebozo, una terminología "jungiana"- en beneficio del auge, y del consiguiente deslumbramiento para los hombres, del ARQUETIPO MATERNO, del NUMEN DE LA FEMINIDAD que siempre se ha proyectado, a todo lo largo y ancho del planeta, en multitud de DIOSAS cósmicas o telúricas, fértiles o letales, y que "vio" ya -con su "tercer" ojo oriental- el filósofo chino, fundador del taoísmo, Lao Tse en el siglo VI antes de Cristo.
Y, justamente en la Baja Edad Media y en la transición, paulatina y nunca culminada por completo, de la cultura románica a la gótica, se manifiesta en el ámbito religioso un cambio, de tipo sobre todo "visual" -que no deja de tener su correspondiente representación plástica-, verdaderamente revolucionario: se trata de la entronización, radical y definitiva, al más alto nivel sagrado de la figura de la Virgen MADRE. Si en muchos frescos románicos, María aparece aún pintada entre los Apóstoles como una criatura más, también por este mismo tiempo empieza a "ascender" en sentido vertical-es decir,enjerarquía- y a situarse al fin en la "almendra" mística, o "MANDORLA", reservada al "PANTOCRÁTOR", Creador y Señor de todos los seres y cosas. María no sólo se ha "divinizado", sino que ocupa ahora, por derecho propio, el signo vaginal y sagrado de esa "almendra" mágica que es la imagen del principio y del fin, alfa y omega, de toda vida sobre la tierra, y el símbolo audaz y fascinante del Espíritu Santo: feminidad misteriosa de Dios, vínculo MATERNAL entre el Padre y el Hijo, fuente de toda honda Sabiduría. No andaba pues muy descaminado, en este sentido -aunque hubiera podido ser sospechado como hereje-, el ilustre entallador del retablo de la burgalesa Cartuja de Miraflores al representar, finalizando el siglo XV, al Espíritu Santo como MUJER; como tampoco lo anduvo el iluminador del códice "Hortus deliciarum" de Herrad de Landsberg, al imaginar, en fecha tan temprana como el siglo XII, a SOFIA-FILOSOFIA con figura de mujer, reuniendo a todas las artes y ciencias -también femeninas- a su alrededor, enseñando a los pensadores e inspirando a los poetas. Y no tiene nada de extraño que, a partir de esta misma época, llamemos en todas partes a la Universidad "ALMA MATER". Así, la Virgen "THEOTOKOS" asume, y contiene, en sí misma a todas las Diosas que en la tierra y en la historia han sido, y que quedan por esa justa razón "limpiadas" y redimidas. Y si a todos los argumentos expuestos anteriormente añadimos el hecho de que fue precisamente el Luteranismo el que excluyó a la Virgen María del culto y, por tanto, de las representaciones sagradas, comprobaremos en seguida cómo el "rompecabezas" encaja perfecta y definitivamente.
Por lo tanto, en el tiempo de aquellos anónimos e itinerantes artistas románicos, aún no se había producido la escisión "moderna" entre el cuerpo y el alma del hombre, paralela a la separación cada vez más acentuada entre el hombre y Dios; y las grandes pulsiones anímicas podían muy bien representarse, "materializarse" simbólicamente, mediante gesticulaciones físicas, por osadas, y aún indecentes, que hoy nos parezcan. Un caso clarísimo de atavismo -o sea, de recuerdo inconsciente- de aquella situación "románica", extremadamente ambigua, en la que el ser humano se expresaba como una unidad absoluta respecto del universo divino y de su propio cosmos interno -espejo, en resumidas cuentas, del anterior- encontramos en pleno siglo XX, en quien menos podíamos esperar: en el muy racional y preciso, iluminado y "moderno", pulcro y aún elegante -tanto física como mentalmente- J. Ortega y Gasset, cuando dijo aquello de «toda erección es un pensamiento,... yo todavía tengo pensamientos».
Y nadie, al parecer, se escandalizaba en plena era medieval ante tamañas audacias o desvergüenzas; lo cual es indicio de que tanto el pueblo "menudo", la gente sencilla y analfabeta a quien iban dirigidos sobre todo los mensajes, como el clero que dentro de esos mismos recintos predicaba la moral de siempre, VEIAN aquellas "anormalidades" con el OJO DEL ESPIRITU, el ojo de los místicos y de los sabios orientales. Sólo mucho después, al perder el hombre esa profunda y sutil capacidad de visión -que tiene, por desgracia, una insistente correspondencia con la invasión, a todos los niveles, de las "letras"-, ha creído “interpretar” mejor que sus antepasados la violencia o la inverosimilitud de aquellas representaciones, y, avergonzado -en el fondo, y a pesar de sí mismo, sensualmente excitado-, ha mutilado estúpidamente a martillazos las enormidades genitales y las increíbles acrobacias eróticas que tenía al alcance de la vista o de la mano: en realidad, se había quedado CIEGO de ese "otro" ojo sin cuya función todo lo que es auténticamente esencial y último en la vida permanece innominado y oculto.
Y ¿qué diremos ahora de nuestro Arcipreste que es, sin dudar, el gran hijo primogénito de aquella "placenta" misteriosa y ambivalente, tal como vemos hoy a la Edad Media? Evidentemente, que asume, en plenitud y sencillez, todas sus más sorprendentes contradicciones y su más escurridiza ambigüedad. Es cierto, y motivo más que justificado de orgullo, que este misterioso personaje alcarreño (?), nacido y criado en las altas tierras que circundan el gran espinazo medio del relieve peninsular, tiene hoy más investigadores y curiosos -más "amigos" en suma-, entre los hispanistas europeos y americanos, que el propio Cervantes. ¡Por algo será!
Lo más lamentable es que, habiendo perdido nosotros ya todo contacto con la realidad medieval y “románica” que lo envolvió desde su nacimiento hasta su muerte, lo “desenfocamos” con una asombrosa regularidad, o le “leemos” casi siempre con un solo ojo, haciendo oscilar la "balanza" de nuestra apreciación en un sentido o en el contrario, cuando tratamos verdaderamente con un hombre que rondó, en su vivencia cotidiana, el "fiel" de esa balanza al asumir, con todas sus consecuencias, la contradicción inherente a cualquier vida humana, de su era y de todas las demás. Así, no es Juan Ruiz ni un moralista empeñado en hacer triunfar, a cualquier precio, las virtudes heredadas -según unos-, ni un clérigo lascivo y tabernario -según otros-; ni un gazmoño "lamesantos", ni un goliardo vagabundo y cínico. Su "BUEN AMOR", que es sobre todo un "BUEN HUMOR", representa un caso excepcional en este país de casi sempiternos malhumorados, y "tuertos" de alguno de sus ojos. No debe, pues, extrañarnos que inmediatamente después de la serie de estrofas (1579 a 1605) que llevan por epígrafe «De quáles armas se deve armar todo cristiano para vençer al Diablo, el Mundo e la Carne», escriba Juan Ruiz otra serie (1606 a 1617) con el título «De las propiedades que las dueñas chicas an». A cualquiera que desconozca el orbe en el que se movía el Arcipreste “como el pez en el agua”, la anterior contradicción debe de parecerle, o bien una rotunda incongruencia; o bien un ejemplo desmedido de moral laxa, cuando no de soberana hipocresía; o bien, sencillamente, una increíble "tomadura de pelo".
Evidentemente, no es nada de todo eso. Se trata, ante todo, de un reflejo existencial y literario -tal vez algo tardío- de ese inconsciente "románico" que tan bien caracterizó a casi toda la Baja Edad Media. En el libro del Arcipreste vuelve a resurgir el espíritu libérrimo y zumbón del escultor de capiteles y metopas, la tolerancia que permite una franca expansión del sentido de lo SAGRADO, y, cómo no, la gran pasión matriarcal y mariana que tiñó la vida entera del hombre medieval. Que después de la brutal unificación del país a finales del siglo XV, y la consiguiente rotura de todas las contradicciones vitales que tramaban el "tejido social de los reinos hispánicos, no queden ya "ojos" para ver a Juan Ruiz y su "BUEN AMOR" en sus precisas dimensiones, no debe de extrañarnos en absoluto. Trotaconventos se ha convertido en Celestina, la "dueña chica" en Melibea, la aventura amorosa en tragedia, y el fino "rizar el rizo" del genial Arcipreste -«del mal tomar la menos, dízelo el sabidor,/por ende de las mugeres la mejor es la menor»- en la lamentación final y el «lachrymarurn valle» de Pleberio.
Bien dijo el filósofo norteamericano R. Emerson: «somos símbolos, y habitamos en símbolos». Pero también es verdad que ha habido épocas en las que el hombre ha "habitado" sus símbolos mejor que en otras. Y ya no es un secreto en absoluto que la más notable y espectacular de estas épocas es la Edad Media. Que los "Fisiólogos" -género literario muy en boga en aquel tiempo- intentaran descifrar teóricamente aquellos símbolos, y que sus resultados no sean hoy científicamente convincentes, no tiene importancia alguna, ni constituye un obstáculo serio para la validez de la anterior afirmación.
Del tiempo de Juan Ruiz podríamos muy bien haber heredado los españoles el tener todos los días entre las manos, y manipular de modo lúdico, el MUNDO y los símbolos de su PODER sobre los hombres -ORO, COPA, ESPADA y BASTO- que, en cualquier momento, pueden convertirse en símbolos de "contrapoder" y de "rebelión cultural" -COPA y BASTO, sobre todo-.
Igualmente desde aquella época, o desde los inicios de los tiempos Modernos -pero, en todo caso, la figura del Arcipreste es de las pocas que pueden ocupar centralmente, y por derecho propio, su simbolismo-, se ve este país nuestro interiormente "reflejado" en la PLAZA DE TOROS -versión hispánica del esquema "YANG-YIN " chino-, como círculo mágico donde el hombre se coloca en el límite, tortuoso e inextricable, entre la VIDA y la MUERTE, y que continuamente se escinde, aunque sin quebrarse, en la dualidad de SOL y SOMBRA -un "sol" que ha de convertirse siempre en "sombra", y una "sombra" que se vuelve de todas formas sol-.
(Las ilustraciones 1, 2, y 3 corresponden a fotografías tomadas por el autor).