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Uno de los aspectos que, aparentemente, diferencian más al individuo de hoy de sus antepasados, es la forma de entender y valorar el tiempo. Nuestros ancestros concebían el tiempo como medida que señalaba y computaba todos los acontecimientos dé la Naturaleza, por encima de los hombres y las cosas. De este modo el ser humano estaba integrado en una enorme rueda que, cíclicamente, le obligaba a reconocer aspectos y circunstancias “ya vistos”, tratando de penetrar su sentido oculto y sublimando en ellos sus propias creencias. Periódicamente, por tanto, tenía lugar una revisión de la vida cuya percepción transmitía al hombre la "ilusión" de ejercer un control sobre el tiempo y sus ciclos. La religión estaba incluida asimismo dentro de esa concepción total, cósmica, de modo que si un pueblo adoraba al sol -por ejemplo- y sus integrantes se consideraban hijos de él, no era extraño que entre sus liturgias estuviera la de acompañar al astro todos los días desde su nacimiento hasta el ocaso.
El hombre de hoy cree haber capturado al tiempo en clave científica y usa su medida para calcular el espacio que puede recorrer o el rendimiento que puede obtener en su transcurso. Hemos perdido esa sabia y equilibrada visión clásica en que Cielo y Tierra participaban para engendrar al Tiempo: Es un pecado de nuestra época creer que sólo existe aquello que somos capaces de conocer.