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Hay circunstancias aparentemente insignificantes que pueden, a lo largo de un período de uso y otro de abuso, acabar con una costumbre a la que acompañaban de forma secundaria o inofensiva. La costumbre de la Cruz de mayo, por ejemplo, tan arraigada durante siglos en nuestro país, vino a perder uno de sus elementos más relevantes la petición por las calles por el exceso de quienes tenían a su cargo tal recaudación y por el celo exagerado de algunos protectores de la Sociedad. Para éstos, una costumbre del tipo de la que nos ocupa, no dejaba de ser un molesto juego ejecutado por niños quienes, los tres primeros días del mes de mayo, salían por calles y plazas de todas las localidades pidiendo para la cruz de mayo, San Felipe y Santiago.
El siglo XIX, depurador de muchos hábitos inútiles pero verdugo asimismo de conductas acendradas y acuñadas por siglos de práctica, vino a sentenciar esta tradición que, si bien pasó viva a nuestra centuria, quedó herida de muerte por la opinión siempre contraria de quienes, una y otra vez y hasta la saciedad, criticaron la "enfadosa" manía de los niños de "molestar a los transeuntes" con su cantinela y su cuestación.