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En anteriores trabajos, publicados en esta misma revista, hemos tratado ya de uno de los ritos carnavalescos albercanos más significativos, el del Pata-heno (Núm. 79), así como del ciclo festivo invernal de La Alberca (núm. 91), en el que hay que situar la celebración de los Carnavales. En el presente, nos proponemos dar cuenta tanto de los disfraces y máscaras como de las acciones carnavalescas de este pueblo salmantino.
PERIODO CARNAVALESCO
Ya desde la fiesta de la Purísima (8 de diciembre ) hasta los Carnavales propiamente dichos, exceptuando las fechas de la Navidad, pero también incluso en la de los Reyes Magos, bastantes domingos los mozos que lo querían se vestían de máscaras: Sé ponían los pañuelos, los pantalones al revés, o algún "mono", además de la máscara, para ir al baile. Y solían hacer unterios ("pintadas" diríamos hoy) en las paredes o en las puertas de las casas, utilizando barro para ello, con inscripciones amorosas, en tono bromista, del estilo de ésta: "Señor Lorenzo, si no me entrega a su hija, se la robo".
LOS CARNAVALES
Los Carnavales propiamente dichos comprenden tres días (domingo, lunes y martes), que reciben el nombre de los antruejos. El Domingo de Carnaval se conoce como el Domingo gordo.
Durante los días de Carnavales, pero, sobre todo, durante el último de ellos, el Martes de Carnaval, aparecen las mascaradas: diversas mozas y mozos, mujeres y hombres, se disfrazan con diversas ropas y se enmascaran. Estos son los principales tipos de enmascarados y las acciones que realizan:
-Los maragatos: Salen el Martes de Carnaval por la tarde. Y son parejas de novios montados en una caballería ("en un caballo majo"), que recorren las principales calles del pueblo para terminar en la plaza, principal espacio de celebración carnavalesca. La moza va vestida con dagalejo o con saya colorá y lleva en una mano una bolsa llena de caramelos. El mozo va vestido con el traje tradicional de serrano. Ambos van enmascarados, con un armante de alambre al que tapa la máscara de cartón que en él se sostiene, o con un pañuelo que les cubre la cara. El va montado en la caballería delante y lleva una bota de vino, con la que va convidando a aquellos con los que se encuentran. Ella va detrás y va tirando caramelos a la rebatina y va dando cigarros que también lleva. Delante del mozo, cerca ya del pescuezo, ponen a la caballería una manta-carga (un tapabocas con flecos a los dos lados y de listas colorás). Con las máscaras o pañuelos que llevan no se sabe quiénes son.
-Las hilanderas: Son mozas y mujeres que se visten de sayas o con pañuelo de Manila o con una capa de hombre. A veces, mozos y hombres se visten también de hilanderas. Van enmascaradas y recorren las calles dando gritos: "Uh, uh, uh, uh, uh, uh, uh, uh..." y, cuando ven un corro de gente, se dirigen hacia él, bailan de una manera desenvuelta y luego siguen para adelante; llevan colgando de un brazo una bolsita llena de caramelos, que tiran a la rebatina y dan a los niños y con cigarros en los bolsos, que van dando a los mozos y hombres con quienes se encuentran. Es costumbre que vaya un hombre guardándolas, para que nadie les haga nada, ya que algunos se metían con ellas a ver quiénes eran. El que las guarda va vestido de serrano, con una manta-carga al hombro y con un vergajo para arrear a los intrusos, y también lleva máscara. Va siempre detrás de ellas y recibe el nombre de el coco. La función de los cocos, por tanto, en el Carnaval albercano es la de ir guardando a las hilanderas; llevan también estos protectores una sábana antigua, con la que van tapados, y el cinturón puesto, sujetándola. Espantan a los muchachos, que incordian a la comitiva.
-Los ensabanaos: Son mozos u hombres tapados con sábanas o con colchas y que llevan máscara y que van gritando: "Uh, uh, uh, uh, uh, uh, uh...", igual que las hilanderas. Y corren detrás de los muchachos, pegándoles si los agarran, ya que éstos se acercan a ellos para intentar tirarles de la sábana o de la colcha y así descubrir su identidad. Los ensabanaos y también las máscaras, bien a la cintura o bien en bandolera, se ponen la roasquila (una correa llena de esquilas), con la que van produciendo sonidos para llamar la atención. Entre varios de ellos suelen llevan un muñeco de madera, vestido o no, que van enseñando a las personas mayores ya los niños, y le van diciendo bobadas.
-Las gitanas y los gitanos: Son mozas y mujeres, mozos y hombres, que van enmascarados y disfrazados de gitanas y de gitanos respectivamente. Salen con las siguientes trazas: Ellas, con vestidos de "faralaes", "leen el signo" a todo aquel con el que se encuentran en su trayecto; y ellos llevan tras de sí una recua de burros y se dirigen hacia la plaza, por todas las calles.
-Otro grupo de enmascarados simula una representación del arado en la plaza. Dos mozos u hombres se aguñen (se uncen) con el yugo, del que sale el palo, que sujeta otro mozo tras ellos y van como arando la plaza. El que guía el arado va vestido con blusa antigua y con unos zahones. Todos llevan tiznadas sus caras.
-Otro grupo saca a la plaza una fragua de mano, de herrero, en la que asan un garrapato (tostón), que luego se disponen a comer allí mismo.
-El mozo-toro y los pata-henos: Sin duda, el rito carnavalesco albercano más significativo es el de la tauromaquia grotesca que se celebra en la plaza durante la mañana del Martes de Carnaval. Sus protagonistas son el mozo-toro y los pata-henos (pronunciación con hache aspirada). El primero -el mozo-toro- es un mozo que se disfraza de toro, para ello se tizna la cara y se coloca en la cabeza la cornamenta de macho cabrío o de borrego; en el torso, una zamarra de oveja; en la cintura, una correa llena de cencerras, que, al correr, suenan mucho, y, en los pies, unas albarcas (abarcas). Los pata-henos son varios mozos que se visten con sacos llenos de paja o de heno, van embutidos en ellos, lo que les da un enorme volumen y una gran dificultad de movimientos; también van tiznados.
El mozo-toro, en esta tauromaquia grotesca, ha de tirarse a coger y empitonar a los pata-henos, con una horca de madera, de las de dar la vuelta a las parvas; debido a la dificultad de movimientos de los pata-henos, éstos son pinchados con la horca por el mozo-toro, quien o bien los tira al suelo, revolcándolos, o bien intenta levantarlos hacia el aire; cuando se vuelven a levantar, algo que sólo logran con la ayuda de algún mozo cercano, son de nuevo acometidos. Y todo, entre el sonar de las cencerras y los gritos y risas de los asistentes, ante tan cómico espectáculo. Tras mucho empitonar el mozo-toro a los pata-henos, los sacos llenos de paja o de heno se van reventando, alcanza así esta tauromaquia momentos muy grotescos.
Los enmascarados de los diversos tipos que hemos visto hasta aquí van tirando ala gente con la que se encuentran ceniza, serrín, papelinos...
-El entierro de la sardina: Es el remate final de los Carnavales. Esta "procesión" que marca un rito de paso entre dos momentos temporales dentro del ciclo de invierno cristiano, se celebraba en La Alberca la mañana del Miércoles de Ceniza. Las participantes iban de luto con sayas y los hombres y mozos, vestidos con la seriedad con que lo harían para cualquier otro entierro.
SERRAR A LA VIEJA
Y llega la Cuaresma. Sobre la semana que la inicia, se dice el siguiente acertijo o adivinanza:
De siete hermanas que somos,
la primera que nací,
la que menos tiempo tengo,
¿Cómo podrá ser así?
Sobre un antiguo rito cuaresmal, el de serrar a la vieja, se conserva aún memoria y ha quedado ya sólo como dicho o relato que se cuenta a los niños para impresionarlos. (El autor del presente trabajo lo oyó siempre de labios de su abuelo). A mitad de la Cuaresma existía la costumbre de serrar a la vieja, se hacía -según dicen- un miércoles por la noche y a los niños se les hacía creer que serraban a la mujer más vieja del pueblo, llevándola a la plaza. Seguramente, cuando el rito se celebrara, harían una mujer con maderas y la serrarían a mitad de la Cuaresma y en mitad de la plaza. Hoy ya sólo queda el dicho y la memoria de serrar a la vieja, con esta expresión, y el relato, para impresionar a los niños, de que, en mitad de la Cuaresma, se serraba por la mitad a la mujer más vieja del pueblo.
Julio Caro Baroja, en El carnaval (I), nos da noticias acerca de este rito de serrar a la vieja. En Madrid y otras localidades -nos dice- "era costumbre hacer el mismo Miércoles de Ceniza una gran vieja de cartón o papel, con siete piernas flacas, que simbolizaban las siete semanas de la cuaresma, representadas, en suma, por la vieja misma". Esta vieja era coronada con un cetro de espinacas y cubierta con un manto negro en el entierro de la sardina. "La vieja -nos sigue diciendo Julio Caro Varoja- era colocada en una casa. A medida que iban pasando las semanas de la Cuaresma se iban cortando las piernas a la vieja, hasta que terminaban las siete". Pero, relacionado con este rito, y más en consonancia con el dicho albercano de serrar a la vieja, se realizaba este otro, del que también nos informa Julio Caro Baroja: "Parece ser que en el siglo XVII la gente de Madrid se reunía en la Plaza Mayor, a mitad de la Cuaresma, con el objeto de partir, o ver partir, o "aserrar", a una vieja. Iban allí con escaleras, linternas, faroles y velas, y creían o fingían creer, en efecto, que era posible ver partir a una mujer anciana por la mitad, acto que indicaba que el período cuaresmal se había partido".
DICHO SOBRE LOS DOMINGOS DE INVIERNO
Existe un dicho en La Alberca, rastreable por otra parte en otros pueblos del dominio leonés, sobre diversos domingos del último tramo del invierno y del inicio primaveral. Habla sobre el pájaro que se mata, se prepara y se come, en sucesivos domingos; sobre estos dichos volveremos algún día. Este es el de La Alberca:
"El domingo Lázaro
matarás al pájaro,
el domingo Ramos
lo echarás en sal
y el domingo Pascua
lo comerás".
El "domingo Lázaro" es el anterior al "domingo Ramos", que inicia la Semana Santa; el de Pascua ya es -dentro de la cultura de tradición popular- el umbral de la primavera.
NOTAS
(1) Todas las citas de Julio Caro Baroja que incluimos, pertenecen a su libro El carnaval. (Análisis histórico-cultural), 2ª ed. Madrid, 1979, págs. 136-137.