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En los últimos años y vistos los avances de la tecnología, se ha vuelto a poner de moda la polémica, suscitada ya en los tiempos de Bela Bartok, sobre las transcripciones musicales: Si son o no necesarias, si son o no exactas, etc. Sobre el primer punto, el propio Bartok opinaba en su época que el disco se había convertido en la forma más exacta de reproducción; en lo que respecta a una representación gráfica de los sonidos, el músico húngaro llegó a realizar a veces, en su intento de perfeccionar la escritura musical, transcripciones dobles de una misma canción con multitud de signos diacríticos e indicaciones adicionales. Es ya clásico, aunque reciente, el ejemplo de los cuatro etnomusicólogos (Kolinsky, Rodhes, Garfias y List) a quienes Charles Seeger y Nicholas England invitaron a transcribir una canción bosquimana acompañada de arco musical. El resultado fue tan alarmantemente diverso que los iniciadores del experimento se apresuraron a excusar las diferencias con múltiples argumentos: Insuficiencia del sistema semiográfico, necesidad de comprender primero y después usar adecuadamente el sistema cultural en el que cada canción ha sido compuesta, conveniencia de revisar o crear nuevos signos para nuevos sonidos no apreciados por el sistema musical europeo culto, etc., etc.
Desde luego los programas actuales creados para utilizar en algunos ordenadores son tan perfectos que harán innecesaria en breve plazo la transcripción musical pues su única función (la del análisis posterior, ya que la simple reproducción es mucho más perfecta por sistemas digitales u ópticos que por la escritura) se podrá realizar con mayor precisión utilizando adecuadamente esos mismos programas.