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I
INTRODUCCION:
SOBRE LA ESPIRITUALIDAD DE LA «CULTURA MATERIAL»
Desde hace cierto tiempo se utiliza en la «literatura científica» una expresión que ha hecho fortuna, hasta el punto de su inclusión algo ambigua en los temarios de oposiciones. El empleo de «Cultura material» parece solventar la mala conciencia de viejas terminologías como «industria», «útiles», «instrumentos», etc. (teñidas de cierto cariz funcionalista) o el carácter rancio de palabras, sin embargo tan precisas, como «artefacto» o «ingenio» (en el caso de las máquinas). Con la sustantivación de cultura se desea recoger la personalidad de grupo que tienen estas herramientas, así como incluir ciertos objetos que si bien no parecen poseer una utilidad directa son fabricados igualmente por cada comunidad con una finalidad determinada, entendida ésta en sentido lato. El adjetivo material cura en salud a quien lo emplea, pues engloba con él todo el bagaje no-espiritual (otra cosa es que se delimiten bien ambos campos) de una cultura, de un grupo definido por una manera de ver las cosas y que expresa esto a partir de sus artilugios de todo tipo.
Hasta aquí, parece positiva la adopción de un sintagma más connotativo que denotativo si después se precisa qué se entiende por tal, o al menos a qué aspecto o parte de esa cultura material se va a dedicar el estudio de que se trate.
Particularmente, creemos que la cultura actúa como un todo desintegrable que resulta peligroso diseccionar en material o no, pues es precisamente ésta quien forma e informa la materialidad a disposición del grupo cultural.
Además, muchas veces se emplean nuevas palabras sin variar viejos conceptos, y no se suele tener en cuenta que la variable culturalista que se introduce en esta expresión implica la variación de los esquemas funcionalistas, evolucionistas y tipológicos al uso, cuya efectividad cuenta con reconocidas y no pocas excepciones.
En este sentido nuestro trabajo se orienta a un aspecto de la «cultura material» que va más allá de la materialidad o ergología de las piezas para ahondar, aunque sea de forma aproximativa, en la «espiritualidad» de los objetos asociados a la peregrinación jacobea (conectando así con la panorámica del anterior trabajo, más en la línea de la espiritualidad de las actuaciones, de las costumbres, de los ritos). No abandonaremos por ello una cierta perspectiva funcional, siempre que ésta responda a criterios no industrialistas (de cuantificación directa y resultados prácticos materiales), sino a la consecución de beneficios las más de las veces de tipo religioso (magia y superstición, diríamos hoy) de manera acorde a como aparece en la mentalidad popular del hombre «preindustrial».
II
EL SIMBOLO COMO GRAMATICA DE LA TRASCENDENCIA
«El pensar simbólico no es exclusivo del niño, el poeta o el desequilibrado. Es consustancial al ser humano: precede al lenguaje y a la razón discursiva» (Eliade). En nuestros días el redescubrimiento del simbolismo, que se remonta a principios de siglo como instrumento de conocimiento (psicoanálisis) o de cultura artística (poética, surrealismo...) es una reacción contra el «ciencismo» positivista del siglo XIX.
En efecto, el interés por los pueblos extraeuropeos y por nuestra propia mentalidad histórica, ha provocado el estudio de unas formas de pensar donde el empirismo y la razón positivista apenas tenían cabida y nuestros actuales 'conceptos' se prolongan en sus imágenes y símbolos.
Resulta sorprendente que a estos pueblos no europeos les atraiga de la cultura occidental precisamente el cristianismo y el comunismo, dos doctrinas soteriológicas, de «salvación», con una fuerte carga simbólica y mitológica, si bien de muy distinto signo.
Estudiar los símbolos se ha convertido por ello en el modo mejor de introducirse en la «filosofía de la cultura», en la antropología cultural, por tanto, a través de un camino tan apasionado como el del fundamento espiritual del propio hombre, «animal social» desde mucho antes que viviese el propio Aristóteles.
Si bien la delimitación de lo simbólico responde casi exclusivamente a la opinión del autor considerado, siendo muy distinta la consideración de un psicoanalista o un psicólogo (para quienes se trata de realidades anímicas e individuales) que la de un antropólogo (que destacaría su sentido de integración social, mediante una «comunidad de identificación»); aquí consideramos ampliamente éste, y la mayoría de las veces nos remitimos al historiador de las religiones, Mircea Eliade, pues su consideración del símbolo como expresión del Todo (divinidad, absoluto...), hierofanía codificada y mediata, aparte de su sentido socio-político e incluso económico, nos parece la más conectada al caso.
Intentaremos así identificar una filiación entre el símbolo como realidad histórica y la propia trascendencia del mismo, para concluir, en paralelo con el trabajo anterior, en que éste constituye la articulación gramatical de lo sagrado, de la trascendencia, en cuanto que la estructura y abre al propio vivir cotidiano y terrenal del homo religiosus.
II
1.-PERENNIDAD Y RIQUEZA DEL SIMBOLO
Comprender esa trascendencia y esa realidad histórica pasa por comprobar que el mito no se destruye, sino que cambia su valor; o mejor, se complica con nuevos referentes. A lo largo de las culturas que han basado la civilización occidental -aunque podríamos hacerlo extensivo al resto- se producen numerosas transmitificaciones, pero nunca desmitificaciones; el símbolo se enriquece cultural e históricamente, pero pocas veces se degrada o pierde su sentido primigenio, incluso hoy.
Hay un elocuente paralelo en el mundo de las imágenes (al fin y al cabo, éstas son la expresión del símbolo) en el trasvase iconográfico que se produce entre paganismo (nombre, por otra parte, equívoco) y cristianismo en el mundo tardoantiguo.
Los ejemplos son numerosos. Nos remitimos aquí a la obra de Bianchi-Bandinelli, pero en ellos ocurre que el antiguo referente de la imagen pasa al nuevo, que a su vez vivifica y aporta otro sentido sin necesidad de eliminar al primero. El moscóforo clásico es el Buen Pastor; Cristo es el juez; la Diosa Madre es la Virgen; la Victoria es el Angel...
Los cristianos, en un principio reacios al iconismo, asumen la imaginería mediterránea para la difusión de sus ideas entre los gentiles; su fuerza queda así cimentada en largos siglos llenos de imágenes conocidas y prestigiosas que adquieren ímpetu y dinamismo nuevos; un viejo texto asume nuevas lecturas, pasando a tener la consistencia estratológica de un palimesto, a enraizar en la memoria de los pueblos.
El símbolo, como su formalización, está más allá de la circunstancia, incluso de la estructura; su carácter le hace eterno pero vivo, trascendente pero histórico.
III LO QUE LLEVA EL PEREGRINO: SIGNOS PORTATILES Y SU SIMBOLISMO
La indumentaria del peregrino jacobita evolucionó, a decir de Vázquez de Parga, desde una práctica indiferenciación del viajero a pie común y corriente en los primeros tiempos hasta una sofisticada adición de signos, entendidos éstos como enseña identificable por quienes los veían pasar. Signos acreditativos, pues, aparte del propio significado simbólico que éstos tenían, en muchos casos desde una remota antigüedad.
El hábito más corriente se ceñía a la esclavina o pelerina contra el frío, a un sombrero de ala ancha, protección contra el sol y la lluvia, y un calzado más o menos cómodo, amén de alforjas o esportillas de viaje. A éste, sobre todo desde el auge de las peregrinaciones en el siglo XI, se añadieron una serie de atributos cuyo uso llegó a esconder gran cantidad de vagos y maleantes («gallofos» en la documentación de la época), cuyas fechorías solían gozar de cierta impunidad bajo tal disfraz. Hasta tal punto que Felipe II se verá obligado a reglamentar a estos «que fingen que van en romería», prohibiendo el atuendo clásico y ordenando el hábito común de paisano, excepto para aquellos extranjeros que cuenten con la dimissoria episcopal y el permiso de las autoridades de su tierra.
Estos atributos son: la esportilla, el bordón, la calabaza y la insignia por antonomasia: la venera, además de otras piezas ejecutadas en azabache, etc., que solían traerse a modo de recuerdo, prueba del viaje y reliquia del mismo.
El mismo Liber Sancti Iacobi dice que quienes van «ad sanctorum limina» reciben en la iglesia, antes de su partida, junto a la bendición y el saludo de la comunidad, el bordón (baculus) y la esportilla (pera), asimismo bendecidas.
La esportilla era una alforja frecuentemente adornada con una venera, mientras que el bordón, cuyo nombre deriva posiblemente del nombre dado al burro (burdo) suplido por el peatón con este útil, era un palo terminado en pomo y con la cantera apuntada en hierro, cuya función era defenderse contra lobos y perros y servir de apoyo. La concha venera es un antiguo amuleto que se identifica con la vía santiaguesa, adquiriendo su nombre latino (pecten jacobeus) o en otras lenguas (Shells of Gales –Galicia- en Inglaterra o Jakobsmuschel en Alemania). El Codex Calixtinus explica su origen en la leyenda del príncipe que cae al mar por su caballo desbocado y es rescatado milagrosamente por Santiago, surgiendo de las aguas cubierto de estas vieiras tan corrientes en las costas gallegas.
La propia iconografía del Santo se beneficia de este desarrollo, pues si bien Emile Male decía que sólo a finales del XIII el atuendo jacobita era incorporado íntegro por la imagen del santo (gran sombrero, abrigo de viaje, bordón, calabazas, etc.), ya en el XII tenemos identificado al Apóstol mediante la esportilla y la concha (en Santa Marta de Tera), lo que crea una poderosa y nueva imagen en un culto desarrollado en esas fechas, pues anteriormente apenas era identificado Santiago el Mayor por su caracterización de apóstol y el rollo de la Palabra.
1. Evolución histórica de las Insignias jacobeas.
En todo tiempo y lugar los peregrinos han vuelto con objetos cuyo sentido era para ellos mucho más amplio que el de meros «souvenirs de peregrinación». Estos «residuos de santidad» prolongaban el contacto con lo sagrado y estaban santificados doblemente: por el lugar de su extracción y el esfuerzo de su consecución.
En los santuarios cristianos de la Alta Edad Media se adquirían reliquias sensu stricto o phylacterias (trozos de papel con escritos bíblicos llevados por los hebreos), etc., muchos de ellos lejanos aun carácter icónico: desde piedra de los santos edificios o de las tumbas, hasta aceite de sus lámparas o agua de sus ríos (Jordán) y manantiales.
El desarrollo de las peregrinaciones a occidente, fundamentalmente a Santiago, durante los siglos XI-XII hace surgir nuevas formas de «recuerdos» de viaje típicamente medievales: los signa ligados a un santuario y que, prendidos al manto o sombrero permiten conocer el lugar que ha visitado quien los exhibe. Su fabricación, normalmente en fundidos de metal, constituyen un artículo de serie típico de la artesanía medieval.
Sin embargo, en dos de los grandes centros cristianos no se desarrolló, en principio, una insignia creada ex profeso, sino que se recurrió a productos «naturales» vinculados a la tierra del santuario: la palma y la concha atlántica, en este caso significativamente un producto costero, pese a que Compostela no es ciudad marítima y, sin embargo, sí fue en la costa donde atracó la barca con los restos del apóstol al tiempo que la peregrinación se hace aún más «heroica» al referirse así al finisterrae marino, al no más allá de las tierras conocidas.
Veremos que la elección de la concha-venera tiene un sentido vinculado a una tradición simbólica arraigada, incluso en el cristianismo.
El comercio de vieiras tomó tales proporciones que se reglamentó, y desde el siglo XIII era necesaria licencia (bajo pena de ex comunión) para su venta, e incluso se vendían imitaciones en plomo ante la falta de material. Poco a poco, la venera pasó a ser la insignia por antonomasia del peregrino occidental en toda la Edad Media, convirtiéndose en emblema de otros muchos santuarios; en particular, del litoral (como en Mont-Saint-Michel, donde se usaban también otros tipos de moluscos multicolores).
En Santiago, además, se disponía de otro material para fabricar objetos de devoción, además del plomo. Era una piedra negra y dura que podía pulirse y ser esculpida: el azabache. Con él se realizaron numerosas representaciones tanto de amuletos (figas) como de veneras y del propio santo entronizado, a caballo o como caminante. La producción de estos azabaches compostelanos culminó en el XV y principios del XVI cuando se separan del gremio de concheros desde 1443; su ramificación a mediados del XVI habla de la regresión y posterior declive en el XVII. De todas maneras, su difícil elaboración les hacía un producto costoso y al alcance de pocos bolsillos. Junto a ellos, los bordoncillos aparecen como pequeñas imitaciones en plomo del bastón de peregrino que suelen fundirse en una pieza emparejados y con una venera en el medio, y se fabrican incluso en hueso o marfil para uso suntuario. En los mismos materiales y por los mismos artesanos se hacen calabacines durante el siglo XVI.
En los siglos XVII-XVIII, con el declinar de los azabacheros surgió un nuevo objeto que habría sido ya fabricado y abandonado como «demodée» hacia los siglos XIV-XV (sustituyéndolo por medallitas y pendientes más pequeños) y ahora recuperado. Nos referimos a las formas metálicas planas y doradas con representaciones de Santiago y la Puerta Santa, entre otras.
En todo caso, vemos una actividad de producción artesanal seriada que tiene como centro la venera, emblema que sintomáticamente recorre un camino estadístico en las sepulturas medievales afín a su desarrollo. Así, en las necrópolis europeas anteriores a la Reforma protestante suelen aparecer cosidas al vestido del difunto en número de 3 ó 4 a lo largo de todas las vías y ramificaciones del camino desde la Península a la Europa nórdica. Sin embargo, tras el siglo XVI decrece ostensiblemente el número de tumbas aumentando a la par el de veneras por individuo, que se sitúa en 40 en los casos más ostentosos. El autor de este estudio -Kurt Koster- constata, además, que la situación del signo jacobeo varía desde el morral al sombrero ya en el XVI, cubriendo el manto por completo en el siglo XVI (con ejemplares cada vez mayores).
Estas insignias, al fin, constituyeron una especie de salvoconducto frente a los peligros del camino, tanto como identificación como por su carácter muchas veces protector, apotropaico. Sin embargo, no servían como testimonio legal de la peregrinación, pues para ello debía aportarse el documento-certificado del cabildo compostelano (bula compostela), en el caso de los peregrinos obligados por motivos legales para exculpar una pena.
Para el hombre medieval, eran «reliquias representativas» que contenían valores terapéuticos activos por sí mismos. De ahí su carácter fúnebre, profiláctico y de exvoto.
Se colocan en la casa y en los campos, para ahuyentar los malos espíritus y las malas hierbas, cubren lugares de reposo para curar enfermedades o dan acceso en los dinteles de puertas y ventanas. «Si para la doctrina de la Iglesia la peregrinación significaba, sobre todo, la expiación de los pecados, la santificación del fiel, para la población laica se trataba de un contacto puramente físico con las reliquias del santuario» (K. Koster).
La creencia popular, una vez más, transformaba así el mundo religioso doctrinal en una relación objetiva y concreta con lo sagrado, en un contacto pleno arraigado en la consciencia trascendente de las creencias y los cultos más antiguos.
2. La Venera.
Nos encontramos en este caso con uno de los símbolos más complejos y ricos del panorama jacobeo, pues si bien superficialmente se trata, como ya vimos, de un signo identificativo para una determinada comunidad cultural -los cristianos de Occidente; en particular, los devotos de Santiago-, su adopción y su éxito se deben a hondas creencias religiosas que ven en las conchas, en particular en el tipo pecten, su expresión simbólica y talismánica. Varios son los sentidos de este simbolismo y sus usos:
-Fecundidad y preservación: Venus Genetrix.
La creencia en las virtudes mágicas y protectoras de la concha, por su semejanza y asimilación a la vulva femenina, se remotan a la prehistoria, y ya Breuil dice que los aderezos mortuorios de conchas «solidarizan al difunto con el principio cosmológico Agua-Luna-Mujer, presuponiendo el nacimiento, la muerte y el renacimiento» del mismo. Esta homologación de la concha con el órgano genital femenino se atestigua en todas las culturas (del Japón al mundo azteca), y su desarrollo se vincula a la eclosión del culto a la fertilidad de la tierra vinculado a la propia fecundidad femenina (pilares básicos de la subsistencia de la economía agraria) durante el Neolítico
Esta tradición que vincula a la concha con el renacer de la muerte y como emblema de la vegetación y la vida en general (ya vimos la vida en el sentido religioso se entiende precisamente como renacimiento, como recreación del tiempo mítico del origen) tiene su expresa formalización en uno de los mitos griegos, expresión sofisticada de una creencia elemental.
Así, en la Teogonía de Hesiodo el nacimiento de Afrodita es debido a la fecunda unión entre la espuma del mar -el agua, otro elemento básico de prosperidad agraria- y el miembro viril de Urano, mutilado por Cronos -nacimiento, pues, de la muerte-, presentándose a los chipriotas (a los mortales y a los dioses en general) montada en una concha, donde se produjo la génesis divina, que pasará a ser uno de sus atributos y representaciones más habituales (hasta en el caso de Botticelli en el siglo XV) -Plinio Nat. Hª IX, 30 y XXXII, 5-.
En el mundo romano la Venus Genetrix, de apodo más que sintomático, se asocia al culto del matrimonio y la familia garante de la prosperidad de la gens (como lo era en el caso de la familia de César), a modo de fecundidad medida en los patrones del orden social romano.
No es preciso insistir más si tenemos en cuenta que el nombre castellano y (gallego) -venera, vieira- deriva del latino -venus, veneris-, y además es la raíz del verbo venerar.
Otro uso que remitimos al caso de las higas es el de amuleto contra el mal de ojo, por su propio carácter de símbolo sexual obsceno que repele la mirada fascinadora protegiendo a quien lo porta.
-Fertilidad y prosperidad: la Luna y las Aguas.
Si el dibujo y profundidad de la concha evoca el órgano sexual (y la matriz) femenino, su origen la vincula a las aguas de donde surge. La estrecha relación entre la fertilidad agraria y la disponibilidad del agua (el paraíso resulta siempre un lugar de aguas regulares y calmas), y entre ésta y el ritmo estacional y lunar del ciclo vegetal, además de la identificación de la propia fecundidad femenina (pautada también por nuestro satélite) y la terrestre hacen de la concha un valor multireferente que, en general, afecta a todas las culturas.
Entre los aztecas es la concha el dios lunar, y representa la matriz de la mujer, mientras que para los chinos antiguos representa la parte yin, la energía cósmica femenina, lunar, «húmeda».
Entre los latinos aún se creía que la luna alimentaba a las ostras y mejillones. Por último, suelen ser habituales las representaciones del agua saliente de un surtidor alojado en el corazón de este animal incluso hasta el XVIII (el inmortal tritón sopla una caracola de donde mana el agua en la Piazza Barberini por obra del escultor Bernini).
-Muerte y Resurrección: Simbolismo Funerario.
El carácter regenerativo de la concha derivado del ciclo vegetal -constatación del eterno renovarse de la Naturaleza- pasó en el mundo cristiano a tener un sentido funerario, aunque ya antes había acogido un carácter escatológico vinculado a su producto: la perla. Así es, para Schneider o Eliade, la ostra y la perla significan el sacrificio de una generación (la muerte del animal) en beneficio de la prosperidad de la siguiente (la perla).
La relación entre Afrodita -la Concha- y el elemento acuático era para los griegos muy evidente, pues consideraban a la diosa como favorecedora de la negación y muy en relación con las mareas y el ciclo lunar que las originaba. Varios tipos de concha eran asignados a la fenicia «Astarté», diosa madre, lunar y marina.
En este sentido adquiere una potencia generadora de vida por sacrificio místico, muy semejante al del propio Cristo en la tierra. E incluso toma así una clara orientación funeraria que anticipa la resurrección de los muertos a una vida mejor tras el sacrificio de una vida terrena consagrada a la divinidad.
Esto es, sin duda, el sentido que tenían las conchas que señalaban las tumbas de los primeros cristianos (Leclercq), cuyos numerosos ejemplos apoyan la creencia de que éstas son asimismo el recipiente de la tumba cerrada que algún día ha de abrirse para dar salida a un nuevo mundo más próspero y edénico.
-La Venera del Peregrino.
Es poco probable que el viajero a Santiago considerase tantas relaciones simbólicas a la hora de proveerse de la concha-venera, pero no hay duda de que todo el significado que ésta había tenido durante siglos estuvo presente tanto en su adopción y rápida difusión como en el aprecio que ésta tenía para su portador, aunque fuese por mera veneración hacia lo sagrado más allá de su genealogía cultural.
En todo caso, la concha, como el pozo y la botella, tienen un uso práctico, consecuencia obvia del problema del abastecimiento del agua potable, para el caminante medieval en particular, desprotegido por la raquítica infraestructura de los caminos, ya sea como recipiente directo a modo de vaso o como símbolo propiciatorio. Este sentido se observa también en otras culturas, incluso lejanas, como el budismo chino, donde la concha augura un viaje próspero.
Para un santuario vinculado a la idea funeraria como es el del sepulcro del apóstol, en una religión escatológica como la cristiana y en una época fuertemente ruralizada y agraria como la medieval, los referentes culturales de la venera explican su incursión tardía pero espléndida en la iconografía del peregrino jacobita.
3. Amuletos en azabache: la Higa.
El valor talismático y curativo del azabache -carbón petrificado susceptible de pulirse- se constata desde el Paleolítico Superior (Peterfelds, Alemania) y era muy extendido en la Antigüedad: Plinio le llama «Lapis gagates» (de Gagas, en el Asia Menor) -en Nat. Hª. XXXVI, 34; pero también en Dioscórides 5, 103 ó el propio Aristóteles, recogido por el cosmógrafo persa del siglo XIII Gazuml-. Bien fuese por sus propiedades magnéticas al ser calentado o por su desagradable olor al ser quemado, el hecho es que su carácter antropaico se une bien al propio material (siglos XI-XIII) o las formas que se dan a éste: cruces, aljarces, veneras, higas, etcétera (siglos XV-XVI, sobre todo).
Con él -amén de otras piedras en número inferior (corales, ámbar, jaspe, ágata, cristal de roca, etc.)- se fabrican asimismo numerosos tipos de amuletos, que tienen una función similar emblematizable en el más común y tradicional: la figa o higa.
La función de la figa es librar a su portador del mal de ojo, de la mirada fascinadora, del fascinum. Este influjo pernicioso se distingue en la Antigüedad de otros como la Magia o la Imprecatio (sortilegio) por el carácter involuntario de quien la provoca, especie de gafe que nunca sufre sus efectos.
Demócrito, Plutarco o Heliodoro han teorizado sobre este mal que portarían ciertas personas, sería hereditario, y mediante la imagen que penetraba por la vista hasta llegar al alma, provocaría la destrucción del bienestar y la salud; sobre todo en los recién nacidos.
Todos los medios para librarse del mal de ojo tienen la misma intención: provocar un retorno de la mirada fascinadora ante la visión de un objeto indecente u obsceno o de un gesto ridículo, que neutralizaría sus efectos. Se trata de combatir el mal con el mal.
Entre estos gestos destacan los relacionados con los órganos genitales; en particular, el falo, que era incluso llamado fascinum en Roma, pero también la vulva (muchas veces, una simple concha). Era frecuente el uso de gestos manuales que se convirtieron en amuletos portátiles y que solían acompañarse con expresiones desagradables y refranes de repulsa: los dedos índice y meñique extendidos, mostrar el dedo anular o «medius» ostensiblemente, y fundamentalmente el pulgar entre índice y anular flexionados, eran los más frecuentes. Este último es la figa o higa, cuya simulación de la unión genital aseguraba una protección inmejorable que certifica su perduración hasta la Edad Contemporánea -aún hoy en ciertas zonas-, extendida, además, por casi toda Europa.
Su empleo es numerosísimo y se vincula a la gran tradición del uso de la mano como amuleto o signo ritual (desde los paleolíticos del Castillo), aglutinándose a la iconografía jacobea en ejemplares varios donde el apóstol remata en una figa (los «santiagos de figas» en los inventarios del XVI) o en su uso frecuente como pieza cosida a la ropa del peregrino (horadadas o «furadas» en ese caso), protegido una vez más así contra las dificultades de la ruta por una pieza cuya elaboración aún perdura en Santiago.
4. Otros elementos del atuendo.
Ya hemos hablado de otros elementos del hábito jacobita, y ahora debemos atenderles en su posible significación simbólica y trascendente, implícita en su uso práctico.
-El bordón, cuya utilidad directa resulta evidente, recoge un doble sentido complementario. Por un lado, es el apoyo, sostén de la marcha del pastor o del viajero como eje portátil de la verticalidad espiritual, línea ascensorial que en el bastón santiagués se acentúa debido a su gran altura.
Por otra parte, es un arma defensiva no sólo efectiva a nivel terrestre -contra los perros del camino era muy usado-, sino a nivel mágico, como maza del héroe o vara regia que sanciona al portador de una aureola protectora más allá de lo inmediato. En este último sentido es un instrumento de poder entregado, de realeza sancionada, que se asimila a la prepotencia simbólica del falo en su sentido de fertilidad: Moisés o el propio San Isidro golpean con su cayado para hacer brotar el agua.
Un ejemplo muy peculiar lo ofrece el bastón de Santiago que preside el Pórtico de la Gloria y que tiene una curiosa forma de «Tau» griega -para no coincidir con el báculo episcopal- de raigambre real y sagrada. (Es el hacha doble de la aristocracia cretense, el martillo y la cruz, la inicial de Théos, tan frecuente en los emblemas medievales.)
-La calabaza doble como el reloj de arena, el tambor doble, la X o la cruz de San Andrés tiene el sentido de la duplicidad del mundo, de la relación entre el mundo superior e inferior, y de la inversión de los propios cambios naturales (día-noche, vida -muerte, tristeza-alegría, mal-bien...). Por tanto, su forma recuerda y simboliza la estructura bipolar del cosmos y, en particular, la posibilidad de una fluida circulación cielo-tierra. Por otra parte, como fruto de numerosas pepitas se relaciona con la fertilidad al tiempo que reafirma esto en su propia función: la de reserva de agua -de vida- del caminante.
-Exvotos, ofrenda y harapos. Tan sólo citar aquí una tradición, la de las ofrendas en acción de gracias y los votos materializados en objetos diversos, constatados a lo largo de toda la Antigüedad (los exvotos cerámicos romanos eran una producción industrializada) y que en absoluto es peculiar de Santiago, por lo que nos remitimos a los numerosos ejemplos que da Mariño Fero. Hay, sin embargo, una costumbre para con los atuendos de los peregrinos, convertidos en harapos durante el camino, que merece destacarse por su originalidad: Una vez el peregrino se ha aseado -purificación espiritual y corporal a la vez- en el arroyo de Lavacolla y se presenta decorosamente ante «el señor Santiago», sus harapos son quemados en una hoguera ritual que se enciende junto a la Catedral, en la «cruz dos farrapos», enseña que hoy se encuentra sobre el tejado de la Sede Compostelana y que antaño presidía esta ceremonia purificadora que dejaba atrás los posibles malos espíritus adheridos a la ropa (los del cuerpo se habrían lavado ya).
El agua y el fuego se completarían en el interior con el incienso repartido en ese gran «ambientador» que es el botafumeiro.
IV
LO QUE ENCUENTRA EL PEREGRINO: LITOFANIAS Y LITOLATRIAS
Existen una serie de símbolos que, por su universalidad, son de todos conocidos. Con todo vamos a intentar hablar de ciertos ritos y cultos vinculados a las piedras, que en cierta forma singularizan la ruta de Santiago, aunque seamos conscientes de que con ello no agotamos los símbolos que el peregrino acusa en su itinerario, si bien sí los más atractivos por su extensión espacio-temporal.
La dureza, la rudeza, la permanencia de la materia constituyen para la conciencia religiosa del hombre arcaico una hierofanía; nada más noble ni más aterrador que una roca majestuosa audazmente erguida. Ante todo, la piedra es, es siempre la misma, subsiste. Su fuerza y perennidad transmiten la idea de inmortalidad, su valor es siempre representativo de un poder distinto, no terreno. Su uso en el mundo funerario megalítico (tanto el arqueológico como el cultural) o la práctica fertilizadora del «deslizamiento» de las mujeres en determinadas rocas nos indica que, desde tiempos remotos a hoy, se cree a la piedra manifestación del mayor de los dioses: el que domina la muerte y la vida. Litofanías de este tipo son muy conocidas, desde la Ka'aba islámica a la piedra negra de Pessinonte (diosa madre frigia) o al propio carácter de persistencia que nos parece aún hoy los edificios de este material.
La piedra sagrada no es un objeto divino, sino un signo de la presencia de lo divino; un símbolo en cuanto a lo que quiere expresar lo divino en ella. Cuando es acogida como tal en una comunidad, se constituye en un centro, en un «Omphalos», el ombligo del mundo.
-Cruceiros y Pedrón.
Los abundantes cruceiros del camino no son, en ese sentido, sino «menhires bautizados» el una zona donde los betilos megalíticos fueron numerosos. Pero, además, con su explícita forma de cruz este símbolo de perpetuidad se enriquece con el propio y complejo significado de aquélla: derivación dramática del árbol de la vida (del Paraíso), «axis mundi» y puente de comunicación entre los órdenes del Cosmos (cielo y tierra en particular), agónica expresión de los contrarios espíritus (travesaño vertical) y materia (horizontal), escenario de la muerte de un dios-hombre para la resurrección y la salvación. La petricidad del instante del sacrificio escatológico se hace así esperanza en la tierar, manifestación de lo sagrado, litofanía.
En cuanto al pedrón del Padrón, su visita era obligada por los dichos («quien va a Santiago y no va al Padrón / o hace romería o no»), puesto que se trata del lugar exacto donde atracaron los discípulos del apóstol con su cuerpo; es el Finisterre real, el centro de Occidente señalado por un ara romana, pagana pues, hincada en lo que hoy es el altar de una iglesia cristiana. No se puede pedir más. Su visita ejemplifica cuanto se ha dicho sobre la pervivencia y enriquecimiento histórico del símbolo.
-Jesé y el maestro Mateo.
Finalizaremos con la alusión a algunos ritos simbólicos que aún hoy se practican con la llegada a Santiago. Entrando en la Catedral por el Pórtico de la Gloria el peregrino debe introducir su mano en las raíces del árbol de Jesé, situado en el parteluz. Este ritual, ejecutado tantas veces que los dedos han quedado impresos en el mármol, es un contacto inmediato con lo sagrado del templo a través de una imagen tan plena de simbolismo como el árbol: la genealogía de Cristo, el origen de la vida y la salvación explicitada en forma de árbol.
Una vez dentro, la figura de piedra arrodillada frente al altar que representa al maestro Mateo (escultor del Pórtico), otorga sabiduría a aquel que golpee su cabeza con la del propio escultor. Es el famoso «santo dos croques».
El último paso, el último contacto, también es físico: «abrazar al Santo», asumir la fuerza regeneradora de lo sagrado por los poros, por las manos, por la materia.
V CONCLUSION
Ya sea el símbolo el reflejo de las ansiedades del hombre por alcanzar lo inalcanzable, el elemento cohesionador de la ideología de una comunidad y de su identificación como tal o la manifestación de sus vínculos con el mundo, con lo absoluto en sentido religioso; lo cierto es que constituye un elemento a tener muy en cuenta si queremos comprender nuestra actual desazón cultural. expresada en Occidente a través de todas sus filosofías. literaturas y artes de este siglo.
El pensamiento conceptual moderno no excluye al símbolo, sino que debe integrarlo tanto por instrumento gnoseológico como por resultado alternativo, y no porque sea indispensable, sino porque es necesario, o sea beneficioso.
La concreción del símbolo en un hecho tan cercano como el Camino de Santiago facilita esta recuperación entrañable, puesto que re-ligarse (re-ligio) con el pasado, con lo permanente, es una manera de «echar levadura» al futuro, de comprender que «el hombre es un dios caído que se acuerda del cielo» (F. Cumont).
V
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MARIÑO FERRO, X. R.: "Las romerías, peregrinaciones y sus símbolos". Vigo, 1987.
VAZQUEZ DE PARGA, L.; LACARRA, J. M. y URIA RIU, J.: "Las peregrinaciones a Santiago de Compostela". Madrid, 1948 (3 vols.).
VV. AA.: " Santiago de Compostela. 1000 añs de pelerinage Européen". Catálogo de Europalia'85: España. En particular: Koster, K.: "Les coquilles et enseignes de pelerinage de Saint-Jacques de Compostelle et les rutes de Saint-Jacques en Occident".
Para todo el trabajo, y como fuente fundamental, puede consultarse Moralejo, A. (dirigido por): "Liber Sancti Iacobi, Codex Calixtinus". Santiago de Compostela, 1951.