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Dice Felipe Pedrell en el Emporio científico e histórico de organografía musical antigua española, que «la invención de los instrumentos de música es tan innata en el hombre como el sentimiento del canto y el sentido del ritmo». En efecto, desde los albores de la civilización existe en el ser humano un afán por imitar el sonido de su propia voz o por agrupar sonidos y silencios en tiempos medidos; esta afición impulsó considerablemente el progreso y la sofisticación de aquellos instrumentos capaces de producir desde golpes secos agrupados bajo un ritmo, hasta conjuntos de notas que originaban una melodía. Como muchas otras actividades humanas, toda esta serie de conocimientos tuvo dos vías de desarrollo, la práctica y la teórica. De esta última se ocuparon los tratadistas musicales sobre todo a partir del Renacimiento, ya que, si bien en la Edad Media existen descripciones poéticas y literarias de instrumentos, así como iconografía suficiente, es sólo a partir del siglo XVI cuando nos encontramos estudios con pretensiones científicas; es también a partir de esa época cuando se acuñan las dos denominaciones que recibirán los tratados teóricos acerca de los instrumentos musicales y que son las siguientes: Organografía musical, es decir, el arte de juzgar, describir y comparar los instrumentos, y Organología musical, esto es, el arte de averiguar por medio del análisis las leyes físicas que rigen en la producción del sonido. Ambas vías van a ir produciendo interesantes ensayos, algunos de los cuales alcanzaron tal altura y estuvieron dotados de una tan aguda penetración, que aún ahora, tras cientos de años transcurridos, siguen siendo útiles para cualquier curioso que se aproxime al tema.