Jueves Santo, Jueves Santo, tres días antes de Pascua
cuando el Redentor del mundo, a sus discípulos llama.
Les llamaba de uno en uno, de dos en dos se juntaban
y les convidó a cenar en una mesa sagrada.
Su cuerpo puso por pan, su sangre por vino y agua
y acabados de cenar les dijo en estas palabras:
-¿Quién de vosotros queréis morir por un Dios mañana?
Mirándose unos a otros, ninguna respuesta daban:
todos se quedan atentos, todos les tiemble la barba,
y al que barba no tenía, la color se le mudaba.
Allí habló San Juan Bautista, predicador de montaña:
- Yo por un Dios moriré, antes hoy que no mañana.
La mi muerte por la suya, creo que no valga nada
y la suya por la mía, no nos será perdonada.
El viernes por la mañana, Jesucristo caminaba,
descalzo iba por la nieve, rastro de sangre dejaba.
Por el rastro de la sangre que el Rey de Cielos derrama
camina la Virgen pura con San Juan en su compaña.
En el medio del camino una mujer encontraban
y le pregunta la Virgen con grande fatiga y ansia:
- ¿Viste por aquí a mi hijo, al hijo de mis entrañas?
- Si, Señora; sí le he visto, antes que el gallo cantara
con los grillos en los pies y una soga a la garganta,
y una corona de espinas que el cerebro le traspasa.
Si no lo queréis creer, vuélvase pa atrás la cara
verá la imagen divina, que da lástima mirarla.
Con el paño de mis tocas a Cristo limpié la cara;
tres dobles tenía el paño, todos tres los traspasaba.