Paseaba Doña Arbola de la sala al ventanal
con los dolores de parto que la hacían suspirar.
- Ay, quien estuviera ahora en mi palacio real.
La suegra como maldita, lo acababa de escuchar,
- Vete tú para allá Arbola, ya que te quieres marchar,
que en cuanto venga el buen Conde, yo le daré de cenar.
Yo le daré de mi vino, yo le daré de mi pan.
Sale por la puerta Arbola, y al conde se oye llegar.
- Deme usté el espejo, madre, donde me suelo mirar.
- ¿Cuál espejo quieres, hijo, el de oro o el de cristal?
- No pregunto por el de oro, menos por el de cristal,
que pregunto por mi Arbola, que ese es mi espejo real.
- Tu buena Arbola, hijo mío, ha ido a su palacio real;
a mí me ha llamado puta, a tí hijo de truhán.
Monta el buen conde a caballo, para el palacio se va
y al subir de una escalera, al aya vino a encontrar.
- Bienvenido seas, conde, el infante nació ya.
- Ni el infante beba leche, ni la madre como pan.
Levántate de ahí Arbola, si te quieres levantar
que si lo vuelvo a decir, ha de ser con mi puñal.
- Mujer parida hace rato, ¿cómo podrá caminar?
Se abriga con una saya, y a casa del conde va.
En el medio del camino, Arbola se echa a llorar.
- ¿Porqué lloras Doña Arbola? ¿Porqué tienes que llorar?
- No lloro por el infante, -mi madre lo criará-
las ancas de mi caballo, bañadas en sangre van.
Mientras Arbola expiraba, el niño comenzó a hablar:
Bendita sea mi madre, que en los cielos estará;
Maldita sea mi abuela, que en los infiernos está,
y del alma del buen conde, Dios sabe lo que será.