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LAS IMPRESIONES FOLKLÓRICO MUSICALES EN LAS CARTAS ESPAÑOLAS DE WILLIAM BECKFORD (1759–1844)

PICO PASCUAL, Miguel Ángel

Publicado en el año 2008 en la Revista de Folklore número 329.

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William Beckford, poseedor de una importante fortuna que solía gastar viajando y comprando valiosas obras de arte, y al que se le recuerda sobre todo por su novela oriental Vathek, escribió una serie de cartas rememorando el viaje que realizó por España en 1786, literatura que habría que englobar dentro de toda una copiosa prosa de viajes, muy frecuente entre aristócratas y adinerados burgueses ingleses, tan ávidos por viajar por toda Europa y a su vez evocar sus vivencias. Las cartas de España, traducidas por vez primera al castellano en 1966 por Jesús Pardo y aparecidas bajo el título Un inglés en la España de Godoy, contienen interesantes datos musicales que nos retratan el papel que desempeñaba este arte en la sociedad del momento.

El acaudalado viajero poseía una esmerada educación musical, de la que nos habla él mismo en la carta duodécima (sin fecha) del siguiente modo: “mi educación musical y de baile había sido estrictamente ortodoxa, según los preceptos de Mozart y Sacchini, de Vestris y Gardel”.

Como músico amateur le interesa profundamente este arte y en sus cartas abundan frecuentes alusiones al mismo. A Beckford le maravilla cualquier manifestación musical sin distinción alguna: un sonido marginal, el canto de los pájaros, el tañer de unas campanas, unos cantos o danzas populares, una melodía oriental, etc., y en todo momento no deja de plasmarnos sus impresiones personales.

Siempre que puede incluso practica su habilidad en algún instrumento de tecla y a menudo entabla conversación de temas musicales con otros aficionados y profesionales. En sus infatigables recorridos, cuando llegaba a una ciudad intentaba procurarse un instrumento de tecla para practicar. En Amberes incluso encargó de inmediato un clavicordio “para que la música me eleve sobre los Países Bajos”.

En su deambular por nuestro país encontramos esta misma preocupación. En Val de Carneiro se alojó en casa de D. Bernardo, un hombre aficionado a la música que disponía de dos clavicordios, “uno de ellos, en una bella caja dorada, muy solemne y arisco, tanto que apenas pude conseguir que las teclas me obedecieran; y junto a él había una espineta modesta, pero de una sonoridad muy dulce, que respondió sin dificultad a mis dedos y en ella toqué algunas cantinelas brasileñas que don Bernardo no había oído y que tuvo la amabilidad de escuchar embelesado” (carta sexta, 11 de diciembre de 1787). No es de extrañar que nuestro personaje interpretase alguna de estas melodías populares, pues en su anterior estancia en Portugal, de donde procedía, le cautivaron sobremanera las modinhas brasileñas, un tipo de canción muy popular en aquel país durante este siglo. En sus cartas portuguesas dirá de ellas lo siguiente: “los que nunca han oído estas originales melodías se han privado de la música más encantadora que ha existido desde los días de los sibaritas; las modinhas consisten en una serie de lánguidos compases interrumpidos, como si el aliento se acabase por el excesivo arrebato y el alma jadeara de deseo de encontrar un alma gemela”.

En el monasterio de El Escorial no pudo remediar la tentación de tocar un órgano portátil pese a la mala cara que le puso el prior, que tuvo que mostrarse algo gruñón por su desfachatez. Beckford lo expresa así: “me fue mostrado un bello órgano de pequeño tamaño, en un estuche de plata ricamente trabajada, que llevó consigo Carlos Quinto, en su expedición africana y alivió sin duda con su suave tono el peso del imperio, pues el emperador mismo lo tocaba, según dice la tradición, casi todas las veladas. Puedo asegurar sin temor a errar que vale la pena tocarlo aún, pues nunca puse los dedos en un instrumento que respondiera con un tono de tan deliciosa dulzura, y créame el lector que lo toqué, aunque mi austero guía, el prior de rostro amargado, redobló la severidad de su mirada al verme hacerlo” (carta décima, 19 de diciembre de 1787).

Durante su estancia en Madrid tuvo más oportunidades de frecuentar ambientes más selectos, en los que no tuvo dificultades en mostrar sus aptitudes. Así, por ejemplo, lo encontraremos interpretando piezas en casa de la duquesa de Berwick, una vieja amiga “con quien tanto tiempo pasé en París hace ocho años” (carta séptima, 13 de diciembre de 1787). Beckford nos describe en sus memorias su paso por allí, así como el amor a la música que profesaba la casa de Alba de la siguiente forma: “Madame de Berwick no ha perdido su amor por la música; por todo el apartamento yacen esparcidas partituras de óperas y sonatas; y no solamente partituras, sino también músicos de carne y hueso, pues tres de sus músicos, un paje y dos guapas señoras de honor estaban echados sobre la alfombra, con languidez típicamente española, o mejor dicho morisca, listos para empezar a gorjear en cuanto ella les hiciese una señal; no tardó en hacérsela y nunca he oído voces más gratas que aquellas. Tanto me inspiraron que corrí al piano y toqué y canté las arias que habían gustado a madame de Berwick al comienzo de nuestra amistad, cuando gracias a su invencible indolencia, tenía la paciencia de oír día tras día y hora tras hora mis románticas rapsodias” (carta séptima, 13 de diciembre de 1787).

Pero nuestro intrépido viajero nos sorprenderá cuando en un concierto con baile celebrado en casa de Pacheco, un rico portugués afincado en Madrid, se atreve a bailar un bolero con sumo deleite ataviado del típico traje de baile español “con corbatín y todos los accesorios, botones, redecilla, etc.”, que los aristócratas adoptaron como suyo y al que Beckford alude también con la denominación de “disfraz de maxo” (carta duodécima, sin fecha). El rico viajero inglés, que adopta incluso nuestra indumentaria, es capaz de penetrar a su manera en el espíritu de nuestros bailes nacionales, y es que le impresiona profundamente la música española. En la carta duodécima (sin fecha) expresará de ella: “no hay más música que la española ni más baile que el español, ni salvación artística posible fuera del arte español y que, comparadas con tan arrebatadoras melodías y tan inspiradores movimientos, todo lo que ofrece el resto de Europa parece pesado e insípido”. En la carta decimoséptima (1 de diciembre de 1795) especificará igualmente: “no hay música más estimulante que la música española”.

Beckford nos describe aquella jornada del siguiente modo: “los músicos españoles vinieron corriendo, contentos de poder tocar sin las trabas que les impone la música de corte, y los extranjeros desaparecieron, tomando polvitos de rapé y dando muestras de cólera e indignación. No tardó en formarse un círculo, muchas guitarras hicieron acto de presencia y nunca oí tan apasionadas, extravagantes y bravas modulaciones. Boccherini, que dirigía los conciertos de la duquesa de Osuna y que ha sido prestado a Pacheco como un favor especial, observó con desprecio y tristeza estas originales infracciones de todas las reglas de la música. Me dijo, hablando muy bajo: Si vuestra merced sigue bailando y ellos tocando de esta manera tan ridícula nunca conseguiré introducir un estilo decente en nuestro mundillo musical madrileño, cosa que yo creía estar a punto de lograr. ¿Qué es lo que os pasa? ¿se ha apoderado el demonio de vuestra merced? ¿Quién podría suponer que un inglés, todo un inglés, sería capaz de animar a estos bárbaros imposibles con tales absurdos?

¡Qué barbaridades tiene uno que oír, Dios santo!, esto no es cambiar los acordes, sino asesinarlos. Esto es peor que oír eructos o el estertor de un asesino moribundo. Prefiero los aullidos de los turcos, por lo menos no son tan molestos e imprudentes. Diciendo esto se alejó, afectando una solemnidad jocoseria y nosotros seguimos bailando con renovado brío y deleite. Cuanto más raudos eran nuestros pasos, más intrépidos nuestros zapateados y más sonoros nuestros castañeteos, tanto más parecía reconciliarse conmigo el sublime Effendi. Olvidó mis críticas sobre sus cantores, se levantó de su mullido cojín y movió aprobatoriamente la cabeza enturbantada, expresando su deleite no sólo con gestos y palabras, sino también con unas risitas de lo más oriental. El resto del auditorio, al menos los que eran españoles, estaban tan animados que no menos de veinte veces hicieron coro al bolero cantando la letra con un fuego y un entusiasmo que nos llenó de energía a mis bellas bailarinas y a mí, haciéndonos superarnos a nosotros mismos. ¿Será posible que un hijo del norte frío pueda haber aprendido todos nuestros zapateados y brincos? –comentó un conocido aficionado al fandango–” (carta duodécima, sin fecha).

Por las palabras del propio Boccherini se deduce que el resultado no fue acorde con lo establecido. Choca que al músico italiano le disgustase la música popular, que tanto solía introducir en sus creaciones. Al maestro le molestó sobremanera la actuación tan libertiba de los músicos, prefiriendo con todo la interpretación anterior de los músicos turcos del embajador Achmet Vassif y que Beckford, en esta ocasión, calificó de “quejidos lánguidos”. La protectora de Boccherini, la duquesa de Osuna, se expresó con términos parecidos, disgustándole su peculiar puesta en escena: “Estáis quedando en ridículo y ninguna de las bailarinas que os acompañan sería admitida como meritoria en un teatro de segunda categoría” (ídem). No nos cabe la menor duda de que Beckford debió hacer de las suyas con tal de disfrutar del momento.

A pesar de ser un protestante escéptico, William siempre que puede asiste a misas cantadas, así por ejemplo podemos verlo oyendo el canto de vísperas interpretado por los canónigos de la catedral de Badajoz (carta tercera, 3 de diciembre de 1787) o en la iglesia de un convento de monjas de un lugar de la Sierra de Gredos “atraído por las voces de las esposas del Señor”. No debieron cantar muy bien aquellos ruiseñores enjaulados, pues su juicio no es muy positivo: “Aquellos sonidos trémulos y quejumbrosos me llenaron de tristeza y me trajeron a la memoria el recuerdo de tantas horas interesantes, idas para no volver, que me sentí aliviado cuando por fin perdí de vista al convento y me ví en una carretera llena de animación y de viajeros” (carta quinta, 9 de diciembre de 1787).

Los sonidos marginales son evocados frecuentemente, entre ellos podríamos recordar el “tremendo” tintineo de las esquilas de los carros de — 176 — carga (carta primera, 29 de noviembre de 1787), el constante gotear de los chaparrones en Trujillo (carta cuarta, 6 de diciembre de 1787). el trinar de los pájaros en Laval (carta cuarta, 8 de diciembre de 1787) y en el Palacio Real de Madrid (carta decimotercera, 24 de diciembre de 1787), el sonido de las campanas en los alrededores de Madrid y en Madrid (carta sexta, 12 de diciembre de 1787), el ruido de los carruajes que pasaban por las calles de Madrid (carta sexta, 12 de diciembre de 1787), los gritos que proferían los muleros para animar a sus animales (carta duodécima, sin fecha), el sonido de los relojes musicales en el Palacio Real (carta decimotercera, 24 de diciembre de 1787), el silencio sepulcral (carta cuarta, 7 de diciembre de 1787) o un ruido como de gorgoteo procedente de una cueva en el Monasterio de El Escorial que llega a sobrecogerle (carta undécima, sin fecha). Copio a continuación alguna de estas descripciones, como la que se refiere a las campanas de Madrid: “al sonido de la campana del Ave María los carruajes se detuvieron, los criados se descubrieron, las señoras se santiguaron y los paseantes se quedaron inmóviles murmurando sus oraciones”. Por lo que respecta a los carruajes, “ruidosos como matracas”, le impresiona que fuesen a tanta velocidad, “que es lo elegante en Madrid, donde ir como una flecha, a riesgo de lisiar a las mulas y de romperse uno el cráneo, es seguir el ejemplo de su Majestad, el monarca más raudo de nuestro tiempo”. Referente a los pájaros enjaulados y relojes musicales del Palacio Real, escribe: “en cada una de estas jaulas había un pájaro exótico y curiso, gorjeando como loco, como si estuvieran disputándose un premio de canto. Mezclado con estos gorjeos se oía a intervalos el tañido suave de los relojes musicales que penetraba subrepticiamente en el oído. Ningún otro sonido rompía el silencio general, excepto, por cierto, los pasos casi inaudibles de varios viejos criados”.

En Madrid le impresionaban también los espectáculos callejeros, como el de la música de la guardia suiza que acompaña a la familia real (carta novena, 16 de diciembre de 1787).

En las cartas de Beckford encontramos frecuentes alusiones a las impresiones que le produce el canto y el baile popular español. Las tiranas no le gustaban nada, siempre que las oye manifiesta su particular desagrado. En una posada de Miajadas el canto de éstas por parte de unas doncellas “con una monotonía doliente”, le “fatigó hasta el alma” (carta cuarta, 5 de diciembre de 1787). La misma impresión le produjeron las que oyó en Talavera al anochecer: “Hay un arte en la que sí son infatigables, y de esto puedo responder por propia y triste experiencia: el arte de cantar tirannas arrastrando la voz lenta y quejumbrosamente, acompañándose con una especie de organillo o zanfonia de Dios sabe qué clase de instrumento musical, que debe ser obra del demonio, pues la cantilena que en este momento oigo desde mi ventana sólo sonaría bien en el infierno. Estoy completamente a merced de estos importunos trovadores y mientras no tengan la bondad de callarse no puedo pegar el ojo. ¿Es que he venido a España a oír bandurrias? ¿dónde están esas cautivadoras seguidillas, de las que tantas alabanzas he oído? ¿Existen o serán como los barnices talaveranos, que sólo viven en los diccionarios geográficos y en los libros de viajes?” (carta quinta, 9 de diciembre de 1787).

En casa de un coronel veterano de Santa Olalla pudo por fin escuchar seguidillas y fandangos, aunque eso sí, rematadas por tiranas: “entraron en la antecámara y cencerreando con sus guitarras acabaron por tocar una seguidilla que en uno o dos minutos puso en movimiento los pies de todos los habitantes de la casa. Entre los bailarines ví a dos chicas jóvenes, cuyos rizos de azabache estaban trenzados con cierta elegancia: éstas comenzaron a bailar un fandango, zapateando y castañeando con los dedos con una agilidad que me cautivó. Esta diversión duró una hora entera sin que nadie mostrara el menor signo de fatiga; luego tocaron algunas lánguidas tirannas, que no resultaron tan agradables como yo había esperado. No lo sentí cuando cesó el baile y mi amable anfitriona se fue con todos sus perros y sus bailarines, dejándome cenar y dormir a mi gusto” (carta quinta, 10 de diciembre de 1787).

Ya en Madrid, acompañado del caballero de Rojas, que hizo el papel de cicerone, volvió a escuchar seguidillas en el teatro, concretamente al final de la ópera El barbero de Sevilla, con música de Paisiello: “La función terminó con una especie de intermez, muy característico de la vida de las clases bajas españolas, en el que se cantaron seguidillas. Uno de los bailarines, un chico joven, elegantemente vestido de maxo, cautivó de tal manera al auditorio que tuvo que repetir su baile cuatro veces; cualquier maestro de baile francés hubiera temblado de espanto sólo con verle dar vueltas sobre las rodillas. Las mujeres se sientan solas en una galería tan oscura como el limbo, envueltas en sus mantillas blancas y con aire de espectros. Nunca oí tal estrépito como el que armaron los espectadores del patio pidiendo seguidillas o como el aplauso ensordecedor y frenético con que galardonaron a su bailarín favorito. La función terminó a las ocho y nosotros volvimos a tomar el té junto al fuego” (carta novena, 16 de diciembre de 1787).

La sociedad aristocrática madrileña aparece perfectamente reflejada en las cartas de nuestro viajero. Boleros, seguidillas y fandangos formaban parte de las veladas que se practicaban en los salones aristocráticos de la capital. Ya vimos a Beckford bailar un bolero en el baile celebrado en casa del portugués Pacheco. Ésta no fue la única fiesta a la que asistió William, menciona también una velada organizada por el embajador de Francia en la que pudo contemplar a toda “la tribu semi–real de los Medinacelli, bailando por todo lo alto” (carta decimoquinta, 13 de enero, sin año) y otra en casa de Madame Badaan en la que se bailaron boleros y fandangos. De esta última especifica: “Madame Badaan y su marido, la mejor gente del mundo y la más dispuesta siempre a dar a sus invitados toda variedad de diversiones, hicieron venir a la mejor banda de músicos de Madrid y propusieron un baile en honor de su barbuda excelencia el embajador. Inmediatamente comenzaron trece o catorce parejas, lanzándose a bailar boleros y fandangos sobre una gruesa alfombra durante una o dos horas, sin cesar. En Madrid apenas hay suelos de madera, de modo que la costumbre general es bailar sobre alfombras” (carta decimosexta, 23, sin mes ni año). El que se bailase sobre alfombras le llamó poderosamente la atención, en la carta decimoséptima (1 de diciembre de 1795) añadirá: “Yo tenía la esperanza de que esta tonta costumbre de patear alfombras y esteras al ritmo vivo del bolero y el fandango estuviera en decadencia”.

Pero en los ambientes selectos del Madrid de finales del siglo XVIII no sólo campeaba el espíritu popular, a veces era salpicado de tintes exóticos. La fiesta organizada por el portugués Pacheco estuvo amenizada por un conjunto de músicos orientales que pertenecían al embajador de Turquía. La música interpretada en la misma no fue del agrado de nuestro autor. Beckford nos describe la velada así: “me encontré rodeado de personajes diplomáticos y ministeriales, ataviados de severa gala y reunidos allí en honor de Achmet Vassif, cuyos músicos estaban sentados en la alfombra aullando una lamentable cancioncilla, compuesta según me informó el intérprete armenio, por uno de los dilettantes más fogosos y amorosos del oriente; en mi vida he oído música más lúgubre, ni siquiera el ladrido del perro a la luna o la queja del búho al mismo satélite”. Expresar su opinión al embajador no le favoreció: “No pude menos de decir al embajador, sin la menor circunlocución, que los músicos que oí en sus apartamentos el otro día tocar el tamboril y la gaita eran mucho más dignos de alabanza que sus cantores, pero esta verdad, como suele ocurrir con las verdades, no cayó bien y temo que mi reputación como entendido en música quedó por los suelos en opinión de su excelencia, porque ví en su rostro una expresión de desencanto. Lo que más me sorprendió después de todo fue la paciencia con que toda la asamblea escuchó aquellos quejidos lánguidos durante tres cuartos de hora enteros” (carta duodécima, sin fecha).

Sin embargo, en los aposentos del palacio del Buen Retiro que antiguamente ocupaba Farinelli y que en aquellos momentos habitaba el embajador de Turquía Achmet Vassif Effendi, pudo escuchar una melodía oriental que le impresionó: “un sonido bajo y murmurante como de flautas y dulcémeles, acompañado por una especie de tamboril, salió de detrás de una cortina que separaba nuestro apartamente del contiguo. En la melodía aquella había una melancolía salvaje y la repetición contínua de las mismas cadencias quejumbrosas me emocionaba y al tiempo me llenaba de calma. El embajador observaba mi rostro fijamente y parecía encantado del efecto que parecía producirme aquella música” (Carta octava, 14 de diciembre de 1787).



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