Revista de Folklore

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CHATEANDO

BARROSO GUTIERREZ, Félix

Publicado en el año 2007 en la Revista de Folklore número 324.

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Tal vez el título de estas líneas lleve a una gran mayoría a pensar que, al hablar de “chatear”, nos estamos adentrando por los sacrosantos laberintos de Internet. Nada más lejos de ello, pues, en mi caso particular formo parte de ese sector de profesores que le hemos cogido tirria a Internet y a otras cibernéticas del momento, a las que consideramos culpables, en parte, del fracaso escolar, del sedentarismo y falta de naturalidad y espontaneidad de nuestros educandos. Mucho habría que hablar sobre ello, pero no es tiempo ni lugar de hacerlo en estas páginas.

Cuando nosotros hablamos de “chatear”, nos referimos a la sana costumbre de recorrer las tabernas los días de fiesta y tomarnos, con los amigos, unos vinos o cervezas, acompañados por suculentas tapas de cocina. Personalmente, es todo un rito para mí el salir los domingos y festivos a eso de las doce y media de la mañana y adentrarme entre los humos y altisonantes voces de las tascas que se esconden entre las viejas calles del pueblo donde resido, que no es otro que aquél donde nací y donde mis raíces se pierden en lo más profundo de sus terruños.

Ciertamente que no sólo me dedico, junto con la corrobla de amigos, a arreglar el mundo entre chato y chato. Siempre salgo de casa con la grabadora en el bolsillo y, cuando me parece que tal, la pongo en movimiento y enlato en su interior variopintos textos etnográficos, que surgen de los contertulios o de otros a los que la efusividad del vino nos permite abordar sin resabio alguno. Naturalmente que lo que hago no es otra cosa que trabajo de campo, recogiendo en tales ratos aspectos del imaginario popular que, posiblemente, no captaría en otras ocasiones. Y es que el vino desinhibe y suelta la lengua, salpica la conversación de chispeantes pinceladas y agudiza el ingenio. No quiero decir, con ello, que haya que empinar el codo hasta que los efluvios del alcohol engendren monstruos. No, ni mucho menos. Una cosa es chatear y otra muy distinta ponerse como una cuba. El pueblo llano, sencillo, el de pan y tocino, ha sabido beber sabiamente, casi de forma ritual, en determinadas fechas, y no por ello ha acabado alcoholizado. Ahora, últimamente, desde el gobierno de turno nos llegan aldabonazos demonizando la sana francachela vinícola. Quieren como ahormarnos y convertirnos en santos y puros varones. Como se les ha ido el “botellón” de la mano (engendro del neoliberalismo), pues quieren, en estos momentos, arramplar con todo lo habido y por haber. Y como bien dice mi tocayo Félix Rodrigo Mora, muy versado en el mundo rural, las antiguas sociedades campesinas no conocían el alcoholismo, que es una lacra propia del viejo liberalismo, culpable de haber introducido las bebidas destiladas hasta en los más alejados pueblos (El Concejo abierto y el Mundo Rural Popular, Álava, 2007).

Bien acompañado salgo, ya fuere en las mañanas invernales o en la canícula de agosto, por esos mesones que ya fueron cambiando su cara en aras de la modernidad. Y allá que voy con los hermanos “Liebros” (Rafael y Luis Pérez Pescador); con Ángel Clemente, de la familia de los “Risas”; con el amigo “Juma” (Máximo Sánchez Clemente); con Benito Díaz, del clan de los “Jaca”; con Juan y Ángel Caletrío, padre e hijo, a quienes apodan cariñosamente “Parvas” y “El Ruso”, respectivamente; con Pablo Esteban, “El Poeta”, rapsoda local y alma aventurera: con Cirilo Jiménez Martín, alias “El Cucu”… Y puede ser que saboreando unos tintos con el dueño del bar “Teide”, Florentino Paniagua Jiménez, por sobrenombre “Jolleco”, se unan a la corrobla el compañero “Floringui” (Florentino Corrales Pescador), Miguel Calvo “El Alcaraván” o Jaime Hernández, de la larga familia de “Los Pollos”, que ya vienen haciendo la digestión de sus correspondientes almuerzos. Y allí, en ese bar que se llama “El Teide” porque está situado en la parte más alta del lugar y que rigen a las mil maravillas los hermanos Raúl y Óscar Paniagua Sánchez (hijos de María la de Ti Urbano, encargada de preparar las tapas en sus fogones), nos dan las tantas de la tarde, siempre en amena y sustanciosa conversa.

Pues en estos esparcimientos socializantes surgen, al hilo de la conversación que mantenemos, cuentecillos que, al menos para mi humilde persona, no pasan desapercibidos y que procuro recoger en la correspondiente cinta fonográfica. Y surgen tales cuentos de las bocas de quienes menos se espera, de paisanos que, tal vez, dada sus caras de circunspectos, no tenían como pinta de atesorar en sus caletres tan valiosas joyas tradicionales. Pero, amigos, el chateo hace milagros.No obstante, es preciso lamentar que el saber antiguo, la cultura oral de nuestra gente, se está relegando a personas que ya cumplieron sobradamente los cuarenta. Antes de esa edad, difícil es incluso encontrar un mal informante. El paso de una economía de subsistencia –en lo que a esta zona se refiere– a otra de mercado, lo que vino a ocurrir en la década de los 60 del pasado siglo (cuando uno era un tierno infante), paralelo al fenómeno emigratorio, comenzó a hacer añicos la cultura tradicional, y el estropicio aún continúa.

Muchos retazos de cultura oral hemos venido recogiendo en estos ratos. Ahora, queremos traer a estas páginas (siempre tan sugestivas) de “Folklore” unos cuentecillos recogidos recientemente y que, dada su rareza, los hemos seleccionado entre el mucho material que se acumula en nuestras grabadoras. El domingo, día 17 de diciembre de 2006, cuando esperábamos que el personal saliera de misa, a fin de empezar la ronda del chateo, coincidimos con el paisano Rafael Jiménez Montero, y hablando sobre temas meteorológicos, surgió el cuento de “El carro y la yunta de oro del Rey David”. Al rato, al girar la conversación sobre el servicio militar, el mismo informante relató aquel otro cuento de “El capitán que no se reía”. Luego, ya metidos en faena por las tabernas del lugar, el buen amigo Rafael Pérez Pescador desgranó, según los diferentes rumbos que tomaba el palique, los cuentecillos de: “El manco y el ciego”, “San Pedro y las mujeres preñás” y “Las mujeres ricas y las mujeres pobres”. Ese mismo día, ya por la tarde, a la hora del café, recogimos al también vecino de Santibáñez el Bajo, Feliciano Montero Corrales, conocido por “Ti Pepe el de la Tahona”, el cuento de “El amo gallego y el criao Abril”. Y quiso la suerte que esta jornada siguiera siendo fructífera, ya que, al pardear, el compañero Pablo Esteban, poeta oficial de la localidad, al meternos por los escabrosos terrenos de si las mujeres son esto o lo otro, nos narró el cuentecillo de “La mujer del herrero”. Y sin más dilación, ahí van los cuentos.

EL CARRO Y LA YUNTA DE ORO DEL REY DAVID

Cuentan que el rey Daví tenía un reinu en la antigüedá antigüísima. Dicin que era un rey listísimu y que, un día, dicin que mandó que le hicieran un carro y una yunta de oro, todu de oru, y, aluegu, mandó apregonal pol tó el reinu que el que acertara lo que valían aquel carru y aquella yunta de oru, pues el que acertara, sería nombrao primel ministru. Pos, claro, allí dierun en acudil genti entendía, genti de letras, de lo más emportanti que había en tó el reinu. Se presentaban ante el rey y…, ¡venga!:

– A vel, me diga usté cuántu puedin valel el carru y la yunta de oru.

Y unus decían: tantu; otrus, cuantu…, y asín. Pero el rey no se daba pol conformi, no se daba él pol satisfechu, que no eran del su agradu las respuestas. Venga a pasal genti ilustrá, venga a pasal genti ilustrá, pero, amigo, ¡nada!, que el rey no queaba conformi. Ahora dicin que llegó a oídos de un pastol el pregón, el bandu que habían echao. Cogi y dici él:

– Ahora mismu me presentu ante el rey y le voy a dicil lo que valin el carru y la yunta de oru.

Con que cogió el caminu y, cuandu iba a la metá, empezó a llovel. Dici:

– ¡Mira qué bien! Qué bien me vienin estas agüitas de abril para el mi redil.

Siguió andandu, andandu… y salió el sol. Dici:

– ¡Mira qué bien! Qué bien vieni esti sol pa que en mayu se críi la flol.

Siguió más pa’lanti y volvió a llovel. Dici otra vé:

– Más agüita de abril, pa que engordi el mi redil.

Fue más pa’lanti, otru cachitu más, y volvió a salil el sol. Vuelvi y dici:

– Agua de abril soleá, pa que grani la cebá.

Y llegó ya al palaciu del rey. Tortea en la puerta y salió un criao, y le dici:

– ¿Adóndi va usté?

Dici él:

– Pos al asunto del bandu, pa esi asuntu del carru y la yunta de oru.

Fue enseguía el criao andi el rey y le dici: – Señol rey, ahí afuera hay un bobu, un ignoranti, que dici que vieni al son del carru y la yunta de oru.

Y dici el rey:

– Pos dili que pasi.

Pos ya entró pa entru el pastol, y va el rey y le dici:

– A vel, ¿hay alguna cosa más en el mundo que valga más que esi carru y esa yunta de oru? Dici el pastol:

– Sí, señol rey, que más que esi carru y esa yunta de oru valin los meses de abril y mayu.

Dici el rey:

– ¿Pos cúmu te atrevis a dicil esu, ignoranti? Dici el otru, el pastol: – Sí, señol rey, que si no habiera un mes llamao abril y viniera con sus aguas mil, y no habiera un mes llamao mayu, que viniera con su temperu soleao, entonces no habría vida sobre la tierra, polque no daría frutu el campu, y ni podrían vivil las personas ni los animalis, ni cosa ninguna.

Y si no podíamos vivil, ¿pa qué sirvi to el oru del mundu? Se queó el rey pensandu y ya va y dici:

– Tieni usté mucha razón. Me agrada esa respuesta, que está mu bien cavilá. Pa usté es el cargu de primel ministru.

Desde entoncis, dicin aquellu de: “Mayu con buen temperu y las agüitas del mes de abril, valin más que el carru y la yunta del rey Daví”.

Pol esu se ha dichu siempri que “abril y mayu jadin el añu”. Y, mira tú, un pastol, que era teníu pol bobo, llegó a sel primel ministru.

(Recogido a: Rafael Jiménez Montero, de 74 años, el día 17 de diciembre de 2006).

EL AMO GALLEGO Y EL CRIAO ABRIL

Estu era un amu gallegu, que era gallegu, y tenía un criao que se llamaba Abril. Y el amu era mu regruñón, estaba to el día gruñendu, que to le sentaba mal. Y basta que era regruñón, pa que el criao no jidiera una cosa buena, que no daba una a derechas. Dicía el amo: – Ay Abril, Abril, qué malo me has salíu, que bien dicin aquellu de:

– ¿Bueno Abril?
– Unu de entre mil.

Y dicía el criao:

– Yo soy buenu de natural, pero si caigo con amus gallegus, ya se eschangó to, que en vez de salilmi las cosas a derechas, me salin torcías.

Esi es el cuentu, que se aplica al mes de abril, que es un mes buenu de pol sí, pero, amigo, si le da pol soplal al gallegu, el airi gallegu, ya puedi sel to lo buenu que sea, que se vuelvi malu de la nochi a la mañana.

(Recogido a: Feliciano Montero Corrales, de 84 años, el día 17 de diciembre de 2006).

EL CAPITÁN QUE NO SE REÍA

Estu fue en la mili, que había en la compañía un capitán que nunca se reía, que era más seriu y más rectu que el que se tragó las estrebis. Le dijun al coronel del regimientu que el capitán era de más de serio, que no se reía ni jartu de vinu. El casu es que se corrió la vó de que le daban tres mesis de permisu, que se los daba el coronel, al soldau que jidiera reil al capitán. Ya, se corrió la vó, que si pa’quí, que si pa’llá… Pos fue que llegó un día un quintu pelusu, que no había salío nunca del pueblu, y se enteró del casu. Dici:

– ¡Coño!, esus tres mesis de permisu me los tengo que ganal yo, que me vienin cuanti al pelu pa ayual en casa a la siega, al acarreu y a la trilla –cumu era campesinu, pos él andaba a lo suyu, pensandu en la jacienda–.

Él, el recluta, era, pol la cuenta, mu graciosu, que no se cortaba ni un pelu. Cogi y va un día y, ni cortu ni perezosu, le dici al capitán:

– Si usté quieri, mi usía, me deji un día que yo dirija la estrución. Me deja usté el su traji de capitán y yo salgu al patiu y mandu jadé la estrución a los soldaus, y yo le aseguru a usté que se va a escachal de risa.

Dici el capitán:

– Mira, yo te deju dirigil la estrución con una condición: que si no eris escapá de jadelmi reil, te tienis que tiral toa la mili metío en el calabozu, sin salil ni un solu día.

Le respondi el recluta:

– Esu está hechu.

Con que fue al día siguienti, se vistió de capitán y salió al patio del cuartel. Estaban allí tos los soldaos formaos, y dici él:

– Yo soy el nuevu capitán que ha veníu; asín que quieru que las órdenes que yo dé, se cumplan sin rechistal, que el que rechisti, va derechu al calabozu.

Cogi el recluta, levanta la vó y dici:

– ¡Firmes, jar!

– ¡Pantalones bajaos y dedo en el culo clavao!

Y tós los soldaos, pues ¡hala!, a bajarse los pantalones y a meterse el deu en el culu. Vuelve el recluta, vuelvi a levantal la vó y dici:

– ¡Pantalones subíos y deo en la boca metío!

Y los soldaos, ¡hala!, a subilsi los pantalones y a metelsi el deo cagao en la boca, y así unas pocas de vecis. Ahora, el capitán que los estaba viendu pol la ventana de la sala de banderas, estaba desternillaítu de risa, que de pura risa no jadía más que lloral. Ya salió pa fuera y dicía, sofocaítu:

– ¡Para ya, para ya, que me va a dal algu! ¡Pol Dios, pol Dios, acaba ya con la estrución, que no aguantu más! ¡Joy, joy, joy, si es que no aguantu, que no aguantu…! Con que asín fue cumu el recluta se ganó los tres mesis de permisu, que había lograo jadel lo que ningún otru había lograu antis: jadel reil al capitán.

(Recogido a: Rafael Jiménez Montero, de 74 años, de Santibáñez el Bajo, 17–Diciembre–2006).

LAS MUJERES RICAS Y LAS MUJERES POBRES

Estu es el dichu que dici que las mujeres ricas se diferencian de las mujeres pobres pol los pelus de la fandanga. Y es que las mujeris ricas tienen los pelus del coñu lisus y, en cambio, las mujeris pobres los tienen rizaos. Esu es polque cuando las mujeres ricas se quean el mandil llenu de migas, cuandu han estau sentás picandu sopas, pues cogin y se las sacudin con las manus pa’lanti, venga a sacudílsilas pa’lanti, de la barriga pa baju, pa’lanti, y así no es de extrañal que de tantu planchal los pelus de la chocha, tengan los pelus lisus. En cambio las pobres, se sacudin las migas al revés, en vez de pa baju, pa’rriba, a contrapelu y van dijendu: –

Tó pa mí, tó pa mí, to pa mí…

Y de sacudilsi a contrapelu, pos es lógicu que tengan los pelus del coñu rizaos.

(Recogido a: Rafael Pérez Pescador, de 49 años, de Santibáñez el Bajo, 17–Diciembre–2006).

EL MANCO Y EL CIEGO

Dicin que iban un ciegu y un mancu pol esus mundus de Dios y dicin que les entró hambri, y vierun una jiguera cargaíta de jigus (bueno, la vio el mancu, polque el ciegu, ¡qué iba a vel!). Ahora, el mancu apañaba con la manu buena los jigus, los que estaban maúrus, los que alcanzaba. Y el ciegu, cumu no vía, pos na’más apañaba los jigus verdis y se los llevaba a la boca y, ¡claro!, lo escupía ensiguía, polque estaban desaboríos y le escocía la lechi en los morrus. Va y dici que le dici el mancu:

– Ay, compadre, tú no cortis los que estén verdis; tú, atiéntalos primeru, y aluegu, cogis los que estén blandus, los que tengan la barriga blanda.

Ahora fue el ciegu y, venga a rebuscal, a rebuscal, y había allí una cigarra en una rama, entre las hojas de la jiguera. Va y la atienta y cumu las cigarras son mu rechonchas y blandengas, pos la atentó, la apretó, y haci la cigarra:

– ¡Charrachachí, charrachachá! Y dici el ciegu:

– Ni charrachachí ni charrachachá, tú cumu tienis el culu blando, pa la boca vas.

Y fue y se la zampó.

(Recogido a: Rafael Pérez Pescador, de Santibáñez el Bajo. 17 de Diciembre de 2006).

SAN PEDRO Y LAS MUJERES PREÑÁS

Pos cumu tós sabéis, la mujel y el hombri hacin esas cosas pol la nochi, o cuandu se empareja, cuandu les entra gana. Pero ya un día se jartarun las mujeris y acudierun andi San Pedru, que es el que lo remedia tó. Y fuerun y dicin que se quejarun:

– Aquí venimus, señol San Pedro, polque, miri usté, no hay derechu a que, si bien está que los maridus y nusotras disfrutemos dambos cuandu hacemos esas cosas, resulta que, aluegu, nusotras solas semus las que tenemos que sufril los doloris del partu, y los maridus tan campantis. Así que, a vel, señol San Pedru, a vel qué solución le damus a estu.

Va y les dici San Pedru:

– Buenu está esu de solucional. De aquí en adelanti, vosotras seguirís pariendu, pero los doloris del partu serán pol cuenta de los maridus, que ellus sufrirán esus doloris.

Y así pasó, que las mujeris queaban preñás, pero los doloris del partu se los llevaban los maridus.

Así que las mujeris parían tan campantis, y los hombris, los maridus, se retorcían de dolol y suaban lo suyu cuandu las sus mujeris estaban pariendu.

Ahora ya un día, pos estaba una mujel pariendu, y el maridu sentau, aguardandu, tan tranquilu, sin que saliera un ay de la su boca, ni sin echal una gota de sudol. Toa la genti, claro, estaba extrañá. Aquellu no podía sel, de ninguna manera podía sel aquellu; algu no cuadraba bien. Ahora, una vecina que venía pol la calli, toa despavoría, venga a dal alaríus, venga a dal alaríus…

– ¡Ay, que el señol cura se mueri, que está mu malu el señol cura nuestru! ¡Ay, pol Dios, que está acobijau de suoris y pareci cumu si fuesi a dal a lú! ¡Ay, ay, San Antonio Bendito, y qué suspirus meti el pobrecitu!

Ya…, pos esu, que se descubrió tó el pastel. Entonces, volvieron las mujeris ande San Pedro y le dijun:

– Señol San Pedro, menestel es que tó vuelva a estal cumu antis, que las aguas vuelvan a su sitio, polque a vel si quizás va a sel la penitencia más grandi que el pecao.

Con que tó volvió a estal cumu antis. San Pedru se subió pal cielo, y las mujeris, pa que no les descubriesin los sus secretus, pos a paril con suoris y doloris.

(Recogido a: Rafael Pérez Pescador, de Santibáñez el Bajo, el 17 de Diciembre de 2006).

LA MUJER DEL HERRERO

Pues esto es el casu de una que estaba casá con el herreru del pueblo. Era una tía bandera, la más guapa del pueblu, pero la tía puta estaba liá con el boticariu, que el boticariu se la ventilaba cuandu se emparejaba. Ahora fue un día y cayó malu el herreru y fue y le diju a la mujel:

– Vas a il a la botica y me compras las medicinas que sean menestel, pa que me remedie.

Fue el herrero y le dio las perras, y cogió ella y se fue derecha a la botica. Entró en la botica y se metió pa dentro con el boticariu, y allí tratarun dambos de lo que había que jadel pa mejor remedial la enfermedá del herrero. Lo que querían los dos era cargalsi al herrero. Con que ya fue el boticariu y le diju:

– Tú, veti pa casa, que luegu ya mandaré yo al mi criao que te llevi las medicinas.

Llegó ella a casa, y va el marío y le dici:

– ¿Ya estás aquí? ¿Y las medicinas?

– Ahora dispué te las trai el criau del señol boticario, que me ha dichu que las tenía que componel.

Con que ya las compusu el boticario y mandó al criao a lleválsilas. Pero el criao que sabía tó lo que había, cogió y jundeó las medicinas y echó unos puñaos de tierra en un paño y fue y se fue a casa del herrero. Ya llamó despacino a la puerta, y ella, la mujel, en cuanto lo barruntó, salió pa fuera y dici:

– ¿Y las medicinas?

Y dici el criao:

– En la herrería, en la fragua se las he dejao, que yo tenía que jadel otros recaos y iba mu cargao, y pa no lleval tanta carga, allí se las he dejao.

Va la mujel a la fragua, las cogió y se vino pa casa. Ahora, al desatal el pañu, na más había allí tierra. Dici el herreru:

– ¡Pero ¿qué es estu?! Aquí na más hay tierra.

Con que va ella y, ni corta ni perezosa, dici:

– ¡Ay, marido mío, que vinu el criao y me diju que las medicinas las había quedao en la fragua! ¡Ay, ay, ay…! Y allí que fui a pol ellas. Y, en estu, que voy a salir de la fragua y un caballo que venía desbocao. Me dio tal topetazu, que caí sin sentidu pol el suelu y perdí las perras que llevaba pa pagarli al boticario. Cuandu vini en sí, como no encontraba las perras, comencé a recogel toa la tierra que había allí, y aquí la traigu, envuelta en esti pañu. ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, ay, ay…! Y las boticas toas me las estrozó el caballu, que las pisó toas.

Y velaí cómo se encargó ella, la mu puta, de darle toa la vuelta a la historia. Y, encima, fue el herrero y le dio más dineru pa que volviera a compral otras medicinas nuevas. ¡Mira tú lo que son las mujeres! ¡Pa fialsi unu de ellas!

(Recogido a Pablo Esteban Aprea, de 50 años, el día 17 de Diciembre de 2006).



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CHATEANDO

BARROSO GUTIERREZ, Félix

Publicado en el año 2007 en la Revista de Folklore número 324.

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