Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz

Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >

Búsqueda por: autor, título, año o número de revista *
* Es válido cualquier término del nombre/apellido del autor, del título del artículo y del número de revista o año.

EL SENO FEMENINO EN LA CULTURA TRADICIONAL

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

Publicado en el año 2007 en la Revista de Folklore número 319.

Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede descargarse el artículo completo en formato PDF desde la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Revista de Folklore número 319 en formato PDF >


Para comenzar con una breve justificación acerca del título de este artículo, diré que la palabra seno siempre tuvo en castellano el mismo sentido que en latín, es decir, el significado de cavidad (de ahí los derivados sinusitis, sinuoso o ensenada, por ejemplo) y sólo por influencia del francés fue aceptándose a lo largo del siglo XIX que la primera acepción pasase a ser la del pecho femenino. Luego volveremos sobre ello al tratar un pequeño apartado sobre los dichos populares.

Para comenzar, partiremos de la idea de que la palabra pecho –o seno, si aceptamos la acepción francesa, usada ya en ese país desde el siglo XIII pero más especialmente desde el XVI–, tiene un contenido semántico mucho más rico si hablamos del femenino que si hablamos del masculino. En ese contenido entran, con carácter distintivo, algunas funciones inequívocas como la de ser un órgano lactífero y otras, más susceptibles de opinión, como la de ser fuente de sensualidad.

A lo largo de la historia ha habido innumerables relatos populares en los que se destaca la importancia de la leche materna, como alimento y como símbolo. Recordemos que una de las narraciones populares recogidas por Publio Valerio Máximo en sus Hechos y dichos memorables dedicados al emperador Tiberio, ya relata la curiosa historia –curiosa por ejemplar pero también por peregrina– de una hija que amamanta a su propia madre. El cuento, antiguo y renovado hasta la saciedad en épocas sucesivas, trae a colación la piedad y caridad de una hija hacia su madre quien, presa y condenada a muerte, es abandonada a su suerte en la prisión por ser noble y no atreverse su carcelero a ejecutar la sentencia de forma violenta. La hija acude a visitar a la madre y, al tener estrictamente prohibido introducir alimentos en la cárcel, decide lo que, en lenguaje y expresión medievales, nos explica Bocaccio en una edición española de su obra sobre algunas mujeres ilustres : “Obtuvo y recabó que la dejasen entrar dentro y a la madre que perecía de fambre socorrió con sus tetas, ca abundaba de leche porque era recién parida. En fin, continuando algunos días, comenzóse de maravillar el que la guardaba cómo vivía tanto sin comer y, secretamente, púsose a mirar qué es lo que facía. Y vio cómo se sacaba las tetas y las ponía en la boca a su madre. Y maravillándose de la piedad y modo nunca acostumbrado de criar y alimentar de nueva manera a la madre, contólo al carcelero y el carcelero al Juez y presidente y el presidente al Consejo público. Por lo cual, de común consentimiento de todos, fue relajada la pena de la madre, la cual merecía, y fue dada en don y gracia por la piedad y amor de la fija”. Actitud tan virtuosa fue premiada no sólo con la libertad de la encausada sino con la duración de su hazaña por los siglos de los siglos. Un caso similar es narrado a continuación en el libro citado de Valerio Máximo aunque cambiando el protagonismo de la madre por el del padre : “En la misma consideración se ha de tomar la devoción filial de la joven Pero, que a su propio padre Micón, cuando éste sufrió una similar desgracia e igualmente estaba confinado en la prisión siendo de edad muy avanzada, lo amamantó, aproximándolo a su pecho como un tierno infante”. Y continúa Publio Valerio refiriendo que la mirada de los hombres “se queda fija y estupefacta cuando contempla una pintura sobre este tema” y relata la admiración que despertaba en su tiempo –se conoce un fresco en Pompeya representando la escena–, pareciendo que los personajes que allí aparecían eran seres que vivían y respiraban, tan humano y enternecedor era el retrato. La afición renacentista por los temas clásicos hizo que muchos pintores seleccionaran el tema para incluirlo entre sus obras y así, sabemos que Rubens lo pintó en varias ocasiones y Caravaggio lo incluyó en su trabajo “Las siete obras de misericordia” con la intención de que reflejara los hechos virtuosos de visitar a los presos o enfermos y dar de comer a los hambrientos. Naturalmente el tema reaparece en el Romanticismo, probablemente reclamado por el revisionismo clasicista de la época pero alimentado también por las traducciones y recreaciones literarias del tema. A guisa de ejemplo traeré aquí, para representar a todos los autores que reviven de tiempo en tiempo el relato, los versos de Francisco de Guzmán quien en sus Triunfos morales escribe:

A muerte fue por mala condenada
La madre de la hija más piadosa
Que Tulia más arriba ya nombrada
La hija de Servilio maliciosa.
La cual mujer, en cárcel encerrada
Por no le dar la muerte vergonzosa
querían que de hambre se muriese
do nadie su pecado conociese.
La hija de la cual entrar podía
A verla cada hora que quisiese,
Mirándola contino si metía
Viandas a la madre que comiese.
Mas viendo ya que muerta ser debía
Buscó la guardia modo que pudiese
Secretamente ver de qué manera
Vivía la cuitada prisionera.
Y solas otra vez las dos estando
Miró por cierta parte muy secreta
Y vio a la triste madre que mamando
La hija sustentaba con la teta.
Lo cual el carcelero publicando
Mandaron por justicia harto recta
Que fuese, por la hija ser tan buena,
La mala madre libre de la pena.

Independientemente del sentido ejemplar de la historia, se repite aquí una constante, que aparecerá siempre que se hable en distintas culturas de la leche materna y que es su carácter sagrado o reverencial. El género humano, tan dado a crear mitos en su constante e inevitable relación con la naturaleza, inventó numerosas leyendas acerca de la importancia de esa leche materna que resumiré en sólo tres: la creación de la Vía láctea, el nacimiento del hijo serpiente y la piedra de leche.

La primera narración, ya mencionada anteriormente, parte de la mitología griega. Es Zeus, omnipresente administrador de voluntades, quien la protagoniza, al tomar la forma de Anfitrión, regente de Micenas, y acostarse con su esposa Alcmena. Ésta, enfadada con Anfitrión por un caso previo en el que habían muerto sus hermanos, no había dejado acceder al tálamo a su esposo hasta que regresase de una empresa guerrera en la que habría de vengar la afrenta y recuperar su honor. Zeus aprovecha la circunstancia y aparece en figura del esposo, prolongando la noche y el acceso carnal nada menos que durante treinta y seis horas gracias a los buenos oficios de la Luna. Orgulloso de su hazaña, Zeus se jacta después en el Olimpo de que pondrá Hércules a su hijo y que éste será jefe de la casa de Perseo. La diosa Hera, su esposa, le hace jurar que quien nazca antes del anochecer será ese jefe y luego, con tretas mágicas, hace parir antes a Nícipa, otra candidata a aumentar aquella estirpe. Encolerizado, Zeus obliga a Hera a mudar el juramento a cambio de los famosos y complicados doce trabajos… Lo que nos interesa del caso es que Zeus, al saber que Alcmena ha abandonado a Hércules por conocer quién era el padre, convence a su hija Atenea de que vaya con Hera al lugar en que ha quedado olvidado Hércules niño. Atenea le entrega el infante y éste se aferra con tanto ímpetu al pezón de la diosa, que Hera, asustada y dolorida, le separa violentamente de su teta produciéndose de esta forma los dos hechos sobrenaturales: la creación de la vía láctea al derramarse por el cielo la leche de Hera y la conversión de Hércules en un ser eterno al haber probado del divino alimento.

La segunda narración, frecuente en numerosas culturas, cuenta la historia de una joven que rompe con la prohibición de bañarse durante la menstruación. Al entrar en el río es fecundada por una serpiente. El niño que nace es humano por el día, pero por la noche se convierte en ofidio que succiona los pechos de su madre. El padre de la joven, tras conocer el caso, pretende matar al niño pero éste huye con su madre y trata de protegerse subiendo a un árbol. La madre no puede seguirle pero contempla cómo su hijo se enrosca al tronco y tras arrojarle algunas frutas del mismo para que se alimente con ellas le confiesa que ése es el árbol de la vida. El mito enlaza con algunos relatos nórdicos en los que Sigfrido el héroe adquiere el conocimiento tras probar la sangre de Fafnir, transmutado en dragón o serpiente, y también entronca con la narración bíblica en la que Eva descubre su condición por escuchar y creer a la serpiente, que está enroscada precisamente en el árbol del bien y del mal.

La relación entre la serpiente y la mujer no acaba ahí, por cierto. Todavía en muchos pueblos se recuerda la costumbre de echar ceniza o serrín alrededor de la cuna de los niños para saber si alguna culebra accedía al cuarto durante la noche. La creencia de que las culebras, astutamente, mamaban de la teta de la madre y mientras eso sucedía introducían su propia cola en la boca del niño para que no llorase, nos lleva, inevitablemente, a rememorar la costumbre que tienen todavía algunas mujeres de zonas rurales de agarrarse una teta cuando se habla de culebras o víboras.

La tercera creencia, forjada alrededor del uso de algunas piedras, consideradas tradicionalmente como preciosas, se remonta al menos hasta la antigua Grecia también. Algunas piedras blancas, machacadas y mezcladas con hidromiel producían abundante leche a las madres con niños lactantes. Determinadas piedras, variedades de creta blanca, usadas probablemente en el neolítico como pequeñas hachas, eran consideradas como amuletos excelentes para favorecer la producción de leche en las recién paridas. Colgadas del cuello podían conseguir incluso que, sobre el pecho aumentaran la producción de leche y a la espalda retuvieran la misma. La antigua costumbre de las amas de cría, nos permite observar hoy, gracias al estudio de aquellas tradiciones, algunos de los objetos que se consagraron para el uso que estamos comentando. El oficio de ama de cría existió desde siempre. Al menos desde el momento en que una mujer pudo pagar a otra para que le sustituyese en el menester de dar el pecho al hijo en el período de lactancia.

Sucede, sin embargo, que aquello que en otros tiempos pudo ser una necesidad, en el siglo XIX (ese siglo inquieto y tornadizo) vino a convertirse en un lujo. Mujeres del campo acudieron entonces a la ciudad para tratar de suplir con sus indispensables atributos –salud y abundancia– lo que las madres de la cada vez más poderosa burguesía no podían o no querían dar: es decir, la leche. Se produce así una emigración exclusivamente femenina de los pueblos a la urbe, que me atrevería a calificar de injerto social y antropológico. Las costumbres, las creencias de estas amas –como antes sucediera con otros personajes del tipo aguador o arriero y después con los serenos, por ejemplo– vienen a implantarse y desarrollarse lejos del terreno propicio y del humus fecundo que les dieron origen. Por eso precisamente esas formas llamaron tanto la atención y llegaron a crear un prototipo de personaje casi escénico cuya vida y milagros fueron descritos por costumbristas y periodistas de la época. La decadencia de las amas llega con los avances científicos en materia de alimentación. Los conocidos “potitos” y otros productos, unidos a una conciencia social que ya comenzaba a sentir remordimiento por determinadas formas de explotación, acaban con un oficio que tuvo, sin embargo, una vertiente humana y afectiva realmente adorable. Pues bien, entre las joyas que adornaban las gargantas y pechos de las amas, estaban esas piedras de leche, convenientemente engastadas en plata para ensartarse en sus collares de donde también colgaban numerosas monedas de plata, símbolo de su estado –indudablemente superior al de una simple criada– pero también ostentación imprescindible para quienes habían crecido socialmente por algo tan natural como la leche de sus pechos.

Si en el ámbito de las creencias una piedra podía aumentar la cantidad de leche, en el terreno del curanderismo un simple bebedizo de mercurial o de vincapervinca podía cortar el flujo. Sabemos que, precisamente por ser apreciadas estas amas en las casas pudientes de las ciudades, eran a menudo objeto de las burlas y, más aún, de las iras malintencionadas del resto de la servidumbre que no dudaba en echarles perejil en la comida para que se les cortara la leche. Ya decía el refrán : “Ama sois, ama, mientras el niño mama, luego que no mama, ni ama ni nada”. Y otro dicho sentenciaba : “En tanto que cría, amamos al ama, en pasando el provecho, luego olvidada”. Juan Eslava Galán en su Historia secreta del sexo en España recuerda el camino por el que habitualmente debía pasar la joven de pueblo que quería servir de nodriza : “Desde las provincias más deprimidas, que eran casi todas, llegaban a Madrid docenas de mozas sanas y humildes que buscando escapar de la miseria del medio rural, aceptaban ganarse la vida como amas de leche. La inexcusable preñez inicial que les haría bajar la leche la proporcionaba, a cambio de módicos emolumentos, un tal Paco, apodado “El seguro”, que se ofrecía para tan delicado expediente en la Plaza Mayor de Madrid. En la tarifa del garañón iba incluida la colocación de la moza en una casa de confianza que él mismo agenciaba”. Innumerables anuncios en los periódicos de la época nos recuerdan la importancia del tema y la abundancia de oferta y demanda : “Se ofrece ama de cría, montañesa, que desea colocarse en casa de los padres de la criatura”… o “Hay una casada que desea colocarse, bien sea en su casa o en la de los padres de la criatura”…

Pero por extraño que nos parezca el oficio del tal Paco, más ha de sorprendernos otro, denominado del “mamador”, que consistía en que un individuo, con evidente facilidad y suponemos que escasos escrúpulos, se dedicaba a mamar de los pechos de las mujeres que tenían algún obstáculo para la salida de la leche, acumulada en los conductos lactíferos. No siempre era efectiva la operación, sin embargo, dependiendo del tipo de afección o de quiste el éxito del famoso “mamador” quien compartía sus actividades, sobre todo después de la guerra civil, con otros oficios raros como el lañador o el saborero, poniendo grapas el primero y metiendo el segundo el hueso del jamón en las ollas que sacaban las amas de casa a la puerta de la calle. Otra solución al problema de los pechos hinchados o tumefactos por la leche eran los ungüentos, del tipo del que ya aparece como receta maravillosa en el Libro de remedios de San Anselmo, del siglo XVII, con la siguiente fórmula : “Tomad medio litro de vino blanco bueno, una libra de miel y doce yemas de huevos; cocedlo todo a fuego lento hasta que se consuma el vino, a continuación echad esta masa en una olla de barro vidriada, bien tapada. Esta mezcla se aplicará sobre el mal, mañana y tarde, en estopas bien calientes con hojas de berzas rojas, aplicándolo hasta que supure el tumor y desaparezca el mal”. El uso del vino blanco, si bien en bebedizo, ya había sido puesto de manifiesto en el libro Probadas flores romanas de famosos y doctos varones compuestas para salud y reparo de los cuerpos humanos, donde para volver la leche a cualquier mujer “se toma cristal hecho polvos bien sotiles y dáselo a beber con vino blanco y es bien probado”. Todas estas fórmulas, tenidas por buenas porque en realidad no causaban daño alguno, se acumulaban a la gran cantidad de supersticiones que llegaban de edades pretéritas sin haber sido filtradas o alteradas por la reflexión. Para que la leche bajara bien se decían unas oraciones tres veces al día pero nunca en día lluvioso porque de otro modo la leche saldría poco nutritiva o aguada. Si al niño le empezaba a sentar mal la leche, la madre le colocaba para darle el pecho de forma que su cuerpo y el del infante formaran una especie de cruz; si se ahogaba al mamar se le colocaba a la cintura una cuerda con siete nudos; si vomitaba se le colgaba del cuello una llave de hierro o bien se metía esa misma llave en un plato de leche de animal, pero siempre que fuese una llave hueca; si el niño lloraba puntualmente a la misma hora se consideraba la posibilidad de que hubiese sido aojado por alguna mala persona con poderes y para remediar eso se obligaba a madre e hijo a llevar la correa de San Agustín, contra brujas y aojadores. Cuando se quería destetar al niño se le colocaba debajo de la cuna un huevo para que lo prefiriera como alimento y empezara a olvidar la leche materna. En otros casos se encendía un fuego con leña de higuera verde y allí se echaba la leche sobrante de la madre, con cuidado de no echarla fuera porque decían que donde se arrojara crecerían unos seres, mitad hombrecillos mitad bestias. Entre los pastores –para que se vea que estas costumbres no se aplicaban sólo a los seres humanos– se procuraba que las ovejas que estaban criando no durmiesen debajo de una higuera porque se les retiraba la leche. Los calostros, por ejemplo, eran considerados como muy nutritivos y se tenía la seguridad que el niño que no los mamaba se quedaría raquítico o estaría expuesto a cualquier enfermedad. La misma madre solía tener la creencia, transmitida secularmente, de que debía alimentarse con una ración extra de pan durante el tiempo que durara la lactancia. Aunque luego insistiremos en algún aspecto más de la herencia innegable debida a la tradición egipcia, voy a traer unas máximas de Ani, escriba que dejó sus experiencias transcritas hacia el 1550 antes de Cristo, porque reflejan no sólo el cuidado que las madres egipcias mostraban hacia sus hijos, sino la moneda filial con la que luego éstos debían de pagar los desvelos maternos : “Duplica los panes que debes dar a tu madre. Llévala como ella te llevó, cargando muchas veces contigo y no dejándote en el suelo. Luego que te dio a luz tras nueve meses ofreció su pecho a tu boca durante tres años, te llevó a la escuela y, mientras te enseñaban a escribir, ella se sostenía durante tu ausencia, cada día, con el pan y la cerveza de su casa. Ahora que estás en la flor de la edad, que has tomado mujer y que estás bien establecido en tu casa, dirige los ojos a cómo te dio a luz, a cómo fuiste amamantado como obra principal de tu madre”.

En realidad la observación de algunas dolencias del pecho es bien antigua y la certeza de que algunos síntomas como la retracción del pezón eran signos de malignidad ya la tuvo Leónidas de Alejandría. Aecio de Mesopotamia descubrió la posibilidad de que un tumor pudiera desplazarse a la cavidad axilar. Hasta la época de Pablo de Egina, en el siglo VII, no se impuso la solución quirúrgica, aunque los medios usados, como puede suponerse, no eran los más adecuados y seguía utilizándose la adormidera como calmante. Otra solución, más mental, era la de encomendarse a la patrona de las enfermedades del pecho, Santa Águeda, cuya historia ya recogió Santiago de la Vorágine en su famosa Leyenda dorada. Ágata o Águeda, hija de un noble de Catania sufrió tortura y todo tipo de humillaciones de parte del cónsul de Sicilia Quintiliano, quien no dudó en someter a la joven a innumerables malos tratos hasta llegar al hecho que define a la santa como protectora de los males en el pecho de la mujer. Escribe Vorágine : “Quintiliano mandó a sus esbirros que laceraran a la joven en uno de sus pechos y que luego, para aumentar y prolongar su sufrimiento se lo arrancaran lentamente. Mientras estaban cumpliendo esta orden, Agueda dijo al cónsul: –Impío, cruel y horrible tirano, ¿no te da vergüenza privar a una mujer de un órgano semejante al que tú, de niño, succionaste reclinado en el regazo de tu madre? Arráncame no uno, sino los dos, si así lo deseas: pero has de saber que aunque me prives de éstos, no podrás arrancarme los que llevo en el alma consagrados a Dios desde mi infancia y con cuya sustancia alimento mis sentidos”. Tras la extirpación Quintiliano ordenó que la encerrasen sin alimento y sin cura, prohibiendo terminantemente que ningún médico accediera a la cárcel. Águeda recibe la visita nocturna de un anciano quien, bajo la excusa de que conocía la forma de curar los pechos le pide a la joven que se los enseñe. Ésta se resiste y alega que tiene a su disposición el poder de Jesucristo que con una sola palabra restaurará lo dañado. En ese momento el anciano se descubre como un apóstol enviado por Cristo, en concreto San Pedro, y le sana, retirándose después en medio de un gran resplandor. Quintiliano insiste en su maligno propósito pocos días después al ver que Águeda está curada y pretende quemarla viva, aunque al intentarlo se produce un terrible terremoto y posteriormente un levantamiento popular a favor de la joven que disuade de nuevo al tirano y Águeda es devuelta a la prisión donde ruega a Dios que la lleve de la tierra al cielo. Al morir es acompañada por un cortejo de jóvenes bellísimos que aportan una lápida para poner sobre su tumba. En la lápida se leía la inscripción “Mentem sanctam, spontaneam, honorem Deo et patriae liberationem”, lo cual quiere decir “tuvo un alma santa; se consagró al Señor decididamente; dio honor a Dios y alcanzó el premio de la vida eterna”. Al menos aquí en la tierra se la recuerda el día 5 de febrero y este último epitafio aparece desde hace siglos en numerosas campanas que están dedicadas a ella. Por si fueran pocos todos los méritos mencionados, aún se atribuye a la santa otro milagro que la hace acreedora del honor de proteger a las mujeres recién paridas. Se cuenta que en 1226, Águeda se apareció a un caballero que servía en la corte del emperador bizantino y le ordenó que volviera a dar traslado a sus restos –principalmente los pechos, que se habían conservado incorruptos– a Sicilia, de donde habían salido hacia Bizancio en 1040. En el viaje, y mientras reposaba del cansancio del camino, el caballero dejó las reliquias al borde de una fuente, a donde se acercó a lavar sus ropas una madre que estaba amamantando. Al terminar su trabajo se quedó dormida y el niño, hambriento, tomó los pechos de la santa de donde extrajo la leche deseada. Mientras lo hacía apareció una procesión que bendijo a la santa y, a partir de ese momento, en el mundo cristiano se la venera como la verdadera protectora de una buena lactancia y de las enfermedades de los pechos. Numerosos santos, sin embargo, le acompañan en esa facultad y son benefactores de las madres en período de lactancia, como san Mamerto, san Mamés, san Mamilo o san Mamante en Italia, aunque ninguno alcanza la veneración y el entusiasmo que despierta Santa Águeda, con cuyo efecto milagroso se relacionan unos pequeños panecillos en forma de teta que se hornean y se venden todavía hoy a comienzos de febrero en algunos lugares de España. Algunas advocaciones de María, en especial la Virgen de la leche, también son mediadoras y otorgadoras de remedios para los pechos aunque su principal significado es más bien simbólico y se refiere a la comparación del alimento que la Virgen dio a Cristo con el sustento espiritual que la Iglesia ofrece al cristiano.

Todas estas advocaciones nos remontan al Egipto copto donde muy frecuentemente aparece la imagen de Isis amamantando a Horus, su hijo. Precisamente en los llamados mammisi (que significa casas del nacimiento) o edificios anexos a los grandes templos grecorromanos de Egipto aparecen numerosas representaciones de la esposa y hermana de Osiris dando el pecho a su hijo, representaciones que luego se reproducirían en amuletos. Algunas de las letanías que se le recitaban a Isis como “señora inmaculada” o “reina del cielo”, permiten con mayor base asimilar su figura de reina madre, con la de algunas prendas y advocaciones de la Virgen. Respecto a esos exvotos o amuletos que uno podía encontrar hasta hace muy poco tiempo en la mayoría de los camarines o sacristías de iglesias y ermitas españolas, cabe recordar que, los referidos a una curación o a un favor obtenido, solían hacerse de cera o metal. Uno de los médicos que más escribió acerca de la tradición, Antonio Castillo de Lucas, recordaba en su obra Folkmedicina que quienes ofrecían tales exvotos solían ser gentes crédulas que consideraban el cáncer de mama como un bicho con patas y raíces que corroía el organismo. Para tratarle, se echaba mano de dos métodos, uno, por decirlo así, mágico y el otro contemporizador. Para el primero, se recurría a ensalmos como aquél, largo y esotérico que había de recitarse durante nueve días, que comenzaba:

Tres hombres santos van
Por un camino adelante
A Jesucristo encontraron:
Hombres santos ¿qué buscáis?
Fuimos al monte Calvario
Por hierbas para bendecir
Úlceras, cirros y cánceres…

Y continúa Castillo de Lucas : “El cáncer de mama, escirro o zaratán, por ser la neoplasia más externa y palpable que el vulgo conoce mejor, en principio se trata con parches y remedios caseros de emplastos y cataplasmas, confundiéndose la pequeña tumoración incipiente con las mastitis crónicas, residuales de mastitis puerperales; la evolución espontánea es la ulceración, tomando después el terrible aspecto de la carne corroida por el bicho canceroso… A Santa Águeda se encomiendan las mujeres que padecen zaratanes y “pelos en el pecho” (mastitis puerperales) y como recuerdo de gratitud ofrecen con sus oraciones un exvoto. En Madrid consérvase el recuerdo de este culto por una calle, llamada de Santa Águeda, situada frente a la sala de los Zaratanes, del antiguo hospital de San Antón, hoy Escuelas Pías de este Santo Abad”.

Y concluye : “Métodos contemporizadores podríamos decir que son los que tratan de aplacar los dolores con emplastos de hierbas; muy afamada es en Galicia con este fin la planta «aguyeira». Para que el bicho no corroa los tejidos del enfermo, se coloca todos los días sobre la superficie ulcerada un trozo de carne cruda para que este supuesto animal se alimente”. Castillo de Lucas se refiere a una planta geraniácea llamada pie de paloma que en algunos lugares se confunde con la planta de San Roberto o “herba de agulla”, excelente según la tradición para soldar heridas frescas o encorar llagas antiguas. Sin embargo el remedio más peregrino viene en el Hortus sanitatis donde se recomienda para curar los pechos de las mujeres la ceniza de múrices con miel usados como emplasto.

Acerca de la consideración del cáncer como “bicho” escribe José María Iribarren en su Retablo de curiosidades : “El vulgo tiene del cáncer una idea torcidamente macroscópica; lo suponen un bichillo voraz (una especie de cangrejillo; el cangrejo del signo del Zodíaco) y lo que hacen es saciarlo para que no se ensañe con el enfermo, a cuyo efecto le aplican a éste en la región afecta trozos de carne cruda de carnero. Es el procedimiento que aparece en la Crónica de los reyes navarros del príncipe de Viana, quien hablando de los últimos días del gordo y gigantesco Sancho el Fuerte, dice que era caído en gran flaqueza por el gran mal, ca tenía cáncer en la pierna, que cada día le comía una gallina” (Quiere decir que el cáncer del monarca lo saciaban con trozos de carne de gallina a razón de una gallina diaria) –y continúa– y a propósito de gallinas, cuando los niños nacen con síntomas de asfixia les introducen en el ano el pico de una gallina viva y lo mantienen allí hasta que el crío respira. En tales trances la que se asfixia y muere es la pobre gallina y es de ritual que la madre se la coma o, al menos, que se beba su caldo”.

Entremos ahora en el ámbito de las expresiones populares –cuentos, canciones, romances, dichos –, donde se refugia la sabiduría antigua y que parece propicio (por coloquial y desenfadado) para el uso cotidiano de diferentes términos con los que designar el pecho femenino. La palabra seno, ya lo hemos comentado, significa hasta tiempos cercanos o bien una cavidad o, como mucho, el espacio entre el vestido y el pecho. Así lo recoge Sebastián de Orozco en el siglo XVI en su Teatro Universal de Proverbios, extraordinario compendio de refranes comentados, cuando escribe:

Cualquier persona que tiene
Hijos propios que criar
De los demás no le pene
Que cuando no cata viene
Por su casa que llorar.
Aunque el lugar esté lleno
De nuevas de su vecino
Quien tiene tetas en seno
No publique hado ajeno
Porque nadie es adivino.

Con cuya sentencia viene a decir el autor que antes de criticar a los demás debemos mirar nuestra propia vida siguiendo la máxima evangélica de reconocer la viga de nuestro ojo antes de que nos parezca mal la paja en el ajeno.

El mismo Orozco escribe en otro dicho glosado de su monumental obra:

Mayor fuerza y más poder
Que un Roldán tiene la dama
Para tirar y atraer
Sin se poder detener
El que bien la quiere y ama.
Así que no son burletas
Pues por todos ha pasado
Decir que más tiran tetas
Que sogas ni guindaletas
Al que está de ellas picado.

Probablemente, del uso ambiguo de la palabra guindaleta, que lo mismo significaba cuerda que la primera mula de un tiro, vendría después la rima de las carretas que a nosotros nos son más familiares en el lenguaje común.

Muy frecuente en la tradición e incluso usado como canción de mayo para rondar por las calles, es el Retrato, canción dieciochesca con la que el poeta iba pintando en versos todo el cuerpo de su amada después de haber invocado a Apeles y haber solicitado sus pinceles para hacer un correcto dibujo. Según las versiones, los pechos se comparan con frutas (manzanas, limones), flores (azucenas), jarros de plata, e incluso y un poco forzadamente con una pieza del carro:

Desde tus brazos niña
Bajo a tus tetas
Que parecen los cubos
De las carretas.

Lo más frecuente, sin embargo es que se los compare con fuentes claras.

Parecido símil encontramos en un Padrenuestro a lo humano que comienza

Padre, padre nuestro
Que estás en los cielos
Mira mi morena
Qué mata de pelo…

El autor vuelve a usar la excusa de los pechos como lugar de donde brota la abundante fecundidad

Esas tus dos tetas/ son dos fuentes de agua
donde yo bebiera/ si tu me dejaras
Esas tus dos tetas / son de leche y miel
Donde yo bebiera/ por los siglos amén

seguramente porque el pecho femenino es una parte del cuerpo que representa claramente la fertilidad, y es, además de un venero alimenticio, una fuente de sensualidad para el varón. Por eso, cuando el instrumentista que toca el pandero es un hombre (cosa que ciertamente no es habitual) quiere dejar clara tal circunstancia con una seguidilla como ésta:

Como no tengo tetas/ como vosotras
se me cae el pandero/ hasta las pelotas

recordando que en algunos casos, y sobre todo en el uso del pandero cuadrado, las mujeres apoyaban el bastidor del instrumento sobre sus pechos para ejecutar los ritmos con más comodidad y eficacia.

Pero quisiera, antes de pasar a otro tema, mencionar algunas leyendas acerca de determinadas fuentes cuyas aguas tenían propiedades curativas y eran muy apreciadas para lavar los senos y que éstos procuraran abundante leche. En algunos casos, incluso, esa agua era refrendada por una especie de bendición de Santa Ana ante cuya imagen se colocaba el líquido para que tuviera mayor efecto. Si los hombres acompañaban a las mujeres a esa ceremonia corrían el peligro de sufrir el mismo aumento de tamaño y de secrección, de modo que sólo podían volver al estado anterior tras haber cumplido con una serie de ritos expiatorios. El funcionamiento de muchos ritos simpáticos llegaba en ocasiones hasta el extremo de creer que de algunas de esas fuentes no sólo manaba un agua con determinadas propiedades, sino nada menos que leche y miel. En tales casos, la Virgen se encargaba de llevar por la noche a los niños sin madre a esos lugares para alimentarles allí y aún se decía que las criaturas tenían por la mañana las comisuras con restos de aquella leche.

El tamaño de los pechos, su mayor o menor volumen, se resuelve, en el campo de la paremiología con tres refranes : “La teta en la mano quepa”, “La teta que es más chica que la mano no es teta sino grano” y “La teta que la mano no cubre no es teta sino ubre”, con cuyas sentencias se prueba hasta qué punto el refranero basa su éxito en tener fórmulas para todos los gustos y situaciones. Las mujeres que iban a tener el primer hijo también sabían que “A la mujer primeriza antes le aparece la preñez en el pecho que en la barriga”.

En el terreno de la leyenda son muy frecuentes en toda Europa los relatos legendarios sobre personajes encantados o hadas que, sin ayuda de varón, tenían niños. Estos pobres infantes les salían a veces tan feos que las hadas los cambiaban por otros más guapos dejando a cambio los suyos. Se decía que llevaban a sus criaturas a hombros y que para alimentarles tenían que echar sus largas tetas hacia atrás para que los niños pudiesen alcanzar el pezón. Tal creencia, al decir de muchos estudiosos, se basa en la tradición de hacer a esas hadas habitantes de cavernas y cuevas muy profundas –se las oía hablar a veces debajo de la tierra, decían– y en la confusión de considerar las estalactitas y estalagmitas como largas tetas de las hadas.

La comparación de las tetas con campanas tampoco es infrecuente. La encontramos, por ejemplo, en el romance del cura y la criada que dice:

El cura Perico/tiene una criada
le cose y le lava/y le hace la cama.
A la media noche/llamó a la criada:
–Dame el chocolate./–Pues no tengo agua
–Sácala del pozo./–La soga no alcanza.
–Estírala un poco./–Ahora sí que alcanza.
Y al brocal del pozo/la picó una rana.
A los nueve meses/parió la criada
y parió un curica/con capa y sotana.
Llévale al hospicio/no me da la gana
Que tengo dos tetas/como dos campanas
Y me dan más leche/que el río trae agua.

La palabra pecho, en singular, tiene también una ambigüedad que juega a favor de la inspiración lírica. El pecho recibe entonces no sólo la significación de cada una de las mamas sino del espacio físico que da albergue al sentimiento, probablemente por contener en su cavidad al corazón, el órgano más utilizado por los poetas para reflejar los afectos, la ternura, la pasión y la tristeza. El corazón tiene personalidad y puede por tanto cansarse, ablandarse, ser duro, partirse, arder, volverse del revés, recibir cualquier simiente y germinar, etc. etc.

Cuando la palabra se usa en plural ofrece menos dudas: los pechos son fuente de sensualidad y de fantasía para el varón y especialmente cuando lleva a cabo rituales como la ronda, en la que los distintos emplazamientos en que se sitúan el hombre y la mujer dan lugar a ilusiones, ensueños o utopías de aquél:

Quién fuera clavito de oro/donde cuelgas el candil
para ver tus pechos finos/cuando te vas a dormir.

En otros casos sirven de dulce almohada para la cabeza cansada del amado; así al menos parece proponerlo la dama que tienta al rústico pastor con sus encantos físicos en aquel famoso romance:

Pastor que estás en el monte
y duermes con los helechos
si te casaras conmigo
durmieras entre mis pechos…

oferta que no parece suficiente al pastor para abandonar su ganado, ni aunque se la den adobada con los atractivos añadidos de la blancura o de la primicia:

Mira qué pechos más blancos que jamás han dado leche.
Contesta el buen del pastor:
–A un perro que se los eches…

El desprecio del rústico que prefiere su soledad a la compañía femenina con sus halagadores encantos y sus promesas atractivas ya tiene un precedente en el Romance del siglo XV de la Gentil dama en el que ésta tienta al pastor con un retrato aparentemente irresistible:

Hermosuras de mi cuerpo
Yo te las hiciera ver:
Delgadica en la cintura
Blanca soy como el papel
La color tengo mezclada
Como rosa en el rosel
El cuello tengo de garza,
los ojos de un esparver (gavilán),
Las teticas agudicas
Que el brial quieren romper…

He tratado de hacer un breve recorrido por algunas creencias, relatos o expresiones que la tradición ha conservado durante siglos acerca del pecho femenino. Muchas de ellas han sido atesoradas gracias al carácter e idiosincrasia de sucesivas generaciones que recibieron esos conocimientos de forma natural de sus padres y los transmitieron a sus hijos haciendo bueno el dicho “Lo que en la cuna se mama, en la sepultura se derrama”. Por mi parte sólo he sido un simple testigo de la riqueza legada.



Esta visualización es solo del texto del artículo.
Puede descargarse el artículo completo en formato PDF.

Revista de Folklore número 319 en formato PDF >


EL SENO FEMENINO EN LA CULTURA TRADICIONAL

DIAZ GONZALEZ, Joaquín

Publicado en el año 2007 en la Revista de Folklore número 319.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz