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La manipulación de la Cultura Popular

DIAZ VIANA, Luis

Publicado en el año 1987 en la Revista de Folklore número 82 - sumario >

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Estrategias politico-culturales frente a lo popular

Vivimos tiempos en que, a favor de esa nueva organización político administrativa de la llamada España de las Autonomías, bullen aquí y allá los intentos de autodefinirse, por parte, sobre todo, de ciertos sectores de las distintas comunidades autónomas. Esos intentos que, con frecuencia, apadrinan complacientemente los políticos, de definirse respecto -y frente-a los otros, se aprovechan tanto de determinadas revisiones de la propia historia como del desempolvamiento y rescate de las más simplistas señas de identidad. Al lado de las banderas, músicas, danzas y fiestas son agitadas como elementos -a veces como armas- que, por su efectismo. sirven mejor que otros rasgos culturales a esa necesidad de diferenciación, de sentirse singulares. Si no se tienen a mano, se buscan, y si no aparecen, se inventan.

Este fenómeno, por supuesto, no es nuevo. La historia oficial del Folklore en cuanto a presunta ciencia ha estado enormemente condicionada en los países europeos por el fervor nacionalista y ello, a menudo, en tales grados que, como señala Claude Karnoouh (1) en un trabajo sobre los avatares del folklorismo, muchos estudios folklóricos estuvieron -y aún lo están- dirigidos a la propaganda política en favor de ésta o aquélla "unidad nacional". Paradójicamente, y como bien ha observado Peter Burke en su revelador libro Popular Culture in Early Modern Europe (2), las poblaciones campesinas con cuyo folklore solían identificarse los afanes nacionalistas se encontraban, por lo general, un tanto ajenas a esos tejemanejes de la política. Los nacionalismos, como afirma Burke, fueron, en muchos sentidos, más cosa de élites -intelectuales y políticas- que de pueblos.

Ya fuera utilizada la investigación y potenciación del folklore con el propósito de conservar lo raro y pintoresco dentro de un sistema político bien constituido, o para proporcionar argumentos etnográficos a la identidad nacional de un Estado en formación, la contradicción entre ambas posturas, puesta de manifiesto por Karnoouh (3), es sólo aparente. En el primer caso, se trata de anular la posible significación subversiva que, por su discordancia, tendrían, dentro de un estado concebido desde la unidad, ciertas manifestaciones culturales de ámbito local o comarcal. En el fondo, al calificar como reliquias arcaizantes y típicas a tales expresiones, se las está abocando, intencionadamente, a las urnas de un museo o a las páginas de un libro de curiosidades. Al tiempo, suele sugerirse que, una vez esos restos del pasado hayan sido depositados -a salvo- en la estantería correspondiente, se proceda a hacer desaparecer todo rasgo de arcaísmo -y "atraso"- de la vida cotidiana de los pueblos que mantenían semejantes manifestaciones como parte de su cultura.

En ocasiones, si el pueblo pasa a ser reducto turístico de lo folklórico, se exageran, por el contrario, los "tipismos" hasta el límite de la mascarada.

Todo ello es ejecutado en pro de una idea homogeneizadora de la Cultura (con mayúsculas) que se pretende a sí misma universal -aunque, en realidad, esté, sobre todo, al servicio del modelo de Estado -Nación- y se presenta como "moderna" frente a lo "tradicional" y arcaizante.

En el segundo caso que comentábamos, se recuperan ciertos rasgos culturales aún existentes en determinadas comunidades campesinas y se las potencia como señas de identidad dentro de una estrategia nacionalista, aduciéndose, casi siempre, que en esa cultura de las aldeas postergadas subyacen las esencias de la nación y de "la raza".

En una y otra vía de utilización, el Folklore deviene en Folklorismo y, así, la danza ritual que era ejecutada en un ámbito comunitario dentro del cual todos se sentían partícipes, se convierte en teatro folklorizante o remedo de ballet; en algo bien distinto, por su sentido y función, a pesar del esmero con que puedan reproducirse los detalles extremos.

Claude Karnoouh, en su trabajo ya citado, hace corresponder a cada una de estas vías de desarrollo -y manipulación- del Folklore con diferentes áreas ,dentro de Europa, entendiendo, además, que obedecen a principios políticos irreconciliables (4). Lo cierto es que ambas posturas pueden darse en el mismo país, dentro de un período de tiempo no demasiado amplio, y lo sucedido en España durante este siglo es buen ejemplo de ello. Recordemos, brevemente, la manipulación que se hizo del Folklore en época franquista, usándolo como almacén de trajes, bailes y canciones que, para decirlo en la jerga de aquel entonces, "contribuía a dar brillante y variopinto colorido a la unidad indisoluble de la patria". Hoy, grupos que, en muchos casos descienden de aquellos Coros y Danzas que evolucionaban ante Franco en las Demostraciones sindicales de cada año, o son dirigidos por los mismos maestros de baile, contribuyen, con sus teatrales puestas en escena de lo folklórico, a la exaltación nacionalista de unos o de otros. La voluntad de los patronos parece haber cambiado pero el tratamiento que se hace del Folklore -e incluso los repertorios utilizados- son los mismos.

Reconozcamos. también, que los eruditos y estudiosos de la llamada cultura popular no hemos hecho, en términos generales, algo demasiado diferente. Nuestros predecesores y colegas a menudo han sido cómplices y parte interesada en los mecanismos de utilización del Folklore antes señalados. Es este un proceso cultural que viene de mucho tiempo atrás y puede, incluso, afirmarse que toda la Historia del Arte tal como se cuenta en los países europeos resulta, con sus pretensiones de universalidad, patéticamente incompleta, pues no sólo ignora las creaciones de ciertas culturas lejanas sino que prescinde de la pujante creatividad que, bajo el motete de "lo popular", queda arrinconada en el limbo de una Etnografía con frecuencia obsoleta.

En realidad, con el impreciso término de cultura popular, los "cultos" de Occidente marginaron por mucho tiempo -y a menudo siguen haciéndolo- aquellas manifestaciones que escapaban a los criterios de su "élite" intelectual, a la historia "oficial" de la cultura y, en general, al mundo de los libros, de los autores y la crítica. La identificación de libro con cultura ha llegado a ser tan absoluta en países como el nuestro que "culto" equivale a "leído", de modo que se considera "sin cultura" al no letrado e, incluso, al que sabiendo leer y escribir no ha accedido a los "centros oficiales del saber".

Antropológicamente, resulta evidente que todos los pueblos -también los que no conocen la escritura- desarrollan una cultura que les caracteriza, pero, todavía hoy, muchos intelectuales se manifiestan en España respecto a ciertas clases o respecto al "pueblo" en general, como gentes "sin cultura" o "con muy poca cultura". Quieren decir "sin lo que ellos consideran cultura". Este planteamiento, tan inexacto conceptual y terminológicamente, convierte en marginal toda la cultura que no se codifica y transmite mediante la escritura y, más en concreto, a través del libro.

Tal elitismo en el enfoque de los fenómenos culturales, nos ha llevado a que, en el mundo intelectual, las ciencias sociales se hayan repartido el trabajo, por así decirlo, según una clasificación tácita y harto discutible: Parece que mientras los sociólogos se ocupan de sociedades letradas y literariamente "avanzadas" o "modernas", los antropólogos fijan su atención en las sociedades consideradas como "no letradas" o "pre-letradas" y, si trabajan dentro del área occidental, en sociedades consideradas como tradicionales, es decir, comunidades rurales que son vistas, en cierto modo, como "pre-letradas". Se continúa, así el viciado enfoque de los intelectuales del XIX y, entre ellos, los folkloristas románticos, que creían descubrir en los campesinos una especie de "salvajes cercanos" a los que, se podía estudiar con esquemas semejantes a los utilizados para analizar cualquier pueblo primitivo y a quienes, incluso, había que "redimir" de su atraso cultural (5).

En nuestros días, ciertas campañas encaminadas a "culturizar" el campo o a la recuperación de zonas deprimidas, promovidas por algunos organismos oficiales y que mezclan, dentro de una gran confusión, la Etnografía curiosa con los planes de reactivación económica, no parecen demasiado lejos de aquellos planteamientos.

Cualquier acercamiento que pretende ser serio y profundo a eso, que se ha llamado "popular" ha de llevar, implícitos, una reflexión sobre nuestro concepto de cultura, y, sobre todo, una revisión del mismo. Deberemos estar, además, bien prevenidos contra los prejuicios, "tics" y, en definitiva, "culto-centrismo" (si se me permite el término) de una "élite" intelectual que inventó -en el sentido de "descubrir"- la cultura popular tras haberla marginado durante siglos. Al desprecio le sucedió la fascinación, pero el fenómeno en sí continúa siendo, en general, bastante incomprendido.

La mitificación de "lo popular", entendido como modo indefinido e indefinible de creación y expresión del genio nacional de los pueblos, fue, también, una forma sutil de marginación, pues, en virtud de ella, permanecieron en el misterio los procesos de producción y transmisión de aquella "otra cultura". Fue a favor de esa situación que surgió la concepción de "lo tradicional" como una especie de academicismo de "lo popular" mediante el cual maestros eruditos y "cultos" podían separar lo bueno de lo malo, en aquel vasto mundo, siempre según su criterio e ideas estéticas. Inventaron una categoría estratégicamente útil.

"Lo popular", refrendado por el tiempo -¿Por cuánto tiempo?- y por el consenso de una comunidad a través de varias de sus generaciones, se convertía, así, en materia artística aceptada e, incluso, imitada por la "élite". Lo cierto es que la distinción entre "lo popular" y lo "tradicional" nunca ha sido tan clara como se pretende y en el fondo, rezuma rigidez y prejuicios culturales. Bajo el titulo de "tradicionales" se aceptan aquellas producciones de "lo popular" con una cierta -nunca bien definida- antigüedad, una cierta rareza y una "calidad estética" que sus propios exégetas y defensores atribuyen, descubriéndose cándidamente, a la fidelidad con la que el pueblo iletrado conservó el legado de momentos excelsos de nuestra cultura, aquel tesoro creado por grandes artistas y disfrutado por la nobleza de los siglos XV y XVI. Las otras producciones de "lo popular" creadas y transmitidas por el pueblo de ahora mismo mediante procedimientos semejantes a los de épocas anteriores quedarían, de este modo, fuera del "lote" que la "élite" está dispuesta a aceptar, puestas, cuando menos "en cuarentena" por sospechosas de vulgaridad.

¿Pero qué es lo tradicional? ¿solo hay tradición en la oralidad del pueblo campesino como tan a menudo se cree? ¿No hay tradición popular ni Folklore urbanos? Lo "tradicional" constituye una difusa categoría que ha sido utilizada -tanto por folkloristas como por antropólogos y con la que aún se pretende caracterizar a un determinado tipo de comunidades. Se habla, por ejemplo, de sociedad "rural" o "tradicional" como de algo intercambiable, y de comunidades "tradicionales". Sin embargo, cualquier antropólogo que se detiene a estudiar lo que en esas comunidades podría ser entendido como prototipo de "lo tradicional" y reputado por la gente como "de siempre", pronto descubre que lo que se creía de siempre tiene, a veces, una antigüedad inferior al siglo(6).

Unas costumbres, la forma actual de unas fiestas, unos sistemas de producción y un modo de organización del trabajo y la riqueza, o, incluso, el propio nombre de un pueblo "tradicional" son, en ocasiones, mucho más recientes que lo que esa "tradicionalidad", aceptada sin reflexión parecía suponer. Por eso, a menudo los defensores a ultranza de "lo tradicional" exaltan como paradigma de la "tradición" lo que, en realidad, obedece a modas arcaizantes de antes de ayer (7). Contradicen, de esta manera, con su dogmático estatismo, uno de los principios básicos de funcionamiento de esa "tradición" a la que invocan: La evolución cultural sin grandes rupturas, en continuidad, la capacidad de aprovechamiento de unos moldes y un código creativos a lo largo de una cadena de sucesivas adaptaciones.

Hay quienes, por ejemplo, cuando yo estaba asistiendo, por primera vez, a la celebración de la "Pinochada" de Vinuesa (Soria), me hablaban de la "tradicionalidad" que se iba perdiendo en esta fiesta en detalles como el de los trajes de los participantes: "Era lo bonito y tradicional -decían- que los cofrades fueran vestidos con el traje de serrano" (de paño pardo y calzón corto con chaquetilla) y criticaban a los jóvenes que tomaban parte en la lucha de solteros y casados vestidos de calle". Estudiando la "Pinochada" puede documentar que, en el caso de los hombres -lo de las mujeres era asunto distinto-, "lo tradicional" desde principios de este siglo, como se desprende de descripciones y fotografías (8), había sido ir, precisamente, "en traje de calle", más o menos endomingado, y que lo de los trajes de serrano procedía de una innovación introducida por los años cincuenta, cuando, en colaboración con la Sección Femenina, se proporcionó aquellos famosos trajes de paño pardo a los cofrades para que la fiesta resultara más arcaica y vistosa.

La música que sirve de bélico fondo al mismo rito y que mis entusiastas interlocutores encontraban "guerrera y ancestral" fue introducida en la fiesta y hoy, aún, interpretada por los dulzaineros de Fuentearmegil, también a partir de los años 50. La "tradicionalidad" de la "Pinochada", por otra parte, que, según los mismos interlocutores, se basaba en la costumbre y tradición oral de muchas generaciones, debe no poco de su fidelidad al pasado a un texto escrito, conservado por las cofradías desde el año 1600 y que fue modestamente impreso para su difusión y uso entre los cofrades en los años 20.

Las fiestas de San Juan, en la ciudad de Soria, son, también, un buen ejemplo de cómo el poder, aliado con los eruditos, se empeña en decir al pueblo qué es "lo tradicional" y qué no lo es. En el año 1952, un gobernador civil llamado López Pandós dictó una serie de normas encaminadas a un mejor control de la fiesta, entre las que estaban la creación artificial de unas peñas que quedaron encuadradas dentro del Frente de Juventudes falangistas y el uniformar a los mozos que participaban en los desfiles de los días más señalados (9). Las prescripciones de la autoridad gubernativa e, incluso, la represión violenta que las fuerzas de la policía llevaron a cabo en 1953 contra quienes no cumplían lo recomendado (10), no bastó para cambiar los modos de la fiesta y, por ello, el Centro de Estudios Sorianos, a petición de "la ,primera Autoridad Civil" de la Provincia, publicó un informe sobre los Sanjuanes de Soria en su revista Celtibería, llamando al restablecimiento de "usos perdidos" y "a suprimir motivos o escenas de mal gusto" (11).

Llega a decirse en dicho informe que "sería preciso un nivel cultural más alto, una educación cívica y un tono medio de buen gusto de los que carecemos para que, por parte del pueblo, se tratase de conservar en todo momento -hasta donde cada época lo permita- las esencias más puras y tradicionales" (12).

Pero la historia no termina ahí. Paradójicamente, las Peñas que fueron diseñadas por el gobernador López Pandos originan, hoy, no pocos trastornos y otros grupos más incontrolados han "tradicionalizado" el baño de vino por aspersión con carácter colectivo -quieras o no- y "las pintadas automovilísticas, decorando unos vehículos destartalados en que se desplazan -y a los que llaman "rubias"- con dibujos del estilo más duro y provocador. Los desórdenes en las fiestas sorianas y cómo encauzar dentro de unas "puras tradiciones" -que, a juzgar por los documentos históricos, nunca fueron tan puras- los excesos de la euforia popular, es algo que sigue preocupando a las autoridades e instituciones, ahora, lo mismo que inquietó a las de antaño. Su actitud, en tales coyunturas, suele debatirse entre la mojigaterfa y la falsa ilustración.

En las fiestas del pasado año, ciertas autoridades de la ciudad de Soria exhortaron a sus conciudadanos para que los integrantes de las cuadrillas fueran vestidos en lo sucesivo, durante los Sanjuanes, "con el traje regional soriano". Como nadie tiene muy claro cuál es el tal traje en hombres (para mujeres se venden desde hace tiempo un traje tradicional standard en los escaparates de Soria capital) hubo quienes se dirigieron seriamente a mí para que les asesorara. Para provocar su reflexión les pregunté que de cuándo lo querían, de qué pueblo y de qué área, si de ricos o de pobres, de pastores o de arrieros. Coincidieron, por fin, conmigo en que ningún pueblo, ni siquiera en Soria, fue en ninguna época uniformado "de consuno", pero me consta que algún erudito local encontrarán que les fabrique a la medida un vistoso traje calcado de grabados del XVIII o del XIX para los próximos Sanjuanes. Ya hemos visto antes la manía que ciertas autoridades y eruditos parecen tener por uniformar a quienes realizan algo considerado como "tradicional", Semejante obsesión institucional aún no se ha extinguido, como si se perpetuara, también, "tradicionalmente".

-Señas y estereotipos de identidad: Una manipulación peligrosa.

En la búsqueda de señas de identidad que preocupa a muchos de los que gobiernan las Comunidades Autónomas en España no interesa, en realidad, el conocimiento de la propia cultura, sino, por lo general, el rescate de símbolos de diferenciación fácilmente manipulables. No es, tampoco, una actitud original: diversos autores han señalado esa progresiva configuración de unos símbolos de identidad nacional a partir de una tradición que, en su sentido etimológico, pero también en otros, podríamos llamar "inventada". En el caso catalán, parece claro que reducir la rica identidad de una cultura a los "signos visibles" de la lingüística, la bandera y la sardana resulta bastante empobrecedor. Lo es igualmente inventarse una identidad castellana a base de dulzainas, jotas y un "día nacional" que conmemora una derrota como la de Villalar.

Hoy, además, al fondo de utilizaciones más bien forzadas de lo folklórico e, incluso de un plausible interés por conocer los rasgos culturales que podrían caracterizar a cada Comunidad, no es difícil descubrir cierta creencia, a veces vaga, otras más abiertamente declarada, en algo así como un "carácter nacional". Nosotros (catalanes, vascos, castellanos) somos -y siempre hemos sido- de esta manera y los otros (gallegos, aragoneses, andaluces, etc.), de esta otra.

Como ha escrito Caro Baroja (14), la discusión sobre el carácter nacional a poco puede llevarnos fuera de amenizar los viajes en tren o las tertulias de café. Sin embargo, el propio caro Baroja escribió una obra sobre el tema, si bien desmitificándolo, y en ella manifiesta cierta preocupación -casi desagrado- por el interés que los antropólogos norteamericanos venían demostrando en torno a un asunto que, en sus derivaciones políticas y genocidas, ya había hecho bastante daño en Europa (15). La bibliografía sobre esta temática o similar se ha incrementado dentro de los Estados Unidos en los últimos años, aunque conviene puntualizar que casi siempre tratando de estereotipos de identidad, más que de caracteres nacionales (Ethnic Stereotypes, Ethnic Slurs, Ethntc Jokes).

Como bien distingue Alan Dundes en un reciente trabajo (16) sobre el "carácter nacional alemán" el estereotipo nacional -en gran parte basado en el Folklore- es lo que unas gentes , piensan de ellas mismas y de los otros; el carácter nacional, si es que existe, haría referencia a lo que esas gentes verdaderamente son. Admitamos con Dundes que de un conjunto de personas -un "folk" o grupo- que comparte una historia y una serie de modos y rasgos culturales en común puede decirse, como de un individuo, que, en ciertos aspectos es como todos los demás seres humanos, en otros, sólo como algunos seres humanos, y, en alguna manera, distinto a cualquier otro (17). Pero el averiguar la proporción de todo ello es enormemente complicado y el hablar del carácter nacional de los unos y los otros, poco más, como dice Caro Baroja, que una actividad mítica, pues el que habla siempre se ajusta a una tradición elaborada en mayor o menor grado, hecha de estereotipos -que es como decir de ignorancia de los otros- y de prejuicios. Se ajusta, digamos, a un modelo que le viene dado y que no es verdad ni mentira (según las palabras de Caro) ya que puede tener de las dos cosas o ser enteramente falso (18).

Independientemente de la verdad -siempre tan relativa- que esos juicios contengan, lo que importa es si la gente cree en ellos. Y cree. Por lo tanto, el "carácter nacional" es sobre todo elucubración siempre condicionada por la tradición y determinados intereses políticos que cambian según el momento histórico. Si en realidad existe un carácter nacional difícilmente podríamos llegar, condicionados como estamos, a su conocimiento objetivo. Sin embargo, los estereotipos existen -verdaderos o falsos- y las gentes se conducen de acuerdo con ellos, por lo que son totalmente estudiables.

La pujanza de estudios semejantes en los Estados Unidos no es, sin duda, irrelevante. En Norteamérica, la clasificación que, "a priori", un individuo hace de los otros según el grupo étnico y religioso al que pertenecen es tan importante, en muchos casos, y determina de tal modo la futura relación que puede parecernos hasta ridícula. Pero no nos riamos, porque la preocupación -casi obsesión- en nuestro ámbito por recuperar y acentuar, apoyándose en la Antropología, en el Folklore o en la Historia, la propia identidad también es cosa muy significativa y curiosa.

Tanto si hablamos de "carácter nacional" como de estereotipos habremos de tener en cuenta una serie de limitaciones y condicionamientos respecto a ellos y su posible validez como objeto de estudio que los más sagaces tratadistas del tema ya han apuntado en sus obras: Así el cambio y sucesivas alteraciones de lo que hoy conocemos como naciones. Las líneas político administrativas que separan países y, en nuestro caso, regiones y provincias han evolucionado al paso del tiempo y, como sabemos, no se corresponden en muchísimos ejemplos, con auténticas áreas geográficas y culturales. Si hablamos ahora de Castilla ¿de qué Castilla hablamos? ¿de la de la Edad Media, de la de los siglos XVI y XVII o de la Castilla y León actual? Hay otros aspectos que estratifican desde dentro la pretendida unidad del carácter y el estereotipo. Diferencias de clase, de oficio, de edad y de sexo incluso. Algunos viajeros han destacado que pueden encontrarse más coincidencias entre los pastores o campesinos de distintos países que entre personas de distinta posición económica y diferente cultura dentro de la misma "nación".

Los mismos estereotipos no son en absoluto estáticos, y, así, el español que era visto en la Europa del siglo XVI como paradigma del buen diplomático, por su cortesía, gallardía y justeza, pasa a convertirse en un negro estereotipo de fanático religioso o en el vacío figurín romántico de exotismo y torería. Heda Jason, en "The, Jewish Joke: the problem of definition", advierte sobre la necesidad de contexltualizar cualquier chiste étnico -judío en este caso- para su adecuado estudio. No hay "chistes judíos", hay un chiste contado por un obrero "yiddish speaking" en una comunidad judía del barrio X de Nueva York, dentro de un época determinada (19).

Sin embargo, son precisamente los chistes una de las manifestaciones en las que con mayor claridad surge la fuerza del estereotipo folklórico. ¿Cuántas veces no habremos oído y contado en nuestra infancia de "niños imperiales" aquellos chistes -que existen en todas partes- de "van un francés, un alemán, un inglés, un ruso y un español". Siempre el español era el más listo, el más valiente y el más macho. Con Alan Dundes (20) podemos considerar a los estereotipos folklóricos y a los chistes que brotan de ellos como campo de estudio muy interesante por los abundantes datos -tan reveladores- que pueden proporcionarnos sobre los rasgos culturales de una comunidad en un momento determinado. Los estereotipos, por tanto, tienen como base un modelo ideal que resume todo un sistema de valores. Todo juicio e imagen sobre los otros o sobre nosotros mismos precisa ese modelo -positivo o negativo- como punto de comparación. Reflejan, pues, los estereotipos modelos culturales de quienes los crean, proyectándose, a menudo, todo lo que es considerado como abominable, sobre otro grupo o etnia. Stanley Brandes, en Metaphors of Masculinity (21), aplica este principio de proyección e intenta demostrar cómo los andaluces del pueblo que él estudia, los cuales se autodenominan curiosamente como castellanos, proyectan sobre los gitanos del lugar los defectos que saben que otros grupos -castellanos precisamente- les atribuyen a ellos: Ser despreocupado, machistas, perezosos, etc...

-El caso castellano.

Los castellanos, de otra parte, tienen hoy un especial problema de identidad. Pesa sobre ellos en primer lugar, una especie de complejo de culpa que otros pueblos peninsulares se esfuerzan en agravar a costa de la conexión Castilla-centralismo opresor tan cacareada en los últimos tiempos. En otro orden, Castilla se ha caracterizado por una imprecisión de sus fronteras que, en épocas pasadas, se proyectaron hacia fuera -en el período de su expansionismo histórico, que no hay porqué negar- y que ahora, se ven replegadas hacia dentro. Y, por último, a causa de una lengua que, aparentemente, no sirve como fácil seña de identidad al ser hablada por tantos pueblos de distintas latitudes.

Desde el punto de vista territorial, ha venido ocurriendo en todos los períodos de reivindicación autonómica y nacionalista que Castilla sea lo que resulta del reparto de los demás, lo que queda cuando los otros pueblos (o naciones) han apuntalado sus fronteras. En lo político y en lo económico Castilla ha sido en los últimos tiempos un área tan poco favorecida que hay autores que la consideran como "periférica" por sus características y escasa participación en el poder y en el progreso industrial, a pesar de su situación geográfica (22). Quienes se han ocupado de Castilla y su población suelen coincidir en caracterizarla como una región escasamente industrializada, con un campo poco modernizado pero más innovador, con todo, que la industria y una pobreza que no se nota demasiado por haber estado tradicionalmente bien repartida (23).

En el mapa político de las Autonomías es Castilla y León, a pesar de su reputación de zona centralizadora, una de las pocas Comunidades Autónomas que aún no tienen una capital definida, pues la capitalidad de Valladolid es provisional. Este detalle puede sorprender, como otras muchas contradicciones semejantes, si aceptamos la imagen que se nos ha dado de Castilla desde fuera. En esa imagen ha tenido mucha importancia lo que los foráneos escribieron de Castilla, a veces con afán de ensalzarla, pero casi siempre malentendiéndola.

Lo mismo ha sucedido con sus gentes. Ni palurdos sin danzas ni místicos hidalgos, lo que sociológicamente asombra en la población castellana es el peso desproporcionado de clases medias no industriales que presenta. Pienso que ese fenómeno responde a la valoración, quizá desmedida, de la educación, de los estudios, por encima, incluso, de la mera riqueza o prosperidad material. El porqué de ello debería preocuparnos más que la polémica sobre una Castilla dominadora o dominada.

No entraré en estos puntos ahora. Son cuestiones tan debatidas que ya casi producen cansancio. Está claro, además, que según las tendencias e intereses de cada autor pueden encontrarse en nuestra historia razones para hablar de una Castilla democrática y lugareña o de otra opresora e imperial, de una Castilla de siete, once o nueve provincias, de una Castilla con León, contra León o sin él. Sobre todos los nacionalismos y regionalismos se ha hecho mucha literatura -generalmente mala- y sobre Castilla y lo castellano tanto o más que en otros casos. Esa literatura también la han hecho buenos escritores, como Miguel Delibes, que nos presenta de lo castellano un cliché muy utilizado por autores castellanistas de antaño (24) En semejante cliché juega un papel muy importante el mito de la decadencia. Mito extensivo en el ámbito nacional a lo que tantos españoles llegaron a pensar -y piensan- de si mismos. Mito no porque sea por entero irreal sino por presuponer un período de eslplendor que, tal y como lo han glosado algunos enfoques añorantes, no existió, en verdad, nunca. Para Delibes, el castellano es, entre otras cosas, "juicioso, sumiso, lacónico, seco, austero, fatalista, fácil presa de rencillas... etc." Pretende hablar del campesino -y volvemos a encontrar a los campesinos como estereotipos de identidad- definiéndolos como ser "casi paleolítico en la segunda mitad del siglo XX".

Lo que importa no es que los castellanos sean como dicen ciertos autores que tienen que ser. Lo grave sería que ellos mismos se lo llegasen a creer. Y esa es la gran fuerza y al tiempo el gran peligro de los estereotipos, que en su conjunción de tradiciones consideradas como culta y popular respectivamente, nos presentan percepciones casi siempre muy superficiales cual verdades inamovibles.

Quienes trabajamos sobre Cultura Popular hemos de reflexionar sobre tales cosas y prevenirnos contra ellas, pues en la pretensión de valerse de determinados intereses políticos para progresar en el conocimiento de las culturas, muchas veces han sido esos intereses los que han manipulado la etnología, el Folklore y la Historia. Buscando en exceso la singularidad, más que el conocimiento global de las comunidades ¡cuántas veces no se han exagerado las diferencias!

Sería injusto decir, y algunos historiadores de la Antropología española, sin embargo, así lo hacen, que los folkloristas sirvieron -y sirven- a dudosos intereses propagandistas y los antropólogos actuales no. La alternativa para todos los que trabajamos en este campo sigue estando ahí: Se trata de servir de comparsas con mayor o menor audición en unos planteamientos que seriamente no podemos compartir, colaborando en la configuración de un nacionalismo empobrecedor y facilón la más de las veces, o defender el estudio sereno e imparcial de lo que cada cultura es en comparación con las otras. Les guste o no a nuestros posibles patronos.

La intencional exageración de las diferencias resulta siempre peligrosa. Ha escrito José Luis Abellán sobre la Guerra Civil que "hay que identificar las culturas de frontera que estimulan las guerras y sustituirlas crecientemente por culturas de integración, donde los términos bélicos sean sustituidos por el vocabulario de la paz" (25).

Nuestra responsabilidad es seria aunque, en ocasiones parezca que trabajar en el mundo de las Humanidades es el más inútil de los oficios.

LoS grupos a quienes se educa en la fe de su singularidad y en la ignorancia de los otros son fácilmente manipulables y pueden por ello convertirse en enemigos irreconciliables de los demás.

No lo olvidemos.

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(1) CLAUDE KARNOOUH, "On the use of Folklore of the avatars of Folklorism", Communication and Cognition, Vol. 17, Nº.2/3 (1984), pp. 315-335.

(2) PETER BURKE, Popular Culture in Early Modern Europe (New York: Harper Torchbook, 1978), pp. 12-13.

(3) C. KARNOOUH, on, cit., pp. 317-318.

(4) Ibid., p. 318.

(5) Para una más amplia revisión de estas ideas véase la obra coordinada por JACK GOODY, Literacy in Traditional Societies (Cambridge: University Press, 1968), pp.4-S y 27-28

(6) ANTHONY ARNHOLD, "Lo tradicional no es de siempre", en Etnología y Folklore en Castilla y León (Valladolid; Junta de Castilla y León, 1986), coordinador Luis Diaz, pp. 49-55.

(7) Véase sobre este tema y el concepto de "tradición inventada" la obra de ERIC HOBSBAWN y TERENCE RANGER, The Invention of Tradition (Cambridge: University Press, 1983).

(8) Cf., MICHAEL KENNY , A Spanish Tapestry (New York: Harper and Row, 1966) y MARTIN BRUGAROLA, "La Pinochada de Vinuesa en Soria", R. D. T. P., VI (1950), pp. 307-314.

(9) Cf., MANUEL DELGADO RUIZ, "Soria", 1953: Una evocación necesaria", en Etnología y Folklore en Castilla y León, coordinador Luis Díaz, pp. 168-169.

(10) Ibid., p. 169.

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La manipulación de la Cultura Popular

DIAZ VIANA, Luis

Publicado en el año 1987 en la Revista de Folklore número 82.

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