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Arquitectura popular y género. Lavaderos en corralas y casas de vecindad en la Granada del XIX: ejemplos de vida doméstica

QUESADA MORALES, Daniel Jesús

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 432 - sumario >

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* La redacción de este artículo se ha efectuado siendo el autor beneficiario de una Beca de Formación de Profesorado Universitario, concedida por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, en la convocatoria de 2016. Formación predoctoral tutelada y gestionada por el Vicerrectorado de Investigación y Transferencia de la Universidad de Granada.

Resumen

Las corralas y casas de vecinos son unas construcciones de origen antiquísimo. Físicamente se caracterizaban por tener un patio amplio en cuyo centro se levantaba una fuente o existía un pozo, siendo el agua, el elemento presente, eje central de su arquitectura. Asociados al suministro hidráulico, y ubicados en el patio central, se disponían los lavaderos, que eran donde las mujeres del inmueble podían lavar la ropa. Partiendo del estudio de los lavaderos como espacio de género y sociabilidad femenina, se dan a conocer en este trabajo la vida doméstica y las principales tipologías de estas viviendas en la Granada del xix.

Palabras clave: Arquitectura, género, lavaderos, Granada, siglo xix.

POPULAR ARCHITECTURE AND GENDER. LAUNDRIES IN “CORRALAS”* AND TENEMENT HOUSES IN 19TH CENTURY GRANADA: EXAMPLES OF HOME LIFE

Summary

“Corralas” and tenement houses are buildings with a very old origin. They were characterized by having a large courtyard with a fountain or well in the middle, making water be the core of the building. The laundries, linked to the water supply and placed in the central courtyard, were places where the women living in the building could wash their clothes. In this research work the home life and main typologies of these dwellings in 19th century Granada are shown, starting from the study of laundries as female sociability and gender spaces.

Key words: Architecture, gender, laundries, Granada, 19th century.

(*)Building with several floors of small flats on running balconies round a central courtyard.

Introducción

En las ciudades españolas del siglo xix y primera mitad del xx, junto con los lavaderos públicos, y los de gestión privada pero de uso comunal, también existieron los lavaderos en los corrales y casas de vecinos. Las pilas que conformaban los lavaderos se situaban en el patio, espacio mancomunado vertebrador del resto de la arquitectura del edificio. El plano social y cultural de las ciudades se basa a menudo en la distribución de las clases más humildes en el entramado urbano y en la forma de vida que sobre él han creado (Fernández 2003). En este sentido los corrales de vecinos en Granada, y otros inmuebles de vivienda domestica de carácter modesto en torno a patios, supusieron durante gran parte de la etapa contemporánea el lugar en el que vivía la clase trabajadora. Los corrales de vecinos son un claro ejemplo del problema crónico de la vivienda en las clases populares durante todo el xix y principios del xx. Eran inmuebles en los que las familias pobres se alojaban en estrechas estancias y compartían espacios. A pasar del hacinamiento en el que vivían hombres, mujeres y niños, pueden reconocerse ámbitos y usos específicos en estos edificios colectivos, entre ellos los lavaderos.

A través del estudio y conocimiento de los lavaderos de los corrales de vecinos y casas de vecindad, hemos pretendido acercarnos a las diferentes tipologías granadinas asociadas a este tipo de construcciones, incidiendo en el patio como espacio aglutinador y organizador del resto de dependencias, y en el que se insertaban los lavaderos comunales. Estos lavaderos eran utilizados por las mujeres de la mancomunidad de vecinos, para lavar las ropas de sus propias familias, como una tarea más del trabajo por entonces monográfico y monolítico de las amas de casa. Se incide en el patio como espacio de género, en el que las mujeres realizaban gran parte de sus labores y actividades de la vida doméstica. En el patio se desarrollaba buena parte de la vida y de las tareas de los vecinos. Junto con los lavaderos, se insertaban en éste, las cocinas y aseos, espacios compartidos por la comunidad, y en los que las mujeres desarrollaban un papel fundamental. En el patio las mujeres de la casa, cocinaban, cosían, lavaban y tendían. Las pilas de estos lavaderos se ubicaban en uno de los ángulos del patio, y en su ausencia, se lavaba sobre tinas o pilones. Mujeres lavando en las pilas o sobre lebrillos, en los patios de corrales y casas vecinales, en imágenes plasmadas por la fotografía y la pintura de la época, hasta el punto de llegar a ser en numerosas ocasiones, parte integrante de la iconografía arquetípica e idealizada de este tipo de edificaciones.

En fin, un recorrido en el que se trazan nuevos significados y vivencias de la denominada arquitectura popular, representada en los lavaderos, y por extensión en las corralas y viviendas vecinales en los que se insertaban de la Granada decimonónica. A través de la actividad del lavado de la ropa, hemos pretendido acercarnos a la vida en este tipo de edificaciones, en los que las mujeres organizaban el espacio. Otorgando nueva luz sobre estas construcciones, no sólo desde su materialidad estructural y funcional, sino también ampliando los interrogantes, sentimientos, emociones y realidades que toda construcción encierra. Ofrecemos, a lo largo de las siguientes páginas, el trabajo que con rigor e ilusión hemos desarrollado y que nos ha llevado a conocer y a disfrutar de estas arquitecturas, en muchos casos, desaparecidas del pasado. Inmuebles contenedores de trabajo y de sociabilidad femenina, de experiencias compartidas, solidaridad y dificultades, de un tiempo pasado, pero presente aún en la memoria.

Orígenes, desarrollo y elementos de los corrales y casas de vecinos. La vida en comunidad

El hilo conductor del presente estudio, son los lavaderos, o aquellas zonas de los corrales de vecinos y casas populares, en las que las mujeres desarrollaban la tarea del lavado de la ropa. Obviamente se trataban de lavaderos de carácter privado, pero con carácter comunitario, al estar insertados en casas vecinales. Estos lavaderos formaban parte de los espacios que la comunidad compartía en este tipo de construcciones, y que no eran otros, que el patio, en torno al cual giraba la vida de la casa, las galerías de acceso y comunicación, algún corral en el que estarían gallinas y cabras, y en algunos casos, una cocina, y un minúsculo excusado o retrete.

El lavado de la ropa en estas viviendas se realizaba en torno a los pilones y albercas centrales que existían en los patios, bien directamente en ellos, o en lebrillos. En algún caso, la casa contaba con sus propias pilas de lavar en las que las vecinas se afanaban en limpiar los trapos. Las corralas de vecinos tuvieron un gran desarrollo en Andalucía en el último tercio del siglo xix, aunque era una tipología edificatoria que venía de antiguo. En estos años se vio potenciada por un amplio desarrollo demográfico de las ciudades, producido por una alta natalidad, y por el éxodo de las gentes pobres del campo, que emigraban a los núcleos urbanos, buscando un horizonte con más oportunidades (Barrios 2015, 341).

Históricamente, el origen de las corralas de vecinos está en la estructura de la ciudad musulmana. Su disposición deriva de las placetas o corrales cerrados situados al fondo de algunos adarves. Estos patios con entrada única, y viviendas en torno, facilitaban el aislamiento y la seguridad de sus moradores. El trazado urbano musulmán, compuesto de manzanas grandes e irregulares, se configuraba de estrechas y tortuosas calles, y de callejones ciegos, con puertas en su entrada, que abrían a vías de tránsito libre. Al final de algunos de estos callejones se ubicaba una plaza cerrada rodeada de viviendas, que se denominada qurral o corral, forma que está en el origen de los corrales de vecinos. Según Torres Balbás su configuración era asimilable a la de los fondaqs o alhóndigas: un patio con un ingreso único por un pasadizo, fuente central y alrededor crujías de habitaciones independientes unas de otras. Si existía un cuerpo alto, el ingreso a las estancias se hacía por corredores abiertos al patio (Torres 1971, 384).

Con posterioridad el término corral, se empleó para designar el patio principal de una casa o edificio. En Andalucía, un corral de vecinos, no es otra cosa que un patio de vecindad. Los corrales de vecinos granadinos entroncan con una tipología de vivienda que encuentra sus orígenes en  formas tradicionales de viviendas colectivas populares y obreras desarrolladas en algunas ciudades españolas e iberoamericanas desde fines del siglo xvii, y sobre todo a lo largo del siglo xix e inicios del xx. Entre ellas podemos citar los chiqueros murcianos, las casas corredor madrileñas, los patios y ciudadelas de muchas ciudades asturianas,  las ciudadelas o portones  canarios, o los denominados cuarteles de las regiones mineras leonesas y asturianas. Así mismo esta tipología se trasladó a algunas ciudades hispanoamericanas apareciendo allí las llamadas las casas chorizo platenses, o los numerosos conventillos de Buenos Aires, construidos entre los años de cambio del siglo xix al xx con la llegada masiva de inmigrantes (Tajter 2003). Derivados de la tipología constructiva de las corralas, se construyen en Barcelona en el primer cuarto del siglo xx los denominados pasillos, que eran conjuntos de viviendas organizados en torno a un estrecho pasillo o patio que les daba acceso y a la vez las comunicaba con el exterior (Tajter 2003).

El corral de vecinos es un organismo arquitectónico que se define fundamentalmente por el desarrollo e importancia que adquiere el patio central, frente a otros elementos, tradicionalmente muy significativos en una construcción, como la fachada. Eran viviendas colectivas de gente pobre y humilde, en las que relaciones de convivencia y proximidad, habían ocasionado nexos solidarios entre los vecinos. Este apoyo mutuo de la comunidad, vino en sustitución del origen protector, que frente al peligro común, había dado origen a su forma (Tajter 2003). El corral de vecinos estaba compuesto por un patio más o menos amplio, en cuyo centro se alzaba una fuente o se hundía un pozo. Estos elementos estaban al servicio de la vecindad, que empleaban sus aguas para todos los usos de la vida cotidiana, entre ellos el lavado de la ropa. Cuatro corredores que circunscribían el cuadrado del patio, y en los que se situaban las habitaciones o dependencias cada una con su puerta, componían las plantas alta y baja ( Figura 01). En uno de los rincones del patio se disponía un pequeño espacio destinado a depósito de las inmundicias. Aquí se acumulaban los desechos orgánicos que las familias originaban, y el estiércol de la cuadra, sirviendo también como sitio donde desahogar el cuerpo. Algunas veces existía un pequeño patio auxiliar, el patinillo, dedicado a lavaderos. En su ausencia, éstos se ubicaban dentro del patio principal (Tajter 2003).

Los corrales de vecinos eran habitados frecuentemente por familias pobres, de obreros y artesanos. Estos últimos, en muchas ocasiones tenían el taller, en una de las habitaciones de la planta baja, y utilizaban el patio como extensión del obrador. Por su forma, el tipo de vida de las corralas tenía un fuerte componente comunitario, ya que su estructura y articulación invitaba, e incluso obligaba, a compartir espacios y vivencias. Los espacios comunales eran el patio y las galerías, zonas donde se desarrollaba la cotidianidad doméstica, sobre todo, cuando hacía buen tiempo. Joaquín Hazañas definió a los corrales de vecinos, como un gran patio, y nada más que eso, rodeado de habitaciones (Barrionuevo y Torres 1978, 16). En este tipo de vivienda de las clases populares, las diferencias entre los espacios masculinos y femeninos están menos claras que en otros tipos de casas. Ya se ha señalado que los espacios se compartían por igual entre hombres y mujeres, desde los pasillos de comunicación, hasta el patio, corazón de ese microcosmos, donde no era infrecuente encontrar lavaderos colectivos en el centro o en uno de sus ángulos (Díez 2011, 109). Estos lavaderos serían el único espacio de la corrala utilizados exclusivamente por las mujeres. No era un lugar excluyente para los hombres, en tanto que se ubican en el patio, la zona más pública del edificio, pero eran usados sólo por las vecinas.

Estas mujeres que lavaban en espacios domésticos interiores contaban con la privacidad que para la moralidad de la época tal acto requería. Las ordenanzas municipales de algunos pueblos prohibieron que las mujeres lavaran la ropa en las fuentes públicas para evitar la escena bochornosa e inmoral de mujeres con la ropa remangada por encima de la rodilla y con los brazos al descubierto, pudiendo encontrar en estas decorosas razones uno de los motivos para la construcción de lavaderos municipales, lugares cerrados donde las mujeres pudieran realizar su trabajo sin perder la compostura (Sarasúa 2003, 70).

Como vemos, la tipología del corral de vecinos en el Antiguo Régimen es deudora de la arquitectura hispanomusulmana con elementos tan característicos, como el patio, la alberca o pilón central, y las galerías con pies derechos y zapatas de madera. Anteriormente se han manifestado sus concomitancias con las alhóndigas musulmanas y con aquellas calles sin salida que conducían a varias casas en los adarves islámicos. Tipológicamente, algunos autores también las relacionan con las posadas y con los corrales de comedias de la Edad Moderna. Para Barrios Rozúa, el más claro precedente del corral de vecinos en Granada es la alhóndiga nazarí, es decir, el albergue o posada de viajeros cuyas estancias ocupaban los comerciantes y los agricultores[1]. En la ciudad existían varios de este tipo de edificios, uno de ellos reconvertido en casa de vecinos y utilizado como tal hasta principios del siglo xx. Nos referimos al llamado corral del Carbón, una alhóndiga, compuesta por un gran patio de planta cuadrada, y galerías en su planta baja formadas por pilares de piedra y las superiores de ladrillo con dinteles de madera y antepechos de obra (Barrios 2015, 346).

De propiedad original de las reinas nazaríes, su construcción data de comienzos del siglo xiv, aparte de ser albergue de mercaderes musulmanes, también era utilizado como depósito de mercancías. Algunos de los comerciantes que se alojaban en sus habitaciones, se ocupaban de la entonces espléndida industria de la seda en la contigua Alcaicería, unida a la alhóndiga, a través del Puente Nuevo, sobre el río Darro. Posteriormente, ya en manos cristianas, por destinarse a hospedaje de aquellos que comerciaban con carbón, que era pesado en sus inmediaciones, pasó a denominarse con el nombre con que hoy lo conocemos (García 2006, 184). En la planta baja se ataban las bestias de carga, que disponían de un abrevadero en el centro del patio, mientras que en las altas, se alojaban los inquilinos en angostas estancias (Barrios 2015, 346). Del agua del pilón central del patio, se servían las mujeres para lavar la ropa en sus respectivos lebrillos, durante el tiempo que fue casa de vecinos (Figura 02).

Si bien el corral de vecinos es una tipología que remonta sus orígenes al siglo xvi, fue durante el siglo xix, cuando tuvo un extraordinario desarrollo. En este siglo, se consideró como una solución rentable por algunos promotores, que deseaban construir una edificación de nueva planta para inquilinos de bajos ingresos, pues permitía que algunos de los servicios, que no cabían en los diminutos alojamientos, se instalasen en un patio común. Caso de las cocinas, los aseos, las letrinas, los lavaderos y los tendederos (Barrios 2015, 343).

En la Granada decimonónica esta tipología edificatoria prosperó a causa de la densificación de la ciudad, y a que la burguesía, que detentaba el poder político y económico, no se identificaba con la configuración y el aspecto del casco histórico medieval. Esta burguesía apostó por fijar su residencia en el centro urbano, donde se encontraban las calles comerciales y los edificios más representativos. El centro debía ofrecer una imagen moderna de la ciudad, acorde con los intereses burgueses, y fue sometido a un interminable proceso de renovación. Como consecuencia de esta transformación y de la especulación del suelo de los solares de los edificios antiguos derruidos, la población humilde se vio obligada a trasladarse a los barrios periféricos. En estas zonas marginales la clase trabajadora se hacinó en viviendas viejas, en nuevas construcciones especulativas o en cuevas (Barrios 2015, 342). Las razones que se argumentaron para este desalojo masivo fueron la desinfección, saneamiento, seguridad y ornato público del centro de la ciudad.

Los corrales de vecinos granadinos del xix, mantuvieron prácticamente igual las características del período moderno. Para Jerez Mir, en barrios populares como el Albayzín o el Realejo: «Se colonizaron los espacios interiores de algunas grandes manzanas preexistentes, para obtener el máximo rendimiento o aprovechamiento de las mismas» (Jerez 2001, 291).

Estas manzanas se encontraban colmatadas por edificaciones en sus bordes, pero interiormente conservaban espacios vacíos que podían utilizarse para dar alojamiento a las clases populares. Adosados a la trasera de las viviendas periféricas, se edificaron uno o varios cuerpos de una sola crujía. Al patio interior se accedía a través de un paso cubierto que atravesaba una de las casas de la periferia (Jerez 2001, 291). En estos barrios junto con la construcción de edificios de nueva planta, también se remodelaron y readaptaron muchas casas nobiliarias y casas moriscas, como corral de vecinos, que también recibían el nombre de corralas, corralones, patios de vecinos, casas de muchos, o cuarteles. Los edificios históricos que se ocuparon, fueron compartimentados mediante tabiques, convirtiendo sus amplias estancias y salones, en pequeñas habitaciones en las que las familias de extracción humilde desarrollaban la vida doméstica (Barrios 2015, 343-344). Por lo general estos grupos familiares disponían de una o dos habitaciones, en las que no entraban más que algún jergón o catre, una alacena, una mesa y algunas sillas.

A las viviendas, compuestas de estas una o dos habitaciones, se les llamaba salas. Las que disponían de dos habitáculos, contaban con una sala de estar, que incluía una cocinilla, y un dormitorio. Las familias con una prole numerosa hacían su vida cotidiana en un espacio no mayor de 20 m2 (Ramírez 1985, 308-311). En algunas ocasiones se daba el caso que en una de estas salas vivía más de una unidad familiar, porque algunos de los hijos se casaba y no disponía de los medios económicos suficientes para buscar alojamiento propio. Debido a lo reducido de las viviendas y a lo colmatado de las mismas, las familias se apropiaban del espacio que tenían delante sin acotarlo, bien en la galería, bien en el patio, donde desarrollaban no sólo actividades domésticas, sino también productivas, como tejer. Durante la noche en ocasiones se hacía preciso sacar algún mueble a la galería para despejar el espacio interior, y poder colocar los colchones de lana o farfolla en los que dormir. La ventilación de tan reducidos cuartos se limitaba a la única puerta de entrada y una ventana abierta a la galería, ambas provistas de hojas para su cierre (Barrios 2015, 345).


Las galerías de ingreso a las salas estaban compuestas de pies derechos y barandas de madera de sencilla estructura. En las fotografías antiguas podemos apreciar como estos corredores se empleaban como lugares en los que tender. Se colocaban cuerdas entre los pies derechos, en las que se colgaba la ropa, o se extendía sobre las barandillas (Figura 03). En el patio era donde trascurría gran parte de la vida de los vecinos, en él las mujeres cocinaban en hornillas o anafres, cosían y lavaban los trapos, los niños jugaban, se celebraban las fiestas familiares, se dormía en verano y se sesteaba con frecuencia. Una de las mujeres del edificio, desempeñaba la tarea de casera del corral. Esta vecina, que vivía junto a la puerta de entrada y con ventana al portal, era la encargada, de cerrar la puerta por la noche, de regar las macetas y plantas del patio, de cobrar las rentas y de vigilar que cada inquilina, por turno, limpiase el patio, las galerías y pasillos. La casera era designada por el dueño del inmueble, y a cambio de su trabajo, estaba exenta del pago del alquiler (Torres 1971, 386-387).

El patio no sólo estaba ocupado por personas, también podía haber perros, gatos, gallinas, cabras o algún borrico[2]. Ya se ha comentado que en el patio se disponían los lavaderos, uno de los elementos fundamentales para el desarrollo de la vida doméstica, junto con las cocinas. Los lavaderos podían estar compuestos de pilas de obra o cantería, o bien sustituir éstas por sencillos lebrillos y barreños de barro, o tinas de zinc. Las mujeres que lavaban en las casas particulares o ajenas, además, empleaban los recipientes en los que disponían el agua: pilas, barreños, artesas o baldes. Muy propio de Granada para esta tarea son los lebrillos de cerámica pintada, conocidos popularmente como de Fajalauza, cacharros que convivieron hasta época más próxima con las tinas de zinc[3]. Escena habitual, la de la lavandera granadina en el zaguán, como una constante iconográfica y estética plasmada por el imaginario pictórico y literario de la época, « […] una mozuela, que lavaba en amplísimo lebrillo, estrujaba los blancos trapos entre sus brazos redondos y fuertes» (Ganivet 1987, 45).

En Granada, las pilas de lavar de cantería, solían ser de piedra parda de Sierra Elvira. Así son las que existen en la corrala de Santiago, en el Realejo. Pilas labradas por canteros a golpe de martillo, con punteros metálicos, bujardas, cinceles y martillinas. La bujarda y la martillina dejaban la superficie de la piedra con un aspecto rugoso, muy acorde con la función de las pilas. Las mujeres, podían frotar y restregar la ropa, tanto en el plano inclinado con ranuras, como en las paredes interiores de estos receptáculos. Más contemporáneas son las pilas de cemento y hormigón fabricadas con moldes industrialmente, aunque por el uso se desgastaban antes que las de piedra. Imagen muy habitual en las corralas en verano, era la de los niños dentro de las pilas, jugando y refrescándose del calor.

En los corrales de vecinos que no disponían de pilas para lavar, y sí de pilones, las mujeres utilizaban los estanques de estas fuentes para limpiar la ropa. Se beneficiaban de esta agua, para el abastecimiento de la casa, cocinar, aseo y limpieza, y en el patio para llenar lebrillos y tinas, en los que con tablas de madera lavaban, cuando no lo hacían directamente en la piscina del pilón. Las fuentes gráficas históricas nos ofrecen imágenes de mujeres arrodilladas sobre la alberca del corral del Carbón, o en las de las casas moriscas que fueron casas de vecinos. Patios con presencia de lebrillos, sobre cajones de madera, en los que las vecinas lavaban. El número de estos cacharros era frecuente, y en muchas ocasiones se compartían por las diferentes mujeres de la vivienda (Figura 04).

En torno a estos objetos se desarrollaban dos oficios desempeñados por hombres, el lañador y el hojalatero, llamados en Granada, el lañero y el latero. Eran artesanos ambulantes, que llevaban sus herramientas en una caja colgada al hombro, e improvisaban su taller en los portales de algunas casas o en los patios de las corralas. Las clientas acudían a su encuentro mientras pregonaban su oficio por la calle. Era frecuente que los lebrillos, tinas y palanganas de barro que se empleaban para lavar, se quebraran. Estos artesanos los recomponían, uniendo las partes rotas mediante lañas o grapas metálicas, de hierro o cobre. Se hacía un taladro en cada parte de la fisura y se introducía la grapa, que una vez tensada, volvía a componer y dar utilidad a los lebrillos. Los agujeros se practicaban con una broca fina y un berbiquí y se rellenaba con una especie de cemento rápido que se preparaba en el momento, y que introducía con una varilla. El cemento una vez había fraguado, soldaba la laña al barro, impidiendo la fuga del agua. El trabajo de lañador tenía un componente mágico, por su capacidad de dar nueva vida a algo tan, a priori, dado netamente por muerto, como un lebrillo roto. Los lebrillos lañados volvían a tener una larga vida útil para lavar la ropa, gracias al lañero (de Mir 2012).

Por su parte, el hojalatero se encargaba de reparar los objetos metálicos que se utilizaban en las antiguas cocinas y en las labores de la casa, entre ellas las tinas y barreños de zinc que usaban las mujeres para lavar. Estas piezas, por el contacto continuado con el agua terminaban por oxidarse, abriéndose pequeños poros y orificios por donde se escapaba el agua. Este otro artesano ambulante, también solía portar sus útiles en una caja de madera que colgaba mediante una correa de cuero del hombro, y en la mano portaba un anafre con un asa grande de alambre donde calentaba los soldadores de cobre. Su trabajo consistía en tapar con estaño los agujeros que tuvieran los cacharros y para ello utilizaba una lima y ácido clorhídrico diluido para limpiar los alrededores del agujero y un soldador con la cabeza de cobre al rojo vivo, calentado en el anafre, para extender el estaño que llevaba en una barrita (de Mir 2012).

Estos, y otros oficios se desarrollaban en torno de los lavaderos y a la acción de lavar la ropa. Era mucho más rentable reparar los desperfectos de las vasijas que se utilizaban para lavar, que adquirir una nueva (Figura 05). Otro de los artesanos sería el carpintero que realizaba las tablas de lavar, y los cajones que servían para elevar lebrillos y tinas. Respecto al suministro de agua, las corralas que no disponían de una fuente propia de abastecimiento, caso de los pilones de los patios, o de un aljibe, tinaja o pozo propios, se abastecían de los pilares públicos que había distribuidos por las calles de los barrios, o bien la llevaban los aguadores a domicilio en los cántaros que llenaban en el Aljibe del Rey, o en las fuentes y azacayas, según lo estipulado por las ordenanzas (Galera 2006, 14). El agua de lluvia también se aprovechaba, colocando en el patio, los propios lebrillos, barreños y calderos, u otros depósitos para recogerla, y luego utilizarla para las diferentes tareas domésticas (Galera 2006, 10). En Granada, lo habitual es que las casas de vecinos dispusiesen de su propio aporte hídrico. No debemos olvidar que muchas de ellas se insertaron en casas nazaríes o hispanomusulmanas, que contaban en su patio con albercas. Es el caso de la casas del Chapiz, Horno de Oro, Cuesta de la Victoria…, viviendas moriscas, convertidas en casas de vecinos.

A pesar de que muchas contaban con agua propia, las condiciones de salubridad de los patios de las corralas, por lo general eran bastantes deficientes. Estos se consideraban como el espacio de desahogo de las habitaciones, y no era extraño que ciertos rincones se convirtiesen en trasteros, gallineros o corrales, o estercoleros. También en el patio se encontraba el retrete, la cloaca o un pozo ciego, o en su defecto, se utilizaba la misma pila del estiércol, que también recibía las inmundicias de las casas. Así que la limpieza del patio era muy precaria, situación que empeoraría con las lluvias, si no tenía buenos sumideros (Barrios 2015, 345). Al estado del patio, habría que sumar el general del edificio. Muchos de ellos eran inmuebles centenarios o históricos, y la falta de mantenimiento y reparación de los desperfectos, por parte de los propietarios, los convertían en infraviviendas, donde la presencia de goteras, humedades, socavones, ventanas y puertas desvencijadas, solería levantada, etc., era habitual.

Tipologías de corrales y casas de vecinos granadinos: casos singulares

Contamos con buenos estudios para los corrales de vecinos en Madrid, Sevilla y Málaga, cuyas características son extensibles, en gran medida, al resto de las ciudades y poblaciones de Andalucía. En Granada, según Barrios Rozúa, carecemos de una monografía sobre la vivienda popular (Barrios 2015, 346). Para el estudio y localización de los lavaderos comunales en este tipo de construcciones, nos hemos apoyado en la fotografía histórica y en referencias bibliográficas y documentales. De los corrales y casas de vecinos granadinos, interesa a nuestro estudio el patio, ya que era donde se instalaban los lavaderos.

Del Antiguo Régimen, con pervivencia como tal hasta el siglo xx, es la corrala de Santiago, en el barrio del Realejo. Su patio, posee un peristilo en planta baja, sostenido por pilares de piedra y galerías abiertas formadas con pies derechos y zapatas de madera, ocupando todo el perímetro de las tres plantas superiores. Aquí, se encuentran los que fueran servicios comunes del edificio: pozo o aljibe, aseos y los lavaderos. Éstos, se disponen en el lado septentrional de la planta del patio. Ya se ha comentado con anterioridad, que se trata de un lavadero compuesto por pilas de piedra de Elvira. Encontramos dos de estos receptáculos rectangulares, alineados, interrumpidos en su disposición por uno de los pilares de sujeción. El mayor de ellos, está compuesto por tres pilas de gran tamaño, que permiten lavar en sus dos lados cortos, de manera que las lavanderas quedarían enfrentadas a la hora de ejecutar su faena. El plano inclinado interior contiene unas acanaladuras, talladas sobre la superficie, que permitían la limpieza de la ropa, al frotar las mujeres sobre ellas los trapos. La pila que se ubica aislada, presenta las mismas características que las anteriores, solo que de tamaño más pequeño (Figura 06).

En 1991, la corrala de Santiago fue cedida a la Universidad de Granada, tras su restauración por la Consejería de Obras Públicas de la Junta de Andalucía. La intervención ha mantenido el carácter histórico de vivienda colectiva, al respetar el concepto de fragmentación de los espacios habitables, convertidos en habitaciones para invitados de la Universidad (López 2009, 300). Gracias a esta magnífica actuación podemos hoy apreciar todos los elementos del patio y las galerías en todo su esplendor, incluyendo los lavaderos.

En el Albayzín, el más conocido corral, fue la Casa de la Lona. En su origen era una casa morisca, que en 1639 se amplió y se transformó en corral de vecinos, quizás el más grande con el que haya contado la ciudad. El edificio fue derribado en 1978, tras su desalojo como casa de vecinos, y permanecer varios años en estado ruinoso, sufriendo un saqueo y desmantelamiento sistemático. Las fotografías nos muestran un edificio que se estructuraba en torno a un patio muy alargado, con un aljibe construido sobre la alberca de la antigua casa morisca. El cuerpo del edificio que se disponía a oriente constituía su parte más homogénea. Esta zona, junto con el costado sur, daba al edificio su característica imagen de corral. Se trataba de una nave larga, con dos pisos de altura en casi todo su desarrollo, aunque en su extremo septentrional llegaba a alcanzar los tres (García y Martín 1975, 148). Este corral no contaba con lavaderos específicos como tal. Las mujeres tomarían el agua del aljibe, y posteriormente lavarían sobre lebrillos o barreños en el patio, a la manera que se hacía en otras muchas corralas y casas de vecinos. Las postales antiguas que disponemos de este edificio, nos ofrecen una visión de las galerías de acceso a las viviendas completamente repletas de ropa tendida sobre cuerdas entre los pies derechos (Figura 07).

Durante el siglo xix, el crecimiento demográfico y la pasividad de las autoridades granadinas, condujeron a una fragmentación hasta límites infrahumanos de los edificios existentes en los barrios pobres. Este proceso de compartimentación no sólo se limitó a las construcciones modestas de barrios como el Albayzín, San Lázaro o el Realejo, sino también a las antiguas casas palacio ubicadas en el centro de la ciudad, y que la nobleza había abandonado para instalarse en edificios más cómodos y modernos. El ejemplo más significativo de esta dinámica de fragmentación, lo constituye la zona delimitada por la Carrera del Darro y la calle San Juan de los Reyes, en el antiguo barrio de los Axares. Esta parte de la ciudad pasó de ser uno de los espacios más distinguidos de la ciudad, a confundirse paulatinamente con el popular barrio del Albayzín. Casas mudéjares, como la del Chapiz, o solariegas, como la de los Migueletes, que habían estado en poder de familias acomodadas, se transformaron en degradas y humildes casas de vecinos (Barrios 2015, 346-347).

Otro caso es el de los edificios públicos en estado de abandono y deterioro, a los que no se les encontró mejor destino y función que convertirlos en casas de vecinos. Los elementos que constituían este tipo de inmuebles, grandes patios con galerías, pilar, pozo o estanque, contribuían de manera natural a su reconversión en corrales. Es lo que ocurrió con el Maristán. El antiguo hospital andalusí del siglo xiv, que en época castellana fue convertido en ceca y en cuartel, y posteriormente en corral de vecinos. Las continuas reformas y mutilaciones en su arquitectura, lo hicieron desaparecer. Historia similar es la que sufrió el ya citado Corral del Carbón, que aunque afortunadamente, sí ha llegado hasta nosotros, a principios del siglo xx, estuvo amenazado de derribo hasta que fue declarado monumento nacional (Barrios 2015, 347-348). En la memoria del proyecto de obras de restauración llevada a cabo por Torres Balbás entre los años 1929 y 1933, se señala su declaración como monumento arquitectónico-artístico por Real Orden del 27 de abril de 1918. La fecha de la firma de la escritura de su adquisición por el Estado se firmó el 24 de octubre de 1928. En ese momento el monumento era casa de vecinos, y estaba habitado por más de treinta familias. En relación al desahucio de éstas, Torres Balbás se expresaba en los siguientes términos: « […] gestión inédita y decidida fue la de corregir el desalojo del local por las numerosas familias que lo ocupaban»[4]. Este asunto creó controversia, pues sus habitantes se quedaron sin alojamiento, denunciando en 1930, la falta de alternativa ocupacional por parte del Estado (Barrios 2015, 348).

Ya nos hemos referido al uso de la alberca central de este edificio como lavadero. Las diferentes fotografías históricas que se poseen de cuando era casa de vecinos así lo atestiguan. Son imágenes con una fuerte carga de corral de vecindad, y en las que el patio se muestra como el eje vertebrador del resto de la arquitectura y aglutinador de la vida de la comunidad. Mujeres arrodilladas lavando ante el pilón o en lebrillos, y ropa tendida en cordeles en las galerías y rincones del patio, son las muestras gráficas del desarrollo de esta actividad en este corral de vecinos.

Otro de los edificios históricos en los que existió un lavadero fue en el Bañuelo. Estos baños de época zirí, (Siglo xi)[5] no se convirtieron en corral de vecinos como tal, pero su sala principal, sí se habilitó como lavadero público. Y en el resto de sus dependencias se alojaron algunas familias e inquilinos. El edificio responde a un plan longitudinal de estancias comunicadas desarrolladas tras un patio de acceso que contiene otra serie de dependencias auxiliares. El lavadero se disponía en el tepidarium, la sala templada, por la que se discurría entre fase y fase del baño, y en la que se pasaba más tiempo, de ahí sus mayores dimensiones. Este espacio ocupa el centro del conjunto y su volumen jerarquiza la composición general. Internamente contiene arquerías en tres de sus lados, de arcos de herradura apeados por columnas cuyos capiteles son material de acarreo, romanos, visigodos, califales y del mismo período de la construcción del edificio (Cf. Jerez 2003, 32, Martín y Torices 1998, 88). El lavadero se situaba en la zona central, y su perímetro se desarrollaba en la misma línea que los tres lados de columnas. De esta forma, sus fustes quedaban embutidos en el propio muro de la alberca que componía el lavadero. El lavadero fue documentado gráficamente por Torres Molina, antes de la intervención acometida por Leopoldo Torres Balbás (Figura 08).

En estas fotografías se aprecia la estructura de un gran estanque, cuyos muros estaban compuestos de sillarejo y ladrillos. En el contorno superior de la cerca, se situaban trabajadas en cantería, las pilas para lavar, inclinadas hacia el interior de la piscina. Imaginamos que la alberca interiormente llevaría algún revestimiento que la hiciese impermeable.

Desconocemos la fecha en la que el Bañuelo se convirtió en lavadero público. Tras la toma de Granada por los cristianos, durante la etapa morisca los baños públicos, pervivieron en su uso y mantuvieron sus actividad, pero tras la sublevación de 1568, la autoridad real consideró que no se podían mantener intactos estos centros, aptos para la conspiración contra el poder establecido tras las capitulaciones de 1492. La mayoría de los baños de Granada fueron demolidos o se destinaron a otras funciones (Pozo 1999, 117). A nivel gráfico, existe un grabado de Girault de Prangey del año 1837, en el que se refleja la sala central de los baños con el lavadero, en una imagen muy romántica y pintoresca por la exaltación de lo islámico y lo ruinoso de la estancia, pero que plasma de manera idealizada, lo captado años más tarde por las cámaras de fotografía. Historiográficamente, Pascual Madoz lo incluyó dentro del grupo de lavaderos existentes en la ciudad en su Diccionario, redactado entre 1846 y 1850[6]. Manuel Gómez-Moreno padre, también se refiere a la presencia del lavadero cuando describe el Bañuelo en su Guía de la ciudad, y se refiere al piso primitivo del departamento principal: « […] el pavimento era de losetas de barro, y en tiempos posteriores se ha hecho aquí una alberca para lavadero, que algunos han tomado por antigua» (Gómez-Moreno 1998, 417).

Del suelo de la sala también se hace eco Torres Balbás en la memoria de la restauración del edificio, pero no de la presencia de la alberca lavadero:

Los aposentos abovedados se solaran con ladrillo nazarí como el que tuvieron y del cual quedan algunos restos, excepto en la habitación central en la que el pavimento será de mármol, según los vestigios descubiertos, dejando la solería de todas a la altura primitiva[7].

El arquitecto conservador derribó construcciones parásitas e hizo una labor de saneamiento y consolidación. La alberca lavadero fue suprimida, y se restituyó su aspecto primitivo al tepidarium. Las fotografías del antes, durante el proceso de recuperación, son el único testimonio documental con el que contamos del suprimido lavadero.

Durante el xix, se construyeron varios corrales de vecinos de nueva planta, con técnicas constructivas herederas de las mudéjares de los siglos pasados. Aunque se constata un mayor uso de las columnas de piedra de Sierra Elvira y de las barandillas de hierro, los pies derechos de madera y los pilares de ladrillo, se siguieron empleando por ser mucho más económicos. De los corrales de este siglo con lavadero en el patio, habría que citar el edificio de la calle Lavadero de las Tablas, 13 (Figura 09). Un inmueble entre medianerías con dos fachadas y dos plantas. El zaguán de entrada comunica con un alargado y estrecho patio, peristilado en todo su contorno, con veinte columnas toscanas de Elvira, sobre basas octogonales. En el patio se sitúan aseos, aljibe y lavaderos. Éstos, se disponen en uno de los lados cortos, frente a la puerta de entrada. El lavadero está compuesto por cinco pilas de mampostería independientes, alineadas y adosadas entre sí (Jerez 2003, 286).

Vivienda colectiva, también entre medianerías, era el edificio de Almona Vieja del Picón, 8, demolido en 1990. Tenía tres plantas, y probablemente se constituyó a partir de una casa señorial anterior. La casa contaba con dos patios. Un primero, al que se entraba desde el zaguán, y desde éste se accedía al segundo, que al igual que su predecesor, era estrecho y alargado, con peristilo compuesto por pies derechos de madera sobre plintos prismáticos de piedra. En este patio es donde se ubicaban los aseos y los lavaderos comunales. Las pilas de estos lavaderos eran de fábrica de mampostería, en número de cinco, y se alzaban del suelo sobre una plataforma de obra. Se encontraban en uno de los brazos mayores de la planta rectangular del patio, unidos y en línea (Jerez 2003, 287).

Otra de las tipologías inmobiliarias muy frecuente en Granada era las de las casas árabes y moriscas reconvertidas en casas de vecinos. De su pasado musulmán, la ciudad, conserva interesantes muestras de arquitectura doméstica. En estos edificios históricos se podían apreciar las señales de las múltiples reformas que sufrieron a lo largo de los siglos, y los elementos añadidos en su conversión como viviendas comunales. Las casas árabes eran las residencias construidas por la población autóctona, antes de la conversión obligatoria y masiva al cristianismo, mientras que, las levantadas tras el bautismo forzoso de los musulmanes, se denominan como casas moriscas. Las primeras se organizan en torno a un patio rectangular con pórticos enfrentados en sus lados menores, en cuyo centro se instala una alberca o una acequia, y las moriscas presentan patio cuadrangular y diferentes soluciones en la disposición de sus peristilos (Martín y Torices 1998, 58). La casa de Zafra o la de la calle Horno de Oro, serían casas árabes, y moriscas, las de la cuesta de la Victoria, calle Yanguas o las del Chapiz[8].

De nuevo la fotografía de época, nos sirve para recrear la vida doméstica femenina en este tipo de casas. Las galerías altas y soleadas se utilizaban como tendederos, mientras que en los patios aparecen grandes lebrillos en los que esa ropa ha sido lavada, y junto a ellos los canastos en los que se transportaba la colada (Figura 10). En el patio están el pozo, el aljibe o la alberca de las que procede el agua, y no faltan los cubos, cántaros, regaderas y las macetas. En la galería baja, cuando el tiempo lo permite, las mujeres desarrollan las labores de costura, sentadas sobre sillas de anea o taburetes de madera. Son imágenes que ofrecen la cara amable de estas escenas de la vida cotidiana, pero que ocultan la estrechez de las habitaciones, el ajetreado trasiego de personas que puede tener el patio y lo duro de cada jornada.

La vida de las mujeres en las corralas y casas de vecindad. El patio espacio de género

Para entrar en la vida de una corrala siempre hay que volver a la literatura costumbrista y releer a Ramón de la Cruz, Mesonero Romanos, Luis Montoto, Pérez Galdós, Baroja, Arniches, R. Gómez de la Serna o López Silva. Gracias a estos autores conocemos los deberes y obligaciones que los inquilinos y la casera debían cumplir. Por sus relatos hemos oído el bullicio y el jaleo del patio, y las trifulcas y peleas entre las vecinas (Sánchez 1979, 3), porque a pesar de la imagen idílica que muestran las fotografías antiguas de estos espacios de ocupación, vivir en una corrala o en una casa de vecinos, era sinónimo de pobreza y estrechez económica. Las habitaciones se caracterizaban por una angostura extrema, oscuridad y falta de ventilación, a lo que había que sumar las condiciones de los edificios, la mayoría de ellos en un estado lamentable, ya que los propietarios se negaban a reformar sus innumerables desperfectos. En los corrales y patios de vecinos, eran las mujeres las que más tiempo pasaban, y por tanto las que organizaban el espacio desde un punto de vista funcional.

Alida Carloni, califica al corral de vecinos, como un espacio femenino y matricentrista (2001, 143), la mujer como figura central en la constelación del hogar y el eje alrededor del cual está constituido. Un microcosmos vivo y dinámico, en el que los distintos espacios arquitectónicos están separados por unas fronteras, físicas o no, que delimitan espacios de intimidad variable, y estratifican el límite entre lo público y lo privado. Pero estos conceptos no son estables, ni social, ni espacialmente, y su realidad dentro de las corralas es mucho más compleja, ya que debido a lo estrecho y pequeño de las salas, un mismo espacio se podía organizar con usos varios en tiempos distintos, o incluso a la vez. Aparecen entonces otros términos como espacios colectivos, interiores, comunitarios, restringidos…, que en el caso de las casas de vecinos adquieren una significación especial, en relación con el tipo de vida asociativa que se practicaba en esta clase de viviendas plurifamiliares (Díez 2015, 14-15).

La falta de intimidad de estos hogares, de una o dos estancias diminutas, divididas por una simple cortina, hace que sus ocupantes no puedan tener privacidad. Los espacios femeninos se encuentran entre las habitaciones de la corrala y el patio, entre éste y la calle, originándose imbricaciones entre lo estrictamente privado y lo público. Las galerías, escaleras, lavaderos y el patio en una corrala formarían parte del espacio privado en relación a la calle, pero con respecto a sí mismo, tendría la consideración de público, en tanto que eran espacios compartidos por el resto de la comunidad. El uso y la distribución de los espacios dentro de estos edificios nos trasmiten la estructura social y las relaciones de estos grupos domésticos. La dicotomía establecida entre espacio público y espacio privado, asignando el primero a los hombres y el segundo a las mujeres, lo de fuera sería de ámbito masculino, y la casa el espacio femenino, resulta bastante simplista.

Ya hemos visto como los hombres cuentan con espacio privado, y también forman parte del ámbito doméstico, y las mujeres asimismo ocupan el espacio público y actúan en él, transgrediendo, o desde su propio papel de género asignado. Los problemas surgen al intentar establecer los límites entre lo privado y lo público, en un edificio donde la gran mayoría de sus espacios son de carácter comunitario, y las tareas domésticas realizadas por las mujeres se extienden más allá del umbral físico de la propia casa (Díez 2011, 26). Posiblemente la solución sea considerar a las varias familias que componían las corralas como a un solo grupo familiar, y entender por espacio público aquel que se desarrollaba de puertas para fuera de las mismas.

Podemos entender al corral como una gran casa con diafanidad, más que unas casas alrededor de una plaza privada. Tanto los corrales, como las casas de vecindad representan a una microsociedad semiautónoma, donde la dicotomía espacio público/privado, se matiza por el patio, como zona común, que sirve de filtro protector entre la casa y el barrio. El patio es el espacio común por excelencia utilizado por todos los vecinos, aunque las mujeres pasan más tiempo en él. La casa de uso privado, se considera territorio femenino, y su ordenamiento es asunto de mujeres. El hombre pasa por la casa, la utiliza, pero su espacio dominante es su lugar de trabajo, muchas veces un taller artesano, en una de las piezas de la galería baja del patio (Carloni 1990, 50).

En cuanto a la organización interna de estas casas según Luis Montoto, «a las diez de la mañana el corral quedaba entregado a las mujeres y a los pocos vecinos que en él trabajaban» (Montoto 1996, 49). Las mujeres no sólo se encargaban de llevar a cabo las tareas domésticas, que en tan precario espacio, se harían aún más duras, sino que muchas se ganaban un dinero realizando labores de costura o tejido, sirviendo en la casa de alguna familia acomodada, o lavando la ropa ajena por un dinero, que siempre sería menor que el percibido por el trabajo de los hombres. Además, la aportación de las mujeres a la unidad familiar no será mensurable desde el punto de vista del mercado laboral. Muchos de los trabajos que se realizaban en el ámbito doméstico de las corralas y casas de vecinos pertenecían al sector secundario. La tradicional dedicación de las mujeres al hilado y al tejido se realizaba fundamentalmente en talleres domésticos, en los que cada miembro de la familia se ocupaba de una tarea diferente con el fin de cubrir todo el proceso productivo (Folguera 1997, 447) (Figura 11).

A este tipo de trabajo, habría que sumar la función productiva doméstica asignada a las mujeres: tener sus casas a punto, realizar las diversas labores de limpieza, la confección de la ropa, el cuidado de la prole y de los enfermos, preparar la comida, etc. Las esposas eran las responsables de las casas y del espacio familiar, y en las corralas de vecinos también del espacio comunitario. Ya hemos visto que las zonas comunales como galerías y patio se vivían como una parte más de la casa, y en ellas se realizaban muchas tareas domésticas compartidas con otras vecinas del edificio. Al uso del lavadero, el pozo y las cocinas, habría que añadir la limpieza de escaleras, corredores y patio, o el encalado anual, coincidente con la primavera, como medio de desinfección de las estancias compartidas (Figura 12).

Como se ha visto, las mujeres de estos inmuebles tenían un papel como sujetos activos en la organización de los espacios, y también en la educación de sus hijos, sobre todo de las niñas. Pronto comenzaba el aleccionamiento de éstas para el trabajo doméstico. La niñez era breve para las hijas de la clase trabajadora, y la madre enseñaba a las hijas los trabajos del hogar, y en algunas ocasiones a desempeñar un oficio, que la madre realizaba en el hogar y alternaba, con las tareas propias del mismo. En el caso de las costureras, con taller en el propio domicilio, las niñas adquirían desde la infancia el manejo de agujas, alfileres e hilos, tijeras, punzones y dedales. A este aprendizaje, se sumaban muchas veces las hijas de otras vecinas, ocupando las galerías y el patio como improvisados talleres de bordado, hilado, sastrería, corte y confección (Tajter 2002). Las mujeres con sus enseñanzas trasmitían a las hijas saberes públicos y privados. La modista iniciaba a las jóvenes en los cuidados de la ropa y de la casa, la comadrona se ocupaba del nacimiento y de la muerte, y las lavanderas conocían los secretos de familia y de la ciudad a través de las sábanas (Perrot 1997, 56). Todo un universo de conocimiento que las mujeres de la casa ponían en manos de las niñas, pero que lejos de hacerlas libres y de ser un instrumento de emancipación, las encauzaba hacia un futuro determinado por su papel de género.

Se ha comentado anteriormente que muchos vecinos de la casa eran artesanos y tenían su taller en el patio de la corrala. Las mujeres e hijas de estos profesionales aprendían y desarrollaban el oficio al lado de los hombres, la mayoría de las veces sin recibir aporte económico alguno. Desempeñaban las tareas propias de cada trabajo, como una forma de contribuir al sustento del hogar, a la economía familiar. En muchas ocasiones las viudas de carpinteros, tallistas, zapateros, alfareros…, han continuado al frente de los talleres, gestionándolos y trabajando, ellas solas, o junto al resto de sus hijos. Durante el siglo xix, el poder económico y el poder laboral continuaba estando en manos masculinas, por lo que el acceso al mundo del trabajo extradoméstico siguió con las restricciones y prohibiciones que determinaban los gremios. Los talleres artesanales gestionados por mujeres viudas sí estaban reconocidos, siempre y cuando sus propietarias no volviesen a contraer matrimonio, o hasta que el hijo mayor cumpliese la mayoría de edad, momento en el que se hacía cargo del negocio.

Como vemos la diferencia de género en los espacios de trabajo y de vida de los corrales y casas de vecinos, se muestra claramente en el patio. Durante gran parte del día los hombres están ausentes, en el trabajo, los niños en su mayoría en la escuela o en la calle, y son las mujeres las que utilizan este espacio para las fatigosas tareas domésticas, cuidar de los animales y de las plantas, y para el resto de trabajos, por los que podían recibir algún dinero, al margen de los propios de la casa. El patio, con la caída del día cambiaba, pues no sólo se encontraban en él todos los géneros y edades, sino también personas de calles vecinas que acuden a un espacio que funciona como una plaza semipública. Es cierto que incluso a esas horas hay más mujeres que hombres, porque éstos prefieren otros lugares de sociabilidad como tabernas y plazas (Barrios 2015, 359). Los corrales fueron durante la segunda mitad del siglo xix el producto de una sociedad en los que los recursos económicos eran muy limitados y estaban mal repartidos, y en los que sus vecinos consiguieron hacer de la necesidad virtud, y convertirlos en espacios con cierto grado de solidaridad y bienestar. Lo que no es óbice para que olvidemos el carácter de infravivienda que la mayoría de los corrales y casas de vecindad tenían, y las estrecheces y penurias económicas en las que sus habitantes vivían (Barrios 2015, 360).




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NOTAS

[1] Con esta afirmación, Juan Manuel Barrios Rozúa (2015: 346), recoge los argumentos de Torres Balbás, en relación al origen de esta tipología edificatoria.

[2] Antiguamente en las casas, los gatos, que vivían en los patios, buhardillas o camaranchones, se tenían para mantener las plagas de roedores controladas. En Granada existe el dicho popular de «eres más arisco que un gato de camaranchón».

[3] En Granada era muy común el empleo, por parte de las mujeres, de estos cacharros cerámicos para realizar la limpieza de la ropa, ayudadas de una tabla de madera en la que frotaban y restregaban los trapos con avidez. Estas piezas de barro tenían un carácter multifuncional dentro de los hogares granadinos. Aparte de usarlos para lavar, también se utilizaban en las matanzas, como contenedores de agua en los que lavarse, como vasija de cocina, o para fabricar el jabón artesano, que se empleaba para el aseo personal y de la ropa. Un tipo de cerámica de carácter popular que se elaboraba con el único objeto de su utilidad para la vida cotidiana, y tanto su desarrollo, como su producción se realizaban con el propósito de un uso doméstico y sin ningún otro valor añadido de belleza estética o decorativo. Eran piezas de barro cocido de tradición nazarí, que se vidriaban en blanco impuro y se decoraban con cenefas de carocas, ramilletes y cadenetas, pájaros y motivos florales, esmaltados en azules cobalto, piedra y ceniza, o tonos verdes (Véase, del Castillo Amaro y del Castillo Domínguez 2009, 85).

[4] Archivo Histórico de la Alhambra (AHA) 2005/007. La restauración del Corral del Carbón, la realizó Torres Balbás como arquitecto conservador de monumentos de la 6ª zona, y fue financiada con la venta de las entradas de la Alhambra y el Generalife. La Real Orden de 28 de mayo de 1928 y la Orden de la Dirección General de Bellas Artes del 3 de octubre, vinieron a poner fin al problema de su lamentable estado de deterioro.

[5] Si bien hay un consenso historiográfico en datar estos baños en el siglo xi, Julio Navarro Palazón y Pedro Castillo, discrepan de esta fecha y lo sitúan en el siglo xii, argumentando que su fábrica de tapial de hormigón y el empleo abundante del ladrillo en bóvedas conformando machones y refuerzos en los vanos, son rasgos de una arquitectura más tardía, nunca anterior al siglo xii (Véase, Navarro y Jiménez 2012, 8).

[6] El Diccionario Madoz es considerado uno de los elementos ilustrados fundamentales realizados durante el siglo xix para inventariar la realidad española, tanto en sus coordenadas físicas, como económicas y de historia. Se publicó entre 1845 y 1850, después de diez años de trabajo, bajo el título genérico de Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar. Veinte corresponsales o informantes, repartidos por toda España, participaron con Pascual Madoz en elaborar las voces de los dieciséis volúmenes de su edición original. en los que se exponen miles de artículos ordenados alfabéticamente. En el tomo VIII, dedicado a Granada, encontramos referencias explícitas a los lavaderos que se dispersaban por su trama urbana (Véase, Madoz 1987: 131).

[7] AHA 002005/004. El Bañuelo una vez adquirido por el Estado, fue sometido a un proceso de restauración a cargo de Torres Balbás, entre los años 1927 y 1932. En la memoria de las obras el arquitecto restaurador manifiesta que era «necesario ponerlo en las debidas condiciones de decoro y solidez que permitieran visitarlo y estudiarlo a turistas y arqueólogos, acrecentándose así el antiguo patrimonio arqueológico nacional».

[8] Las Casas del Chapiz ocupan una amplia parcela situada en el ángulo que forman la Cuesta del Chapiz y el Camino del Sacromonte. Según parece se trata de dos casas diferentes, con orígenes distintos. La situada al sur se construyó durante el siglo xvi por el morisco Lorenzo el Chapiz, sobre los restos de un palacio nazarí llamado la Casa Blanca. La del norte más pequeña, y de nueva planta, se levantó en los mismos años, por Hernán López el Ferí, cuñado del anterior. Ambos edificios fueron ocupados durante el xix como casas de vecinos y así perduraron hasta su restauración por Torres Balbás entre los años 1929 y 1931 (Cf. Orihuela 1996: 305).


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Arquitectura popular y género. Lavaderos en corralas y casas de vecindad en la Granada del XIX: ejemplos de vida doméstica

QUESADA MORALES, Daniel Jesús

Publicado en el año 2018 en la Revista de Folklore número 432.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz