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Entre el mito y el rito, o cuando la leyenda se hace fiesta (en torno a la leyenda de santa Marta y la tarasca)

CALLEJA, Seve

Publicado en el año 2016 en la Revista de Folklore número 416 - sumario >

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Emparentada con otros dragones como el que derrotó san Jorge, esta monstruosa imagen que procesiona en las fiestas del Corpus en muchas localidades españolas y americanas tiene su origen en una leyenda de santa Marta, que se remonta al siglo xi en la Provenza francesa. Todavía hoy, la tarasca sigue apareciendo tanto en la localidad provenzal de Tarascón —cuya fiesta está declarada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO—, como en Granada, Toledo, Tudela o Zamora. En el Museo Etnográfico de Castilla y León, de esta última ciudad, se conserva y se nos muestra su imagen.

Esta figura y su incorporación a la fiesta popular son buena muestra de cómo la leyenda (el mito) adquiere valor simbólico y se ritualiza (el rito): el dragón encarna al mal, que es derrotado por la virtud, representada por la doncella que cabalga sobre ella y la somete. Su representación se incorpora entonces a una fiesta religiosa tan importante como la del Corpus Christi, exponente del triunfo del bien sobre los males del mundo.

Desde el origen de la fiesta, las tarascas ocupaban un lugar destacado, junto a gigantes y cabezudos, en las procesiones celebradas durante la mencionada fiesta del Corpus. Y aunque su origen sigue siendo hoy incierto, aparece documentada en la procesión del Corpus de Zamora de 1593. Es general la hipótesis de su origen francés, de la zona de Tarascón, en el Mediodía del país vecino, y que hunde sus raíces en la leyenda de santa Marta de Provenza. Se trataría de un viejo rito de fecundidad. Sin embargo, hay quien le atribuye un origen hispánico, por la semejanza con motivos similares: el batum, drago, draco en Cataluña, o la coca gallega, todos ellos seres monstruosos construidos con placas de madera simulando escamas que podía ir sobre unas andas, en cuyas faldillas se pintaban las patas del dragón, una larga cola, orejas puntiagudas, alas e incluso ubres, como la documentada en Madrid, y hasta con siete cabezas, como la de Granada. Sobre ella cabalgaba otro personaje, encarnado a veces por una mujer —mozuela, madama y hasta tarasquilla o Ana Bolena en Toledo, muñeca de cabellos rubios y traje colorado— y a su alrededor podían aparecer otros seres grotescos: gigantillos, tarascones o gigantas.

Han existido tarascas en las fiestas de Madrid, Burgos, Toledo, Segovia, Astorga, Villalpando, Zamora, Granada, Cádiz, Málaga o Sevilla y en multitud de localidades gallegas, catalanas o navarras, desde las que han trascendido a Portugal y América en diversas variantes, algunas asociadas a la leyenda de san Jorge y el dragón.

Este dragón, creado y recreado para cada ocasión festiva con patas como garfios y enormes fauces para tarascar (tarasca y tarascar se registran en nuestro diccionario como mordedura y morder), ha sido una figura efímera que terminaba unas veces destrozada y otras necesitada de restauración. Suele estar hecho de tablillas de madera encajadas unas con otras como escamas. Su cabeza, que se revuelve hacia la mujer que la domina, va tallada en madera, retocada en escayola y estuco, y posee una lengua de hierro por la que sale el humo del incienso que arde en un brasero interior, y en ocasiones lleva alas de lienzo sobre armazón de madera y patas traseras dotadas de garras.

Tampoco es ajena su figura en el paisaje de la literatura clásica. De la ajena y de la nuestra. El primer documento que la menciona es La leyenda áurea, escrita por Jacobo de Vorágine a comienzos del siglo xiii. En el capítulo dedicado a santa Marta, se explica su intercesión ante aquel monstruo que aterrorizaba a los habitantes de un pequeño pueblo. ¿Cómo iba a esquinarlo, por su parte, Alfonso Daudet en su Tartarín de Tarascón, tratándose de la ciudad de origen de su personaje y del de la leyenda? Y es que la tarasca asoma aludida ya desde las primeras páginas:

Habéis de saber, en primer lugar, que en Tarascón todos son cazadores, desde el más grande hasta el más chico. La caza es la pasión de los tarasconeses, y lo es desde los tiempos mitológicos en que la tarasca hacía de las suyas en los pantanos de la ciudad y los tarasconeses organizaban batidas contra ella. ¡Ya hace rato de esto, como veis!

El protagonista de la novela de Daudet es, igual que don Quijote, a quien rinde claramente homenaje: un ávido lector y consumidor de novelas de aventuras que hablan de lugares y animales exóticos. Y, como aquel ocioso rentista manchego, este burgués provinciano de mediados del xix anhela vivir aventuras como las que lee en los libros, una especie de mezcla entre don Quijote y Sancho, al margen de la gente normal de su pueblo.

También Cervantes había hecho que su héroe se topara con una de esas tarascas que movían los cómicos de la legua por caminos y pueblos. En el capítulo 11 de la segunda parte, «De la extraña aventura que le sucedió al valeroso don Quijote con el carro carreta de Las Cortes de la Muerte», leemos:

—Carretero, cochero o diablo, o lo que eres, no tardes en decirme quién eres, a dónde vas y quién es la gente que llevas en tu carricoche, que más parece la barca de Carón que carreta de las que se usan. A lo cual, mansamente, deteniendo el Diablo la carreta, respondió:

—Señor, nosotros somos recitantes de la compañía de Angulo el Malo. Hemos hecho en un lugar que está detrás de aquella loma, esta mañana, que es la octava del Corpus, el auto de Las Cortes de la Muerte25, y hémosle de hacer esta tarde en aquel lugar que desde aquí se parece; y por estar tan cerca y excusar el trabajo de desnudarnos y volvernos a vestir, nos vamos vestidos con los mismos vestidos que representamos. Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va de Reina; el otro, de Soldado; aquel, de Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de las principales figuras del auto, porque hago en esta compañía los primeros papeles.

Como vemos, este encuentro ocurre durante la semana de las fiestas del Corpus Christi, después de haber actuado la compañía en las procesiones de las capitales y llevar su obra por los pueblos de la comarca. Sin mencionarla, la presencia de la tarasca se adivina cercana.

Entre los modernos juegos de rol, despunta el de «Dragones y mazmorras» (Dungeons & Dragons) en el que asoma un enorme saurio que lleva el nombre de Tarrasque y encarna en el juego a una de sus criaturas más poderosas y temibles de este juego de simulación.

Recientemente, un tebeo destinado a los jóvenes, Las aventuras de Mío Cid, creado por Mirbind e Irigoyen, presenta en viñetas a un joven héroe que viaja por las tierras del Burgos del siglo xi entre reyes, brujas y toda clase de exotismos medievales, y en su segunda entrega lo enfrenta a una tarasca con cabeza de león, cuerpo de tortuga, pies de oso y cola de escorpión.

La presencia del monstruo amenazador al que hay que enfrentarse asoma en muchas leyendas, como la del Lagarto de la Malena en Jaén, o La Fuente de los Alunados en Badajoz, en cuyo Molino de la tarasca habita el monstruo que asomaba en las noches de tormenta y devoraba hombres, o la tradición Navarra de san Miguel de Aralar, quien, por la intercesión de un caballero, se enfrenta al dragón y lo destruye… Versiones afines en torno a la figura central del héroe contra la bestia, casi siempre asociadas a la devoción religiosa y enraizadas con el mito de Perseo enfrentado a la Medusa. Y si algo de particular tiene entre todos ellos el de la tarasca es la presencia de una heroína derrotando al monstruo.

Dos relatos clásicos

La escritora y folclorista sevillana de origen alemán Fernán Caballero, seudónimo de Cecilia Bölh de Faber (1796-1877), compaginó su tarea de escritora con la de rastreadora de las tradiciones populares andaluzas. Parte de su proyección en la infancia, para la quien recopiló relatos, refranes y canciones en obras como Cuentos, oraciones, adivinas y refranes populares e infantiles, quedó recogida también en las páginas del periódico para niños La Educación Pintoresca, que se editó en Madrid entre 1857 y 1859. En sus páginas encontramos su particular explicación del origen de la leyenda piadosa que dio lugar a la fiesta y en la que se advierte la estrecha relación con la siguiente versión de Dumas:

Como esta voz desde tiempo inmemorial ha sido importada de Francia hasta el punto de hacerse indígena, voy a referiros su origen, niños míos. Lázaro, Marta, María Magdalena, Máximo y Marcela, criada de Marta, después de la muerte de nuestro Redentor, fueron presos por los judíos, que los pusieron en un barco sin remos, velas ni timón para que perecieran en el mar, y milagrosamente arribaron a Marsella, en donde empezaron a predicar el santo Evangelio, y fue San Máximo primer obispo de aquella ciudad.

Cumpliéndose en breve por el país los milagros que hacían los santos cristianos, lleváronse a ellos los diputados de una ciudad inmediata que se llamaba y se llama Tarascón, suplicándoles que, por el poder que Dios les concedía, viniesen a libertar a su pueblo de un monstruo que tenía consternado al país, por ser de especie nunca vista y por los daños que causaba.

Accedieron a sus súplicas y Marta se volvió con ellos a su pueblo, en el que fue acogida con vivas demostraciones de júbilo. Preguntó en dónde estaba el monstruo y, habiéndole señalado un bosque cercano a la ciudad, se encaminó hacia él, sola y sin ningún género de defensa. Apenas entró, cuando se oyeron rugidos y cada cual pensó que la bondadosa santa había sido víctima de su arrojo. Pero pronto cesaron esos temores, viendo a Marta salir del bosque con una pequeña cruz de madera en una mano y, en la otra, una cinta, con la que traía manso y vencido al monstruo.

Se supone que este monstruo era un cocodrilo, puesto que en el mismo río Ródano fue muerto otro que se conservó disecado en Lyon hasta la revolución de finales del siglo pasado.

Santa Marta, quien introdujo la luz del Evangelio en Tarascón, fue consiguientemente elegida su patrona. En una procesión que se hacía en su memoria, se sacaba con toda la candidez y alegría de los pasados siglos, en recuerdo de aquel al que venció la santa, a un monstruo tan grande y espantoso que cobró renombre y, por hallarse en la ciudad de Tarascón, se denominó tarasca.

Esta es la descripción que de la tarasca hace un autor francés y que tiene mucha gracia para esta clase de descripciones:

«Es un animal, dice, de un aspecto bastante imponente y rudo, con pretensiones de recordar al dragón, que de largo tendrá unos treinta pies, una boca inmensa que se abre y se cierra, ojos que se rellenan con pólvora para que pueda echar fuego por ellos; su pescuezo, que se estira y se encoge, un cuerpo gigantesco capaz de contener a los doce mandaderos que la mueven; finalmente, una larga cola, tiesa y fuerte, sujeta al cuerpo con un gozne, de manera que se puede dirigir a un lado y otro con grave peligro de romper las piernas a aquellos con los que se tropiece».

En esa inmensa boca es costumbre echar o bien dinero o bien cosas de comer, sobre todo guindas, lo que ha dado origen a la expresión «Échale guindas a la tarasca», que significa hacer cosas sin provecho, porque la inmensa boca nunca se ve satisfecha. Igualmente se usa el refrán: «Échale guindas a la tarasca, a ver si las masca», que indica una persona poco delicada y amiga de recibir y que no se hace de rogar para ello.

No podían faltar relatos en torno a este motivo folclórico entre los autores románticos y costumbristas franceses. Este lo recogía el célebre Alejandro Dumas, padre, de sus Nuevas impresiones de viaje, editadas en 1841. Tras situarnos en Tarascón, el autor de El conde de Montecristo nos traslada al pasaje evangélico de la muerte y resurrección de Lázaro y, desde ahí, nos acerca a la leyenda de su hermana Marta, protagonista central de la leyenda:

El viejo castillo que domina Beaucaire y que fue famoso en el siglo xii por su maquinaria bélica y, en el siglo xvi, por sus cañones, se había construido sobre restos de murallas romanas; sus distintas obras de fortificación se construyeron a lo largo de los siglos xi, xiii y xiv. Desde lo alto de sus almenas se aprecia un espléndido paisaje, con vista de las ciudades de Tarascón y Beaucaire, separadas por el río Ródano y unidas ambas por un puente. Más al fondo se ve Arles, la primera ciudad romana fundada fuera de Italia.

Descendimos del viejo castillo, del cual solo queda una encantadora torre de tiempos de Luis XIII; cruzamos el puente levadizo de unos ciento quince pies y entramos en la iglesia, que es una construcción del siglo xii, que fue restaurada dos siglos después. Esta iglesia tiene como patrona a santa Marta, la seguidora de Cristo, una mujer piadosa y santa que está muy vinculada a nuestra historia. Historia que, aunque la ciencia niega, la consagra la fe consagra, y en esta lucha entre el alma que cree y el espíritu que duda, es la ciencia la que pierde.

Marta nació en Jerusalén. Su padre Syrus y su madre Eucharia eran de sangre real. Tenía un hermano mayor que se llamaba Lázaro y una hermana más pequeña que se llamaba Magdalena.

Lázaro era un jinete muy apuesto, que como no pudo emplearse como guerrero, ya que Octavio había firmado la paz, se dedicaba a la caza y a los placeres. Tenía jóvenes esclavos comprados en Grecia, bonitos caballos árabes y un hermoso coche de cuatro ruedas, adornado de marfil y bronce, en el que más de una vez se había cruzado en el camino al hijo de Dios, que con sus pies descalzos caminaba entre una multitud de pobres.

Magdalena era una preciosa cortesana, con un largo cabello rubio, que un esclavo de Lesbos peinaba todas las mañanas y lo adornaba con una cadena de perlas; llevaba un vestido abierto a la altura del cuello que dejaba ver una gargantilla maravillosa, sostenida por una cadena de oro. Sus túnicas eran de flores de oro y púrpura, que en Roma llamaban patagatia, por el nombre de una enfermedad llamada patagus, y que dejaba manchas por todo el cuerpo; sus pies eran delicados y perfumados, cubiertos por anillos y pedrerías, como si no se hubieran hecho para caminar, por lo que solía ser transportada en una litera, vestida con cortinas de telas asiáticas. Ahí se hacían llevar las matronas romanas por sus esclavos, mientras que un sirviente, en la parte posterior de la litera, extendía entre ella y el sol un gran abanico cubierto de plumas de pavo real. Unos corredores africanos, que iban delante para abrir paso en el camino, hicieron esperar más de una vez ante el cortejo de la rica cortesana a una pobre mujer llamada María, que era la madre del Salvador.

Marta observaba todo esto con dolor, y a menudo intentó reformar la manera de vivir de su hermano y la vida disoluta de su hermana, pues ella había escuchado la palabra de Cristo y, al intentar trasmitírsela a sus hermanos, ellos le habían respondido con risas y burlas.

Hasta que por fin les propuso escuchar directamente su palabra, que el Salvador tenía siempre a mano para todos los que lo seguían. De esa forma escucharon las parábolas del tesoro escondido, la perla de gran precio y la de la red; oyeron también la profecía del juicio final y vieron a Jesús andar sobre las aguas. Volvieron a casa pensativos, y esa misma noche Lázaro dijo a Marta:

—Hermana, vende mis bienes y distribúyelos entre los pobres.

Al día siguiente, cuando Jesús se encontraba cenando en casa de Simón el fariseo, Magdalena entró en la casa llevando un frasco de alabastro con perfume. Se situó detrás de Él, y llorando comenzó a regar con lágrimas sus pies, que los enjuagaba con sus propios cabellos; luego besaba sus pies y los ungía con el perfume.

Cuando vio esto el fariseo que lo había invitado, dijo para sí: «Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, sabría que es pecadora».

Entonces Jesús, le dijo:

—Simón, una cosa tengo que decirte.

—Di, Maestro —le pidió este.

—Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta; pero no teniendo ninguno de ellos con qué pagar, los perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?

Simón, dijo:

—Pienso que aquel a quien le perdonó más.

—Rectamente has juzgado —le dijo Jesús.

Luego, vuelto a la mujer, dijo a Simón:

—¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha enjuagado con sus cabellos. No me diste beso, pero ella, desde que entré, no ha cesado de besármelos. No ungiste mi cabeza con aceite, pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por todo lo cual te digo que muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama.

Volviéndose a ella, le dijo:

—Tus pecados te son perdonados.

Y los que estaban sentados a la mesa comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es este, que también perdona los pecados?».

—Tu fe te ha salvado, ve en paz —le dijo luego a la mujer.

Algún tiempo después, Jesús, yendo de camino, entró en una aldea; y Marta le recibió en su casa. Su hermana, María Magdalena, se sentó a los pies de Jesús para oír su palabra, mientras Marta se preocupaba de los muchos quehaceres domésticos. Se acercó al maestro y le dijo:

—Señor, ¿no te preocupa que mi hermana me deje hacerlo todo a mí sola? Dile, por favor, que me ayude.

—Marta, Marta, afanada y turbada estás con tantas tareas. Pero solo una cosa es necesaria; y tu hermana María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada.

Tiempo después, Jesús seguía predicando las buenas nuevas y probando su divinidad con milagros y obras, cuando Lázaro, el hermano de Marta y de María, cayó enfermo. Enviaron, pues, las hermanas a avisar a Jesús:

—Señor, he aquí que el que amas está enfermo.

Al enterarse Jesús, dijo:

—Esta enfermedad no es para la muerte, sino para la Gloria de Dios, para que el hijo de Dios sea glorificado por ella. Y, como amaba tanto Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Luego dijo a sus discípulos:

—Vamos a Judea otra vez, nuestro amigo Lázaro duerme y voy a despertarlo.

—Señor, si duerme, sanará —le dijeron entonces sus discípulos:

—Lázaro ha muerto —les dijo él.

Cuando Jesús llegó, encontró que, efectivamente, Lázaro hacía ya cuatro días que estaba en la tumba. Como Betania estaba cerca de Jerusalén, a unos quince estadios, muchos judíos habían acudido a casa de Marta y María para darles el pésame por la muerte de su hermano.

Entonces Marta, en cuanto oyó que Jesús venía, salió a su encuentro, mientras su hermana se quedó en casa. Y Marta dijo a Jesús:

—Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto —le dijo a Jesús—. Pero sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.

—Tu hermano resucitará.

—Ya sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero— asintió Marta.

Le dijo Jesús:

—Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente. ¿Crees esto? —le preguntó Jesús.

—Sí, Señor, yo siempre he creído que Tú eres el Cristo, el hijo de Dios, que has venido al mundo.

Habiendo dicho esto, fue y llamó a su hermana María, y le dijo en secreto:

—El Maestro esta aquí y te llama.

Ella, en cuanto lo oyó, se levantó deprisa. Jesús todavía no había entrado en la aldea, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado. Entonces los judíos que estaban en su casa consolándola, cuando vieron que María se había levantado deprisa y había salido, la siguieron diciendo: «Seguro que va a la tumba a llorar allí».

Al llegar María a donde estaba Jesús, se postró a sus pies y le dijo:

—Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano.

Entonces Jesús, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban también, se conmovió y dijo:

—¿Dónde lo pusisteis?

—Señor, ven.

Jesús lloró y los judíos se decían entre ellos: «Mirad cómo lo amaba».

«¿Y no podía este, capaz de abrir los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?», se preguntaban algunos.

Jesús, profundamente conmovido otra vez, se acercó a la tumba, que era una cueva y tenía una piedra puesta encima. Dijo Jesús:

—Apartad la piedra.

Marta, la hermana del muerto, le dijo:

—Señor, ya hiede, porque hace cuatro días que falleció.

—¿No te he dicho que, si crees, verás la Gloria de Dios? —le dijo Jesús.

Entonces quitaron la piedra de donde había sido enterrado. Y Jesús, alzando los ojos a lo alto, exclamó:

—Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que Tú me has enviado —y después de decir, levantó más la voz:

—¡Lázaro, ven afuera!

Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas y el rostro envuelto en un sudario.

—Desatadlo y dejadlo ir —les dijo Jesús a los presentes.

Entonces muchos de los judíos que habían venido a acompañar a María y vieron lo que Jesús acababa de hacer, creyeron en Él.

El mismo año, seis días antes de la Pascua, vino Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien había resucitado. Y le ofrecieron allí una cena, en la que Marta servía y Lázaro era uno de los que estaba sentado en la mesa con Él. Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho valor, y ungió con él los pies de Jesús y los enjuagó con sus cabellos. La casa se llenó del olor de aquel perfume. Uno de sus discípulos, Judas Iscariote, hijo de Simón, el que más tarde lo iba a traicionar, comentó:

—¿Por qué este perfume no se ha vendido por trescientos denarios y se les han dado a los pobres?

—Déjala en paz, que ha guardado esto para el día de mi sepultura. Porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Algún tiempo después se cumplía su profecía y Jesús moría en la cruz, tras entregar a su madre a san Juan y el mundo a san Pedro.

El primer día de aquella semana, María Magdalena acudió muy temprano, cuando aún estaba oscuro, al sepulcro de Jesús y vio apartada la losa del sepulcro. Se quedó afuera llorando, pero mientras lloraba se inclinó para mirar dentro del sepulcro. Y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, sentados el uno a la cabecera y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto, y le dijeron:

—Mujer, ¿por qué lloras?

—Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.

Nada más decir eso, se volvió y vio a Jesús allí; solo que no sabía que era él.

—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? —le preguntó el resucitado.

Ella, pensando que aquel podía ser el jardinero o un enterrador, le dijo:

—Señor, si lo has llevado tú de aquí, dime dónde lo has puesto, y yo me haré cargo de él.

—¡María! —escuchó.

—¡Raboni! —que quiere decir «Maestro», exclamó ella acercándosele.

—No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mejor ve a mis hermanos, y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.

Y aquí se detiene la historia contada por los santos Apóstoles y comienza la tradición. Esta nos relata que los judíos, para castigar a Marta, a Magdalena, a Lázaro y a Maximino por su fidelidad a Cristo más allá de la muerte, los forzaron a embarcar en una pequeña embarcación y un día de tormenta los lanzaron al mar sin vela, sin timón y sin remos. Y que al ver que la barca flotaba a la deriva, los condenados comenzaron a cantar himnos de gracias al Salvador, en quien pusieron su fe como piloto. Que el viento se redujo, los mares se calmaron, el cielo se volvió claro y un rayo de sol vino a rodear la barca como una aureola de fuego.

La barca se deslizaba sobre el mar como guiada por una mano divina y vino a desembarcar a aquellos mensajeros de Dios en un lugar de la costa de Marsella, que luego se llamaría Santa María de la Mar, cerca de Arles. Estos obreros de Dios, portadores de la buena nueva y apóstoles de su religión, se dispersaron por aquel territorio para distribuir entre los que tenían hambre la santa comida que traían de Judea.

Y, mientras Marta estaba en Aix con Magdalena y Maximino, que fue el primer obispo de esa ciudad, los diputados de la ciudad vecina de Tarascón, atraídos por las historias de los milagros de aquellos mensajeros de Dios, vinieron a suplicarles que derrotaran a un monstruo que devastaba su territorio. Marta pidió el consentimiento de Magdalena y de Maximino y siguió a aquellos angustiados hombres.

Al llegar a las puertas de la ciudad, todo el pueblo los estaba esperando, pero en cuanto la vieron muchos de ellos le confesaron que no tenían demasiada esperanza en que una sola mujer pudiera vencer a tan poderoso monstruo. Ella únicamente respondió preguntándoles dónde se encontraba ese famoso dragón. Entonces le mostraron un pequeño bosque cercano a la ciudad, al que Marta se dirigió enseguida y sin ninguna defensa.

Luego, tras escuchar algunos rugidos, todos en el pueblo temblaron y se compadecían de aquella pobre mujer que había emprendido un trabajo tan arriesgado en vano, sin armas y a un lugar en donde ningún hombre armado del pueblo se atrevía a ir. Pero pronto los rugidos cesaron, y Marta reapareció, portando una pequeña cruz de madera en una mano y en la otra, al monstruo, atado a una cinta que ella había tomado de sus vestiduras. Así avanzó en medio de la ciudad, glorificando el nombre del Salvador y entregando al pueblo al dragón, como si fuera un juguete y aún manchado de la sangre de su última víctima.

En esta leyenda descansa la veneración que dedicaron a santa Marta los habitantes de Tarascón. Una fiesta anual perpetúa el recuerdo de la victoria de la santa sobre la tarasca, ya que el dragón tomó el nombre de la ciudad afectada por él. La víspera de este día solemne, el alcalde de la ciudad, al sonido de las trompetas, hace publicar que todos los habitantes quedan prevenidos de la salida del dragón y que no se hace responsable de ningún herido ni de los posibles daños provocados por él. Al día siguiente, toda la ciudad sale a las calles a la espera de la aparición de la tarasca.

La tarasca, un animal representado de manera repulsiva, para recordar al dragón de la antigüedad, podía tener hasta veinte pies de longitud, una enorme cabeza redonda, una inmensa boca, que se abre y cierra con un resorte, unos ojos brillantes, un cuello que entra y se alarga en el cuerpo gigantesco, que está destinado a contener las personas que lo hacen mover; y por último una larga cola que se mueve por doquier y que podía provocar heridas a los que se le acercaban.

El segundo día de la fiesta de Pentecostés, a las seis de la mañana, treinta caballeros del tarasque, vestidos con túnicas y adornos instituidos por el rey, vienen a recoger al animal a su guarida. Doce caballeros entran en su vientre y le imparten el movimiento, mientras que una joven vestida como santa Marta le ata una cinta azul al cuello y todos se ponen en marcha bajo los gritos de la multitud. Si algún curioso pasa demasiado cerca, la tarasca alarga el cuello y lo toma con su boca por el calzón, manteniéndolo sujeto hasta lanzarlo a la multitud. Si algún imprudente se aventura detrás de ella, la tarasca, de un golpe de cola, lo lanza nuevamente. Cuando el monstruo se siente muy asediado, sus ojos lanzan llamas, que llegan a setenta y cinco pies y que queman todo lo que se encuentra a su paso. Además, si el dragón en su camino advierte algún personaje importante de la ciudad, va hacia él con mucha amabilidad, envuelve su cola de alegría y abre su boca en señal de hambre, y el individuo agraciado, que sabe lo que quiere decir, le lanza una moneda, que al final viene a parar a los caballeros que lleva en el vientre.

Cuando la guerra entre Arles y Tarascón, los de Tarascón se rindieron al ver tomado el pueblo y los vencedores, los de Arles, no encontraron mejor forma de humillar a los vencidos, que quemar a la tarasca en un lugar público. Era un dragón de gran valor, con unos mecanismos muy sofisticados y cuya fabricación había costado en aquella época unos veinte mil francos.

Desde entonces, en Tarascón nunca se ha podido sustituir una tarasca como aquella. Ahora tienen una más pequeña y pobre en comparación con la que fue quemada, y es la que visitamos, y que nos pareció, a pesar de los lamentos de nuestro guía, de una hechura bastante buena.

Como en toda tradición hay una parte de historia, y en todo milagro un punto que puede explicarse, es probable que un cocodrilo venido de Egipto, como el que se mató en el Ródano y cuya piel se conservó hasta la Revolución en el Hotel de Lyon, hubiera establecido su guarida en los alrededores de Tarascón, y que Marta, que había aprendido cómo se atacaba a estos animales con personas que habían vivido a la orilla del Nilo, llegara a vencer a este monstruo en la ciudad, donde su recuerdo se guarda con tanta veneración.



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