Revista de Folklore

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Santa María Tecuanulco: etnografía de un pueblo de tradición nahua del centro de México

LORENTE FERNANDEZ, David

Publicado en el año 2013 en la Revista de Folklore número 2013 - sumario >

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Resumen:

Se presenta al lector un pequeño estudio de comunidad del pueblo mexicano de Santa María Tecuanulco, situado a escasos 40 km de la ciudad de México y perteneciente a una región —la Sierra de Texcoco— escasamente estudiada en la etnología mesoamericanista. La monografía ofrece observaciones de campo y testimonios etnográficos en torno a aspectos como el hábitat, la economía, el parentesco, el ciclo de vida, la organización comunitaria, el culto católico y la veneración de entidades indígenas, la autopercepción de los habitantes y las reflexiones locales acerca de la identidad de una población de ascendencia indígena nahua inmersa en los procesos de transformación que experimenta y resimboliza actualmente el medio rural mexicano.

Palabras clave: estudio de comunidad, monografía etnográfica, nahuas, Texcoco, México.

Abstract:

It is presented to the reader a small community study of the Mexican town of Santa Maria Tecuanulco, located 40 kilometers away of Mexico City; it belongs to the region of the Sierra de Texcoco, scarcely studied in the mesoamerican ethnology. The monograph offers field observations and ethnographic testimonies around the habitat, economy, kinship, life cycle, community organization, the catholic cult and veneration to indigenous entities, self-perception of their inhabitants and identity reflections about of a town with Nahua lineage immerse in transformation processes that experience and symbolize the Mexican rural environment in the present days.

Keywords: community study, ethnographic monograph, Nahuas, Texcoco, Mexico.

Introducción

Esta monografía es el resultado de un mes y medio de trabajo de campo en un pequeño pueblo del centro de México. Llegué por primera vez a Santa María Tecuanulco a mediados de mayo de 2003 y permanecí allí hasta finales de junio. El propósito era realizar un pequeño estudio de comunidad[1] inspirado en una versión mesoamericana de la conocida Guía de Murdock para registrar y clasificar datos culturales[2]. El informe resultante presentaría una visión sintética y de conjunto de aspectos como el hábitat, las actividades económicas, las formas de organización familiar y comunitaria, el calendario ritual, las creencias y prácticas ligadas al culto católico y las deidades mesoamericanas locales, los procesos de salud-enfermedad, etc. Al contemplarlo ahora en retrospectiva, el resultado ofrece un fresco de la vida cotidiana del pueblo que capta lo que se podría designar como el tono cultural y las características distintivas y definitorias de Santa María. Aunque el retrato pertenece a 2003, su «presente etnográfico», una serie de visitas en años posteriores me permiten afirmar que buena parte de lo que aparece en él continúa, pese a la aceleración e intensidad de los cambios, siendo válido diez años después[3].

La información en la que se basa la monografía fue obtenida principalmente mediante observación participante y no-participante mientras residía con una familia de la comunidad, en cuya casa vivían tres hijas, sus progenitores y los padres ancianos del marido. Esta situación ofreció la posibilidad de asistir a diversas dinámicas domésticas, suyas, de sus parientes externos y de los vecinos. Los recorridos diarios por el pueblo brindaron también abundantes materiales espontáneos sobre las actividades colectivas. En cuanto a las entrevistas (abiertas o semiestructuradas casi siempre), se realizaron con distintas categorías de informantes: jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos. Por lo general fueron grabadas y después transcritas con detalle; en las ocasiones en que resultó imposible, se consignaron a mano y al dictado en una libreta de campo. Algunos informantes principales fueron consultados sobre una amplia variedad de temas, y su aparición recurrente en el trabajo como hilos conductores fue el resultado de ello. El método genealógico se empleó fructíferamente en media docena de casos —proporcionando información sobre actividades, herencias, hogares, conflictos familiares e incluso enfermedades tratadas por curanderos—, y se aplicaron encuestas por cuestionarios, basadas en las informaciones anteriores, a los niños de una de las escuelas primarias del pueblo.

Lógicamente, la información fue desigual en cuanto a los diversos apartados etnográficos, lo que dependió de distintas circunstancias, entre las que destacan tres principales: el obviamente limitado tiempo de estancia en la comunidad (aunque algunas informaciones se completaron con datos posteriores durante ese año), la extrema desconfianza y reserva de los vecinos —volcados y cerrados a menudo sobre sus propias vidas—, y la existencia de ciertos temas sobre los que mis interlocutores querían hablar más y que yo tuve mayores oportunidades de observar o participar con detenimiento, en detrimento de otros. No obstante, en la versión final se equilibró el volumen de información con el fin de guardar un orden en las proporciones[4].

Cabe destacar, por último, un aspecto central: la llamativamente escasa —casi nula— atención que los etnólogos han prestado a los nahuas de la Sierra de Texcoco, en contraste con la proliferación de estudios consagrados a los nahuas de regiones como la Sierra Norte de Puebla, o de los estados de Guerrero o Veracruz, por ejemplo. Así pues, esta monografía se presenta como un testimonio sobre una comunidad y una región de la que se sabe considerablemente poco, y ofrece un modesto aporte de información inédita que, en el conjunto de la literatura mesoamericanista, podría servir para establecer comparaciones con otras áreas.

Organización territorial

La comunidad y su entorno

Santa María Tecuanulco está situada en el municipio de Texcoco, Estado de México, a 40 km al oriente de la ciudad de México. Se puede acceder al pueblo por dos rutas. La más empleada por sus habitantes consiste en seguir la carretera México-Veracruz hasta Texcoco y tomar la bifurcación que separa Santa María de Amanalco; así se llega al pueblo por el «lado Norte». La otra permite acceder a Santa María por el «lado Sur», y consiste en seguir la carretera desde Texcoco hacia el Molino de Flores y continuar hasta San Miguel Tlaixpan, dejando Santa Catarina del Monte hacia el sur, en la distancia sobre los cerros.

Santa María se asienta en las estribaciones de la Sierra de Tláloc, a aproximadamente 2.265 m de altitud; al igual que los pueblos vecinos se localiza en la franja ecológica serrana de la región denominada Acolhuacan septentrional[5]. El pueblo linda al este con una serie de elevaciones, la más importante de las cuales es el cerro Cuacosco —en náhuatl, ‘cabeza de oro’—, y al oeste con la población de Santa Inés, parte de cuyas casas se distribuyen en los márgenes de la carretera. Al norte limita con el pueblo de San Jerónimo Amanalco y al sur con el de Santa Catarina del Monte, ambos situados en la región ecológica de la sierra. Santa María alberga cerca de 3.600 habitantes[6], la mayoría de los cuales trabaja durante el día o incluso semanas enteras en las urbes de México y Texcoco.

Santa María se diferencia de los pueblos del llano[7] en tres rasgos principales relacionados con la ocupación del territorio y la distribución de las viviendas: el hábitat semidisperso, la abundancia de agua procedente de manantiales y la división política de la comunidad en dos mitades claramente diferenciadas. En primer lugar, Santa María se caracteriza por poseer un asentamiento semidisperso. Al carecer de terreno ejidal y estar calificada la tierra como comunal —que en la práctica actúa como propiedad privada, pues se hereda y se vende entre los vecinos—, los campos de cultivo se encuentran emplazados directamente junto a las casas, lo que hace que, al contemplar el pueblo desde la cima del cerro Cuacosco, las viviendas aparezcan en la distancia separadas unas de otras por grandes rectángulos de color verde o pardo. Al contrario de lo que sucede en los pueblos de la llanura, las aproximadamente 650 casas de Santa María Tecuanulco no se concentran en torno a un núcleo o plaza central, sino que se encuentran diseminadas por el paisaje: hacia el este sobre los cerros y hacia el oeste sobre la llanura circundante, hacia el norte en dirección a San Jerónimo y hacia el sur en dirección a Santa Catarina. De norte a sur el pueblo tiene una extensión aproximada de tres kilómetros y medio; la iglesia destaca por su coloración blanquecina hacia la mitad aproximada del recorrido, elevada algunos metros sobre la ladera del cerro Cuacosco.

El espacio abierto que se extiende ante ella cumple la función de plaza en algunas ocasiones: allí instalan un sobrio tianguis[8] de media docena de puestos los miércoles por la mañana o celebran los conciertos de música clásica durante las fiestas más importantes. Junto al lado norte de la iglesia se encuentra la Delegación y el Centro de Salud. Al otro lado de la calle, directamente frente al atrio de la iglesia, se ubican algunas de las principales tiendas de la localidad: una zapatería, una papelería, un lugar de comida económica llamado «Las cazuelitas», una panadería y una tortillería. El límite del pueblo hacia el este lo constituye la pequeña capilla blanca y azul ubicada en la cima del cerro Cuacosco, donde el 3 de mayo, día de la Santa Cruz, suben los vecinos para oír misa llevando tamales y las cruces de madera del día de la bendición de sus casas. En el límite del pueblo hacia el oeste se encuentran el manantial de Atlmeya y el cementerio.

En segundo lugar, en una región tan árida como es el municipio de Texcoco, Santa María dispone de una gran cantidad de agua, equivalente tal vez a la de las comunidades vecinas de San Jerónimo Amanalco o Santa Catarina del Monte. El pueblo cuenta con tres manantiales permanentes y un número variable de ojos de agua que brotan de forma espontánea en los cerros e inesperadamente desaparecen. Los tres manantiales que registran una mayor permanencia a lo largo del tiempo son, por orden de importancia, Atitla, Atlmeya y Pinahuisac (también denominado en ocasiones Tepitzoc). Atitla —en náhuatl significa ‘donde hay agua’, ‘lugar de agua’— se encuentra ubicado en la cara norte del cerro Cuacosco y abastece de agua potable y de riego mediante una red de canales de cemento descubiertos, llamados «caños», a la mayor parte de las viviendas del pueblo. El agua se acumula durante la noche en un depósito situado a media altura en el cerro y de allí es conducida a las casas por medio de mangueras. El segundo manantial, Pinahuisac —en náhuatl: ‘le dio pena salir’— es apenas un hilo de agua en el cerro Tepitzoc —‘piedra dura’—, contiguo al Cuacosco en su vertiente meridional. Este manantial surte de agua potable, por medio de mangueras unidas a una bomba de extracción, a un reducido número de casas de la colonia Los Pinos, emplazada en el límite habitado de Santa María con Santa Catarina del Monte. El tercer manantial, llamado Atlmeya —en náhuatl: ‘donde nace el agua’—, brota entre árboles y hierba muy verde de una pequeña barranca en el límite meridional del pueblo, donde terminan las viviendas y comienza la árida llanura de tepetate (roca volcánica). Este manantial se encuentra actualmente cercado de alambre y convertido «en el lugar más comercial del pueblo», como afirman los vecinos. Una familia logró, mediante un título de concesión, registrar el predio como propiedad privada y prohibió la entrada libre al manantial, cobrando una tarifa de 10 pesos[9] a los habitantes del pueblo y 25 —según reza un cartel— a los foráneos. Después construyó una alberca-balneario a la que los fines de semana acuden turistas del Distrito Federal a bañarse y pasar el día, y sectas religiosas a realizar bautismos. A pesar de las medidas y la vigilancia continua, numerosos habitantes del pueblo acuden personalmente o envían a sus hijos a recoger agua al manantial para el consumo cotidiano de la familia; todos se resisten a pagar la cuota establecida. Este era el lugar en el que se reunían tradicionalmente las mujeres a lavar la ropa antes de que en 1986-87 instalaran el agua potable en el pueblo.

Junto a estos tres manantiales, otros lugares de la sierra donde los pobladores refieren que mana el agua son Aclapulco, Cuatemole y Quetzaltepetl. Sin embargo, resulta extremadamente difícil y problemático ubicar con exactitud geográfica los manantiales que nacen en los cerros, pues la misma fuente de agua puede recibir diferentes denominaciones dependiendo de la persona que la nombre; en otras ocasiones el manantial y el cerro de origen son designados con idéntico término por los vecinos. Considerando esta dificultad topográfica y la inherente confusión de nombres que conlleva, una enumeración aproximada —de norte a sur— de los cerros provistos de agua que se encuentran en la parte alta de Santa María y anteceden a la Sierra de Tláloc podría ser la siguiente: Atitla, Cuacosco, Tepitzoc, Pinahuisac, Malinali y Chaucingo. Salvo algunos claros y campos de cultivo, estos cerros están tapizados de oscuros bosques de encinos, cedros y ocotes (pinos resinosos), árboles de capulín, tejocote, tepozán y huacusco, así como arbustos de jarilla y tepopote. En las inmediaciones de las casas crecen también algunos manzanos y duraznos cultivados.

La tercera característica de Santa María está relacionada con la distribución espacial de las viviendas y la constituye la división política del pueblo en dos mitades territorialmente diferenciadas: el «lado Norte» y el «lado Sur». La línea divisoria entre ambas está representada por una calle inclinada —llamada en la actualidad Benito Juárez— que atraviesa diagonalmente el pueblo en dirección este-oeste desde las cercanías de la fachada sur de la iglesia y la miscelánea «La Central» hasta el manantial de Atlmeya y la llanura de tepetate. Como se indicó más arriba, cada una de las mitades posee acceso diferenciado por carretera. En la mitad Norte se encuentran una escuela de primaria federal, otra secundaria y la escuela de Bellas Artes; en el lado Sur se encuentra la escuela de primaria Cuauhtémoc, de construcción reciente.

El nombre de Santa María Tecuanulco procede, desde un punto de vista etimológico, de dos narraciones míticas diferentes. Relata el delegado del lado Norte, don Toribio Durán:

Había hace tiempo muchos problemas entre San Jerónimo y Santa María por definir sus límites. Se pelearon y Santa María les ganó y hubo muertos en San Jerónimo, a pesar de que los del pueblo eran menos. Pero después regresaron los de San Jerónimo y los de Santa María pidieron ayuda al ejército. El ejército llegó; enfrente del batallón iba una mujer con una cesta y un niño: era nada más y nada menos que la Virgen Santa María. El pueblo se llamaba antes Nativitas Tecuanulco, pero a partir de este milagro le pusieron Santa María Magdalena. La imagen de la Virgen se encontraba originalmente en la iglesia de San Jerónimo, al que pertenecía. Después de la batalla se trasladó sola a Santa María y los de San Jerónimo querían recuperarla, pero la imagen volvía a regresarse aquí una y otra vez, y cuando se la quisieron llevar otra vez los de San Jerónimo, granizó. Así que la dejaron y le pusieron al pueblo Santa María.

El término Tecuanulco deriva del náhuatl y significa ‘lugar donde vive el tecuani’, una fiera mitológica devoradora de hombres que aparece representada a menudo en la figura de jaguar o coyote, un animal de grandes fauces que bajaba a las orillas del antiguo lago de Texcoco a alimentarse de peces. El mito cuenta que el tecuani quedó petrificado en el cerro Cuacosco, donde hasta hace un par de años existía efectivamente una gran roca tallada en forma de fiera que recientemente un vecino dinamitó por hallarse en sus terrenos de cultivo. Añade el delegado don Toribio Durán: «Por esta piedra donde se quedó encantado el animal se le puso al pueblo tecuani. Pero la persona que vivía donde se encontraba esta piedra no sabía la historia y la destruyó».

Desde Santa María es posible desplazarse en microbús hasta Santa Catarina del Monte, San Miguel Tlaixpan, San Jerónimo Amanalco y Texcoco, capital municipal. Muchos de sus habitantes pasan la mayor parte del día trabajando fuera del pueblo, un gran número en la ciudad de México. Cuando el visitante recorre sus calles no puede dejar de sorprenderle la ausencia de gente; habitualmente se vislumbra a algún vecino caminando por la carretera, a una señora parada esperando la combi que le lleve a Santa Catarina o San Miguel Tlaixpan, o a un niño que regresa a casa después de la escuela. La vida fuera de las viviendas —incluso en día de mercado— es prácticamente inexistente; ocultas en su interior muchas mujeres esperan en soledad el regreso de sus maridos que trabajan fuera. Cuando anochece es posible distinguir hacia el oeste, desde cualquier lugar del pueblo, cientos de luces multicolores brillando en la distancia, un mar interminable: se trata de la extensión inmensa de la ciudad de México.

Tipo de poblamiento y vivienda

Entre la parte norte y la sur, las 650 casas de Santa María se diseminan irregularmente junto a sus terrenos de cultivo siguiendo un patrón de asentamiento semidisperso. Si se contempla desde el cerro Cuacosco, uno puede percibir que ambas mitades presentan un poblamiento regular, sin que ninguna de ellas destaque sobre la otra en cuanto al número de casas. La región más poblada coincide con la parte central —donde se asientan las tiendas, el centro de salud, la delegación y la iglesia—, así como gran parte de la planicie que se extiende al oeste más allá del manantial de Atlmeya y el cementerio. El área de menos asentamiento es el cerro Cuacosco, donde las viviendas, conectadas entre sí por estrechos caminos forestales, destacan a diferentes alturas por encima de la iglesia hasta algunos centenares de metros bajo la cima del cerro, donde se encuentra asentada la capilla.

Un informante que trabaja como campesino y albañil realizó una clasificación del tipo de viviendas que se han ido sucediendo a lo largo de la historia de Santa María:

1.- Antes, «primero primero» (en el origen), las casas eran de tepetate mezclado con lodo como al hacer una casa de tabique; lo cubrían hasta arriba y lo tapaban de pasto alto que sacaban del monte.

2.- Después se construían casas de adobe tapadas con lodo. «Esa era casa de lujo».

3.- Posteriormente eran «casas de bóveda» hechas de ladrillo delgadito y una capa abajo de ladrillo con mezcla; le cruzaban otra abajo y le ponían unas viguetas. «El que tenía una casa de esas ya era rico».

4.- Ahora son las casas de concreto hechas a través de arquitectura.

Otro vecino refiere que hace cerca de 32 años las viviendas tenían techo de pasto y tejamanil, mientras que las paredes estaban hechas de hijihuite y adobe. Toribio Durán coincide en señalar que hace 30 años las casas de adobe eran las que se consideraban más elegantes en el pueblo. Algunos ancianos hablan de las casas de tablas de madera, «como huacales» (cajones para fruta), que se erigían también en el pueblo.

Actualmente existe en Santa María una amplia variedad de tipos de vivienda, ya sea por el estilo arquitectónico con que han sido construidas o por los materiales utilizados. La mayoría de las viviendas cuentan con un terreno de cultivo anexo y se distribuyen espaciadamente a lo largo de calles, muchas sin pavimentar. Aunque carezco de un porcentaje exacto del número de casas perteneciente a cada tipo, señalo a continuación los rasgos más sobresalientes de las viviendas agrupadas en una tipología.

1) Existe en el pueblo un reducido número de casas de un piso hechas enteramente de adobe; es posible descubrir también restos semiderruidos de este tipo de construcciones alrededor de los cimientos de las casas de una planta, construidas de tabique o block, algunas aún sin terminar, levantadas por los herederos cuando los antiguos materiales se fueron desmoronando. Este tipo de casas suele contar con letrina.

2) Un segundo tipo de residencia lo constituye la llamada «casa solar», una vivienda compuesta por varias habitaciones espacialmente distribuidas alrededor de un patio central descubierto de forma cuadrangular, a las cuales se accede por distintas puertas que las comunican directamente con el patio. La «casa solar» puede tener uno o dos pisos; los materiales de construcción son generalmente el tabique y el block, y cuentan con baño y regadera (ducha) en su interior, aunque pueden carecer de agua corriente.

3) Un tercer tipo de casas está representado por viviendas de un solo piso, de tabique o block, con marcos de ventana de aluminio, suelos de loseta, cocina amueblada, baño completo y estacionamiento para el coche en las inmediaciones.

4) El cuarto tipo de vivienda, la más escasa y lujosa de todas, consiste en una construcción sólida de dos o tres plantas con suelo de loseta, habitaciones amplias y cocina amueblada con electrodomésticos, varios baños de azulejos con agua corriente y grandes ventanales en los pisos superiores. Estas casas, fácilmente distinguibles externamente por su estilo innovador plasmado en grandes y sobrios volúmenes o forman redondeadas, representan un número muy reducido de las construcciones de Santa María y pertenecen principalmente a músicos o fabricantes textiles que venden sus productos en el pueblo de Chiconcuac.

En general, la mayoría de las viviendas se caracteriza por contar con grandes espacios vacíos de decoración y un reducido número de muebles, incluso las consideradas más lujosas. Algo notorio en todas ellas, independientemente del nivel social de sus propietarios, es la presencia de una única cocina y de un altar ubicado generalmente en el salón, consistente en una mesa de madera con una repisa encima, apoyadas ambas contra la pared opuesta a la puerta de entrada: allí arden una o dos veladoras acompañando, entre otras, a una imagen de la Virgen de Guadalupe y, en muchos casos —sobre todo si el dueño de la casa es músico, por tratarse de su patrona—, una estampa de santa Cecilia. Aunque en el pueblo no hay línea telefónica, la mitad de las viviendas cuenta con un teléfono celular, visible por estar colgado con un aplique en una pared del salón. Excepto en las viviendas más austeras, el agua suele llegar, por un sistema de mangueras, directamente a los baños y cocinas de las casas desde los depósitos de los cerros.

El término con que los vecinos conocen y designan a las diversas viviendas del pueblo es generalmente, o bien un topónimo en náhuatl que hace referencia a la ubicación o características físicas de la vivienda —Teopanixpa, ‘junto a la iglesia’; Teopanquiahuac, ‘afuera del templo’; Nopaltitla, ‘lugar donde hay nopales’—, o bien el nombre de un santo que corresponde al del día en que se colocó la primera piedra o en que se llevó a cabo la bendición: san Antonio —porque la primera piedra se puso el 13 de junio—, san Agustín, santa Julia, san Francisco, san Miguel, san José, santa Cecilia, etc. Algunos ejemplos de viviendas con nombre en náhuatl son: Singuilucan, Atenco, Cuamecatitla, Ahuatitla, Acuautitla, Texocotitla, Cuamecatitla, Costitla, Zapotitla, Huiloac, Claxumulco, Tepizila y Mazapa, etc. Ejemplos de viviendas con nombres castellanos del santoral (bíblicos o toponímicos) son: Rosario, Morelos, Conchita, Calvario, La Gloria, Santa Cruz, Celaya, San Martín, San Lorenzo, Casa Guadalupe, La Casa del Campo, La Casa de las Tunas, etc. Los vecinos del pueblo emplean los nombres de las viviendas, frente al nombre o apellido de sus propietarios o dirección de la calle, cuando refieren su intención de visitar a sus inquilinos o cuando quieren determinar con exactitud la pertenencia de un individuo a un grupo de parentesco.

La mayoría de las casas muestra en su parte superior, normalmente fijada en una de las varillas metálicas de los cimientos que surgen de los pilares del último piso sin construir, una cruz de madera pintada de azul y rodeada de un ramillete de flores. Se trata de la cruz regalada por el padrino que los moradores buscaron para la bendición de la casa. En tres ocasiones llega el padrino a visitar la vivienda: cuando instalan los cimientos, cuando vierten el colado y cuando acude el sacerdote para dar la bendición. Ese día atan cordeles con adornos en las esquinas superiores de las habitaciones, tiran cohetes y preparan una comida de inauguración.

Un hecho significativo es que aproximadamente el 30 % de las viviendas de Santa María cuentan con temazcal, el baño de vapor de origen prehispánico con propiedades terapéuticas. Es una pequeña construcción de adobe o tabique que se levanta en las inmediaciones de la casa principal y a menudo cerca del horno destinado a elaborar el pan para el Día de Muertos. Presenta una cúpula circular sobre un espacio cúbico de adobe o ladrillo con una hornilla donde se quema la leña que calentará el agua destinada a convertirse en vapor. El lugar se tapa con piedras y lodo, y la leña colocada en este departamento tarda aproximadamente una hora en consumirse. El interior tiene una capacidad para tres o cuatro personas acuclilladas, aunque también los hay individuales; una vez acomodados, la puerta se cierra con plástico o una manta y en el agua que bulle y se desborda en la hornilla se introducen las plantas medicinales: ixtafiate, ruda, romero, ortiga, mirto. Inmersos en el vapor, los pacientes se «ramean» el cuerpo enérgicamente con un haz de hojas de huejote. El temazcal se emplea con fines terapéuticos en el tratamiento de diferentes enfermedades —principalmente de huesos, barros o reúma (para lo cual se buscan hojas de ortiga)—, así como para proporcionar cuidados postparto a las mujeres al tercer día de haber dado a luz (devolverles el «calor» corporal que se incorporó al recién nacido, enfriándolas), para estimular la producción de leche y reforzar, y devolver a su estado original, el cuerpo después del alumbramiento. También es un recurso higiénico. Explica la señora Dominga: «A la familia de acá le gusta bañarse en temazcal; se siente bonito. Con el calor se hojea bien uno, se limpia uno bien». Aunque es cierto que pocas viviendas del pueblo poseen hoy temazcal, también lo es que un buen número de mujeres que carecen de este recurso acuden a la casa de otros vecinos que disponen de él cuando quieren tomar un baño. Es frecuente escuchar, al visitar una casa, a algún niño vecino decirle al dueño: «Mi mamá dice que ya está el temascal por si se quiere bañar».

Anexo al temazcal suele encontrarse el horno para elaborar pan el Día de Muertos, una cúpula de adobe de un metro y medio de alto en cuyo frente se abre una oquedad que permite introducir la leña y las figuras de pan que serán ofrendadas a los difuntos. Su interior presenta restos de ceniza durante el resto del año.

Economía

Los habitantes de Santa María ejercen una amplia gama de actividades económicas, las más frecuentes y representativas son la música profesional y la venta de flor. Es raro el grupo doméstico en el que al menos uno de sus integrantes no se dedique a una de estas ocupaciones y ambas juegan un papel determinante en la autorrepresentación, es decir, en la imagen de singularidad que del pueblo tienen sus propios habitantes. Según sostienen: «En Santa María, el que no es músico es florero».

Pero a estas actividades económicas principales se les suman otras dentro y fuera del pueblo. La agricultura de temporal y de riego es fundamental como eficaz complemento económico y de subsistencia, y se trata de una actividad masculina como los negocios de tortillerías y los trabajos asalariados de chofer, plomero, policía o mesero en las ciudades de México y Texcoco. Las mujeres se dedican principalmente al hogar y al comercio de flor, o trabajan de secretarias, empleadas domésticas o peluqueras. Algunas confeccionan distintos tipos de ropa que después venden al mercado de Chiconcoac y cuentan en casa con estantes repletos de bobinas de hilos de diferentes colores y grandes máquinas de coser equipadas con lámparas para trabajar durante la noche.

Pero no se trata de ocupaciones de tiempo completo, ni excluyentes unas de otras, ni constantes a lo largo del año ni de la vida de las personas. Por el contrario, resulta frecuente que un mismo individuo combine, aunque en periodos distintos, varias modalidades laborales diferentes: albañil como ocupación cotidiana y agricultor los fines de semana, músico durante la semana según los requerimientos de su orquesta y florista los días festivos, etc. Existe un entramado de ocupaciones fluctuantes e intermitentes que se adaptan a las diferentes posibilidades de cada persona, a la coyuntura y a la estación. En la familia y en la casa de Juan Martínez, por ejemplo, los cultivos aportan alimentos durante los periodos en que la familia no recibe ingresos. El hijo mayor es músico militar pero también toca en una banda sinaloense de Santa Catarina; Juana, su madre, trabaja con su hermana en una pastelería de Texcoco; su marido, Juan, es albañil y agricultor, pero el 2 de febrero acuden los dos, con un puesto ambulante, a vender flores a los pueblos circundantes porque es una buena oportunidad para obtener recursos.

Entre los adolescentes y jóvenes destaca el alto número de estudiantes de música en distintos conservatorios y de alumnos de preparatoria e incluso universitarios en las Universidades de Chapingo en Texcoco o de la ciudad de México. Cuando los ingresos de la familia son bajos, los hijos trabajan a menudo en el comercio o como músicos en los bailes.

Las actividades que se desarrollaban en el pasado —examinadas gracias a los testimonios de los ancianos de la actual generación— fueron, hasta los años 50, la explotación del bosque para hacer carbón vegetal que vendían en Texcoco y la agricultura de subsistencia, a la que se dedicaban los hombres, y una escasa venta ambulante que desarrollaban las mujeres. Cuenta el anciano Rafael Arias, de setenta años, refiriéndose a las actividades que realizaba de joven:

Sembrábamos trigo, sembrábamos papa. Fui leñero, fui escobero un tiempo. En cachitos de cada cosa... En aquel tiempo no se ganaba nada; bien matado y no se ganaba nada. Pero a todos, no más yo, a todos los vecinos, Santa Catarina, San Jerónimo... Aquí unos cuantos fueron madereros, pero más no. Se hacían como dos horas de camino al cerro, pues es que la leña ya no se encontraba por ahí cerca, y hasta por allá lejos lo traíamos. Pues, para hacer el carbón, verde se corta el árbol, el encino; se corta verde y se corta en cachitos [como de medio metro], después se le pone el palito seco adentro, nosotros le decimos tlatecuitl, se mete así en el medio esos trocitos secos, y después, alrededor, ya el verde; y de que ya se completó así una rueda se tapa como así como con cuatrapeado [desordenado]. Y se le pone alrededor la hierba del árbol lo que se corta. Después se busca pasto, se cerandea bien cerandeadito así para que no le entre tierra, y se le echa tierra encima del pasto, pero el fuego ya viene adentro, ya viene prendiendo, se tapa todo con el pasto, y alrededor se le arrima la tierra para que no salga la lumbre, como que se ahogue. Cuando ya prendió, una humareda, ya está grande, ya se deja. Se le cierra todo. Después se busca un palo para pegarle alrededor, que se junte lo que ya se quemó, para que se caiga sobre del seco. Después se deja un buen rato que prenda bien, no más se tantea que tanto de humo salga, porque si es mucho sale muy remolido el carbón. Cuando se puede atender, unos hasta salen enteritos, quemados, ya carbón. Quien lo sabe hacer logra trozos enteritos y quien no pues medio remolidos. Tarda como dos días y una noche quemando. Por último se aplasta y se le echa más tierra, se destapa bien y en la era ya se enfría. Entonces lo guardábamos en un costal o una bacina hecho cuadritos y lo vendíamos en Texcoco a 12 centavos el kilo. Más se cansaba uno que ganaba. Y también la papa la iba a vender con mi mujer, a ranchear.

Agricultura

Los cultivos más frecuentes en el pueblo son el maíz, el frijol, la cebada, el trigo, las habas, el arvejón, la calabaza y la alfalfa. La cosecha se dedica principalmente al autoconsumo; solo si es abundante y sobra una cantidad considerable se vende el excedente en el pueblo o el exterior. Según un vecino: «Aquí lo que se siembra es nada más para la familia, no es nada para vender». Se dice que la agricultura es una actividad que requiere de mucho trabajo y no resulta económicamente rentable. «Aquí ya casi nadie se dedica a trabajar la tierra —comenta con pesadumbre Juan Velázquez—. No es para ganarse dinero... Si dejo los terrenos y no los trabajo es peor, pues hay que sembrar algo, a ver si se da. Mi papá trabajaba mucho el campo, él hizo los terrenos que ahora ve». Igualmente, al margen de los beneficios económicos, otros pobladores consideran casi un imperativo ético sembrar maíz, que combinan con haba y frijol en la misma milpa; el maíz de producción propia posee un alto valor simbólico en el pueblo y se considera el ingrediente indispensable de la dieta; además, se concibe que debe mantenerse «viva» a la tierra cultivándola, «haciéndola trabajar»; en el pueblo destacan los campos irrigados entre canales y acequias y, alternados entre ellos, los de temporal.

Juan Martínez, de 45 años, solo cultiva los domingos; el resto de la semana trabaja de albañil construyendo casas en Santa Catarina. Su terreno está en el límite sur de Santa María. Llamado Hueytlacopilli —en náhuatl, ‘enjoyado, engarzado, encofrado’—, es una pequeña terraza que mide aproximadamente 25 m de ancho por 90 m de largo y está separada del terreno vecino por flores de agapando y nopales. Al igual que la mayoría de los vecinos, Juan cultiva la tierra sin maquinaria, usando tracción animal y trabajo humano, y sin recurrir al riego, confiando en el agua del cielo. Sus labores permiten apreciar algunos de los momentos del ciclo productivo.

La faena preparatoria, en marzo, es el barbecho, que tiene dos funciones principales: «Matar la mala hierba parásita ahorita que ya llovió, porque si lo hacemos cuando está seco no responde». La segunda función es preparar el terreno para que absorba las lluvias venideras: «Si vuelve a llover, el agua ya le entra bien parejito a la tierra». Juan unce a sus caballos con un arado de un solo aletón y los conduce al terreno, donde comienza a barbechar trazando un dibujo cuadrangular, pasando una y otra vez por el mismo surco. Al remover la tierra, reseca en su superficie y salpicada de restos de rastrojos de trigo de la cosecha anterior, aparece húmeda debajo y de un atractivo color café. Samuel, su hijo menor (el denominado xocoyote, el ultimogénito) de seis años de edad, observa con atención a su padre armar la yunta y uncir los caballos, y le sigue caminando detrás mientras barbecha el campo de cultivo, silencioso y atento.

Según Juan, «si hay tiempo le meto otro barbecho, pero con un arado más grande, y luego ya se hacen los surcos para lo que vas a sembrar». La distancia entre los surcos oscila entre el medio metro y los 80 cm; si se hacen más juntos «no tiene mucha libertad la planta».

Después distribuirá las semillas a mano: «Aquí se planta aún a la antigua, usando pala y no sembradora». Abrirá agujeros con una pala y dejará caer tres o cuatro semillas en cada uno. Juan emplea 20 kilos de semillas para sembrar su campo de frijol; en el caso del maíz, añade: «Yo mismo las selecciono, las desgrano y guardo para mi semilla de la del año anterior». Antes de sembrar, las llevará a bendecir a la iglesia el 2 de febrero, día de la Candelaria, para evitar que las tempestades y las tormentas arrasen la cosecha futura. Una vez bendita, la semilla es más fuerte y resistente.

El ciclo agrícola comienza en marzo o abril y termina en noviembre. Existe una rotación anual de cultivos no determinada. Por ejemplo, tras sembrar trigo el año anterior, Juan pasó a cultivar la anaranjada flor de Muertos, el cempasúchil[10]. Explica la rotación en los siguientes términos, tomando como referencia las concepciones alimenticias de los seres humanos: «Es como si nosotros comiéramos continuamente puros frijoles, pues nos cansaríamos; la tierra igual». Es decir, la rotación tiene efectos benéficos sobre la tierra, que se cansa de la rutina y disfruta la variedad; la tierra es un ente vivo que degusta y saborea de manera diferente los cultivos que produce, percibe diferencias en las semillas y en el crecer de las plantas.

Los vecinos que cuentan con milpas de regadío «solicitan el agua ocho días antes de necesitarla, y el pueblo no cobra por ella». El frijol, las habas, el arvejón y la alfalfa siguen este ciclo anual y curiosamente, especialmente en el caso del maíz, solo se riega al principio y, al comenzar a llover, se cierran los canales y se deja que las milpas reciban la benéfica lluvia pues, como se dice a menudo, «el buen maíz es el que nace y crece gracias al agua del cielo»[11].

El cempasúchil que sembrará Juan, y que venderá después en la capital para adornar los altares del Día de Muertos celebrado en noviembre, cuenta con gran aceptación en el pueblo. En mis recorridos observé que numerosos vecinos preparaban a comienzos de junio un pequeño semillero en las inmediaciones de sus casas. Llamado «almácigo», es un cuadrado de unos 3 m de lado y cercado por ramas de encino apiladas sobre el suelo, o tela metálica, para evitar el acceso de los animales domésticos, especialmente gallinas y borregos. Algunos instalan en el medio una cruz de madera con los brazos adornados de flores, crisantemos o helionoras blancas, y un lazo rojo atado en su parte central. Según explicó un anciano, «la cruz es para que ayude Dios y proteja a las plantitas de las desgracias».

El almácigo se siembra con luna llena, usando semillas extraídas de flores que el campesino guarda de la cosecha anterior. La planta permanece allí mes y medio; después, del 22 de julio en adelante, se trasplanta al campo de cultivo «para que empiece a matear». Se colocan tres o cuatro brotes tiernos en cada surco; son muy delicados y el laboreo —el vertido de tierra sobre el tallo de la planta— debe realizarse con delicadeza. «La cosecha tiene que ser exacta, del 22 al 24 de octubre, porque ese no cualquier día se vende» (en efecto, cuando regresé al pueblo el 22 de noviembre para la fiesta de Santa Cecilia, ciertos campos mostraban tallos floridos de cempasúchil que se retrasaron en su floración y no pudieron venderse antes del Día de Muertos). Juan comenta: «El 27, 28 o 29 de octubre empiezo a sacarlo y lo vendo en la Central de Abastos del D. F. para que llegue a tiempo a los altares. Gano entre 2 000 y 3 000 pesos con las flores». Otros campesinos cultivan agapandos blancos y azules, y margaritones que venden en los pueblos cercanos, en Texcoco o en la capital.

En el pueblo existe un único invernadero dedicado al cultivo de flor; lo explota Faustino, el hermano de Juan, perteneciente a los Testigos de Jehová[12]. El invernadero es una construcción de ladrillo y plástico ubicado en las proximidades de una pequeña masa de agua. El negocio es una explotación familiar llevada por el propio Faustino, su esposa y su única hija. Se halla cerca de una de las dos casas familiares y en él invierten los tres gran cantidad de horas de trabajo durante el día e incluso de noche. El invernadero requiere de un considerable volumen de agua —lo que le ha valido la censura de algunos vecinos—, electricidad para la iluminación casi ininterrumpida, abonos e insecticidas químicos. Las flores allí producidas son de alta calidad —pumas, crisantemos de Holanda, rosas, eleonoras, margaritas—, su ciclo de desarrollo de cuatro meses y el número de plantas por metro cuadrado de 2 500; unas 40 000 en total sumando la producción del invernadero. Una agente le ayuda a comercializar las flores; las mejores las trasladan al aeropuerto de la ciudad de México y las exportan a los Estados Unidos.

El comercio de la flor

Pese a que muchos vecinos siguen cultivando flores, la gran producción floral de Santa María es cosa del pasado. Hacia 1940, el esplendor de la floricultura dominaba en el pueblo. La fuerte inversión de tiempo y dinero y los riesgos considerables que corren las plantas ha reducido el cultivo en favor de la compra y posterior reventa de la flor. Indica un vecino: «Los que se dedican hoy a venderlas son muchos, pero los que las cultivan son pocos».

Una veintena de revendedores instala sus puestos ambulantes en Texcoco, bajo los portales de la plaza, en un horario que comprende de las 7:30 de la mañana a las 9 o 10 de la noche. Otros vecinos las venden los fines de semana y días festivos en puestos improvisados en los pueblos cercanos; las cargan en la cajuela o maletero de los coches y en poco tiempo instalan sus tenderetes rudimentarios. Una venta a pequeñísima escala la encabezan personas que «hacen un ramito de una docena de flores, lo adornan con algo y lo venden como en 15 pesos». Las flores las adquieren en la sección de subastas de la Central de Abastos del Distrito Federal o en la Central de Carpio. Los vendedores acuden una vez a la semana a la capital donde «compran todo en botón» para que aguante fresco el mayor tiempo posible.

De acuerdo con el lugar de venta, los pobladores distinguen dos categorías principales de flor: las «flores fijas», que se venden en puestos ambulantes, y las «flores exóticas», orquídeas y similares, más sofisticadas y raras, que se ofrecen en comercios especializados. A su vez, las «flores fijas» se dividen, de acuerdo con el cultivo, en «flores de invernadero» y «flores de campo». Las «flores de invernadero» son elionoras, pumas, rosas, crisantemos, astromelias. Las «flores de campo», que se cosechan en noviembre, son margaritones, claveles, alcatraces, agapandos —de colores blanco, nevado y azul—, nubes y montecasinos.

Entre las «flores fijas» que se comercializan en los puestos, destacan el acapulco, astromelia, hawaiana, cervera (como el margaritón, de colores rojo, blanco, amarillo y naranja), y el solidago, que se emplea como follaje o complemento ornamental en la composición de los ramos. Las preferencias de los compradores —las flores «más comerciales»— son la rosa roja y la gladiola. Existe una gran variedad de tipos de rosas denominados según el color, la textura o incluso el aroma de sus pétalos: rosa Leónidas, de color ladrillo; rosa Vega, de color carmín; rosa Álvaro, de color rosado; rosa Tineque, de color blanco; rosa Amarilla; rosa Marco Polo, de un color blanquecino, delicada y compacta; rosa de Océana, de color salmón y aromática. También existen diferentes tipos de gladiolos según su coloración, distinguidos por la terminología: gladiolo Borrega de color rojo fuego, gladiolo Espuma de color blanco, gladiolo Lupita de color rosa, etc.

Las temporadas en que más flores se venden son el mes de mayo, el 12 de diciembre y el Día de Muertos. El precio depende de la temporada: por ejemplo, «el 10 de mayo, día de la Madre, sube la rosa muchísimo, le doblan el precio: queda en 60 pesos». El 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, se gana más con la venta de la «rosa individual» en 5 pesos, que vendida por docena. El Día de Muertos, el cempasúchil es muy solicitado. Durante todo el año las coronas florales son un buen negocio: los vecinos invierten 120-150 pesos y obtienen por ellas 350 pesos.

Las flores se compran con diversos fines, aunque generalmente las personas las adquieren «para cualquier evento social, para algún difunto, fiestas de quince años, bodas, bautizos, mayordomías». Se emplean flores de diferentes colores para adornar la portada de las iglesias los días de fiesta; para bodas se ocupan principalmente las flores blancas: gladiolos, rosas, elionoras; en las fiestas de quince años la coloración depende del color del vestido de la niña y del gusto de los padrinos; en las iglesias también se ofrecen gladiolos rojos y blancos cuando se rinde culto a los santos, etc. La demanda floral con fines ceremoniales es interminable y amplia, como lo es el ciclo ritual anual del pueblo.

Música

La música representa la principal actividad de Santa María. Para sus habitantes, antecede incluso a la venta de flores en la autopercepción que distingue a la comunidad de los pueblos circundantes. Ante todo, Santa María se considera un pueblo de músicos, y en las fiestas de otras localidades se reconoce que los mejores músicos son los de Santa María.

El momento en que se introduce la música en el pueblo no es fácil de establecer, y sus habitantes esbozan al respecto teorías diversas. Felipe Manuel Elías Delgado, director de la escuela de Bellas Artes, cita con erudición a Sahagún y sitúa el origen local de la música en la época prehispánica. No obstante, para el joven Rolando, que toca el clarinete, la música comenzó en el pueblo cuando los abuelos empezaron a cantar en latín las partituras; también incidió la influencia cultural de los franceses por los instrumentos de viento, los valses y la banda del ejército. Lo cierto es que hoy en las genealogías es posible rastrear individuos que se dedican a esta actividad hace, al menos, tres generaciones —y sin duda la tradición debe de remontarse bastantes más años atrás—. En la actualidad es significativo que al menos un miembro de la mayoría de las familias del pueblo sea músico.

Existen tres tipos principales de músicos y de música en Santa María.

En primer lugar encontramos a los «verdaderos músicos», los músicos clásicos que tocan instrumentos denominados de metal o de viento, como son la tuba, el corno inglés, la flauta travesera, el saxofón, el clarinete, la trompeta o el trombón. Estos músicos son, ante todo y sobre todo, «artistas» que, a los ojos de los habitantes de Santa María, mantienen con la música una relación mucho más que puramente económica: «El músico es un ser servicial», dijo al respecto el joven clarinetista Rolando. Estos músicos trabajan generalmente en las bandas de las Delegaciones o barrios de la ciudad de México, en las bandas de la policía de la misma ciudad o del ejército, por ejemplo, de la marina, o, incluso, en tres casos excepcionales que suponen un gran orgullo para los habitantes del pueblo —tanto músicos como no músicos—, en la Orquesta Sinfónica Nacional («un músico que trabaja en la Sinfónica podría ganar de 12 000 pesos para abajo», comenta Carlos Arias, músico y delegado de la parte Sur del pueblo). En este sentido, Felipe Manuel Elías Delgado, el director de la escuela de Bellas Artes local, señala que es la institución donde toca el músico —antes que la calidad de su ejecución— lo que le otorga a este un determinado nivel de prestigio en una escala social aceptada entre los miembros de Santa María: los que tocan en las bandas del ejército son claros ejemplos de buenos músicos. Estos profesionales se caracterizan por estar sujetos a una férrea y rigurosa disciplina diaria de seis a ocho horas de ensayos y ejercicios, realizar grandes desplazamientos y viajar por largos periodos de tiempo a otros estados de la República mexicana. Un claro ejemplo al respecto es el caso de Toribio Durán, delegado de la parte Norte, quien toca la tuba; empezó en el ejército, después pasó varios años de su vida acompañando a bordo de un avión a diferentes bandas presidenciales en sus recorridos por el país; en la actualidad toca en la banda de la Delegación de Milpa Alta.

Existen también otros músicos que integran «bandas sinaloenses» y tocan en las fiestas de otros pueblos; en muchos casos estos músicos son los mismos que los anteriores, que buscan en esta actividad un complemento adicional a su salario.

Estas bandas, comúnmente conocidas con el término peyorativo de «bandas de tamborazo», proliferan actualmente y se caracterizan por tocar música norteña o ranchera, perseguir exclusiva o principalmente el beneficio económico —antes que la calidad artística de ejecución— y ganar sustanciosas cantidades de dinero sin precisar de la dura —y socialmente admirable— disciplina académica que somete a los músicos clásicos del grupo anterior. Es frecuente encontrar en los comentarios de los habitantes de Santa María una censura general hacia este tipo de actividad, quizá debido a que este género de música y el estilo de vida a él asociado no concuerdan con la imagen y autorrepresentación pública del pueblo que promueven sus habitantes.

Por último, una tercera categoría de músicos lo integran las «bandas aztecas», compuestas por tres instrumentos —la chirimía, una flauta de barro de tres agujeros que en la percepción popular se identifica con el mundo de los aztecas; el teponaztle, un tambor cilíndrico de madera de cerca de un metro de altura y membranas de piel, y la tarola, un pequeño tambor de estructura metálica que se toca con baquetas— y media docena de personas. Estas bandas tocan en las fiestas religiosas de los pueblos vecinos, como San Jerónimo Amanalco, Santa Catarina del Monte o San Juan Totolapan (y las de estos pueblos tocan en Santa María), o incluso en algunas delegaciones de la ciudad de México, como Coyoacán.

Como se vio anteriormente, en el pueblo es muy común la combinación y alternancia por una misma persona de varias actividades económicas diferentes. Así, numerosos vecinos combinan su trabajo cotidiano en las bandas de las delegaciones del Distrito Federal con conciertos en las fiestas de los pueblos circundantes; este es el caso, por ejemplo, del delegado de la parte Sur, Carlos Arias, que toca el clarinete en la banda de la policía del Distrito Federal y participó en la banda que tocó el 23 de junio en la fiesta de San Juan Totolapan. Otros músicos alternan su trabajo en las bandas clásicas del ejército o las delegaciones y en sus ratos libres tocan música norteña en las bandas «de tamborazo». Y, se vio, el oficio de músico suele combinarse habitualmente con otras actividades económicas características del pueblo, como es la agricultura y la venta de flor.

El conocimiento musical se adquiere de diferentes maneras. Generalmente es un amigo o un pariente de la familia —no necesariamente el padre, que puede no dedicarse a la música— quien inicia al niño en el arte de tocar un instrumento de viento determinado. Este fue el caso del delegado de la parte Sur, Carlos Arias, que aprendió a tocar el clarinete porque otro muchacho que vivía en su misma calle le enseñó. Otro medio por el que un individuo aprende a tocar un instrumento es mediante su instrucción en una institución especializada, sea el Conservatorio Nacional o la Escuela Nacional de la ciudad de México o, muy recientemente, la escuela de Bellas Artes de Santa María Tecuanulco. Allí se imparten clases de danza, artes plásticas, teatro y música a 74 alumnos del pueblo; al cabo de tres años de preparación, los estudiantes reciben un título equivalente a una carrera técnica y se titulan con una especialidad. Las clases comprenden solfeo, conjuntos corales, historia universal de la música, técnicas de investigación e interpretación de trombón, clarinete, tuba, piano, flauta travesera y trompeta. En la actualidad son numerosos los jóvenes —muchachos, pero también chicas— que se desplazan a la ciudad de México para iniciar, o continuar después de la formación en el pueblo, en estos centros académicos urbanos su educación musical.

Un aspecto clave de la música en el pueblo, principalmente la clásica, más allá de su función de soporte económico de las diferentes familias, es que constituye el criterio identitario y de identificación comunitaria de Santa María Tecuanulco hacia el interior y frente al exterior. Esto se refleja directamente en sus principales festividades —la del 22 de julio, fiesta principal, y la del 22 de noviembre, Santa Cecilia, Día del Músico—. El 22 de julio se lleva a cabo un concurso de bandas de música clásica procedentes de diferentes pueblos de la zona. Esta fiesta se diferencia radicalmente de las fiestas de los pueblos vecinos, pues —según explica Rolando resumiendo la opinión general— «es una fiesta ordenada y de más calidad». Cuando los músicos interpretan sus partituras se hace callar el ruido de las ferias y los juegos mecánicos; tampoco se permite que varias bandas toquen simultáneamente de manera que se produzca un efecto de «música encimada», como sucede en otros pueblos. Esto es revelador porque la superposición acústica, la «música encimada», el esplendor cacofónico de los instrumentos suele constituir, en opinión de la gente de la región, una ofrenda compleja dirigida al santo tutelar, y en Santa María la atención a la música como fenómeno autónomo hace pensar en este especial sentido añadido a la interpretación musical, vinculado con su papel como criterio de endoadscripción. Además, mientras en otros lugares «el castillo pirotécnico es el punto álgido de la fiesta», en Santa María lo principal es el concurso de bandas y la misa. En la festividad del músico, el 22 de noviembre, Santa Cecilia, se congregan en la explanada que precede al atrio de la iglesia una multitud de 400 o 500 músicos del pueblo para llevar a cabo un gran concierto, en el que se brinda espacio para que varios de ellos se turnen y dirijan públicamente la orquesta mostrando así su pericia.

En suma, para los vecinos la música clásica constituye un valor social: identifica y dota a la comunidad de características particulares frente a los pueblos aledaños, ofrece un certero criterio de prestigio para valorar a una persona en la escala social, concentra los ahorros del grupo doméstico cuando es necesario que un pariente adquiera un instrumento (muy caros, pues por lo general alcanzan los 15 000 pesos) y representa un modelo moral o estético que aflora a menudo en los juicios de valor: la música clásica, de calidad y definida por el esfuerzo y la dedicación, frente al desorden y pragmatismo economicista de las bandas de «tamborazo».

Al respecto, un aspecto interesante es la percepción que los niños tienen sobre la música a través de su experiencia familiar. Una indagación en este sentido tuvo lugar por medio de dos preguntas incluidas en el cuestionario escolar que se llevó a cabo entre los alumnos de 11 a 13 años de primaria de la escuela Cuauhtémoc[13]. A la pregunta: «Si un miembro de tu familia es músico, ¿qué es lo que más te gusta de su trabajo?», los niños respondieron[14]: «La música», «sus canciones», «que el luego mi papá me toca musicas que le pido por ejemplo las Mañanitas, la Bamba o Cielito lindo u otras», «las melodías que tocan», «que toca muy bonito y es muy afinado» «que me lleva a sus tocadas», «de que canta bonito», «yo soy musico», «q’ cuando va a tocar a lugares q’ no conosemos nos lleva», «los conciertos y la fama», «como canta», «me gustaba que cuando llegaba nos contaba de las partes a donde iva a tocar», «que gana dinero». Y a la pregunta: «¿Qué es lo que no te gusta?», los niños contestaron: «El escándalo que hacen cuando están ensayando», «algunas canciones», «que cuando el practica hace mucho ruido», «que siempre estudian y hartan», «que hacen mucho ruido», «que nos desvelamos mucho», «que diario asen ruido», «todo», «q’ se desvela mucho», «de el no hay nada que no me guste», «que a beces duraba dias fuera de la casa», «lo que no me gusta de la musica clásica es que tocan luego se callan y media hora después cuando todos duermen hacen escandalo».

Sin duda, la música forma parte inextricable de la vida cotidiana de las familias.

Ganadería

Menos de la mitad de las familias cuentan con animales de corral —guajolotes, gallinas, puercos, borregos, cabras—, y más raramente vacas, caballos, burros y acémilas. Los guajolotes (pavos), las gallinas y los puercos son quizá los más visibles cuando uno camina por el pueblo, ya que estos animales pasan sus horas recorriendo las inmediaciones de las casas en busca de alimento. Sin embargo, el animal doméstico más común y casi omnipresente en la gran mayoría de las familias —y el primero en ser nombrado como tal— es el perro.

Los huevos y las aves se emplean para el consumo y también se venden o intercambian entre los vecinos. Los puercos se crían para las ceremonias rituales —bodas, quince años, bautizos— en las que constituyen el plato principal de los banquetes.

El cuidado y pastoreo de los borregos es una dedicación exclusiva de los niños. En los caminos y laderas del cerro Cuacosco es frecuente encontrar niños de 12 o 13 años con rebaños de entre cinco y una docena de ovejas. Pero no solo cuidan los de sus familias. Contó la señora Juana que sus hijos compraron borregos a un vendedor que pasaba por las casas. La lana la esquilaban y la guardaban; una vez al año venía un señor de Chiconcuac a comprarla o intercambiarla por otros productos de uso doméstico: «Les dejo un cobertor por esa lana». Los niños ahorraban el dinero y aprendían a manejarlo. Además, los borregos sirven para elaborar el guiso, cocido en una olla bajo la tierra, denominado «barbacoa», muy apreciado en el pueblo.

Las vacas se crían por la leche y los caballos, burros y acémilas sirven para las tareas agrícolas —arado y barbecho— y la explotación forestal. Quienes los tienen los alquilan a otros vecinos por días concretos, sirviendo para el uso propio y la obtención de recursos complementarios.

Ciertos animales, como las ovejas y cabras o los citados arriba, se crían para vender en el pueblo y obtener dinero inmediato. Son un capital que puede ser vendido, intercambiado o devuelto para saldar una deuda o disponer de efectivo en un momento preciso. «Cuando buscamos compradores para nuestros animales —dijo una mujer—, vemos a la gente que tiene dinero o que va a hacer una fiesta. Mi hermano apenas cambió su caballo por una yegua más grande, dio el caballo y tres borregos». Los animales son un apoyo importante para la economía del grupo doméstico, pero además su estiércol se usa como abono natural y constituye un ingrediente indispensable de los cultivos.

Caza y recolección

Algunos hombres del pueblo —difícil precisar cuántos— van ocasionalmente al cerro a practicar la cacería por diversión. Emplean escopeta y perros rastreadores. Pero las presas no suelen destinarse directamente a la alimentación. Los animales poseen principalmente un valor simbólico, bien por la fiereza y escasez de ciertas especies, bien por sus cualidades mágicas. Un ejemplo es la onza o tejón capturada por un anciano, cuya peluda y oscura cola sirve como amuleto protector frente a las desgracias; o el gato montés (llamado en náhuatl cuauhtochtli) y la aguililla abatidos por Juan Martínez, que disecó y ostenta hoy como prestigiosos trofeos en su casa. Las ardillas y conejos se cocinan y consumen en los hogares, y los niños cazan en sus juegos pajarillos y roedores con resorteras (tirachinas).

Por otro lado, en los meses de mayo y junio, a comienzos de la estación de lluvias, crecen en los campos y bosques los hongos llamados sanjuaneros o llaneritos, xoletes y tepoxontotes, que se recolectan para vender y comer. Los nacidos del maguey se consumen con epazote en tlacoyos o tamales. Sin embargo «de preferencia, cuando la gente quiere comer hongos, se los saborean solos». Las hierbas silvestres de las milpas —quelites y quintoniles— se recolectan y se consumen con agrado en quesadillas.

Tiendas

El pueblo cuenta con medio centenar de pequeñas tiendas de diverso tipo. La zona en la que se concentran es la explanada que se ubica aproximadamente en el centro geográfico del pueblo, del otro lado de la calle frente a la iglesia. Allí encontramos los comercios más grandes: una zapatería, una papelería, un lugar de comida económica llamado «Las cazuelitas», una panadería y una tortillería. Frente a ellas se localiza la miscelánea «La Central» —coronada su azotea por un perro de cemento—, una pollería y un pequeño salón recreativo equipado con máquinas de videojuegos. La papelería, el lugar de comida y la miscelánea reúnen los tres únicos teléfonos públicos del pueblo (que funcionan como los celulares, pagando al dueño el importe correspondiente al tiempo invertido en la llamada, pues Santa María carece de línea telefónica). Las demás tiendas —excepto dos tortillerías y panaderías, tres estéticas y algunas alquiladoras de mesas para fiestas— son los pequeños negocios de abarrotes que ocupan los bajos de algunas viviendas —en proporción de una por cada diez casas—; allí venden las mujeres diversos productos para el consumo doméstico: latas de conserva, papas fritas, refrescos y una gran variedad de dulces que incluyen chocolates, chicles, caramelos de tamarindo con chile, etc., así como productos de papelería, limpieza y mercería.

El pueblo cuenta con un tianguis de media docena de puestos que se instala los miércoles en la calle frente el atrio de la iglesia; en él se vende ropa, discos de música, dulces y productos de limpieza. No obstante, se trata de un tianguis muy pequeño en comparación con el esplendor y la abundancia del mercadillo del vecino pueblo de Amanalco, al que acuden, incluso, compradores de otras comunidades de la zona.

Casi la totalidad de las familias adquiere su despensa y el grueso de los productos de consumo diario en la ciudad de Texcoco.

Alimentación

Los pobladores comen principalmente maíz, frijoles, arroz, guisos de chile verde y chicharrón de cerdo, carnitas, carne de res en diferentes preparaciones, frita o cocida, a veces pollo, hojas de nopal, fruta variada, huevos de gallina. Además de lo que se produce en casa, la leche, la carne, los huevos, el aceite —manteca de cerdo— y la fruta se adquieren en tiendas de Texcoco o del pueblo; las tortillas —de maíz o harina de trigo— rara vez las hacen las mujeres y antes bien se compran en las tortillerías o a un vendedor ambulante de Santa Catarina que recorre las calles en su coche tocando una bocina. Estas tortillas compradas suelen ser de Maseca (la marca de maíz más común de México) o fabricadas con un maíz de calidad inferior al que se produce localmente, similar al que se vende en las ciudades. Sopas de verduras, caldos de arvejón, habas y calabaza forman el primer plato de muchas comidas; el segundo es carne de res, cerdo o gallina alternada con arroz o papas. La «barbacoa» —carne de borrego cocida bajo tierra durante horas con pencas de maguey, que venden los domingos en el tianguis del vecino San Jerónimo—, es famosa en Santa María y se considera un plato de lujo. Aguas de sabor hechas con frutas (jamaica, tamarindo, limón), pero sobre todo Coca-Cola, Fanta y refrescos gaseosos embotellados acompañan las comidas y en ocasiones un pan dulce o una fruta sirven de postre. Pese a tratarse de una zona rural, la dieta no se diferencia en gran medida de la que se consume en numerosas colonias de la ciudad de México. Su rápida transformación se refleja en el aumento de los casos de diabetes, obesidad y malnutrición que afectan a niños y adultos, según registra el centro de salud. El maíz, alimento básico, deja hoy paso a las comidas enlatadas, como jamón y derivados, papas fritas, alimentos prefabricados y preservados con conservantes químicos, dulces de todo tipo y refrescos. La comida se prepara generalmente en las casas —provistas de una sola cocina, pese a ocupar en ocasiones varias familias el espacio doméstico y compartirla, teniendo cada una sus propios enseres— y rara vez se come en puestos económicos del pueblo o fonditas. El ideal es comer en casa, y como reflejo de ello, en el pueblo solo existen dos lugares de este tipo: «Las cazuelitas», que abre de noche los fines de semana, y un pequeño puesto de quesadillas y tlacoyos que prepara una señora poco más arriba de la miscelánea «La Central», donde comienza el cerro Coacosco.

El maíz de producción local se destina principalmente a los contextos rituales, donde se consumen grandes cantidades de preparados hechos con él, sumamente apreciados: tlacoyos (una masa de maíz rellena de frijol), mixiotes (atados de cerdo en hojas de maíz o papel de aluminio, cocidos en una olla) y tamales (paquetes de carne o verduras con maíz), junto con los guisos de pollo o guajolote en mole que se distribuyen en las fiestas y que la gente se lleva a casa en forma de itacate (lo que se recibe como obsequio al marcharse) y consume después en familia durante días.

Pese a la transformación en la dieta, un aspecto de gran importancia que continúa vigente y es considerado con cuidado a la hora de consumirlos es la «calidad» térmica de los alimentos. Más allá de su temperatura empírica, y desde un punto de vista simbólico, atendiendo a su calidad los alimentos pueden ser «calientes» (totonqui) o «fríos» (ixtic), con la correspondiente escala de grados intermedios —«muy frío», «frío», «neutro», «tibio», «caliente» y «muy caliente»—, y resulta sumamente relevante conocerlos para no alterar el correcto funcionamiento y la salud del organismo. Por ejemplo, el mole, los mangos y las ciruelas son considerados «muy calientes» y producen diarrea si se abusa de ellos, pues sobrecalientan el organismo; la carne de res, el capulín y el licor son «calientes»; en cambio, los tamales, las peras, la sandía, las tunas, el melón, el aguacate, el elote hervido, los frijoles y la carne de cerdo son, en diferentes grados, «fríos» (el último se toma con tequila —«caliente»— para neutralizar su frialdad y que no haga daño); el abuso de estos alimentos puede producir hinchazón del estómago y catarro. Pero, pese a que los valores térmicos suelen ser intrínsecos de los productos, también es cierto que pueden transformarse por efecto de los procesos culinarios: muchos de los guisos que se elaboran en ollas, por ejemplo, se tornan «frescos» o «fríos». Y la clasificación alimenticia se complica al considerar que los colores tienen calidades térmicas en sí mismos y afectan a las de los productos: el rojo y el café o marrón son calientes, mientas que el verde, el azul y el negro son fríos. La dieta incide directamente en la salud, la fortalece o la debilita. El maíz —que en estado natural o en tortillas es de calidad «neutra», pero que al hervirlo en elotes o convertirlo en tamales se torna «frío»— es un alimento constituyente, pues determina la calidad de la sangre y la resistencia física, por lo que las comidas deben contenerlo en abundancia. Precisamente al deterioro de este alimento por los abonos e insecticidas químicos se atribuye la debilidad de la sangre y la menor longevidad de los pobladores actuales con respecto a los habitantes nacidos hace un siglo, más resistentes en el trabajo y orgánicamente fuertes.

El agua es recogida a diario en el manantial de Atlmeya y llevada a casa en recipientes de plástico. Pese a las reiteradas advertencias del médico que dirige el centro de salud, los vecinos no hierven el agua pues consideran que el hecho de ser de manantial es sinónimo de pureza, vitalidad y salud. Orgullosos, comparan la calidad de su agua con la que se bebe en las ciudades, especialmente en el Distrito Federal; el agua de Santa María Tecuanulco es sana y mantiene el cuerpo en equilibrio.

El alcohol, ya sea cerveza, licor o pulque, es un elemento central en las reuniones sociales. Se bebe con fruición en las fiestas pero no se ven vecinos tomando ni borrachos por las calles (al contrario de lo que sucede en los vecinos pueblos de Amanalco y Santa Catarina). La sociabilidad que produce el alcohol incita a mucha gente a compartirlo. Una mujer me contó que sus suegros, ya de 70 años, bebían cuando conversaban entre ellos tratando de involucrar a sus parientes: «¡Mírelos en el corralito de los animales, cada cual con su cagüama [cerveza]! Están ahí en el machero tomando los dos y se enfadan con mi concuña porque le ofrecen y ella no toma».

Universo social

La lengua náhuatl

Aparentemente, la mayoría de los vecinos de Santa María son monolingües de castellano y solo los hombres y mujeres de mayor edad hablan también —o principalmente— el náhuatl, denominado en el pueblo «mexicano»[15]. Sin embargo, una observación más atenta revela que buena parte de la población de 40 a 50 años conoce en diversos grados el náhuatl, lo entiende o incluso lo habla. Este es el caso de Juan Martínez, de Amanda Espinosa (la mujer del delegado del lado Sur) y de María Isabel (una señora que vive en el cerro Cuacosco). Todos muestran un especial interés por el idioma y aprovechan cualquier ocasión que se les presenta para hablarlo con los vecinos de más edad. Cuenta Juan Martínez: «El señor Asunción Ramírez, él platica mucho en mexicano, recordaba hasta de la Revolución, contaba cómo había vivido de joven...». De Simón Erizalde, decía Juan: «A mí me impresiona platicar con él en náhuatl por todo lo que vivió. Para mí es un orgullo oírlo por mí mismo, no que me lo cuenten. Es algo bonito, es algo increíble oír por su propia voz... Ya tiene 102 años».

Es difícil calcular a ciencia cierta quién habla náhuatl y quién no; el idioma es privativo de la vida doméstica y en ciertos contextos surge el desconcierto en el investigador ante el giro que toma una conversación con el cual, sin acuerdo previo y en cuestión de segundos, todos los presentes transitan del español al náhuatl. Buen número de vecinos que niegan hablarlo lo entienden o conocen sus rudimentos y otros que lo ignoran alaban sus virtudes[16]. El proceso de aprendizaje del náhuatl sucede en el grupo doméstico y a menudo alguien que no lo aprendió de niño comienza a desenvolverse cómodamente en él durante la adolescencia, o una mujer en cuya casa se escuchaba empieza a practicarlo y a dominarlo al vivir en la de sus suegros. Además, el náhuatl está sometido a contextos complejos de enunciación, y existen refinadas y tácitas reglas que norman dónde debe ser empleado y dónde no. Evidentemente, la estrecha vinculación con el mundo urbano ha persuadido a los habitantes de Santa María de que el náhuatl es un poderoso marcador étnico que permite a los pobladores de otros lugares categorizar a los vecinos de la sierra como «indígenas», lo que resulta con frecuencia peyorativo y estigmatizador. La premisa en el interior del pueblo, según la comparten implícitamente los vecinos, establece que no se debe ser «indio» hacia afuera. Amanda Espinosa, esposa de Carlos Arias, explicó: «A los de Santa María les da pena hablar náhuatl cuando están en otra parte, hacen como que no lo entienden, no quieren aprenderlo para parecer más modernos; quieren olvidar su pasado». Su marido, el delegado, indicó que hacia 1920-30 todos los vecinos del pueblo hablaban náhuatl; hoy eran los del pueblo de San Jerónimo quienes más lo empleaban pues, dijo, son «más tradicionales, un poco más serranos que nosotros».

Sin embargo, tampoco se puede ser siempre «indio» hacia adentro, a no ser que se sea un anciano. Como se verá más adelante, los criterios de «modernidad» asumidos del exterior —bien a través del discurso de los medios de comunicación, bien de la retórica que caracteriza a las campañas y programas políticos— y aplicados como en espejo al interior del pueblo, dejan mal parado al náhuatl como una forma de ser perteneciente al pasado y un valor opuesto a la «modernidad» en su acepción de «progreso» y de «desarrollo». La percepción y la relación con el náhuatl no están exentas de tensiones, contradicciones y ambivalencias.

Significativamente, al contrario de lo que sucede en San Jerónimo y Santa Catarina del Monte, en Santa María Tecuanulco no existe ninguna escuela bilingüe.

El vestido y el peinado

La forma de vestir de los hombres y mujeres del pueblo coincide en gran medida con la que puede encontrarse en grandes áreas populares de las ciudades de México y Texcoco. Los hombres visten habitualmente pantalones de mezclilla y camisas de algodón, también usan camisetas de manga corta y sudaderas; la mayoría no lleva sombrero —excepto los hombres mayores, que sí lo usan— y calza zapatos o tenis y, a veces, botas. Los músicos que trabajan en el Distrito Federal, cuando se desplazan a la ciudad para tocar, visten los uniformes respectivos de las bandas de las delegaciones, la policía o el ejército, y lo mismo sucede con los vendedores de las tiendas de Texcoco. No se observa el uso de huaraches o sandalias, ni siquiera en los ancianos, que abandonaron por completo la indumentaria indígena hacia 1970.

Las mujeres, por su parte, usan también pantalones de mezclilla y blusas, camisas o camisetas de algodón, y calzan zapatos o tenis. Es raro ver a una mujer de menos de 50 años vistiendo falda. Cabe destacar que el peinado de algunas mujeres de más edad consiste en dos finas trenzas —sin amarrar— que cuelgan sobre su espalda; estas mujeres visten zapatos, faldas, blusas y suéteres de lana. A las trenzas les dedican las ancianas gran cuidado: lavado y peinado, a veces armado alternando el cabello con una cinta roja, e incluso teñido si el pelo es cano. Las jóvenes, sin embargo, nunca se peinan así: su pelo lacio cae en cola de caballo o parcialmente suelto, opuesto al peinado tradicional. Como adscriptor étnico susceptible de generar estigma —en las ancianas se acepta pero en las jóvenes no—, la estética del cabello femenino es sumamente importante: «Aquí está un poco más civilizado el pueblo —expresó significativamente Amanda al comparar Santa María con San Jerónimo Amanalco—: allá se ven las mujeres con sus trenzas... son más como indígenas».

Clases sociales

En Santa María existe una clara diferenciación entre clases sociales. Sin duda, el principal indicador es la ocupación o profesión del varón, que define una particular posición de estatus, de él y de su familia, en la escala social de la comunidad. En el pueblo hay hombres dedicados principalmente al campo, a la albañilería, empleados de tiendas, como tortillerías, papelerías, etc., vendedores de flor, fabricantes de ropa para el mercado de Chiconcoac, músicos de bandas aztecas, de bandas de tamborazo, de delegaciones del Distrito Federal, de la policía, del ejército, de la guardia presidencial, de la Filarmónica Nacional. Los salarios son muy diversos, y a ellos se suman, como indicadores principales de las profesiones consideradas más prestigiosas, el grado de preparación exigida para su desempeño, el contacto con el mundo urbano, el grado de educación formal alcanzado por sus hijos y el tipo de vivienda en el que habitan. Existen niños que dejan la escuela en sus inicios y estudiantes universitarios que asisten a centros del Distrito Federal, casas de adobe con letrina y grandes construcciones de tres plantas con estilo original, garaje, amplios ventanales enmarcados de aluminio e iluminación en el exterior. El ideal es que los hijos estudien fuera, en la universidad o el conservatorio, patrocinar fiestas suntuosas y vivir en una casa que demuestre la bonanza económica y la «modernidad» de sus dueños.

Pero también ocupar un cargo —sobre todo el de delegado— se considera un elemento que aumenta el prestigio de la persona que lo ejerce, pese a que no reciba ninguna retribución económica por ello. Lo ilustra bien un ejemplo. Amanda, la mujer de Carlos Arias, delegado del lado Sur, supo por una señora cuando viajaba en transporte público que su marido había sido elegido delegado: «¡Ay, felicidades —le dijo—, ya no nos vas a saludar!». «¿Por qué?», le preguntó ella. «Porque Carlos salió como delegado».

Existen además ciertos apellidos que revelan un origen más antiguo o una mayor identificación con los primeros habitantes de Santa María. Estos apellidos, que representan familias autóctonas, «originarias», aparecen repetidos con frecuencia en las genealogías: son los Durán, los Arias, los Arpide, los Clavería y los Juárez[17]. Destaca así una conciencia de estirpe y de profundidad temporal que entronca a ciertas personas con unos supuestos orígenes.

Pero a este panorama se le suman aspectos derivados de la construcción de la identidad étnica. Los habitantes de Santa María se evalúan unos a otros de acuerdo con ciertas categorías que revelan el mayor o menor grado de «indianidad» inherente a ellos. Se puede ser «más» o «menos indio», lo que aporta, según el caso, menor o mayor prestigio, y este factor se articula con los criterios anteriores para ofrecer un panorama social considerablemente complejo. En ciertos contextos, ser «más indio» —léase, más nahua— puede ser valorado, pero en otros puede representar una desventaja. No obstante, la identidad étnica constituye un hecho negociable, relacional; permite un juego dinámico en el que un mismo individuo puede ejercer papeles distintos. En esta categorización étnica destacan ante todo el uso de la lengua y de las maneras sociales, y, principalmente en el caso de las mujeres, del peinado y la indumentaria.

Grupo doméstico

En Santa María es habitual encontrar un número variable de parientes habitando la misma casa. Por lo general, el padre, la madre, sus hijos y los hijos de estos —sus nietos—, en algunas ocasiones acompañados por algún tío o primo, viven juntos ocupando diferentes espacios de una misma residencia constituyendo una familia extensa. Lo más frecuente es que, tras el matrimonio de un hijo, este resida con su mujer durante un periodo aproximado de dos años en la vivienda paterna —siguiendo la norma vigente que señala la residencia postmarital virilocal— y después se independice y construya su propio hogar en un terreno adyacente cedido por su padre. Constituye la excepción el hijo que hereda la casa paterna —a menudo el ultimogénito, denominado xocoyote (del náhuatl, xocoyotl)—, quien reside en ella con su esposa durante toda la vida y cuida de los padres en su vejez. Cuando el hijo casado y su mujer se trasladan a su nueva vivienda y engendran a su primer hijo se forma una familia nuclear, que con el tiempo se transformará en familia extensa, lo que suponen los primeros momentos de desarrollo de un nuevo grupo doméstico.

El análisis de diferentes historias familiares revela que el momento en que el joven matrimonio transita de la residencia virilocal a la neolocal es intensamente deseado, al menos, por uno de los cónyuges. Juan Martínez expresa claramente esta necesidad de formar nuevos hogares: «Normalmente se tienen que separar, aunque sea en una casita de cartón». Los motivos de la separación radican en los frecuentes conflictos y desavenencias surgidos entre las diferentes parejas y parientes que conviven dentro de la misma familia extensa. «Menos mal que son hermanos y no primos —dijo una mujer al observar a dos niños peleando en la casa de su madre—: muchas nueras tienen problemas por eso». Con frecuencia, sin embargo —y esto parece un rasgo recurrente de los grupos domésticos de Santa María— el motivo principal del deseo de independencia reside en la relación problemática, debida al principio de virilocalidad, surgida entre la suegra (la madre del cónyuge que impone la autoridad en su casa) y la nuera (la esposa del hijo que debe obedecerla). Véanse algunos casos que ilustran la situación, y que iluminan además indirectamente otros aspectos principales de la conformación y dinámica de los grupos domésticos: la procedencia de las mujeres (en ocasiones de los pueblos vecinos), las tensiones entre parientes y las soluciones que las parejas proponen para afrontarlas. Los casos ofrecen una panorámica de la vida de las familias locales entrevista desde el interior.

Caso A:

Amanda Espinosa, de 45 años y originaria del vecino San Jerónimo Amanalco, contrajo matrimonio con Carlos Arias y, según la norma prescrita, fue a vivir a su casa en Santa María. Allí residían también las hermanas y un hermano de Carlos, llamado Martín, con su esposa.

Al comienzo, Amanda le tenía mucha confianza a su suegra, María Magdalena, a quien llamaba «la abuelita»; la quería mucho y le hablaba de los novios anteriores a Carlos. Pero todo lo usó la señora en su contra: «Le metía a su hijo ideas erróneas en la cabeza» y le hacía desconfiar. La «abuelita» aprovechó que Amanda iba los miércoles a Texcoco a tomar un curso de formación como maestra de escuela para convencer a Carlos —que salía a las cinco de la mañana y regresaba a la diez de la noche, y no tenía forma de comprobar lo que efectivamente sucedía— de que Amanda visitaba a un amante. Al igual que hacía con sus demás nueras e hijos —le había prevenido la mujer de Martín—, se quejaba de Amanda y la desprestigiaba: no sabía cocinar las tortillas, no lavaba bien los trastes y cometía todo tipo de fallas en las actividades domésticas. No obstante, la realidad era otra y la abuelita le hacía a Amanda lavar la ropa, fregar los trastes y no le daba un segundo de respiro. Cierto día, Carlos —que trabajaba entonces en la central de abastos de Iztapalapa, en México— enfermó y tuvo que permanecer en casa; contempló el ir y venir de su mujer. «¿Y esto lo haces todos los días?» —dijo entre sorprendido e indignado—. «¡Pues eso sí que no; están abusando de ti!». Y se mudaron a un pequeño departamento en Texcoco. «A mí me habían enseñado que a la suegra había que obedecerla —arguyó Amanda—, pero se me hacía que aquello era ya demasiado».

En Texcoco vivieron siete años. Allí nació Yazmín, su primera hija. Cuando sintieron la llegada de la segunda, Montse, decidieron que debían prescindir del departamento y obtener su propio hogar. Pensaban construir su vivienda en un terreno situado más arriba del de los padres de Carlos, pero terminaron erigiéndola —con el mismo diseño que habían pensado— junto a la de «los abuelitos», como una dependencia anexa. El dinero procedía sobre todo de los trabajos de Amanda. En la casa llegaron a convivir 18 personas. Cuando Amanda se iba a trabajar a la escuela, le pedía a su cuñada, la mujer de Martín, que diera de desayunar y comer a sus hijas, pero esta solo les proporcionaba un vaso de leche; el resto del bote se lo llevaba a su hijo. Los frascos se terminaban con rapidez. Lo mismo hacía con la carne, y a las hijas de Amanda las alimentaba con frijoles. También había problemas con el mandado que Carlos llevaba a casa. Él era quien más aportaba, pues entonces trabajaba en una tienda y le daban artículos por paquetes o cajas —papel higiénico, galletas—, pero lo aportado desaparecía. Las casitas donde vivían los matrimonios estaban dispuestas alrededor de la de los abuelitos, y todas las nueras cocinaban en una misma cocina situada en el patio, un tlecuil o fogón tradicional que se alimentaba con leña. Pero la abuelita no permitía a ninguna agarrar sus trastes ni su escoba; sobre todo se enojaba con la mujer de Martín.

Hartos de los robos continuos y del control, se mudaron de nuevo. Pero, tras pasar Carlos y Amanda tres o cuatro meses viviendo en San Jerónimo Amanalco, en casa de los padres de Amanda, Martín, que había sido elegido originalmente por «los abuelitos» como heredero legítimo de la casa, abandonó la residencia paterna por los problemas que su mujer tenía con su suegra y construyeron su nueva vivienda en el solar contiguo. Carlos, el menor de los hermanos, el xocoyote original, fue nombrado heredero de la casa y el encargado de cuidar a los padres en su vejez. «Nunca tuvieron que cocinar —dijo Amanda—. Yo los cuidaba mucho porque pensaba que así mis papás estarían bien, que los cuidarían también bien a ellos otra gente».

Pero la situación volvió a ir mal. Amanda padecía una y otra vez el mal trato de los abuelitos: «La abuelita todo lo de por aquí de la casa lo llevaba para sus hijas: los nopales, los agapandos, los epazotes. Lo llevaba escondido y lo iba cambiando de lugar al salir para que no lo viéramos. Una vez llevaba una cubeta con mandado para su hija y pasó frente a la letrina de la esposa de Martín. “¿Qué?, ¿qué me está mirando?”, le gritó, pero tropezó y todo el mandado, el jamón..., fue rodando por el camino. Me hacía la vida imposible».

Amanda aprovechó su historia personal para establecer una comparación con la relación que se establecía entre suegras y nueras en San Jerónimo: «Y así me sentía yo. Aquí en Santa María no les dan confianza, por eso no se acoplan las nueras con la gente ni con la familia del novio». En San Jerónimo su padre les hacía un recibimiento a las esposas de sus hijos: «Ahora estas son mis hijas», les decía. Así las nueras recibían confianza y se adaptaban rápido a sus costumbres, incluso a hablar náhuatl; en Santa María «no se le daba confianza», repetía. Además, en San Jerónimo las nueras llamaban «mamá» a su suegra. Pero cuando ella llamó «mamá» a la abuelita, esta le gritó: «¡No me llames “mamá”, que yo no soy tu mamá!». Después se había quejado a Carlos de que su nuera no la llamaba «mamá». Amanda volvía a intentarlo y su suegra la reñía de nuevo, y así todo el tiempo. Ella lloraba mucho y se lo contaba a Carlos, quien respondía: «Tú llámala mamá».

Caso B:

María Helena Velázquez vivió tres años con su marido en casa de su suegra, que la trataba como esclava: debía lavar la ropa y hacer la comida. No la dejaba visitar a su familia arguyendo que la mal aconsejaban; iba cada dos o tres meses. La relación era muy tensa —se llevaban «como el perro y el gato»—, pero al final el suegro les apoyó y cedió a su marido un terreno donde poder levantar su propio hogar. Allí construyeron «una casita de cartón». «Me porté muy grosero con mi suegra por cómo ella me trataba», decía María Helena. Pero al fin se reconcilió con ella cuando estuvo ingresada en el hospital, justo antes de morir.

Caso C:

Juana Velázquez, oriunda de Santa Catarina del Monte, fue a vivir tras casarse a la casa de su esposo, Juan Martínez, en Santa María. En ese entonces tenía problemas con su cuñada, quien abusaba mucho de ella. La cuñada tenía mal carácter porque nunca se había casado. «Mis papás me enseñaron que tenía que ser obediente; no debía contestar ni rezongar», y sus problemas derivaban de que seguía demasiado fielmente este consejo y era en exceso sumisa. La cuñada —dijo Juana— estaba en realidad amargada y pesarosa porque había tenido un hijo de soltera, que finalmente falleció en extrañas circunstancias. Juana vivía en casa de su marido, pero las tensiones no surgían en este caso con su suegra, sino con la cuñada.

Para explicar la situación, recurrió a su propia experiencia cuando, viviendo de joven con sus padres en Santa Catarina, había padecido la misma situación pero siendo ella la cuñada. Podía comprender las tensiones desde la otra perspectiva. La nuera debía llamar «madre» a la suegra y esta llamarla y tratara como a una «hija». «Es cuando hay otra mujer como hija de la suegra cuando hay problemas». Explicó la relación suegra-nuera desde el punto de vista de una hija: «Si la suegra le habla bien a la nuera, ya se enceló su hija. Son los celos de una hija». Ella se molestaba mucho si su madre era amable y le hablaba con consideración a la nuera (como una madre). «A veces me venía yo llorando de mi casa. Pero no quise yo decirle a mi mamá: ¡Pues usted quiere más a la nuera que a mí!». En cierta ocasión su padre iba a acudir a un bautizo; antes de salir dijo a sus nueras: «Berta y Cristina, ahí se fijan de la casa». Juana se molestó profundamente porque su padre había omitido de la recomendación a sus hijas. Cuando ella rechistó, su padre contestó: «Es que con ustedes hay confianza». «Entonces sí somos celosas las hijas», añadió a modo de conclusión.

Estos ejemplos muestran, aunque sea como atisbos, la complejidad de las relaciones que se establecen entre nueras y suegras así como entre otros parientes del grupo doméstico. Las nueras son educadas para prestar obediencia a sus suegras y estas ejercen una autoridad despótica al delegar en ellas la mayor parte de las actividades del hogar. La existencia de una única cocina en las viviendas del pueblo y la larga ausencia laboral de la mayoría de los maridos parece acentuar en parte esta situación. Además, la competición doméstica por los recursos y por el espacio acrecientan las tensiones y conflictos, haciendo que el delicado mantenimiento del equilibrio dependa de la buena voluntad general de todos.

Relaciones entre los sexos y división del trabajo

Como muestran los casos anteriores, en el seno del hogar existe una marcada división del trabajo de acuerdo al sexo y la edad. Los hombres adultos son los que desempeñan las tareas agrícolas y todo lo relacionado con la música, o trabajan en actividades asalariadas que les obligan a trasladarse al exterior. La mujer, por su parte, se ocupa de diversas actividades que desarrolla en el espacio doméstico. «Aquí la costumbre es que la mujer debe estar en la casa», explica la señora Juana. Preparan la comida, lavan la ropa, cuidan a los niños, limpian y acuden a las tiendas cercanas para comprar alimentos o productos necesarios. En casos infrecuentes trabajan como asistentas domésticas, maestras o dependientas en los comercios de Texcoco. Sin embargo, que la mujer trabaje fuera del hogar puede en otras ocasiones originar problemas con el marido dentro del grupo doméstico. En este sentido, es común el caso de mujeres que de solteras trabajaban fuera, en la ciudad, pero que al casarse, y sometidas a varias escenas de celos, regresaron al pueblo y se vieron confinadas en el aislamiento de las viviendas. Las visitas realizadas con motivo de la aplicación de censos o genealogías revelaron con frecuencia a mujeres en esta situación doméstica, manteniendo un conjunto restringido de relaciones sociales cotidianas. Los hombres consideran un riesgo la exposición al exterior por dos motivos: por el papel de proveedor atribuido y definitorio del género masculino —una mujer entregada demasiado explícitamente a actividades remuneradas hace tambalearse al equilibrio de roles y produce confusiones—; y porque pasar tiempo en el exterior e incurrir en infidelidad vienen con frecuencia a equipararse. A menudo las mujeres terminan resignándose —quejándose a veces en silencio de la actividad gratificante que realizaban anteriormente fuera— y buscando una ocupación en la casa. No resulta extraño entonces que sean las mujeres las que atienden las pequeñas tiendas de abarrotes ubicadas en los bajos de las casas, así como la zapatería, la papelería, las tortillerías y las estéticas del pueblo. Esta suerte de arreglo les permite «trabajar desde el hogar». El comercio de la flor es una tarea compartida que llevan a cabo hombres y mujeres, actuando conjuntamente y, por lo tanto, social y simbólicamente inocua. En suma, una mujer con excesivas aspiraciones de destacar en un trabajo desempeñado fuera del pueblo no se considera un candidato deseable para la unión.

En un comentario significativo, Amanda comparó los roles sexuales de los hombres y mujeres de Santa María con los del pueblo vecino de San Jerónimo donde había nacido. Ella percibía que los hombres de Santa María eran «educados», pues no se conducían de forma grosera con las mujeres; se apreciaba incluso en las relaciones entre niños y niñas en la escuela. Además, como había observado, los hombres de Santa María lavaban junto a las mujeres la ropa en el manantial, compartiendo una tarea marcadamente femenina. En cuanto a estas, no participaban en las faenas agrícolas ni se encargaban de cuidar borregos, como ocurría en el pueblo vecino.

Términos de parentesco

La terminología nahua de parentesco, a veces castellanizada, suele indicar de manera implícita las conductas esperadas respecto a tal o cual persona en el conjunto de las relaciones familiares. Por lo general estas conductas se basan en una serie de códigos englobados bajo el concepto nahua de «respeto» (icatlasotla), entendido como el acto de cooperar, brindar ayuda mutua y establecer intercambios recíprocos entre las personas. Algunos de estos términos parentales empleados por los vecinos del pueblo son los siguientes:

Español > Náhuatl

Papá > Papá

Mamá > Mamán

Mi hermano > Nocniu

Mi hermana > Nocniu

Hermanos/as > Icnime

Tío abuelo > Abuelito

Abuelo > Abuelito/Papan

Abuela > Abuelita/Maman

Mi nieto > Noxhuiuc

Nietos > Ixhuime

Sobrino político > Sobrino

Cuñado > Tiatchcan

Cuñada > Huelti

Yerno > Montli

Nuera > Soamontli

«Nuero» > Soamontli

A la mujer que, por el principio de virilocalidad, acude a vivir tras casarse a la casa paterna se la llama soamontli y el término —junto al de nuero— se aplica también de forma irónica o ridiculizante al hombre que va a residir a casa de su mujer tras el matrimonio, invirtiendo una regla social.

La suegra llama a la nuera hija y la nuera llama a la suegra maman. Se vio que esta terminología asocia mediante el empleo de términos referidos en principio a la filiación —maman para la suegra, hija para la nuera— a personas relacionadas mediante lazos de alianza. La nomenclatura indica el tipo de relación materno-filial que la sociedad establece como óptima entre ellas.

La nuera y los nietos emplean también el término maman para referirse de forma muy respetuosa a las mujeres de mayor edad. Se emplea el término papan en caso de ser un hombre mayor el aludido por parientes de menor edad.

Exceptuando estas situaciones, el resto de los grados de parentesco suele referirse con términos españoles, al igual que sucede en la ciudad de México. En muchas ocasiones, sin embargo, es en español como se escucha a los vecinos designar, en todos los casos, a sus parientes.

Matrimonio

El matrimonio constituye un valor social principal en el pueblo. Los casos cada vez más frecuentes de «rapto» o «robo» de la novia son abiertamente censurados por los habitantes y percibidos con desagrado. Cuenta una mujer: «La mayor ilusión de mi mamá era que todas las hijas nos habíamos casado bien». Casarse bien implica efectuar la boda religiosa y previamente el pedimento. La madre de la mujer exigía: «Si te casas, que te pidan; no quiero que te salgas como el gato». Explicó que «como el gato, porque este animal se sale sin decir adiós y por ahí anda». La idea es clara: el individualismo y el deseo personal deben ser embridados y sujetos a un procedimiento formal; de esta manera la unión trasciende los limitados intereses de la pareja e involucra a dos familias. El padre se lo decía más burdamente: «¡Hija, no te andes con chingaderas!». En las fiestas la madre siempre presumía socialmente de que sus hijas «se habían casado bien», es decir, que habían seguido los pasos del pedimento y no huido con el novio. «Todas nos casamos antes de tener un bebé» —concluyó—. El ser madre soltera constituía además —aunque se iba atenuando en el presente— un fuerte estigma social.

El periodo de noviazgo se da a edad temprana, generalmente a los 13 o 14 años. El evento que indica la madurez de una muchacha y señala el momento en que esta puede casarse de forma socialmente legítima es la fiesta de quince años. Cuando la decisión se formaliza, se lleva a cabo el pedimento.

El pedimento representa el acto en el cual los padres del futuro esposo acuden, acompañados por los fiscales y cargando canastos (chiquihuites) con pan, botellas de vino y dos ceritas o veladoras, a casa de los padres de la muchacha para pedirla en matrimonio. Los padres de la novia comienzan poniendo pretextos para dotar de emoción y valor al evento, pero terminan accediendo, si les parece conveniente, a la unión y ofreciendo «un taco», es decir, algo de comer, a los padres del pretendiente.

Algunos días después se celebra el acto religioso. Cuenta la señora María Helena: «Primero es el asentamiento, apuntarnos en el libro parroquial cuándo va a ser la boda». Sucede a menudo que los novios se casan primero por el rito católico y después por el juzgado. «No me casé de civil —cuenta María Helena— hasta que tuve mi hijo». El rito en la iglesia de Santa María congrega a una gran cantidad de invitados, de las familias de la novia, del novio y del padrino de boda, y el cura que lo oficia viene desde el vecino pueblo de San Jerónimo, donde está emplazada la parroquia que da servicio a los pueblos serranos.

Tras la ceremonia tienen lugar tres fiestas consecutivas que ocupan por completo los tres días siguientes: primero en casa de los padrinos de boda o «velación», después en casa de la novia, donde se saluda «de abrazo» al novio, y finalmente en casa del novio, donde se recibe a la novia y la pareja es bendecida con oraciones, sahumada con copal frente al altar y queda después instalada. La boda es un acontecimiento social a gran escala: son dos familias las que se unen a través del matrimonio de la pareja. Los padres de la novia y los del novio establecen una relación de compadrazgo que vincula a las dos familias formando un grupo de parentesco mucho mayor.

Durante el baile de la boda, en la primera de las tres fiestas, se publicita a los parientes, al padrino y a la madrina, se anuncian públicamente los apellidos de los esposos y todos los aspectos que legitiman la relación. Entonces tiene lugar un «momento de inversión» en el que el novio aparece vestido y caracterizado de mujer —con mandil— y la novia aparece vestida de hombre —con sombrero—. Cada uno baila con invitados del sexo opuesto al que representan sus disfraces (la novia con mujeres y el novio con hombres). Después, en la última de las tres fiestas, que se celebra en la casa del novio, tiene lugar un episodio central, denominado el tonal[18] —que se acompaña de una música de son como jarabe tapatío—, en el que los novios bailan y entregan en medio de la pista un borrego o un guajolote vivo al padrino de velación, y regalos menores a los padrinos de bautizo, primera comunión y confirmación como signo de agradecimiento y reciprocidad. El novio apenas duerme durante los tres días —pues participa en la preparación de las tres fiestas—, y ambos mantienen el atuendo de ceremonia durante este tiempo.

Tras la boda —debido al principio de virilocalidad— los cónyuges van a residir generalmente a la vivienda de los padres del esposo, donde ha tenido lugar la última de las tres fiestas. De no ser ninguno de ellos herederos de la casa, allí pasará la pareja un periodo aproximado de dos años antes de construir su propia residencia en los terrenos cedidos por el padre del marido. Esta cohabitación en el grupo patrilineal es sumamente importante y lo que, en última instancia, da valor y legitima socialmente la unión. En los casos en que ocurre el «robo» de la novia y la pareja vive primero en casa de los padres del marido y se casa después, o no llega a casarse formalmente, la situación puede repararse de la siguiente forma: la familia del novio hace llegar a la de la mujer una cesta, idéntica a la del pedimento matrimonial, con pan, plátanos, naranjas, un cirio y una botella de vino —«el contento»— para indicar que la muchacha está instalada «con bien». Esto revela que, incluso en ausencia de boda, la unión conyugal se legitima por la cohabitación, por la residencia virilocal de la mujer y por su inscripción en el grupo doméstico del marido. El traslado es un hecho público y la pareja queda reconocida.

Sin embargo, hay algunas excepciones en las que es el hombre el que se traslada tras la boda a casa de la mujer para residir allí; esto tiene lugar principalmente cuando la mujer es designada por su familia como heredera de la vivienda, la mayor parte de las veces ante la ausencia de un hijo varón. A los maridos que acuden a vivir uxorilocalmente se los denomina «nueros» en castellano, o soamontli en náhuatl —mismo concepto que se emplea para designar a la nuera—. Estos términos hacen referencia al género e indican que los hombres están desempeñando la función o el comportamiento propio de una mujer, invirtiendo la pauta cultural. Un aspecto incómodo de la situación es que el hombre va a vivir a una casa donde una mujer, su suegra, ostenta la autoridad sobre el papel que él representa (el de nuera), y en la que a la vez su propia mujer cobra autonomía y potestades sobre él al hallarse respaldada por sus suegros. El marido queda en una posición subordinada. Véase un caso ilustrativo: Rafael, el padre del delegado Carlos Arias, se casó con María Magdalena, xocoyota y heredera de la casa de su padre tras la muerte de su madre y de su única hermana. A las pocas semanas de vivir con su mujer, Rafael decidió regresar a la residencia paterna. Se quejaba de su posición marginada en una casa que pertenecía por herencia a su mujer y en la que ella imponía por completo su autoridad. Rafael intentó ser aceptado de nuevo en la casa de sus progenitores. Pero había desatendido a su madre enferma en el ínterin y esta falleció poco después de que Rafael se marchase de casa; su padre se negó a aceptarlo nuevamente y tuvo que regresar a la casa de su mujer; además, castigó su imprudencia privándolo de herencia y quedó desamparado.

Por lo general, los hombres buscan esposa en el seno del pueblo; cuando no es así se casan casi siempre con mujeres de las comunidades vecinas: Santa Catarina del Monte o San Jerónimo Amanalco, lo que sugiere una endogamia regional. Hace aproximadamente 40 años existía en Santa María una endogamia interna por mitades y era frecuente que los cónyuges pertenecieran a la misma mitad del pueblo, la Norte o la Sur. Bertha Flores Velázquez, licenciada en Derecho de 31 años que había ocupado hacía algunos años el cargo de delegada, explicó que en la actualidad existían uniones mixtas que incluían a miembros de ambas mitades; no obstante, siguiendo la pauta virilocal, eran las mujeres las que cambiaban de lado con el matrimonio: «Las adaptan o las adoptan», dijo. También había padres que «elegían con cuidado a sus familias», es decir, progenitores que planeaban estratégicamente el cónyuge con el que su hijo o hija debía casarse, y la familia política con la que, en consecuencia, se vincularían. En algunas ocasiones se registran también mujeres venidas de otros estados, como Tlaxcala, San Luis Potosí o Veracruz, que se instalan y asimilan a la vida del pueblo.

La preocupación por la descendencia es fundamental. Contar con hijos es un valor en sí mismo, pero además supone la perpetuación del apellido, la continuidad de las tierras y disponer de cuidados asegurados en la vejez.

Esto pone en juego diversas estrategias destinadas a resolver el problema de la descendencia cuando los hijos no llegan. Entre algunos casos significativos que registré al elaborar genealogías, destaca el de Candelario, el bisabuelo de una mujer del pueblo, que llevaba años casado con una mujer estéril. Tras pedirle permiso a su familia, se unió simultáneamente a otra mujer, Bárbara, madre soltera cuyos siete hijos, frutos todos de hombres distintos, habían fallecido. Bárbara le dio a Candelario una hija, Candelaria, y un hijo, Juan. Candelario poseía dos casas e instaló a cada mujer en una distinta. No obstante, residía con su primera mujer, que actuaba de «nana» y, al morir, heredó sus propiedades a los hijos de la segunda, Bárbara, que tuvo la función de proporcionar herederos a quienes poder dejar Candelario y su esposa legítima las extensiones de terreno. La relación era armónica entre las dos mujeres y la primera esposa «tenía cariño por sus hijos; nunca se distinguió, nunca le hizo feo a Bárbara». A ambas mujeres las llamaba maman, «mamá», los hijos de Bárbara.

Un caso inverso lo constituye el de un hombre viudo que, incentivado por los comentarios de sus hijas de contraer segundas nupcias con otra mujer, se rehusaba firmemente. María Magdalena, única descendiente y heredera, de alrededor de 60 años, refiere el comentario airado de su padre: «¡Yo no soy perro ni nada; yo soy hombre. Yo estimé a su mamá!». Añadió María Magdalena: «Pues sí lo cumplió. Nadie lo buscó, más que nosotras, sus hijas».

Herencia

En Santa María, la herencia comprende dos tipos diferentes de bienes: las tierras del cultivo y la casa. La herencia de la tierra parece responder a un principio marcadamente patrilineal con tendencia a la bilateralidad. Por lo general, las tierras se les heredan principalmente a los hijos varones de forma igualitaria después de contraer matrimonio. En unos construirán su nueva vivienda al abandonar la paterna y en otros cultivarán. Debido al patrón de asentamiento semidisperso, en Santa María los terrenos se diseminan alrededor de las viviendas y es habitual que dos hermanos —el heredero de la casa paterna y un hermano que recibió únicamente tierras— residan a poca distancia uno de otro. También obtienen terrenos en el monte y los límites del pueblo donde los hermanos irán a cultivar. Las tierras reciben designaciones en náhuatl, por lo común toponímicos —Texocotitla, ‘lugar del tejocote»’; Hueytlacopilli, ‘enjoyado, encofrado’—, pero, al contrario de lo que sucede con la denominación de las viviendas, la nomenclatura de los terrenos es compleja e imprecisa debido a su continuo fraccionamiento.

No obstante, a pesar de la tendencia patrilineal, también se registran casos en que las hijas heredan de sus padres terrenos de cultivo. La señora Mago explicó que antiguamente las mujeres heredaban especialmente los peores terrenos, aquellos que se encontraban situados en los límites del pueblo o en el cerro. Pero existen también padres generosos que los reparten equitativamente y protegen a sus hijas dotándolas de propiedades. Las mujeres herederas transfieren las tierras a sus hijos, que pertenecen al grupo patrilineal del marido, y así los terrenos cambian de dueño y «linaje» (un motivo importante por el que a menudo los hombres se resistan a heredar a sus hijas: otorgar bienes a una mujer implica perder propiedades para el grupo patrilineal y transferírselas al del marido). El parentesco, y específicamente la filiación, es el medio principal que determina y regula el acceso a la tierra.

Por otro lado, Santa María carece de terreno ejidal. La tierra de cultivo es clasificada administrativamente como «bien común» y no existen títulos de propiedad en el pueblo: «No hay propiedad privada, nadie tiene; es todo comunal». En la práctica, sin embargo, los terrenos catalogados bajo la rúbrica de «bienes comunales» funcionan como propiedad privada, pues se fraccionan y se traspasan —e incluso se venden— individualmente entre los vecinos. Se venden a los vecinos pero de ningún modo se acepta su venta a foráneos; la asamblea del pueblo no lo permite y la opinión general se muestra por completo contraria a esta práctica, pues se vincula con la introducción en Santa María de problemas desestabilizadores, como el alcoholismo, la drogadicción o el pandillerismo. Como ejemplo contundente se esgrime el caso del vecino pueblo de San Jerónimo donde sí se permite la venta a foráneos y existe un intrincado sistema de pandillas que prolifera entre su población adolescente. El rechazo a vender terrenos a forasteros hace del parentesco por alianza la única forma de acceder a la comunidad. Dicen los vecinos: «En Santa María solo entran yernos y nueras». Los únicos extranjeros que residen en el pueblo son los cónyuges de un hombre o de una mujer nativos que, debido al patrón virilocal o uxorilocal, acudieron a vivir al hogar de sus suegros tras casarse.

Respecto a la herencia de la casa, los vecinos reconocen explícitamente que suele preferirse al ultimogétino o xocoyote a la hora de dejar la vivienda a uno de los hijos. Es quizá la elección que cuenta proporcionalmente con mayor número de casos en las genealogías. Pero la elección del heredero adecuado es una decisión importante que queda al arbitrio de los progenitores. Por ejemplo, un hombre explica que la casa se le deja «al hijo que le echó más ganas», es decir, más esforzado o capacitado, o que mostró mayores atenciones con sus padres, y no necesariamente al xocoyote (los padres dependen de los cuidados del hijo heredero en su vejez). Las madres solteras también son a menudo un caso preferencial o frecuente en el momento de heredar la casa; lo expresan diciendo: «Cuando la mujer tiene su bebé y no se casó». Un tercer caso importante lo conforma el heredar la casa a una hija capacitada o a una hija única, cuando no existen hijos varones a quien los padres puedan dejársela. El cuarto caso contrasta con los anteriores: consiste en heredar la casa al hijo más débil, enfermizo o que tiene mayores problemas para desenvolverse por sí mismo. Un ejemplo es el siguiente: Juan Martínez y Juana Velázquez están pensando dejársela a Samuel, de seis años, el xocoyote legítimo, pues consideran que «es el más delicado; lo vemos débil». Con esta observación, Juana indica implícitamente que lo que está en juego es su necesidad de protección, pues Samuel quedaría al cuidado de los padres al heredar la casa. Sin embargo, reconocía que era su hijo mayor, Gregorio, de 21 años y músico de profesión —tocaba el clarinete en el Colegio Militar—, el que más esfuerzo y ganas le había echado, y más les había ayudado en la construcción y en el mantenimiento de la vivienda.

Cabe señalar, por último, que en ciertas ocasiones los hermanos no herederos reclaman al heredero —sea o no el xocoyote— el dinero de los arreglos que estos llevaron a cabo en la vivienda durante su vida de solteros en compañía de sus padres. Así ocurrió con los hermanos de Juan Martínez, que habían «echado el techo» de la vivienda y querían cobrárselo a Juan por su condición de heredero (xocoyote).

Ciclo de vida y parentesco ritual

Embarazo, nacimiento e infancia

En Santa María los hijos constituyen la posesión más preciada, y solo en casos sumamente concretos son rechazados[19]. Los pobladores reconocen la acción combinada de ambos sexos, el hombre y la mujer, en la reproducción. Un momento principal durante la gestación es cuando al feto se le desarrolla el corazón; entonces los más ancianos afirman que el niño recibe el «alma». El «alma-corazón» le es insuflada al feto por Diosito, divinidad identificada con el Sol que irradia desde el cielo luz y calor[20]. Un ser humano es así concebido.

Cuando la mujer va a dar a luz, lleva ya varias semanas siendo atendida por una partera que supervisó el desarrollo del embarazo mediante dietas y masajes. Esta partera atiende a la parturienta y el nacimiento ocurre en la casa. Recibida la criatura, recoge la placenta y el cordón umbilical y se lo entrega a los padres. La placenta será enterrada en los terrenos adyacentes a la casa o en su patio central, acompañada a menudo del cordón; y el «ombligo», es decir, la parte adherida al vientre que se desprende a los pocos días, recibe un tratamiento diferencial dependiendo de si el niño es varón o mujer. Si es varón, llevan el ombligo al monte y lo entierran o colocan en un árbol con el fin de que «salga muy bueno para cuidar borregos, sembrar y recoger leña», y para que sea valiente cuando camine por lugares lejos de la casa. Si es niña, lo ocultan debajo de una de las esquinas del fogón o del metate (el principal instrumento culinario) «para que sea un ama de casa entregada a sus hijos y buena cocinera», en suma, una mujer hogareña. Sin embargo, hoy en día ocurre también que los padres entierran los ombligos de las mujeres en el monte para que al crecer sean decididas y trabajen sin miedo en el exterior. Con el aumento de la atención del parto en el hospital, la práctica de la manipulación ritual no ocurre en todos los casos, aunque se halla bien extendida. Se considera que gracias a ella la existencia del niño transcurrirá ligada a su familia desempeñando en compañía de otros las tareas propias de su sexo: crecerá vinculado a su patrilínea y aprenderá a convertirse en hombre o en mujer asumiendo los roles de género correspondientes.

La gran mayoría de los adultos de alrededor de 40 años nacieron bajo el auspicio de la partera, al igual que un número importante de los adolescentes de la actual generación.

De acuerdo con su edad, los vecinos de Santa María clasifican a los niños como sigue:

piltziquitl un recién nacido menor de ocho días sin bautizar

conetl infante de ocho días

piltonconetl niño de entre 5 y 8-10 años

telpocatl o ixpocatl el o la joven de más de 10 años

tlacamelahuac «Ya no es niño, es casado». De ahí se convierte en «adulto»:

tlacatl y sohuatl hombre y mujer

El pilziquitl y el conetl son básicamente lactantes. Para favorecer la producción de leche, al tercer día de haber dado a luz la madre toma baños de vapor en el temazcal —que le permiten además reforzar el cuerpo tras el alumbramiento[21]— y bebe pulque que, por su textura y densidad, se identifica con la leche. Pero, según las mujeres del pueblo, estas costumbres eran mucho más frecuentes hace veinte años que en la actualidad: «Las mujeres de hoy ya no se bañan en esos baños» —dice María Isabel refiriéndose al temazcal—; «Ya les dan biberón, ya no les dan leche materna». El temazcal persigue también devolverle a la madre el calor perdido en el alumbramiento, pues se dice que los bebés concentran parte del calor de la madre al nacer. Explica Amanda: «Los niños chiquitos tienen más calor que los adultos por naturaleza, ellos cuando comen están sudando, nosotros no sudamos; también cuando están abrigados sudan. Los viejitos, en cambio, son más fríos». Asimismo, los niños, y especialmente los de pecho, son considerados sumamente proclives a sufrir todo tipo de males, físicos y espirituales[22]. Antes del bautismo se les pone en la boca una pizca de sal, considerando que esta sustancia actúa como un elemento bendito y equivale, de forma rudimentaria, a la administración del sacramento católico.

La existencia de los niños desde los 5 años, es decir, del piltonconetl y del telpocatl e ixpocatl, y de manera diferencial a medida que crecen, está marcada por las «ayudas». Deben ayudar a sus padres en las tareas domésticas aportando su «trabajo». Los niños llevan a pastar borregos y cabras y siguen al padre en las labores agrícolas y la explotación forestal. «Aquí la ilusión de los hombres es que, cuando vayan a trabajar, pues el hijo vaya detrás», dijo la señora Juana. Las niñas participan en las tareas domésticas de cocina, limpieza y crianza de sus hermanos menores, y recogen agua o lavan la ropa en los arroyos.

Las nociones de «ayuda» y «trabajo» como una prestación que los hijos entregan a los padres y su familia constituyen el núcleo del concepto de infancia. Ser «niño» constituye una categoría relacional que se va construyendo a lo largo del tiempo y no un vínculo consanguíneo asumido a priori. Un niño adoptado es hijo legítimo de los padres a quienes brinda su trabajo, y viceversa: estos lo son en tanto en cuanto le proporcionen alimento, dinero, ropa, material escolar, afecto, cuidado y atenciones, por lo que el niño se sentirá querido y valorado por ellos. El vínculo paterno-filial se construye mediante estos intercambios recíprocos y se sustenta en la relación de interdependencia, en el contrapunto de la conducta constante del otro: un niño es «hijo» si ayuda a unos «padres» que se convierten en tales por ser los receptores de su trabajo y dotarlo de bienes.

Fuera de la familia inmediata los niños también ayudan y por ello recorren las casas de sus parientes recibiendo encargos y tareas. Dirán: «Voy donde mi tío a cuidar sus borregos», «la tía dice que le ayude en la cocina», «mi prima quiere que juegue con ella». Los parientes son conscientes del tipo de trabajo que les piden según su edad y lo retribuyen a su manera. Colaboran en su educación moral y se encargan de incidir en su comportamiento e inculcarles «respeto», es decir, el valor principal que convierte a los individuos en «personas sociales» dotadas de comportamientos adecuados y capaces de entablar con otros sujetos y seres del cosmos relaciones recíprocas.

En el ámbito de la comunidad también ayudan. Asisten a sus padres en la organización de las fiestas. Por ejemplo, suben a los cerros a pintar de blanco las piedras con cruces el 3 de mayo, día de la Santa Cruz. Cuando los santos se hospedan temporalmente en las viviendas, presiden las urnas en los traslados y tocan las campanillas por los caminos. En las mayordomías vigilan la recaudación del dinero o participan directamente en la elaboración de los arreglos. Un niño explicó: «He visto cómo se ayudan todos los que vivimos aquí; haciendo juntas en la delegación organizan a los mayordomos para adornar la iglesia con frutas y flores, y hacen una portada en la entrada con flores y dulces». Otro niño agregó: «Decomisan a varias personas que se encargan de la iglesia y pasan a cobrar de casa en casa para comprar las cosas necesarias; con los mayordomos se organiza también la gente para asear la iglesia».

Pero las actividades domésticas y comunitarias ocupan solo una parte del día y corren paralelas a la educación escolar. Los niños van al colegio desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Las clases reúnen a unos veinte alumnos, separados en primaria y secundaria, que son instruidos por dos o tres maestros del pueblo o foráneos. El conjunto de las asignaturas responde sucintamente, en su didáctica y contenido, a los parámetros de instrucción formal establecidos por el Estado y dirigidos a formarlos como buenos ciudadanos adoptando una cultura de carácter mestizo; los maestros tienen muy claro que pretenden hacerlos «evolucionar», alejándolos en lo posible de su condición subalterna, es decir, del mundo indígena campesino de tradición nahua. Los niños deben expresarse en español y vestir uniforme y, entre los valores que reciben en las escuelas, destaca un concepto de «respeto» muy diferente del que gobierna su existencia cotidiana. El maestro lo enseña a través de la disposición de las aulas y las intervenciones por turnos que deben mantener un orden basado en la jerarquía. Se impone un esquema de preguntas y respuestas, de observancia de las categorías de sexo y edad, de maneras de conducirse y desplazarse que poco tienen que ver con las nociones sociales nahuas. Esta formación afecta a todas las facetas del contexto escolar, desde la dinámica de enseñanza hasta el comportamiento en los recreos.

Pero la educación doméstica informal y la instrucción escolar oficial no plantean una contradicción irresoluble sino que se complementan de manera compleja, dotando a los vecinos de Santa María de una idiosincrasia cultural propia que incorpora dos tradiciones culturales y pedagógicas diferenciadas.

En Santa María los niños representan una porción importante de la población. Las parejas de cerca de 40 años suelen contar con un promedio de tres hijos. Desde edades tempranas se observa una dedicación o estimulación por parte de los padres para que estos comiencen una esforzada trayectoria escolar o artística —es decir, orientada hacia la música—. Es raro el caso en el que los padres no muestren interés en que sus hijos estudien. Es significativa la existencia de tres escuelas infantiles en la localidad —dos primarias y una secundaria—, y una de Bellas Artes en la que pueden inscribirse también los adultos. Destaca además el creciente número de estudiantes universitarios registrados en las genealogías, lo que se corresponde con las profesiones más deseadas por los niños, según refirieren ellos mismos: maestra, químico, abogado, astrónomo, educadora, doctor o veterinario. La escolarización constituye un valor por dos motivos. Por un lado, responde al deseo de los padres de que sus hijos ingresen en la universidad o en los conservatorios de música. Ser músico o contar con una carrera está bien remunerado y posee un considerable estatus social. Pero además, y de manera más soterrada, la escuela confiere prestigio al separar al niño de la imagen del «indio», tan estigmatizadora para los habitantes de Santa María que avanzan ahora decididos, al menos exteriormente, a convertirse en «mexicanos modernos». «A los abuelitos de antes no les daban educación, ¡no sabíamos!, ahora las personas ya se están enseñando», dijo María Magdalena explicando la situación actual. La escuela representa un primer encuentro con el mundo urbano donde las ideas y prácticas locales deben ser ocultadas bajo un discurso oficial que es el que los habitantes manejan fuera, y en ocasiones dentro, como se vio, de los límites comunitarios.

Los niños dejan de serlo al contraer matrimonio, especie de umbral que marca el tránsito definitivo al estatus de adulto. Independientemente de su edad, el joven tlacamelahuac es ya un tlacatl o una sohuatl, un hombre o una mujer. Al cumplir quince años la muchacha celebra su fiesta y comienza a soñar con la boda. Si no está estudiando fuera del pueblo, en la universidad, o llevando a cabo una actividad similar, se casará en los años siguientes. El joven vivirá aún con sus padres pero comenzará a contribuir independientemente al pago de la mayordomía, lo que indica el inicio de su participación como «ciudadano» en la vida comunitaria.

Compadrazgo

Existen diversos tipos de compadrazgo en función del evento social que sirve como base a la relación. Como explica Carlos Arias, delegado de la parte Sur, «ser padrino es la forma de hacer pariente a un amigo». Pero además, con frecuencia se buscan miembros de la propia familia, e incluso, como sucedía anteriormente, «a personas lejanas, según para tenerles más respeto».

Cuando el joven entra a la edad adulta tras casarse, inaugura lo que se convertirá en una expansiva red de compadres, padrinos y ahijados. La boda conforma a menudo el evento que por vez primera pone en marcha estos lazos. Gracias al matrimonio, se establece primero un compadrazgo entre la familia del padrino, de los padres de la novia y del novio, formando un agregado mayor. Pero, al ir naciendo los hijos, las relaciones se ampliarán ad infinitum mediante compadrazgos sucesivos. El padrino de boda será el padrino de bautizo de los niños y luego vendrán los compadres de confirmación, primera comunión y boda para los hijos, todos ellos «de primer grado». Los de «segundo grado» incluyen las bendiciones de casa, coche e imágenes religiosas, los de quince años y de graduación para hijas e hijos.

Los vecinos de Santa María coinciden en señalar que «el padrino de bautizo es el más importante de todos; es como un segundo padre de los hijos y a veces elige sus nombres. Antes fue padrino de boda de la pareja». Debe mediar entre los cónyuges y aconsejarlos en caso de que surjan problemas o desavenencias en su relación o con los hijos. María Helena explica con claridad el «pedimento»:

Primero nos vienen a ver; nos eligen. Si tenemos la dicha de que alguien nos elija como padrinos, pues salimos adelante reuniendo el dinero. Traen la canasta, un chiquihuite con pan, fruta, velas... indispensable la botella de vino. Se les invita a un taco y quedamos para llevarles tal día las cosas requeridas: la ropa de la novia o del novio, las arras, los anillos, las medallas, el lazo y el ramo. ¡Ya tenemos el compromiso; de echarnos para atrás, pues nada! Llevamos una cierta cantidad y, si no nos alcanza, pues miramos y compramos solo lo principal, lo más importante es el vestido. Un día antes vamos a la bendición de los novios a las nueve de la noche y, acabando la bendición, nos dan de comer, de cenar, y una vez que termina nos vamos a la casa del novio, y otra vez a empezar. Todo el día tenemos que estar con ellos y al otro día el recalentón, con nosotros y nuestros parientes. La inversión no es solo de dinero —se queja María Helena—, también el tiempo, pues mi marido tiene que trabajar. Y en el baile de la boda nos dan después el tonal, un borrego bien bailado y bien tomado, pues le dan de beber al borrego. Así ya somos compadres.

El padrino de velación recibe de los novios un guajolote vivo y un gallo, o un borrego, tras el baile del tonal; otros padrinos reciben de retribución un cuenco de arroz y un pollo entero o incluso «el refresco» que consiste en una charola con botellas de bebida y galletas. Los compadrazgos de confirmación y primera comunión entran en esta misma categoría de compromisos de «primer grado».

Los de «segundo grado» incluyen el compadrazgo de quince años —los padrinos son una muchacha soltera, un matrimonio o una pareja de hermanos—; el de graduación, y los de bendición de imágenes religiosas, de coche y de casa. El padrino de graduación se encarga por lo general de cubrir los gastos del traje y de la fiesta; el de imagen religiosa costea la imagen, y sufraga la misa y la lleva a bendecir, al igual que sucede con el padrino de coche. En cuanto al padrino de casa, su función es la siguiente: cuando los albañiles ponen los cimientos, echan el colado o llega el sacerdote para la bendición, los dueños de la casa hacen una comida de celebración y el padrino trae los refrescos, además de la cruz de madera que pondrán en la azotea de la casa para protegerla y que el 3 de mayo subirán en procesión hasta la capilla del cerro Cuacosco.

La perspectiva que los habitantes de Santa María tienen del compadrazgo es variada. Algunas personas, como Amanda —cuyo marido trabaja como músico y recibe buenos ingresos—, afirman que «es un don de Dios ser uno visto como padrino»; es decir, que a quienes se busca como padrinos poseen un carisma especial o una señal de distinción que les hace ser elegidos. Las personas aparecen ante los demás como dotadas de una cualidad peculiar que las señala como buenos padrinos. Amanda no hizo referencia a aspectos económicos. «Es un orgullo ser padrino», concluyó. La señora Juana —madre de seis hijos y cuyos ingresos son mucho menores—, refiere por el contrario lo siguiente respecto a ser elegido uno como padrino: «Te eligen si les caes bien y tienes dinero. ¡Mire que yo le doy gracias a Dios que no nos escojan de padrinos! Es mucho gasto. Será por lo económico...».

Sin embargo resulta difícil eludir el compromiso y la creencia general obliga a aceptar el ofrecimiento bajo la amenaza de sufrir castigos sobrenaturales. Cuenta una señora: «Es la tradición, el mito aquí, que cuando a uno le piden como padrino no puede decir “no”, tiene que decir “sí”». La negativa a participar como padrino en algún acto va inevitablemente acompañada de la muerte súbita de varios animales domésticos o incluso del accidente de un miembro de la familia. Hay que acceder a la petición «porque si no luego se regresa y sobreviene una desgracia». Registré dos casos ilustrativos. Una mujer y su marido habían preferido destinar a su hija los 3 000 pesos que requería su participación y la de su esposo como padrinos de velación. Pero la misma tarde de la ceremonia su hija se cayó de una escalera y tuvo que ser hospitalizada. «¡Si hubiera pagado el dinero como madrina —exclamó la madre—, esto no le habría sucedido a mi hija y no tendría que gastar ahora el dinero en el hospital!». Otro caso fue el de un señor que rechazó de malos modos a los vecinos que vinieron a solicitarlo como padrino. Inexplicablemente, al hombre se le murieron dos vacas poco después.

El compadrazgo implica «respeto» (icatlasotla) y «agradecimiento» (tlasocamachiliztli). Los compadres crean vínculos susceptibles de ser retribuidos. Icatlasotla radica en dar, entregar, donar, que involucra el acto de devolver, denominado tlasocamachiliztli o «agradecimiento». Varios recursos son la sustancia de esta relación: comida, ayuda, trabajo, servicios o incluso las palabras en un saludo. El compadrazgo persigue articular personas y formar entidades que cooperen en diversos ámbitos, sintiéndose unidas y protegidas por los lazos comunes. Los compadres se saludan con términos parentales («usted», «hermano», «compadrito») y se besan la mano alternativamente para expresar «respeto» (principalmente los ancianos). Tenerlos es fundamental para convertirse en un buen vecino, participar en las fiestas, contar con apoyos y, en definitiva, llevar una vida en forma socialmente legítima. Gracias al compadrazgo una persona puede involucrarse con varios centenares de vecinos en deudas y contradones permanentes.

Todas las relaciones de compadrazgo se renuevan anualmente durante el Día de Muertos. En la ceremonia llamada «las saludadas», los compadres se visitan mutuamente e intercambian ofrendas de alimento. Las saludadas comienzan el día 2 de noviembre por la tarde o la noche, precisamente cuando las almitas que empezaron a llegar a las casas el día 31 ya abandonaron el espacio doméstico. En ese momento, los matrimonios que buscaron a otras parejas como padrinos acuden a las casas de sus compadres con una canasta de alimentos. El padre, la madre y el ahijado o ahijada, además de los abuelos y otros miembros de la familia, visitan al menos a ocho compadres diferentes ese día: el de bautizo y primera comunión, y los de velación, pastel y música de las fiestas de quince años y boda. La visita tiene como propósito agradecer a los compadres el «honor» o «favor» que hicieron al «acompañarlos» o «aceptarlos» en dichas ceremonias. Ese día tiene lugar una verdadera circulación de ofrendas, compadres y ahijados. Cuenta una señora: «El día de Muertos traen la canasta con pan y fruta. Tengo que hacer mole a todos los compadres. Es la costumbre de visitar a los que fueron padrinos de mis hijos, de quince años, a los hermanos mayores, y se llevan las ofrendas al cementerio».

Los familiares del ahijado llevan a casa del compadre un chiquihuite idéntico al que ofrecieron durante el pedimento, provisto de naranjas y plátanos, pan de muertos, una botella de vino y una cera (un cirio). Al llegar, entregan el chiquihuite al compadre y su esposa y avanzan con la cera hasta el altar, donde la encienden, retiran del candelero principal situado en el suelo la que dejó el compadre anterior, poniéndola a un lado, y colocan la suya en su lugar. Al contar cada casa con un único altar, el conjunto de las ceras allí reunidas ofrece una síntesis bastante precisa de las relaciones de compadrazgo que mantiene un grupo doméstico. La familia pasa a los visitantes a la mesa con otros compadres y pone el contenido de la canasta en el altar, de donde será retirado y consumido los días siguientes. A estas velas se les suman las que han traído las hijas casadas de la familia, que también acuden con un chiquihuite ese día a visitar a sus padres. Aunque se suele perder la costumbre al morir el padre, sucede en ocasiones que el primogénito hereda la relación de compadrazgo de su progenitor y acude el día dos de noviembre a dejar la canasta a la casa correspondiente.

Las saludadas son pues un momento privilegiado de reproducción social, cuando las familias se unifican y la institución del compadrazgo es actualizada y reactivada.

Muerte

Como se acaba de ver, la muerte no está colocada conceptualmente al margen de la vida. Ambas se vinculan en una retroalimentación constante. Un anciano de 70 años me indicó: «Ahorita la tierra que nos mantenga, al rato la vamos a mantener». La tierra proporciona alimento a los habitantes de Santa María en forma de maíz, de frijoles y de ganado, que creció gracias a los vegetales que produjo la tierra, y al fallecer un vecino se cierra el ciclo pues será él quien la nutra con su cuerpo. Devolver el cadáver a la tierra es una obligación vital de reciprocidad con la fuente universal del sustento.

Los ancianos representan un reducido grupo de la población de Santa María. Según explica la señora Dominga López Velázquez, nacida en 1922: «Aquí hay pura gente nueva. Ya hay poquitos ancianos. Habemos unos seis o siete grandes, de los que ya son muy grandes como yo». Los ancianos siguen desempeñando ciertas actividades, como la venta esporádica de flor, el cuidado de sus negocios —precisamente el caso de la señora Dominga—, o la ejecución de pequeñas labores agrícolas, como deshojar las flores secas de cempasúchil para obtener semillas o encargarse de organizar el almácigo. Trabajan, dando muestras de mayor o menor fuerza y vigor, hasta el final de sus vidas.

La persona que se sabe moribunda pide a los parientes que la bajen de la cama; un petate tendido en el suelo acogerá en las últimas horas el cuerpo del enfermo y evitará una desgracia potencial: que el alma liberada quede confinada en el hueco bajo la cama y no pueda acudir al Cielo. La perspectiva de convertirse en un «muerto» o un «fantasma» en pena, deambulante, aterroriza a los moribundos. El petate permanece extendido nueve días con una cruz de pétalos de colores en su centro y será retirado por el cura al cumplirse el plazo, cuando se celebre la misa del novenario.

El cadáver se dispone sobre la superficie de una mesa cubierta con una capa de arena; se cree que el cuerpo en descomposición es en extremo «caliente» y esta medida sirve para que se vaya enfriando y perdiendo su poder de putrefacción y su capacidad de exhalar al aire efluvios y vapores patógenos. Antiguamente se colocaba un fruto de la calabaza chilacayote, considerada «fría», bajo la mesa para que absorbiera el «calor» del cuerpo. Aun con estas precauciones, los vecinos llevan ramitas de ruda en las orejas para evitar así «agarrar aire de muerto o cáncer», que se introduce en el organismo y lo va carcomiendo desde dentro. La visita a un difunto es siempre una situación peligrosa. En cierta ocasión en que acudí a un velorio con un anciano, este permaneció en la puerta de la vivienda y se negó rotundamente a entrar; esgrimió que no quería agarrar «aire de muerto» o «de panteón».

El cadáver es amortajado con el atuendo de boda: el hombre con su traje sastre y la mujer con el vestido blanco. Es muy importante indicar el estatus de adulto tanto en el entierro como en el más allá. Escuché a una mujer comentar de la difunta: «A pesar del tiempo, luce bonito y bien conservado; qué bien se ve ella con su vestido, es muy bonito». Un bebé muerto sin bautizar se viste por entero de blanco y recibe agua y sal para que no pase sed ni hambre en el limbo. El color de los ataúdes es un indicador importante: el de un niño será blanco, el de una persona madura, negro o azul, y el de un anciano, de color gris. El simbolismo cromático define tres grupos de edad claramente diferenciados.

Los asistentes al velorio llegan poco a poco. A los lados de la puerta de la casa reposan en el suelo dos pencas de maguey a manera de candelabros, con siete agujeros y velas en cada una de ellas. Los vecinos acuden con velones en vasos rojos que encienden y dejan en el espacio intermedio. Luego se santiguan y entran a la habitación. En el velorio que registré, una señora recibió a un hombre llorando; dentro solo había una adolescente asomada al cristal del féretro (en el centro de la habitación, con los pies hacia la puerta) y cuatro hombres adultos sentados en tres bancos alargados. En la pared opuesta a la puerta yacía la colchoneta que había acogido al muerto en sus últimas horas, con su cruz de flores de colores. Los vecinos entraban, recorrían, en círculo, de izquierda a derecha, se asomaban al cristal del ataúd y salían.

En el exterior, directamente frente a la puerta, esperaba una comida. Una de las hijas de la casa servía agua de papaya, un plato con frijoles y arroz, y una canasta de tortillas. La comida era abundante y se ofrecía continuamente. Los asistentes comían sin demora y dejaban el lugar a los nuevos; se hablaba animadamente de la vida cotidiana y del difunto, y una nube de niños en los que nadie reparaba corría jugando, gritando y riendo por el patio arrastrando ristras de globos procedentes de una fiesta escolar.

Al día siguiente del velorio tiene lugar la sepultura. Si la persona fue querida en el pueblo y cumplió bien sus deberes comunitarios, numerosos vecinos acuden al cementerio y otros cargan el ataúd, pero un individuo socialmente impopular solo contará con su familia cercana para esta tarea. Una vez enterrada la caja, una banda de música tocará altruistamente las piezas preferidas del difunto. Sobre la fosa quedarán las coronas y arreglos de flores.

El destino de ultratumba del muerto comienza entonces. El finado, transformado en «almita», deberá atravesar un río para acceder al más allá situado en el Cielo; será acompañado y guiado por un perro negro (generalmente uno de los que poseía en vida, si lo trató bien). De allí solo regresará a la tierra, pasando por el cementerio, en la festividad del Día de Muertos, para ser alimentado y agasajado por sus parientes vivos.

Según esta concepción, las «almitas» arriban a las casas durante tres días consecutivos: el 31 de octubre llegan los niños no bautizados, el 1 de noviembre se presentan los demás niños, y el 2 de noviembre los individuos adultos. Las campanas de la iglesia doblan a las 12 h el primer y último día indicando, respectivamente, la llegada y la partida de los difuntos. Los vecinos trazan senderos, con pétalos de las flores naranjas de cempasúchil, desde el altar de la sala de la vivienda hasta la calle, cruzando el umbral de la puerta, con el propósito de que las «almitas» o «difuntitos» descubran la ruta indicada para alcanzar sus hogares y llegar hasta las ofrendas.

Si no se dispone el altar, los difuntos no tendrán qué comer, pues este es el único momento del año en que reciben alimento, tanto para consumirlo allí reunidos en los altares, como para guardarlo y transportarlo con el fin de contar con provisiones el resto del año. Al abandonar las viviendas se llevan toda la comida albergada en bolsas (ayates) y recipientes (tazas, ollas). Pero si esta faltase, los muertos se enojarían con la familia: «Cuando no le diste de comer a alguien que quieres —dicen los vecinos—, es como si nunca hubiese existido». Entonces se manifiestan en los sueños con pesadillas, reclamando, e incluso amenazando, una y otra vez. El precepto que guía la alimentación de los difuntos es que, al nutrirlos, se les devuelve todo aquello que dieron y aportaron a sus familiares cuando estaban vivos, tanto recursos materiales como inmateriales. A cambio de la comida las «almitas» confieren a la familia suerte, éxito en el trabajo, fertilidad en la cosecha, salud y prosperidad a sus parientes.

A los ancianos les sucede que, los días que preceden a Todos Santos, «comienzan a soñar a sus muertos», se les aparecen vívidamente en sueños y les hablan o aconsejan; también llegan numerosas mariposas diurnas de vivos colores a los campos —cuya eclosión tiene lugar por esas fechas— y su aparición se interpreta como el arribo de las «almitas» hambrientas que acuden a alimentarse de las ofrendas; los vecinos observan alegres, como si se tratara de un buen augurio, el vuelo errático de los insectos aleteando por el pueblo.

Los panes de muerto (sus esencias olorosas) son un alimento preferido de los difuntos, un aspecto central de toda la ceremonia y un articulador de las relaciones sociales. Su preparación unifica al grupo de parientes patrilineales. Entre una semana y un día antes de la Fiesta de Muertos, acuden a la casa paterna todos los hermanos casados (dispersos en diferentes viviendas en los terrenos adyacentes) con sus mujeres e hijos, y también las hermanas que se fueron a residir al grupo patrilineal del marido y ahora asisten con él a preparar el alimento. Se reúnen abuelos, hijos varones, nietos, hijas y yernos. Los hermanos aportan los ingredientes —azúcar, harina, aceite, huevo, mantequilla, leche o pulque para que el pan resulte «oloroso»— y todos participan conjuntamente —de diversas formas— en la elaboración del pan. Sucede así: un hombre bate la masa, que luego reposa durante horas envuelta entre cobijas sobre un petate (a la manera bastante explícita de un difunto amortajado). Mujeres, niños, hombres y ancianos rodean la mesa para amasar pequeños pedazos y darles forma a las figuras: de venado, conejo, paloma, media luna, muñecos antropomorfos o tortas redondeadas con huesos en relieve cruzados por encima. Estos panes se pondrán en el segundo nivel del altar y se regalarán, dentro de chiquihuites, a los compadres. Pero existe otro tipo distinto de pan: una figura antropomorfa de 30 cm, de la que uno de los hombres de la familia —el padre o el hijo mayor— prepara dos unidades que colocará en el nivel superior del altar. Estos panes se destinan a los muertos recientes más apegados a la familia; nunca se regalan, sino que son consumidos después por los miembros del hogar.

Confeccionadas las figuras, los hombres las cuecen en el horno de adobe de la vivienda, que solo se enciende ese día, y las introducen después en chiquihuites que se corresponden con los diferentes matrimonios participantes en la elaboración colectiva del pan, que los llevarán a sus casas y ofrendarán en sus altares. Durante el proceso de elaboración, todos los parientes intercambian pan entre sí, se lo ofrecen y lo reciben, y también se lo dan a los vecinos que pasan por la calle con las manos vacías. Si alguien visita una casa o se acerca a saludar, se piensa que fue en realidad una «almita» la que arribó y debe honrársela con pan; y la persona no puede rechazarlo. Describiendo la profunda significación de este alimento, una joven explicó: «Nuestro pan es algo importante porque lo hicieron todos y lo comparten; pero también es importante porque se hizo para los muertitos». Es decir, que el pan unifica a las familias extensas patrilineales, a los padres, hijos, hijas y nietos, pero también integra a los difuntos que siguen perteneciendo al grupo parental y forman con los primeros un agregado mucho mayor que trasciende los límites físicos de la vida y de la muerte.

El altar doméstico se instala en una pared del salón, opuesta a la puerta, y dispone de tres pisos claramente diferenciados por niveles. Su colocación tuvo lugar alrededor del 27 de octubre. En el piso superior, habitualmente una repisa de madera fijada a la pared, se sitúan las imágenes sagradas de la casa (santos y vírgenes); en el intermedio —a veces una mesa supletoria, de tablero rectangular— se disponen los panes elaborados por la familia, los traídos en chiquihuites por los compadres y otros alimentos destinados a las «almitas»: platos de arroz, pollo, mole, atole, tamales de varios tipos, pulque, guisados y botellas de refrescos, cerveza, tequila y vino para los adultos; sal, agua, flores blancas, juguetes y dulces para los niños. Idealmente se coloca una fotografía o algún objeto personal distintivo del muerto junto a las comidas y golosinas que más le gustaban en vida para agasajarlo e invitarlo al banquete. Finalmente, en el último piso —un petate extendido en el suelo o una mesa más baja que la anterior— se depositan frutas —plátanos y naranjas— y flores de cempasúchil, que también adornan los otros pisos. Frente al petate, un sahumador y los candeleros con las velas que han ido trayendo los compadres completan el cuadro. Las «almitas» solo consumirán los «olores» y «sabores» de las ofrendas debido a que carecen de cuerpo, y dejarán los objetos insulsos. Por eso se les ofrendan platos calientes o fragantes, para que reciban los vapores y los efluvios.

Por lo general, se coloca un único altar en la casa, aunque pueden encontrarse dos si la nuera y la suegra discutieron y «están aparte», es decir, si «viven en la misma casa pero se hacen de comer aparte». En este caso cada uno de los atares estará ubicado en la habitación principal correspondiente.

Organización política

La comunidad como grupo social

Santa María se encuentra dividida políticamente en dos mitades claramente diferenciadas: el lado Norte y el lado Sur, según los denominan sus habitantes. Esta división política se plasma físicamente en la división territorial del espacio habitado y los terrenos de cultivo, así como en la existencia de dos rutas distintas de acceso al pueblo. Una calle inclinada —llamada Benito Juárez— desciende desde la base del cerro Cuacosco en el este y corta tangencialmente a Santa María por la mitad hasta alcanzar el acceso al manantial de Atlmeya y la llanura de tepetate, en la región de poniente. Las viviendas y los campos de cultivo emplazados al norte de esta calle divisoria integran lo que los vecinos denominan «la parte Norte»; los campos y las casas que se ubican al sur de este límite pertenecen a «la parte Sur». Cada una de las dos partes cuenta con sus propios manantiales independientes de abastecimiento y regadío que le brindan al pueblo un aspecto verdegueante y fértil, con multitud de parcelas y casas flanqueadas por cauces de agua.

Jacinta Palerm, en su monografía de 1993, la única sobre el pueblo, sitúa cronológicamente el origen de la división política de Santa María en la década de los años 40 y lo atribuye a la existencia de dos sistemas de riego diferentes[23]. Registra una fuerte rivalidad entre las mitades y una terminología náhuatl para designar a los vecinos que viven en cada una de ellas: acolcos para los habitantes de la parte Norte y cuauhpichcas para los que residen en el lado Sur. En la actualidad, sin embargo, la división política de Santa María no es algo que se le manifieste de una forma tan explícita e instantánea al visitante. Aparentemente todos los habitantes señalan que «eso era antes», que la rivalidad —o, como ellos dicen, «la guerra»— era algo que sucedió hace años. Refiere la señora María Helena hablando de su matrimonio: «Yo me casé en el momento en que estaba la guerra. Eso ya existe desde los abuelitos». Aunque hoy nadie emplea los términos de acolcos o cuauhpichcas, la joven Bertha Flores —licenciada en Derecho que ocupó varios meses el cargo de delegada en el pueblo— reveló que en la actualidad, o al menos muy recientemente, se empleaban como particulares gentilicios peyorativos los términos de «machaleños» —referido al terreno situado en la bifurcación entre Santa María y San Jerónimo— para referirse los pobladores del lado Sur a los habitantes del lado Norte, y de «buitres» —porque siempre «andan en bola»— para designar los de la parte Norte a los del lado Sur.

Existe la tendencia de los habitantes a situar el origen de la división política del pueblo en el último conflicto que se desarrolló dentro del contexto de la misma. Así, un buen número de vecinos refieren como origen de la separación la construcción de la escuela primaria del lado Sur —que carecía hasta entonces de centros educativos, mientras el lado Norte poseía una escuela primaria y otra secundaria—. Sin embargo, otros habitantes señalan la distinta adscripción política actual de las mitades como reflejo del conflicto: el lado Norte «pertenece» al PRI (Partido Revolucionario Institucional) y el lado Sur al PRD (Partido de la Revolución Democrática). Cada mitad cuenta con su respectivo delegado que está afiliado a uno de estos partidos. Los vecinos acuden a ellos para solucionar sus conflictos y los cargos civiles y religiosos de las mitades funcionan con relativa autonomía. En 2003 la situación general era pacífica, los vecinos no mostraban hostilidad recíproca ni hablaban de los del lado contrario con desprecio ni resentimiento.

En lo que respecta a los matrimonios, hasta hace algunas décadas existía una endogamia de mitad que prescribía a los habitantes de una parte casarse exclusivamente con sus vecinos; en la actualidad, sin embargo —según revelan las genealogías— esta prescripción endogámica ya no se practica: cuando contraen matrimonio con hombres de la parte contraria, las mujeres «cambian de lado» y los parientes de ambas familias se hacen compadres y se vinculan por lazos comunes de parentesco superando en gran parte las diferencias de adscripción.

Además, a menudo las gestiones efectuadas hacia el exterior requieren de la unificación del pueblo para resultar eficaces. Los programas de oportunidades, apoyos, financiación de obras públicas y dotación de recursos que proceden del Estado precisan de la gestión conjunta. Y el pueblo actúa igualmente como una corporación fortalecida a la hora de defender sus intereses de tierras, manantiales y bosques ante el municipio de Texcoco o los pueblos vecinos.

Esta unificación parece también vincularse con una conciencia identitaria. Los habitantes se asumen, en tanto grupo social uniforme, diferentes de los pobladores de las comunidades vecinas de Santa Catarina del Monte y San Jerónimo Amanalco, «serranos» como ellos. La diferencia más radical la establecen con este último. Atendiendo a los comentarios de los vecinos, podría afirmarse que San Jerónimo representa el modelo de comunidad en el que Santa María no quiere de ninguna manera transformarse. El contraste con San Jerónimo —atrasado, violento, conservador, corrompido— lo emplean a menudo los vecinos de Santa María como referente inevitable en sus comparaciones. Dicen por ejemplo: «Aquí está un poco más civilizado el pueblo, allá [en San Jerónimo Amanalco] se ven las mujeres con sus trenzas... son más como indígenas». «Nuestra tradición es un poco menos que en San Jerónimo». «Y si aquí nosotros somos desconfiados, allá, en San Jerónimo, mucho más». «Tú ve a lo que vas, y no preguntes». Y de forma totalizadora y concluyente: «Allí San Jerónimo es, como si dijéramos, Neza II» —comparándolo con Ciudad Nezahuálcoyotl, una región periférica y marginal de la ciudad de México, por su paradigmática violencia y peligrosidad—.

Ya vimos que los pobladores de Santa María se perciben a sí mismos de manera muy diferente. En su opinión, al pueblo lo caracteriza su tradicional dedicación a la música, su menor «indigenismo» y su consiguiente refinamiento y modernidad; esto se refleja en que su fiesta patronal es «más ordenada» y «de calidad» que la de sus vecinos, y el grado de escolaridad de sus jóvenes, mucho mayor[24].

Gobierno

Santa María depende administrativa y jurídicamente del municipio de Texcoco; no obstante, cuenta con una organización civil y religiosa propia. En este sentido la división política del pueblo en dos mitades se refleja en el duplicado de muchos de los cargos que ejercen sus habitantes, cuya duración es de tres años.

Los cargos civiles son los siguientes:

  1. Delegado (uno para cada mitad).
  2. Comisariado de Bienes Comunales y
  3. Consejo de Vigilancia (ambos son los mecanismos de control comunitario).
  4. Comité de Participación en Faenas (uno para cada mitad).
  5. Comité de Agua Potable o Junta de Aguas, y Aguador.
  6. Asociación de Padres de Familia de las diferentes escuelas.

Uno de los aspectos políticos más controvertidos a la vez que difícilmente dilucidables de Santa María lo constituye la existencia de dos delegados en el pueblo. Los habitantes refieren a menudo que en el pasado había tres delegados; los elegían los vecinos de entre la totalidad de los habitantes en asamblea: el primero que salía quedaba como primer delegado, el segundo debía pertenecer forzosamente a la mitad contraria y el tercero podía pertenecer a cualquiera de las dos. En la actualidad existen en el pueblo dos delegados: Toribio Durán, del PRI, en la parte Norte, y Carlos Arias, del PRD, en el lado Sur. Sin embargo, al conversar con ambos por separado acerca del cargo, reparé en que ninguno de ellos atribuía legitimidad administrativa al delegado contrario y aprovechaban su discurso para desacreditarse uno a otro. Al parecer el gobierno de Texcoco reconocía a un único Delegado en Santa María, y tanto Toribio como Carlos defendían ocupar ese lugar. No obstante, los vecinos de cada mitad los reconocían como autoridades legítimas y acudían a ellos cuando necesitan expedir documentos —como constancias de radicación—, organizar las faenas y coordinar los diferentes proyectos que se iban presentando, como la pavimentación de las calles o la construcción de escuelas u otras instituciones similares, acudiendo siempre los vecinos al delegado de su mitad.

Respecto al papel de delegado, Carlos Arias señaló que era una labor altruista que no estaba remunerada económicamente. «Es una satisfacción moral participar para mi pueblo y su bien», decía. El delegado es elegido de entre la totalidad de los vecinos por una asamblea compuesta por todos aquellos que decidan acudir. Puede ejercer su voto quien sea ciudadano comunitario, es decir, quien esté al tanto de sus pagos de mayordomía, agua potable y regadío, participe en faenas colectivas y sea vecino legítimo. Lo mismo ocurre con la persona elegida: «Para que lo tomen a uno en cuenta —explica Carlos—, necesita estar al corriente en sus participaciones de faena, en cooperaciones económicas, y solamente de esa manera lo toman en cuenta a la autoridad». De su función social decía Amanda, su mujer: «Él resuelve problemas, él no hace problemas». Como se vio anteriormente, el cargo de delegado otorga estatus y prestigio a la persona que lo detenta, al tiempo que facilita y permite obtener recursos tanto para su familia inmediata, como para sus amplias redes de parientes y compadres existentes dentro del pueblo. Algunos de los recursos destinados originalmente a la comunidad terminan siendo atesorados y puestos estratégicamente en circulación en restringidas redes personales.

El puesto de delegado puede ser ocupado también por mujeres. Las genealogías revelaron a una mujer, Obdulia Lascano, originaria del Estado de Tlaxcala, de 52 años y madre actual de una joven de 25, que había ostentado el cargo. «Se armaron muchas broncas —explicó su hija—, pues los hombres del pueblo se resistían a obedecer su autoridad: “¡Cómo me va a mandar una mujer —protestaban—, y menos que no es de aquí!”». Otro caso es el de Bertha Flores Velázquez, referido anteriormente, estudiante de derecho de 31 años de edad, que había sido elegida y ocupó el cargo durante varios meses; al final, debido a las burlas y apatía de los vecinos, presentó su renuncia ante el presidente, que de primeras no la aceptó. Quizá por su formación de jurista, Bertha tenía una particular percepción de esta forma de organización política: señalaba la apatía general a la hora de reunirse los vecinos en asamblea para elegir al delegado y creía que el sistema estaba decayendo. «Habría que pagar a las personas —concluyó—; como trabajo voluntario no funciona».

El Comisariado de Bienes Comunales es otro cargo que regula la vida de Santa María, pero esta vez en lo concerniente a la propiedad y al uso de los terrenos. Ya se vio que la propiedad del pueblo está registrada como «comunal», en teoría inalienable pero en la práctica transferible y vendible entre los vecinos. El comisario regula el acceso a la tierra, media en los pleitos que surgen entre vecinos y controla, en cierto modo, la explotación forestal. Las lindes de los terrenos son objeto de abundantes conflictos y, al no existir títulos de propiedad, la figura de un intercesor se vuelve indudablemente necesaria. Del Consejo de Vigilancia, otro órgano de control comunitario asociado en parte al anterior, se hablará en el apartado siguiente.

Existen dos Comités de Participación en Faenas y son sumamente importantes. En última instancia, los delegados se ocupan de organizar «las faenas», que consisten en ciertos trabajos o actividades comunitarias que se desarrollan de forma colectiva por los vecinos, concretamente por los que integran cada lado o mitad. Las faenas suelen comprender: el arreglo o pavimentación de las calles, la construcción de escuelas y otros edificios públicos, la instalación de tuberías, limpieza de los caños o acequias y el arreglo del sistema de riego. En ciertas ocasiones funciona un único comité que regula las obras conjuntas. En 1986-87, por ejemplo, instalaron el agua potable en el pueblo «con pico y pala y materiales costeados por los vecinos, por el mismo pueblo». Quien no colabora en las faenas pierde ciertos derechos de acceso a los servicios públicos o la oportunidad de ser considerado para ocupar un cargo (como el de delegado). «Si vives aquí tienes que estar siempre al corriente en la faenas», me dijeron. Existe además un estigma social hacia quien se abstiene de participar y es fuertemente censurado por los vecinos del pueblo. Sin embargo, si una persona no tiene tiempo de asistir personalmente, puede pagarle a alguien, conocido o pariente, para que trabaje en su lugar.

El Comité de Agua Potable, o Junta de Aguas, cuenta con un presidente que supervisa la reparación de las roturas de la red del agua o los depósitos de abastecimiento, y autoriza la compra de materiales. También dirige la limpieza de canales de regadío y revisa el correcto funcionamiento de los sistemas. Los vecinos son coordinados para los trabajos por un «jefe de faenas» perteneciente a la Junta. También el aguador se inscribe a la misma y tiene la función de controlar los turnos: a quién le toca regar sus terrenos y las horas en que empieza y termina cada tanda. Al aguador se lo define como «el que reparte el agua».

Finalmente, cada escuela cuenta con una Asociación de Padres de Familia encargada de establecer las contribuciones escolares, es decir, decidir el dinero que los niños aportan para el mantenimiento de los edificios y el mobiliario. Los padres se organizan para limpiar, pintar las paredes interiores y exteriores del edificio, arreglar los bancos y pupitres y mantener las escuelas activas.

Justicia, vigilancia y orden público

En Santa María no existe representación de las fuerzas estatales para el control del orden público. «Aquí no entran la policía ni los judiciales, no se atreven», comenta un joven del pueblo. Santa María posee su propio Consejo de Vigilancia formado por un grupo de vecinos y encargado de velar por el orden comunitario e impartir justicia. La mayoría de los habitantes se inclinan por que los castigos sean impuestos directamente por la comunidad sobre el transgresor, pues cuando avisan en Texcoco y acude la policía en su busca —se quejan—, en breve el culpable vuelve a estar libre y de regreso en el pueblo. La máxima es que «la ropa sucia se lava en casa» y la corrección de las infracciones queda en manos del propio pueblo, que en última instancia es la persona moral afectada. Registré al respecto el caso de un linchamiento colectivo, por parte de un grupo de vecinos, de un joven de San Jerónimo que había matado a un hombre de Santa María. Ninguna instancia externa intervino. Por su parte, los habitantes no suelen incurrir en faltas graves que requieran de tales correctivos. Además, todos están al corriente de las actividades, vicios y debilidades de todos, por lo que tratar de ocultarse o negar lo evidente es difícil.

En Santa María existe el consenso tácito de que los sujetos que esgrimen comportamientos peligrosos, ilícitos o desestructuradores del orden comunitario proceden indefectiblemente del exterior. «Aquí todavía se puede frenar la delincuencia, el vandalismo, todo eso. Aquí los que somos nativos conocemos la conducta de nuestros vecinos, y la podemos frenar. Pero aquí llegan de afuera, hacen amistad con los chavos y los inducen a malas costumbres». La alusión al pueblo vecino de San Jerónimo —violento por antonomasia— acompaña inseparablemente esta observación. Es de allí, y no del cercano Distrito Federal, de donde los vecinos conocen por propia experiencia la existencia de «pandillerismo, delincuencia, alcoholismo y drogadicción», elementos que encarnan para ellos el desorden procedente del exterior. Como se vio al hablar de la herencia, los vecinos de Santa María afrontan esta situación negando el acceso de los foráneos a la comunidad por medio de la negativa a venderles terrenos o casas del pueblo, e incluso —como sucedió cuando yo mismo intenté establecerme entre sus habitantes— a rentarles una vivienda o ser recibido por alguna familia. Advirtió el delegado Carlos Arias: «Sea quien sea y de donde venga, si se adapta a sus formas, costumbres, trabajos del pueblo no hay ningún problema; el problema es cuando viene a imponer o a transgredir».

La influencia negativa se teme sobre todo que afecte a los jóvenes, considerados comúnmente como más susceptibles, y los arrastre a actividades o «vicios» que los alejen de la vida social. Un anciano comentó al respecto que no era bueno que los jóvenes pasaran demasiado tiempo en la calle vagando ociosamente; debían permanecer mejor en las casas ocupados en alguna actividad.

Mundo religioso

Organización católica

Pese a la división política del pueblo en dos mitades territorialmente diferenciadas, Santa María cuenta con una única iglesia situada aproximadamente en su centro geográfico. Está consagrada a la Virgen María. No existe en la comunidad ningún otro templo perteneciente a una religión distinta de la católica. Los cargos religiosos asociados a la organización de la iglesia, que tienen una duración anual, son los siguientes:

  1. Fiscales: son dos, uno para cada mitad. Son los encargados de abrir la iglesia, ayudar al padre en la misa y arreglar su vestimenta. «Ser fiscal es como ser delegado, para que cualquier evento funcione en el pueblo tiene que estar presente el fiscal: en el pedimento, las fiestas y todos los compromisos». Su presencia legitima las ceremonias.
  2. Mayordomos menores: veinte en total, diez para cada mitad. Se encargan del culto de los santos de la iglesia, aportan alimentos (comidas), flores, velas y adornos.
  3. Mayordomos grandes: son dos, uno para cada mitad. Se encargan de aportar gran parte del dinero para la celebración de la fiesta patronal de la Virgen María y de recaudar y manejar las contribuciones del resto de los vecinos.
  4. Floreros: son dos, uno para cada mitad. Patrocinan el arreglo floral de la fiesta patronal, calculan el dinero que van a necesitar y acompañan al mayordomo grande a recaudar.
  5. Cerero: su tarea es reunir el dinero para hacer la cera y limpiar los candelabros de la iglesia. Al igual que el florero, calcula el presupuesto que va a necesitar y acompaña al mayordomo a recaudar el dinero entre los vecinos.
  6. Coheteros: son dos, uno para cada mitad. Actúan únicamente en las «fiestas grandes», donde lanzan los cohetes. «Si la fiesta es toda la noche, tienen que estar toda la noche echando cohetes».
  7. Castilleros: son dos, uno para cada mitad. Se encargan del castillo de fuegos artificiales.
  8. Orquesteros: dos, uno para cada mitad. Alternan con el mayordomo para dar de comer a los músicos. En la fiesta patronal del 22 de julio hay dos mayordomos y un orquestero que los ayuda: «Si el mayordomo da de desayunar a la banda, el orquestero le da de comer».
  9. Camareros: cargo desaparecido. «Antes compraban su pólvora para que se oyera dónde es la mayordomía, tronaban su cámara donde comía la banda; ya tiene tiempo que se perdió».
  10. Campaneros: dos, uno para cada mitad. Tocan a diario las campanas a las seis de la mañana y las siete de la noche, y encienden y apagan las luces de la iglesia. Si alguien fallece, acuden a tocar. Una semana trabaja el del lado Norte y otra el del lado Sur. A veces el cargo de campanero lo ocupa un vecino de escasos recursos económicos, insuficientes para desempeñar cualquier otro cargo.

Como se observa, designar a dos personas distintas para cubrir cada uno de los cargos —junto a la división territorial del espacio— hace que la organización de la jerarquía religiosa del pueblo manifieste también la división política dualista de Santa María. Dado que existe únicamente una iglesia, situada además entre las dos mitades, el modo de reconciliar la división estructural general en el ámbito religioso es duplicar los cargos. La duplicación conlleva la apropiación de la misma iglesia, en las mismas fiestas, por las dos mitades. La organización religiosa es sumamente importante porque permite rendir culto a los santos y vírgenes estableciendo una relación de colaboración recíproca entre ellos y la comunidad de vecinos.

Las festividades religiosas de Santa María se dividen en dos categorías principales: las «fiestas grandes» —25 de abril, 22 de julio, 8 de septiembre y 12 de diciembre— y las «fiestas menores» —las restantes—. En total son las siguientes:

-15 de enero: Nuestro Padre Jesucristo. Misa en la iglesia.

-2 de febrero: La Candelaria. Se llevan las semillas a bendecir a la iglesia antes de la siembra. Generalmente son mazorcas de maíz amarillo y azul que se guardan en canastos.

-25 de abril: San Marcos Evangelista. Es fiesta grande celebrada por todo el pueblo. San Marcos se asocia con la fertilidad y el éxito en las cosechas.

-3 de mayo: Día de la Santa Cruz. Los vecinos van en peregrinación a la capilla del cerro Cuacosco portando las cruces de sus casas entregadas por el padrino el día de la bendición; llevan tamales que consumen tras la misa celebrada en la capilla. El 3 de mayo marca el inicio de la estación de lluvias.

-Semana Santa: «En Semana Santa es cuando salen los santitos —una Virgen y dos santas—, recorren todo el pueblo y tienen donde llegar. En cada casa van dejando al santito. La gente que guste se queda a comer en la casa donde queda el primer santito. Ahora son crucecitas».

-1 de julio: Día de la Preciosa Sangre. Misa en la iglesia.

-22 de julio: Santa María Magdalena. Fiesta patronal del pueblo, fiesta grande.

-8 de septiembre: Nacimiento de la Santísima Virgen María. Fiesta grande por ser el natalicio de la patrona del pueblo.

-Tercer jueves de noviembre. Celebración doméstica. Se ponen pequeños altares con ofrendas de alimentos —habas, elotes, papas— para dar gracias a Dios por lo que ha producido la tierra: fiesta de la cosecha.

-22 de noviembre: Santa Cecilia, patrona de los músicos. Misa en la iglesia y celebración del gran concierto en el que participan todos los músicos del pueblo.

-12 de diciembre: Virgen de Guadalupe. Fiesta grande. Misa en la iglesia.

-16 al 24 de diciembre: Las Posadas. Representación de la peregrinación de la Virgen María buscando posada para dar a luz al Niño Dios. «Al que es fiscal le tocan las dos primeras posadas; las siguientes dos posadas, al mayordomo grande».

-El 12 de cada mes se ofrece misa a la Virgen María. Viene una «banda azteca» —con chirimía, teponaztle y tarola— de otro pueblo (en ocasiones de San Jerónimo Amanalco) a tocar en el atrio de la iglesia y se tiran cohetes.

En Santa María, el desarrollo de la mayordomía correspondiente a las fiestas grandes sigue una estructura o patrón circular que engloba a la totalidad de las casas del pueblo. El circuito comienza su recorrido en la zona este (donde se ubica la iglesia) y continúa su rotación en sentido contrario a las agujas del reloj —es decir, hacia el norte (en la linde con San Jerónimo Amanalco), el oeste (hacia Santa Inés y el límite habitado de la llanura) y el sur (hacia el manantial de Atlmeya y la linde con Santa Catarina del Monte)— hasta cerrar por completo el círculo al cabo de un periodo temporal aproximado de entre 17 y 20 años. «Es como un rol —explica un vecino—, empieza de por acá [señala el lado Norte] y hasta que viene a dar la vuelta [y llega a la parte Sur]. Como dieciocho años hace que me tocó a mí y aún faltan cuatro años más. Había 144 casas en el lado Sur cuando a mí me tocó la mayordomía». En los archivos de la iglesia —explican— se conserva un plano del pueblo al que paulatinamente se le van añadiendo las nuevas casas que se construyen en la comunidad. Al llegar el circuito a una casa, el matrimonio que la habita debe ocupar el cargo.

En los días que preceden a la celebración de una fiesta, el mayordomo grande se reúne con los otros mayordomos (cohetero, cerero, orquestero, castillero, florero) para realizar un presupuesto conjunto de todos los gastos que se van a precisar: banda, cera, cohetes, flor y misa[25]. «Sacan un presupuesto en total y salen a recaudar todos. Por ejemplo, si son 20 000 pesos del castillo, pues son 10 000 de cada lado». De esta forma establecen una cuota que debe pagar cada casa o, mejor dicho, cada matrimonio —«si tengo a mi hijo casado también paga —explicó una señora—; se paga por matrimonio»—, ya que el casarse un individuo constituye el indicador social de que debe empezar a pagar la mayordomía. Las cuotas varían en función del tipo de celebración que se trate: por ejemplo, para la fiesta grande se pagan 250 pesos; las mayordomías más pequeñas suponen cantidades menores, que oscilan entre los 5 y los 10 pesos cada mes. El señor Guillermo Miranda cuenta lo siguiente: «Hay que dar de comer a la banda (arroz, mole, borregos), y el pulque siempre adelante; después cambió a cerveza y luego a las copas». Respecto a los que se encuentran fuera del pueblo, dice un joven: «Son algunas gentes que se vienen a ir fuera y pagan la mayordomía, y ya cuando fallecen ya regresan para ser enterrados aquí».

En general, los vecinos perciben el sistema de cargos como algo deseable porque se encuentra relacionado con la iglesia. Los cargos se perciben como algo en lo que los habitantes deben participar por el hecho de pertenecer a la comunidad. «Porque estamos aquí tenemos que participar», afirman. Sin embargo hay casos en los que las personas se resisten a colaborar económicamente. Por ejemplo, Faustino Martínez, dueño de los únicos invernaderos del pueblo y testigo de Jehová, no siempre contribuye a la mayordomía. «Cuando llegan los mayordomos por ahí a cobrar —cuenta su hermano Juan—, pues a veces les da y a veces no».

Para evitar este tipo de disidencias existe en el pueblo un eficaz mecanismo de control social. Cuenta al respecto Juan que él no asiste a misa y no se considera muy católico, pero que participa en la mayordomía «para evitar ese... ese señalamiento», y explica a continuación: «A veces cuando termina la fiesta ponen una listota de quién no pagó, y si soy yo, voy y pago para que me quiten de ahí». Además, la persona que participa en la mayordomía tiene derecho a recibir tres cuotas de agua. Es decir, que el acceso al regadío se vincula con la mayordomía. E igual sucede con las faenas: «Si alguien no asiste a las faenas tiene que pagar la máxima [los trabajos no hechos] para reponerlos. Con la fiesta que viene, ya citan a faenar en la iglesia, se deciden las nuevas obras».

La organización social comunitaria se relaciona integralmente con las mayordomías; no se puede ser un vecino legítimo sin participar en ellas. En este sentido, existe un proceso de instrucción temprano, una pedagogía infantil formalizada y vinculada a la iglesia, denominada «los mayordomos niños». Sucede así: el primero de mayo nombran a una serie de niñas mayordomas que llevan flores a la Virgen (mayo es el mes de María), se sientan en la fila delantera y dirigen el rosario infantil que se reza en la iglesia durante todo el mes. El primero de junio, por su parte, sucede lo mismo con los niños, pues es el mes de José: son niños mayordomos. De este modo los menores de quince años comienzan a familiarizarse, a través de una institución comunitaria, con el sentido social de los cargos y su organización colectiva.

Sin embargo, como revelan los cuestionarios escolares, los niños de entre 10 y 13 años tienen ya una percepción clara de lo que implican las fiestas por lo que observan efectuar a sus padres en casa y a los vecinos del pueblo. En un cuestionario pregunté: «¿Cómo has visto que se organizan aquí las fiestas?». Los niños contestaron: «Adornan la iglesia con flores o frutas y hacen una portada en la entrada con flores y dulces», «con los mayordomos se organizan para asearla», «cooperan los vecinos y contratan músicos», «hacen juntas en la delegación», «primero cobran, después mandan a llamar a los juegos mecánicos y a los músicos, luego compran cuetes y el castillo y adornan la iglesia muy bonito a veces con flores o dulces, es todo lo que sé», «pasan los mayordomos u otras personas que se encargan de la iglesia a cobrar para comprar las cosas necesarias», «decomisan a varias personas y ellos son mayordomos y ellos la organizan», «van a conseguir todo lo necesario», «he visto cómo se ayudan todos los que vivimos aquí. Fin».

El templo, la misa

Santa María tiene una única iglesia, dedicada la Virgen María, ubicada junto al centro de salud y la delegación, en el centro geográfico del pueblo. Desde el exterior, el templo ofrece un aspecto sólido y austero; la pintura blanca que recubre sus muros aparece descascarillada en algunos lugares. Sus cúpulas lucen con baldosines de alegres colores —azules, amarillos y rojos—, pero esto solo se aprecia desde la ladera del cerro Cuacosco, al contemplar el visitante hacia abajo la vista panorámica del pueblo. El atrio alberga parterres cubiertos de hierba y árboles pequeños. Pegado en el muro, a la derecha, junto la reja de acceso, hay una lista donde aparecen detallados los gastos —misa, cohetes, flores, música— de la mayordomía del día 12 del mes anterior.

El aspecto del templo, erigido en el siglo xviii, es de extrema sencillez, y en algunos lugares menos visibles —los laterales o la parte posterior del ábside—, incluso de abandono. Llama la atención el contraste que ofrece al compararlo con las iglesias de los pueblos vecinos, San Jerónimo y Santa Catarina, pintadas de colores pastel, rodeadas de árboles y arbustos ornamentales, y cuidadosamente atendidas.

Habitualmente la iglesia permanece cerrada durante la semana. Solo el domingo a las seis de la tarde llega el cura de San Jerónimo para decir misa. En ese momento, un leve desfilar de mujeres y niños, acompañados por algún hombre, asciende lentamente las escaleras para acceder al templo. El espacio interior es estrecho y alargado: los feligreses se van poco a poco acomodando en las dos hileras de bancos que se distribuyen a ambos lados de la nave central, al fondo de la cual se encuentra un retablo de la Virgen María —amparado por varios tubos fluorescentes de colores que componen las letras del nombre de la patrona— y el altar.

Para ilustrar la relación y la actitud de los vecinos de Santa María respecto al culto católico, es útil describir el desarrollo de una misa a la que asistí un domingo de junio a las seis de la tarde.

Al templo acudieron aproximadamente 100 personas (Santa María cuenta con 3 600 habitantes); el 90 % estaba constituido por mujeres y niños, y el 10 % restante, por hombres. En su sermón, el padre Leandro —diácono procedente de San Jerónimo— comenzó acusando de ignorantes e indocumentados a los testigos de Jehová —pues no sabían ni el nombre de Dios, que según él era Yahvé y no Jehová, una corrupción del arameo—; pero acto seguido los puso como ejemplo paradigmático de fieles que pagaban puntualmente la contribución económica a su Iglesia. Este era el motivo por que tales religiones florecían actualmente con tanta fuerza —explicó— y sus dirigentes tenían tan buenos coches. Luego hizo un inciso y, sacándose un papelito del bolsillo, leyó un recado del obispo; enérgico y reprobatorio, amenazó a la concurrencia con cerrar la iglesia y suprimir la misa de los domingos si los vecinos no pagaban los honorarios que debían a los padres de la pasada mayordomía de Semana Santa. Añadió que en lugar de la formación católica destinada a los jóvenes, los domingos iba a impartir un curso de derecho canónico para que supieran los fieles que la jerarquía religiosa debía recibir el diezmo: «El sueldo de un día de trabajo de un hombre al año» —matizó—. Al final de la misa, dos niños pasaron entre los bancos armados con la canasta de las limosnas.

El rechazo hacia los curas por los habitantes de Santa María, puesto de manifiesto en la escasa asistencia a misa y la resistencia a pagar sus honorarios de Semana Santa, es expresada por los vecinos de diversas formas. En primer lugar, está el recelo explícito hacia un padre foráneo —procedente de San Jerónimo—, que llega en su coche los domingos a decir misa y una vez terminado su cometido abandona el pueblo. «No conviven con nosotros; no se quedan a comer y luego ni explican bien las lecturas» —comenta Amanda—; «no dan ejemplo de humildad ni de participación, todo lo quieren para ellos». Los vecinos se quejan de que el padre no se preocupa por la gente, no asiste a las comidas comunales que manifiestan la valorada comensalidad y no respeta las normas; que no participa, en una palabra. Unido a ello, existe la vergonzosa evidencia de unos seminaristas jóvenes llegados al pueblo hace años; todos se hicieron novios de muchachas locales y, cuando abandonaron Santa María, dejaron como testigo de su paso varias madres solteras abandonadas, cuyos hijos son aún identificados con el decepcionante episodio. Por último, los curas son percibidos frecuentemente como elementos perturbadores del orden comunitario. «Ha habido padres —cuenta el joven Martín, hermano de Carlos— que quieren cambiar las costumbres, y los habitantes del pueblo no se dejan. Uno quería cambiar ciertas cosas... Por ejemplo, en lugar de tantos mayordomos que se quede nada más el sacristán». Recordando el comentario de Carlos Arias al respecto de los foráneos, el problema de muchos sacerdotes es que no «se adaptan a sus formas, costumbres, trabajos del pueblo», sino que, por el contrario, «vienen a imponer».

Ya vimos que las mayordomías, el instrumento de culto a los santos y los personajes católicos del pueblo, no son algo trivial. Se asocian con la disposición de las viviendas, el regadío, las faenas y la definición de las personas como vecinos o «ciudadanos» con derechos plenos. Al tratar de adecuar el cura la organización religiosa a las exigencias de la doctrina católica, lo que propone sin saberlo es un desmembramiento de la columna vertebral del orden comunitario. Para los vecinos la iglesia es propiedad del pueblo y su gestión debe pertenecer a sus habitantes. Sin embargo, también necesitan al padre para que cante misa en las fiestas. El contenido católico del culto no interesa en exceso a los pobladores; la veneración de los santos es cuestión de reciprocidad y se efectúa tanto individual como colectivamente. Las mayordomías permiten actualizarlo en la práctica, mediante una relación directa entre el pueblo y los santos que no requiere de intermediarios eclesiásticos y mucho menos si estos no son vecinos legítimos. Al padre se le deja actuar lo necesario y en contextos precisos, pues su gestión suele ser fuente de abundantes conflictos.

Aspectos cosmológicos y creencias de raigambre prehispánica

Un aspecto muy llamativo de Santa María es la extraordinaria proliferación de creencias sobrenaturales relativas a diferentes ámbitos de la vida que corren paralelas al culto de los santos. Utilizo el término vago de creencias sobrenaturales para referir una serie de nociones y prácticas que se articulan en un complejo entramado cosmológico. Gran parte de ellas revelan un origen o una ascendencia marcadamente prehispánica, que contrasta llamativamente con los rasgos «modernos y urbanos» con los que la mayoría de los pobladores gustan expresamente definirse. Se trata de aspectos poco visibles, ocultos, que emergen a menudo en el ámbito doméstico, e incluso allí en momentos íntimos, y cuya presencia suele negarse ante los foráneos. Debido al fuerte rechazo que existe a referir estas creencias —bien por el temor a atraer el peligro (nombrar implica invocar), bien por evitar el estigma que supone adherirse a ellas públicamente (constituyen un poderoso adscriptor de lo indígena que estigmatiza de inmediato a quien las profesa como «indio»)—, gran parte de la información ofrecida en este apartado procede de conversaciones fortuitas y privadas, el registro de comentarios azarosos y los cuestionarios aplicados a los niños de la escuela primaria Cuauhtémoc. La clasificación de las mismas sigue un orden decreciente según su frecuencia de aparición y mayor o menor desarrollo e importancia en la vida del pueblo.

Creencias en torno a los cerros, los manantiales y el agua

Una de las principales características que distingue a Santa María es la abundancia de agua. Al preguntar a los vecinos en un censo qué era lo que consideraban más característico del pueblo, la respuesta mayoritaria fue la siguiente: que hay «mucho agua, los manantiales», «los manantiales, el cerro», «sus manantiales», «las plantas y el agua; el manantial el Sábado de Gloria», «el agua, porque está en el cerro». El pueblo cuenta con tres manantiales, dos de los cuales —Atitla y Pinahuisac— nacen en los cerros, y Atlmeya, el más frecuentado y conocido, en el límite de la llanura; hay además un número variable de ojos de agua que espontáneamente brotan y desaparecen en distintos lugares del monte, y una serie de canales descubiertos de cemento llamados «caños» que discurren a lo largo de ciertas calles y entre campos de cultivo. La superficie de Santa María es susceptible de describirse como una auténtica topografía del agua.

Las creencias en torno al agua integran un complejo sistema de origen prehispánico que abarca actualmente diversos elementos.

En primer lugar, prevalecen ciertas ideas acerca de la naturaleza de los cerros. Se trata de lugares sumamente poderosos, saturados de recursos, que producen perturbaciones físicas en aquellos que emprenden su ascenso: «Sentía que me crecía la cabeza, que se me chispaban los ojos» —describe María Isabel de la subida al Monte Tláloc—. Al respecto refirió Amanda que, si uno ascendía enojado a este cerro, inevitablemente llovía. Pero sin duda el aspecto más importante es la concepción acerca de que los cerros adyacentes a Santa María guardan agua en su interior o, más exactamente, constituyen una especie de recipientes repletos de agua.

Significativamente, de un cerro volcánico próximo a la colonia Guadalupe de San Jerónimo Amanalco, a mitad de cuya ladera se erige una imponente roca, se dice que, cuando haga erupción el cerro como respuesta al volcán Popocatépetl, la roca se desprenderá como un tapón y de su interior brotará interminablemente agua hasta inundar la llanura circundante. Un relato en cierto modo complementario, que pone de manifiesto la naturaleza contenedora de los cerros —y la consiguiente intercomunicación subterránea del agua por enormes distancias—, es que de ellos brotan los manantiales. Existe al respecto el relato de un pañuelo, con varias monedas atadas en una esquina, que alguien arrojó al manantial de Tepitzoc o Pinahuisac y tiempo después apareció en un nacimiento de agua de San Juan Teotihuacán. La comunicación final de los manantiales-cerros y conductos subterráneos con el mar aparece igualmente en los mitos.

En segundo lugar, se concibe a los manantiales como el lugar privilegiado donde habitan los ahuaques. Se trata de las divinidades menores del agua, los «dueños» de este elemento consagrados a su cuidado y a regular sus caudales. La gente los denomina «duendes» en español y los describe como pequeños seres antropomorfos con aspecto de niños. Su fisonomía varía con las descripciones, pero un elemento recurrente lo constituye su pequeño tamaño y el hecho de existir jóvenes, adultos y ancianos («que hay grandes y muchachas y hombres, pero todo chiquito», dijo la señora Dominga). Los ahuaques viven en una sociedad subacuática regida por la reina Xochitl, mujer de largas y hermosas trenzas, y la presencia de estos seres en los canales y manantiales se percibe por la música de tamborazo y el «escándalo» acústico que generan a determinadas horas. Se dice que afloran a la superficie principalmente a las doce del mediodía, pero también a las seis de la tarde, para alimentarse del sol y ciertos aromas contenidos en vajillas diminutas. Los vecinos que se acercan al agua en ese momento pueden «pisar» sus propiedades y recibir castigos en represalia.

Un aspecto central en este sentido es que en las descripciones se privilegia su naturaleza hostil y agresiva, convirtiéndose en el rasgo predominante de su carácter. Al ser preguntados al respecto, los niños escribieron en sus cuestionarios escolares sobre los ahuaques: «Es un hombresito pequeño», «es un enanito que te quita el alma», «un duende es enano si se ven y jalan los pies», «dicen que se encuentran en los manantiales y si los ves te atrapan». Esta identificación de los ahuaques con las agresiones sistemáticas deriva de su capacidad para producir en las personas diferentes tipos de afecciones, e incluso la muerte si la agresión no es tratada. Entre los trastornos más frecuentes se cuentan: hinchazón de los miembros del cuerpo —principalmente pies, piernas y rodillas—, enchuecamientos, calentura, pérdida de conciencia, conductas asociales —huir la víctima de la vivienda, manifestar una fuerza extraordinaria, gritar o romper objetos— y, si el caso se agrava, locura enajenada —rasgo determinante de que a la víctima le fue arrebatado el «espíritu»— y, finalmente, el fallecimiento del enfermo, cuya entidad espiritual atrapada se convierte a su vez en ahuaque.

El episodio característico de enfermedad comienza con un vecino del pueblo, niño, hombre o mujer, que acude al manantial «a las seis de la tarde o sobre todo a las doce del mediodía», a lavar, recoger agua o pasear por el lugar. En un descuido, pisa inadvertidamente las propiedades —generalmente mesas y trastes de barro donde estos seres se alimentan— o a los propios ahuaques; después, de regreso a casa, comienza a sufrir desvanecimientos, mareos, fiebre, en suma, como explica María Isabel, «pérdida de los cinco sentidos o de la razón». Ciertas víctimas logran curarse, otras fallecen, y otras más, excepcionales, continúan viviendo en un estado intermedio, envueltas en la «locura» y con el «espíritu» transitando a intervalos al ámbito del manantial. En Santa María circulan diferentes historias al respecto, entre las que destaca la de un individuo huérfano, de greñas blanquecinas y ropa desaliñada, que vive de vender leña que recoge en el cerro. La historia de «el loquito Enrique» es referida o aludida recurrentemente por distintos vecinos del pueblo. La versión más completa que recogí fue la narrada por Amanda:

El loquito Enrique vive por esta calle, no sé si lo ha conocido, su mamá era una señora muy bonita que bajaba todos los días a bañarse y a lavar su ropa al manantial. Era muy limpia; se bañaba mucho. Tenía el cabello liso y muy largo y lo dejaba arrastrar por el agua... Dicen que la agarraron los duendes. Luego andaba por las calles y dormía tendida en el suelo, se tapaba con papeles y plásticos; no entraba a las casas. Dejó de bañarse y cuidarse y andaba mal alimentada; ya no comía a sus horas. Tenía marido e hijos, pero no regresó a su casa. Cuando se ponían las nubes feas —esa que es como una «víbora», cuando la lluvia acaba los campos— ella comenzaba a gritar que se iba a casar, que iban a llevársela; decía puras incoherencias... Ya cuando se iba a morir, decía: ¡Ya vienen, ya vienen! Pues su hijo anda también igual y dice cosas bien feas, maldice, va maldiciendo él solo; va a buscar leña al monte y de eso vive. ¡A veces grita bien feo, espantoso! Su espíritu quedó con los ahuaques y no se recuperó. Habla con ellos allá en el agua, pero maldice en el pueblo. Y dicen que antes eran los más ricos; tenían mucho dinero, mucha plata, que lavaban y sacaban a secarse al sol en el tejado.

Una mañana contó María Helena Velázquez, esposa de un músico militar, en la peluquería de su casa mientras le corta el cabello a una joven:

Antes sí se veían muchos de esos animalitos… Mi suegra contó que la agarraron los duendes cuando era muchacha, se puso como enferma. Pasó una barranca y cruzó el agua sin mirar bien por dónde. Llegó a casa con muchísima temperatura, y en la noche soñó que le decían: «Tú nos tienes que componer lo que nos descompusiste. Nos tienes que pagar». Su papá dijo que había que buscar a un granicero. Fueron a traer los trastecitos, y ya los fueron a dejar; fueron aquí a Santa Cruz [un pueblo de alfareros cercano] a traerlos. Y se curó como por arte de magia. Yo creo que eso ya se está terminando…

Significativamente, los niños refirieron también en sus cuestionarios dos versiones de la historia de Enrique, en una suerte de complemento o reflejo a la narrada por Amanda.

Dicen que la mama de un señor que vive por mi casa, que todos los días se iva a bañar al rio, que tenía el cabello muy largo, lo extendia en el agua y un día la agarraron y la mataron [.] cuando su hijo la vio dicen que se volvió loco y ahora cada que se oculta el sol empieza a decir groserías [,] a beces la gente que viene se asusta [,] nosotros ya no [;] a beces pienzan que los duendes le hablan y por eso empieza a maldecir (Érica Alejandra Martínez Herrera, 12 años).

Mi mamá me dijo que hay un loquito llamado Enrique [,] dice que fue a bañarse con su mamá [,] a la mamá la jalaron de los cabellos y el niño Enrique la jalo [,] la mamá murio y enrique quedo traumado porque le dijeron que volverían por el [;] hasta orita sigue llendo a bañarse (Yazmín Buendía Juárez, 11 años).

E incluyeron también otros relatos:

Aquí en el pueblo hay una pequeña cascada donde dicen que hay duendes y que una vez una niña fue en la tarde [y] se tardó tanto que la tuvieron que ir a traer [,] la llevaron al doctor y dicen que tuvo contacto con los duendes [.] al otro día llevo fruta y sus juguetes [,] cuando la fueron a buscar estaba sola y estaba como burlándose (Érica Alejandra Martínez Herrera, 12 años).

A mi abuelo se le apareció un duende y lo imnotiso y lo llevaron con el padre de la iglesia y le dijo que le quitó el alma y tomo agua bendita mi abuelo y volvio en si (Carlos Isaac López Juárez, 12 años).

Una vez mi abuelita encontro unos trastecitos que eran de los duendes los piso y en la noche tuvo pesadillas (Gerardo Moreno Miranda, 12 años).

Pero además de infligir enfermedades y apresar «espíritus» humanos, se dice que los ahuaques controlan el acceso al agua. En Santa María proliferan las historias de manantiales que se esconden o dejan de manar porque el agua, considerada muy susceptible, se resiente. «Aquí quién sabe qué pasa que se enoja el agüita —dijo una señora—. Un manantial se secó porque echaron cohetes e hicieron fiesta». En otra ocasión explicó la anciana madre de Carlos: «Porque es siempre delicada el agua, cómo quiere que se arrime uno». Fue sin embargo en una conversación casual cuando un informante asoció explícitamente la desaparición del agua de los manantiales a la acción o recelo de los ahuaques. En ciertos casos, incluso, la propia agua viene a identificarse inextricablemente con los ahuaques o directamente a suplantarlos.

Una última función por la que destacan estos seres es por considerárseles responsables de enviar la lluvia y provocar las devastadoras tempestades eléctricas y tormentas de granizo que arrasan con las cosechas, afectando de manera directa los cultivos y la agricultura comunitaria. Forman las nubes en el interior de los cerros, las dispersan, y distribuyen la lluvia benéfica y los fenómenos meteorológicos adversos desde el cielo, trayendo bendición o destrucción a los habitantes durante el desarrollo de la estación de las lluvias (de junio a septiembre u octubre).

Pero el ámbito relativo a los ahuaques está sometido a una aparente paradoja. Mientras estos seres continúan perviviendo en la actualidad, los ritualistas encargados de interceder entre ellos y los seres humanos —los denominados graniceros o tesifteros en náhuatl— desaparecieron del pueblo aproximadamente en la década de 1980. Recuerda una mujer: «En aquellos tiempos, eran los años 60 o 70 cuando me agarraron a mí. Entonces se vinieron perdiendo más o menos en los 80. De los 80 para acá ya no se ha oído nada». Los graniceros constituyen un tipo de especialistas religiosos dotados de la capacidad para controlar el tiempo atmosférico: «Son los que detienen la tormenta» logrando que la nube de granizo pase sobre el pueblo sin devastar las cosechas. En Santa María, los graniceros obtenían su poder sobrenatural de los ahuaques. En ocasiones nacían con el «don», que se concebía como hereditario y pasaba de padres a hijos o hijas, o lo recibían al padecer enfermedades acuáticas o recibir cuatro veces el impacto del rayo; ellos eran las únicas personas que podían verlos. «Cuando se ponía la nube bien negra», los graniceros salían de su casa y avanzaban por los sembradíos agitando su palma de Domingo de Ramos hacia el cielo para atajar la tempestad, pues los ahuaques se alojaban en las nubes de tormenta —explica el anciano padre de Carlos—; con su palma «los zorreaba así pa’arriba a los duandes, les pegaba a los ahuaques». Cuando pasaba la tempestad —hualmo tlali mextli, ‘ya pasó la nube’, decían—, cobraba a los vecinos una contribución voluntaria por el desempeño de su actividad. «Después venía a cobrar, maíz o su dinerito, o arvejón o semillas en sus canastos; ya celebró el pueblo, no granizó... Pagaban unos diez pesos, cinco pesos... Con según el alcance, o de uno de que se conduele del señor, le da diez o veinte. Pero más no».

Además de desempeñarse como conjuradores de tormentas, los graniceros tenían la facultad de curar los males producidos por los ahuaques. El tratamiento incluía restituir los trastecitos que la víctima había roto en el manantial por otros nuevos comprados en el pueblo alfarero de Santa Cruz de Arriba, y depositarlos después como ofrenda acompañados de alimentos y frutas olorosas en el interior del manantial. El granicero confeccionaba un muñeco-recipiente con la ropa del enfermo y lo llevaba hasta la orilla para que el «espíritu» liberado por los ahuaques se introdujera en él y poder así transportarlo de regreso hasta la casa del enfermo. En el camino de regreso el muñeco antropomorfo aumentaba de peso hasta alcanzar el de la víctima. Una niña plasmó en su cuestionario todo el proceso: «El duende es chiquito y le quita el espíritu a la gente cuando le rompen algún traste en el agua, y para regresarselo le llevan dulces, trastes o gallinas negras y le piden al granicero un muñeco para q’ le debuelvan su espiritu» (María Magdalena Peralta Herrera, 12 años).

Se consideraba común que en sus sueños el granicero, que en su vida cotidiana trabajaba en su campo y cuidaba sus animales como un vecino ordinario, viajase al interior del arroyo para mantener relaciones con los ahuaques y recibir alimentos, manteniéndose activo su «don» a través de la comensalidad. La anciana Dominga López, nacida en 1922, que todavía regenta la tienda de abarrotes «El mercadito», cuenta al respecto:

Telésforo [un granicero] le platicaba a mi difunto esposo que iba por allá en Atitla, y nomás se paraba en una piedra así, nomás tosía y cuando siente ya se metió en una casa. Pero pues cuál casa si allá no hay casas mas que solo pantano, que había así harta agua. Dice que nomás saludaba: «¡Compadritós!». Que dice: «¿Ande están, compadritós?». Y ya le responden, ya se metió… quién sabe cómo. Ya se mete en el pantano, ya está abajo. Pero yo creo que no siente o quién sabe cómo le hace. Y allá cuando llega es que dice: «¡Gayeyeloc, compadritos!». Y ya le responden, ya lo llaman, que les dice de compadritos a los duendes, que son compadritos los duendes del granicero. Luego ve que hay puro calabacita, ¡todo verdura, todo verdura hay! Y luego ya lo llaman allá hartas muchachas bonitas —que hay grandes y muchachas y hombres, pero todo chiquito— y le dan de comer habas verdes, arvejones verdes y todo verde, nada más que de su comida, la comida le dan. Todo eso desabrido, nada de sal, no tienen, puro desabrido. Hasta le decía [Telésforo a mi esposo]: «Ya tengo hambre, ahora sí yo ya me voy, voy a comer allí con mis gentes». «¿Adónde?». «Pues allá en Atitla. Yo voy a comer allá con mis compadritos. Llego y me dan de comer. Lo que no me gusta es [que la comida no tiene] nada de sal, puro desabrido me dan los arvejones verdes y las habas verdes a comer». Luego para salir también nomás tose, nomás hace «jrm, jrm», y dice: «Inoj, compadritos». ¡Cómo está eso, que les hablaba en mexicano y le hablaban en mexicano, todo en mexicano le hablaban como le hablábamos aquí! Luego dice que ya le dieron de comer y ya se viene. Nomás tose otra vez y les dice: «¡Tlasocamate [gracias], compadritos!». Y luego ya se pierde él, y ya cuando... yo creo que se duerme o quién sabe... cuando despierta ya está otra vez por aquí en el terreno, ya para en la orilla del pantano.

Cómo afrontan hoy los habitantes de Santa María las enfermedades de los ahuaques sin contar con un granicero no está claro, aunque es muy posible que acudan a los pueblos vecinos en busca de tales ritualistas, debido a que los casos de enfermedad se siguen produciendo. En lo que respecta al control de las tempestades, algunos vecinos del pueblo efectúan ciertas prácticas individuales destinadas a repeler la tormenta. Entre ellas destacan la quema de plantas apestosas —como el arbusto de flores amarillas llamado tepopozitli (Haplopappus venetus [Gray.] Blacke, también denominado «pegajosa»)—, o cuernos, uñas y pelo de borrego o de res, que comparten el despedir al quemarse un humo acre que asciende al cielo; la colocación de frasquitos con agua bendita en los patios o palmas de Domingo de Ramos en las puertas de las casas. Sobre esta costumbre explica la anciana María Magdalena, madre de Carlos: «En la puerta se atora para que Dios nos cuide de la tempestad, ya ve a veces la tempestad que truena. Ayuda cuando se pone mal tiempo. Esa palmita la bendice el padrecito su día de San Ramitos, hágase cuenta el cumpleaños del diosito San Ramito. Es bueno que haiga eso porque ayuda. Aquí está bendecido con el padrecito. Se guarda, y allá cuando el tiempo de agua, se pone. Este nunca lo creo que lo quemen». Y añadió: «También el tepopozitli se junta y, cuando viene el tiempo y llueve, pues rápido se quema afuera con cuernito de res y de borrego, las uñas de borrego o de res». De esta forma los ahuaques son repelidos y, la cosecha, los ganados y las viviendas, preservados de la acción destructora del granizo y los rayos.

Otras creencias referentes al agua perviven en la actualidad, como es la certeza de que siempre llueve determinados días del año, principalmente en San Juan Bautista, San Pedro y San Pablo.

Del universo mítico de Santa María, el ámbito de los ahuaques constituye sin duda el más elaborado y omnipresente. El vínculo con el agua es constante: se requiere para el cultivo, para abrevar los animales y lavar la ropa. Además, a diario muchos vecinos acuden a los manantiales para aprovisionarse de agua potable, «tarda más uno en traerla que lo que dura», se lamenta Juan Martínez. Sin embargo, ciertos vecinos evitan hablar de los ahuaques y afirman contundentes: «Pero antes sí se veían muchos de esos animalitos… pensamos que eso ya se está terminando». Empero, el discurso modernizador que asocia el entubado del agua potable con un proceso de secularización no convence a todos; algunos albergan dudas: «Sí, es que están en el agua, los duendes —dice la señora María Isabel—. ¡Pues yo no me voy a lavar al caño! Hasta ahora les tengo miedo a los ahuaques».

Creencias sobre animales, nahuales y brujas

Una caterva de seres maléficos habita el pueblo y sus bosques: pueden causar el mal directamente o provocar actos destructivos. Los vecinos hablan del tecuani que se encuentra —o más precisamente se encontraba— petrificado en uno de los cerros circundantes. Cuentan que en tiempos prehispánicos la fiera-jaguar descendía al lago de Texcoco para devorar hombres y peces. Además, el tecuani pertenece a una tetralogía. Cuatro piedras con forma de animales se ubican en cuatro cerros que señalan los puntos cardinales. «Hay una rana, un pez, un toro y un perro: el tecuani, que se acercan un centímetro al día —dijo el niño Axayacatl, de 10 años de edad—. Cuando se junten todos en el pueblo, va a ser el Apocalipsis» —y señaló las cuatro direcciones.

Existen otros animales de carne y hueso, pero nimbados de un aura mitológica, que son muy temidos y respetados por estar investidos de propiedades sobrenaturales, como la onsa que cazó el abuelito de Carlos Isaac. «Es un gato negro que baja del monte, del tamaño de una foca; dicen que su carne es buena. Si se le revuelve el lomo, es señal de que alguien va a morir. Su cola es un amuleto protector», explicó, y pensaba que ya no quedaban más ejemplares en la actualidad. Un insecto muy temido es cierta mariposa nocturna negruzca, de gran envergadura, conocida como «ratón viejo» pues se cree que se trata efectivamente de este animal al que, en su senectud, le crecen alas. Su presencia, como la del pequeño búho tecolote, se considera un anuncio de la muerte.

Al mismo niño, Carlos Isaac, le pregunté si había brujas en el pueblo. «Aquí hay brujos y brujas —contestó—. Son curanderos que les llaman brujos». Luego añadió: «Una mañana se levantó mi tía de la cama y dijo que le había chupado una bruja, tenía sangre en el cuello; le había chupado a mi tía», insistió. Se dice que existen mujeres que se transforman en lumbre, vuelan a la casa de un niño y le succionan sangre mientras duerme. Cruzábamos un campo cubierto de pasto y Carlos señaló una vivienda blanca y aislada a mitad de la ladera del cerro Cuacosco: «Allí vive una bruja», anunció. Otro niño, Aron Espinosa, escribió en su cuestionario escolar: «Brujas: se alumbran en el monte, algunos dicen que son una bola roja que vuela por el cielo». Los ancianos afirman que se convierten en guajolotes y las designan en náhuatl tlahuelpochi.

La creencia en nahuales o brujos metamórficos está ampliamente extendida. Esta capacidad de algunas personas de transformarse en animal aparece a menudo asociada a la brujería. Las personas carecen de un alma o entidad anímica extrasomática, un alter ego animal que resida en el exterior del individuo y sufra igual destino que aquel. En la región, este componente espiritual es desconocido[26]. Los sujetos que detentan la capacidad de transformarse en animales no emplean esta entidad; lo hacen por voluntad propia, recurriendo a la posibilidad de externar y transformar su «espíritu» separable en otros seres, que se desenvuelven como animales fuera del cuerpo mientras el sujeto duerme. El propósito es siempre perpetrar acciones de brujería o dañar a sus víctimas. Axayacatl relató la leyenda de un jabalí que azotaron para comprobar si en realidad se trataba de un brujo transformado, y el hombre se levantó de la cama al día siguiente con las marcas grabadas en su espalda. También referían el caso de animales —un gato de extraña mirada del que se pensaba que era en realidad una bruja— que habían matado y tirado por una pendiente, para descubrir a la mañana siguiente a una anciana muerta en el mismo lugar.

Existen protecciones especiales contra brujas chupasangre, brujos ordinarios y nahuales, que consisten en disponer unas tijeras abiertas junto a la cama o en el empleo de espejos, cuando se trata de niños, y en el uso cotidiano como amuletos de cascabeles de víbora ocultos en los bolsillos de la ropa, o la instalación de cruces de ocote o fabricadas con cactus espinosos en las esquinas de las habitaciones de la casa, cuando se trata de adultos. Así el intruso agresor es repelido y ahuyentado, o incluso dañado por el poder de las cruces y las espinas.

No obstante, cuando ocurre el ataque la afección resultante requiere de curaciones muy especiales que únicamente pueden realizar ciertos individuos cualificados, dotados de los mismos poderes que el atacante. No extraña entonces que la terapéutica referida al nahualismo y la brujería se halle envuelta en un halo inquietante, clandestino y oculto a las miradas de todos.

Enfermedades «físicas o materiales» y «espirituales»

Santa María cuenta con un centro de salud situado en la parte media del pueblo, junto a la iglesia y la delegación. Es un edificio pintado de blanco de una sola planta, equipado con una sala de espera y tres consultorios. La máxima autoridad es el Dr. Juan Sergio Cabrera, egresado de la UNAM que apenas lleva diez meses en el pueblo. Una enfermera de campo o TAPS (Técnica en Atención Primaria de Salud), de 45 años y con gran confianza entre los vecinos, le ayuda en sus tareas diarias y colabora activamente vacunando y rehidratando a los niños y atendiendo a domicilio durante la «Semana de Salud».

El Dr. Cabrera refirió un inventario de las enfermedades más comunes entre los habitantes de Santa María y que asistía en el centro de salud, gran parte de ellas vinculadas con las actividades laborales. Las más comunes son las afecciones relacionadas con las vías respiratorias, debido al frío que se registra en la zona. Le siguen los casos de diarrea y parásitos, la conjuntivitis debida al polen y al polvo —vinculadas principalmente con la manipulación de las flores—, la rinitis alérgica y el asma. Las enfermedades características de los músicos son las asociadas con las vías respiratorias, la obesidad y la depresión. Los ancianos suelen morir de enfermedades crónicas como la diabetes. Un problema —importante, según él— que va en aumento en el pueblo es el de las madres solteras. También añadió que los habitantes hervían el agua del manantial antes de beberla, algo que —según pude observar— no realizan jamás.

Al preguntarle por la existencia de casos de brujería, ritualistas indígenas o «hechiceros» en el pueblo, respondió que, según sus conocimientos, no había, y que la medicina tradicional estaba representada exclusivamente por «sobanderos» y «parteras» —como la señora Guadalupe Benegas—, «que manejan un buen porcentaje de los nacimientos». No obstante, matizó que cierto número de habitantes se desplazaban a los pueblos vecinos de Santa Inés, Santa Catarina y San Jerónimo, donde sí había curanderos.

Al margen de la percepción del médico, el ámbito de la salud y la enfermedad reviste una considerable elaboración y complejidad según la perspectiva de los vecinos. Los pobladores cuentan con un cuadro nosológico o clasificación nativa de las enfermedades de marcada ascendencia nahua que responde tanto al agente patógeno de las dolencias como a la dimensión del ser humano a la que afectan primordialmente, así como a los distintos tipos de terapeutas y las diversas formas de tratamiento prescritos por ellos. En la taxonomía médica local, los males se distinguen en dos categorías principales: «físicos o materiales» y «espirituales».

Los males «materiales» son dolencias de huesos, afecciones respiratorias o cutáneas, contusiones, embarazos, accidentes, diarrea, empacho, movimiento de órganos, desarreglos alimenticios, enfriamientos y calenturas causadas por al desajuste del equilibrio térmico corporal y, en general, trastornos de etiología «accidental», fruto de la intervención imprevista del entorno y sin intencionalidad (cambios de temperatura, alimentos inadecuados, golpes), o resultantes de un funcionamiento deficitario e imperfecto del organismo. Estos padecimientos pueden atenderse en los centros de salud —las denominadas «enfermedades de médico»—, pero lo más común es las trate primero la madre de familia y después, simultánea o alternadamente, los terapeutas tradicionales locales (huesero, sobandero, partera) y los médicos. Se aplican terapias mecánicas (tés, masajes, succiones, friegas, supositorios, cataplasmas) y otros recursos de índole empírica. Un número importante de estas dolencias encuentran correspondencias en, o pueden ser asimiladas por, la biomedicina occidental, y suelen ser concebidas por los médicos en sus propios términos. Valgan dos ejemplos, pertenecientes a las patologías infantiles.

Caída de mollera. Se trata de una afección característicamente infantil consistente en que, por haber sometido al niño involuntariamente a movimientos violentos y rápidos, o a caídas, la fontanela, el área sin osificar en la región delantera central del cráneo (apan en náhuatl), se «sume» con respecto al área circundante y simultáneamente desciende la bóveda del paladar (quiquetol). Se presenta una leve depresión en el cráneo y síntomas psicológicos y orgánicos: llanto, abulia, diarrea, a veces vómitos, palidez, desgana e inapetencia por los alimentos. La mollera sumida se «enfría» y por ende también la cabeza —zona «caliente» por antonomasia, junto con el corazón—, por lo que se asiste a un descenso de la temperatura intracorpórea a medida que el «frío» se extiende causando el mal funcionamiento de los órganos (estómago, intestinos) y la desestabilización de las funciones corporales: digestión, excreción, etc. La fiebre, la diarrea, la palidez y los vómitos son el resultado del desajuste de la temperatura del niño, cuyo cuerpo se concibe más «caliente» que el los de los adultos. Del diagnóstico y tratamiento se ocupa una partera, una curandera herbolaria experta en pediatría o incluso la madre del niño. El remedio es mecánico: consiste en limpiar la mollera con agua y succionarla hacia arriba chupando con la boca o un huevo; también se levanta presionando con el dedo el paladar desde el interior de la boca. El tratamiento incluye a su vez recursos térmicos para transmitirle «calor» al niño y reponer el que perdió tanto en la cabeza como en el resto del cuerpo: se lo abriga con un rebozo y se le administran tés de plantas «calientes» —manzanilla, ixtafiate, santa maría, etc.— durante algunos días. En el centro de salud este mal suele diagnosticarse como deshidratación y el niño recibe allí sueros orales o inyecciones destinados a rehidratarlo.

Pérdida de la guía. Consiste en que el extremo diminuto de un órgano situado en la parte interior del tramo final del intestino grueso (cuitlaxcoli tomac) o del ano se esconde o cambia de lugar. El niño, de edad algo mayor que los que sufren caída de mollera, llora y padece fiebre, males estomacales o diarrea. Es la madre quien diagnostica la dolencia. La señora Juana, «para saber si la se ha subido la guía», explora el lugar con el dedo. Si se ausentó, redondea entre las manos unas bolitas de jabón de lavar la ropa de la marca Tepeyac, o cera de vela, y las desliza por el recto mientras invoca el nombre del niño. Así la guía desciende hasta su lugar. Esta afección es clasificada por los vecinos como «material» y no acarrea trastornos graves ni complicaciones severas. En opinión del personal del centro de salud, que ignora la existencia de la «guía», el mal puede asimilarse con el padecimiento que la biomedicina denomina prolapso rectal y que consiste en el desplazamiento anómalo de un órgano, en este caso del recto.

Frente a los males de naturaleza «material», los «espirituales» incluyen patologías que atañen a los componentes anímicos del ser humano —el «alma-corazón» situada en el centro del organismo y los «espíritus» o principios menores distribuidos en las coyunturas o articulaciones donde late el pulso; ambos forman un mismo circuito llamado animancon, dotado de un centro anímico y una serie de irradiaciones[27]—. Causan estos males agentes conscientes: ahuaques, aires patógenos, Dios o los santos, el diablo, individuos con poderes nocivos o brujos con intenciones malignas, pero también puede ser involuntarios y fortuitos. Entre los primeros están el «susto» o «espanto» (maughtia), las agresiones de los ahuaques, el mal aire (yeyecatl), el mal de ojo y las dolencias derivadas de la «mala enfermedad» o «daño» causado por brujería. Entre los involuntarios está por ejemplo la tiricia. La terapéutica, altamente ritualizada, incluye pulsaciones, invocaciones, oraciones, limpias con agua bendita, plantas o gallinas; recipientes especiales para retornar el «espíritu» perdido al cuerpo del enfermo, ofrendas destinadas a las fuerzas patógenas e incluso actos de devolución del daño si este fue producido por brujería. Los médicos no pueden tratar estos males: «Si los agarra el doctor, empeora o muere la persona». Antes bien, de ellos se ocupan cuatro categorías de terapeutas tradicionales: los curanderos de aire y de susto (tepatiki), los tesifteros o graniceros, los espiritualistas trinitarios marianos y los brujos tetlachihui (aparentemente, solo existen en el pueblo de la primera categoría; los especialistas de las tres restantes residen en San Jerónimo). Algunos ejemplos de dichas patologías son los siguientes:

Susto o espanto (maugtia). Debido a una fuerte impresión fortuita (accidentes) o deliberada (agresión de un animal, un ente espiritual, un brujo), la víctima pierde uno o varios «espíritus» que yacen en el lugar o son apresados por el captor si el susto fue provocado. Sufre calentura, desvanecimientos, pérdida de memoria, mareos, y en su fase extrema alteración nerviosa y temblores. El terapeuta —uno de los cuatro referidos— pulsa al enfermo, descubre en número de «espíritus» faltantes y usa «agua de espíritus» y flores rojas para llamarlos y devolverlos al organismo. Cuando se trata de un susto grave, acude al lugar del accidente con un muñeco-recipiente confeccionado con la ropa del enfermo para recuperar la totalidad de los «espíritus» y traerlos de regreso. Si el «espíritu» no es rescatado, se torna un ser de la misma especie de aquel que fue su captor: un aire o un ahuaque, por ejemplo. Ciertos enfermos buscan tratamiento en el templo de los espiritistas trinitarios marianos —«los hermanos»— situado en San Jerónimo, donde el mal suele ser interpretado en clave de envidias y agresiones deliberadas. Los niños sufren continuamente esta dolencia y reciben tratamiento en el pueblo. La señora María Isabel, que vive en el cerro Coacosco, relata cómo el hijo de una vecina se espantó al caerse de la andadera y empezó a adelgazar, a amarillear y a dejar de comer. Lo llevaron al centro de salud y allí una enfermera mayor trajo un frasquito de «agua de espíritu» y vertió algunas gotas en sus muñecas y sienes. Dijo a la madre que la cura del médico le serviría al niño, pero que también requería de aquello, y le rogó que no dijera nada al doctor. Como el niño seguía enfermo, lo llevaron a una especialista del pueblo en tratamientos infantiles, una señora que le succionó en las muñecas y codos, llamó a los «espíritus» por el nombre del niño y este comenzó a recuperarse y a comer.

Aire o yeyecatl. Se trata de entidades volátiles, invisibles y erráticas que se asocian con las cuevas, las barrancas, los bosques y el panteón. Aunque, según su tipo, se les asigna un nicho ecológico específico, se desplazan por la atmósfera continuamente. Su actitud es hostil hacia los humanos; yeyecatl, se dice, significa «aire de enfermedad». Los aires agreden a las personas por introducirse en sus dominios con alimentos o perfumes aromáticos, por estar la persona debilitada debido al cansancio físico, por ser de noche, cuando los aires se mueven con mayor libertad, o simplemente por su tendencia dañina («aunque esté uno en su casa»). Generalmente, enferman al adherirse al ser humano o introducirse por sus orificios corporales, o afectando con hinchazón, dolor o picor la boca o los ojos. Cuenta la anciana señora Dominga de la tienda «El mercadito»:

Cuando va uno a alguna parte corriendo de noche y encuentra el aire, de repente le duele y se le hincha el ojo. Una vez un señor me dijo: «Me duele el ojo». Fue al doctor y le recetó medicina. No se le calmó. «¿Qué será bueno?». Digo: «Será aire. Le voy a dar su remedio», y le junté las hierbas: mirto, ruda, ixtafiate, artomeza, sus ramitos para tres viajes. «Usted mismo límpiese, tres veces; póngase tantito alcohol y hágase todo para arriba», le dije. Lo hizo. A los ocho días vino a la tienda: «¿Cuánto le debo?...». Ya se le alivió el ojo.

En los casos comunes el aire causa dolor de cabeza, comezón, ronchas rojas en la piel y somnolencia. La gente dice mo yeyecahui, ‘agarré aire, me entró aire’. «Uno siente dolor de cabeza, que le palpita el párpado, sarpullido, erupciones, hinchazones, calenturas, cansancio». Se limpia al enfermo con huevo (los de gallina negra se consideran más potentes y «calientes»), que sirve además como diagnóstico —tras frotar las coyunturas del paciente o la zona afectada, se casca el huevo en un vaso de agua y el aire se manifiesta como espirales o hilachas azuladas en la clara—. El aire extraído queda atrapado en el huevo. Al paciente se le administran después tés de plantas «calientes» —ruda, cacopacle, pirul, eucalipto, ixtafiate, laurel y artomeza— y se le «hojea» con ellas para terminar de expulsarlo. Dado que se considera que los aires son «fríos», la limpia se servirá de sustancias «calientes» para rechazarlos. La misma lógica siguen las formas de prevenirlo: la gente sale al campo o va a los entierros con una ramita de ruda en la oreja o fumando cigarrillos.

Cuando el aire produce enchuecamientos y deformaciones, o cuando —más grave aún— se introduce en el cuerpo atacando el organismo y carcomiéndolo (por lo que en ocasiones se cree que el «cáncer» es resultado de agarrar ciertas clases de aire), se requiere del tratamiento de un curandero especialista en aires o de un granicero, que expulsa al ocupante del cuerpo y logra que la zona afectada se recupere. Aun así, es posible que ciertos enfermos conserven la boca ladeada, las facciones contraídas o las piernas torcidas: «Si alguien llega con olor a comida o loción en la cara, pueden torcerle la boca el aire, de modo que queda chueca».

Mal de ojo. Se deriva de una agresión involuntaria o premeditada. Ciertas personas poseen la vista «fuerte» o «pesada» y la capacidad de enfermar a otros al mirarlos fijamente. Se atribuye a la envidia y generalmente afecta a los niños más chicos. La intensidad de la mirada se debe a que estas personas tienen una naturaleza energética «caliente» y a menudo un «corazón fuerte», y esta fuerza excesiva es inoculada en el contemplado. Por lo común, especialistas como los brujos y graniceros pueden producir mal de ojo de forma deliberada; pero en el común de las personas ocurre de manera involuntaria. Se debe a que atraviesan por estados transitorios que conllevan un «calentamiento» del corazón y de la sangre, como el embarazo, el cansancio, el enojo, la envidia, la ira, la borrachera, pero sobre todo el «antojo», el deseo imperioso de poseer o tocar algo de su agrado. Cuando se trata de un niño, la agresión suele prevenirse dejándole al agresor tocarlo o tomarlo en brazos, o poniendo como profilaxis su saliva en la cabeza del niño. Ciertas personas bajan la vista cerca de una criatura y se resisten a mirarla sabiendo lo que su vista podría causarle. Pero otras sucumben a la mirada. Amanda, esposa de Carlos el delegado, notó en cierta ocasión que algo extraño sucedía porque su hija Yazmín, «una niña muy linda», se volteó hacia atrás y miró con insistencia a una mujer que caminaba tras ella por la calle y miraba a su vez a la niña de forma extraña. Amanda percibió en seguida que la señora poseía «la vista pesada», una mirada que describió como penetrante a la vez que «cautivadora», es decir, atrayente e hipnótica para aquel sobre quien se posara. Era una señora «morena y gorda» (se entiende que de calidad térmica fuerte y con inclinaciones por los niños de piel clara), el prototipo de la agresora ojeadora. Amanda neutralizó la agresión devolviéndole la mirada a la señora en el preciso momento en que la recibía su hija, así la acción le regresó a la ejecutante en una triangulación de miradas. Redirigió el flujo maligno y patógeno de la víctima a la agresora. Después, tras comprobar que Yazmín tenía una leve calentura, la liberó de los residuos del influjo negativo limpiándole la cabeza y el cuerpo con un huevo (en estas ocasiones, puede aparecer, al leerlo en el vaso de agua, «un ojo»). La manera de prevenirlo es atarle al niño en la muñeca un listón rojo o una pulsera con una semilla de «ojo de venado» (Mucuna solanei o urens), que sirve como reclamo donde la mirada del agresor es atraída y descargada.

Tiricia. También pronunciada tirisia, es una enfermedad casi exclusivamente infantil que afecta al tono emocional y afectivo del infante. Sin síntomas previos, el niño comienza de improviso a «tristear» y a mostrarse lloroso y en un estado general de desánimo. Su sistema anímico del «alma-corazón» se encuentra lánguido, exangüe. Suele causarla la existencia de tensiones familiares o un desplazamiento de los afectos, como ante la pérdida de un familiar o el nacimiento de un hermanito. El debilitamiento del corazón va ligado a un estado de progresivo «enfriamiento», ya que la tristeza se considera un sentimiento «frío» que apaga literalmente la vitalidad y el «calor» de este órgano. Del tratamiento se ocupan los padres: buscan a una «madrina de tiricia» y le compra al niño un atuendo rojo con el que lo viste enteramente, incluyendo los zapatos, y así cubierto lo lleva a oír misa a la iglesia donde el cura lo bendice y le pone un listón, rojo también, en la muñeca. La función de la ropa roja es transferirle «calor» a la piel del niño para que, en sucesivas irradiaciones, este alcance los «espíritus», la sangre y finalmente el corazón, que, al volver a su temperatura normal, comienza a desalojar la «frialdad» de la tristeza. A su vez, el simbolismo del rojo es reforzado por el listón de la muñeca, y la temperatura resultante incrementada por la presencia del niño en la iglesia y en misa, consideradas ambas «muy calientes»; el resultado eleva considerablemente la temperatura corporal y el tono emocional del infante. En cuanto a la «madrina de tiricia», su condición terapéuticamente eficaz proviene del hecho de que es una «mujer peculiar». Al preguntar a los vecinos del pueblo qué significaba «peculiar», me explicaron que la madrina debe ser una prostituta que viva en el pueblo. Por su actividad, estas mujeres presentan un estado crónico de «calor», al igual que los borrachos, los adúlteros y los trabajadores habituados al ejercicio físico. Gracias al madrinazgo, el exceso de «calor», que en otras situaciones habría sido patógeno, es domesticado y transferido al niño sin causarle perjuicios; la potencia térmica recarga, como por transfusión, el sistema anímico del pequeño. La fuerza «caliente» de la madrina se añade a las producidas por el atuendo y el listón rojos, y la misa en la iglesia, logrando la curación del niño en pocos días. Amanda explicó que la relación de madrinazgo se prolonga a lo largo de la vida, y lo ejemplificó diciendo que algunos de sus hermanos tenían todavía «madrina de tiricia», a la que iban a visitar.

Una característica destacable de Santa María es el hecho de que, junto al personal del centro de salud y los terapeutas tradicionales, las madres de familia actúan como eficaces curadoras que se encargan de diagnosticar y de aplicar tratamientos en los primeros momentos en que se manifiesta una dolencia. Hábiles conocedoras de la medicina doméstica, tratan a adultos pero principalmente a niños. En ciertos casos, su pericia es tal que se convierten en una especie de curanderas aficionadas o amateurs cuya reputación atrae las demandas de atención de sus vecinos. Cuenta la señora Juana al respecto: «Yo curo de empacho, de susto, de pérdida de la guía, de diarrea, de aire». Cuando lo hacía, recordaba cómo procedía su madre, al tiempo que «escuchaba a Dios», es decir, se ponía a pensar y espontáneamente surgían en su mente los remedios. Razonaba así: «Si la diarrea es caliente, yo tengo que buscar cosas que sean frías». También reproducía lo observado a un curandero que vivía en el cercano pueblo de San Juan Tezontla[28]. El éxito en las curaciones llevó a que las vecinas empezaran a traerle a sus hijos, «porque era más barato que llevarlos a un curandero»; pero ella no se tenía a sí misma por curandera; aplicaba lo que veía. Curaba de susto con «agua de espíritus» que venden en las farmacias; de pérdida de la guía con jabón Tepeyac y cera de vela; el empacho untando la panza y pompitas del niño con manteca y cubriéndolas después con un papel o hierbas, y jalando pellizcos de la piel de la espalda para «tronarlos» y despegar lo que estuviese adherido a las tripas. Como otras mujeres del pueblo, hacía limpias con huevo porque el blanquillo «jalaba» la enfermedad —aunque no leía el diagnóstico como hacían los terapeutas—, pese a que el cura les había advertido en la iglesia que no debían hacer limpias porque eran prácticas asociadas con el mal y con el diablo; pero ellas recurrirían a lo que hiciese falta si lo que estaba en juego era la salud de sus hijos… los mejores eran los de guajolote y de gallina negra.

La medicina familiar dependía de un recurso visible en casi todas las viviendas del pueblo: los jardines o huertos domésticos que crecían, a menudo con aspecto desordenado, en parterres contiguos a las casas o en latas reutilizadas. Muchos vecinos cultivan o dejan crecer libremente ciertas plantas que se usan como remedios tradicionales ante determinadas enfermedades: hierbabuena y estafiate o ixtafiate para el dolor de estómago; el ajenjo para el coraje; con el epazote se hace té para arrojar lombrices; la ruda expulsa el aire al igual que la artomeza; con la pingüica o tepeixquitl, el poleo y el toronjil se curan los riñones; el tepopote hervido se aplica sobre una quemadura para que cicatrice rápidamente, y se agrega miel. Con el mirto, el espinosillo y la sábila se preparan diversos tónicos y otros recursos vegetales se buscan directamente en el bosque o proceden de los cultivos.

Creencias sobre el maguey y el pulque

No hay actualmente explotaciones comerciales de pulque en Santa María. Esporádicamente, algún vecino raspa sus magueyes y dedica el producto obtenido al autoconsumo. No obstante, existe en el pueblo una amplia serie de creencias respecto a la planta del agave y sus principales derivados.

Se cree que el pulque es «frío» y proporciona gran fortaleza física para desarrollar diversas actividades; por ejemplo, a las mujeres les da fuerzas para lavar la ropa. También sirve para curar los pulmones (que son órganos «fríos» y se ven reforzados por la identidad térmica del líquido). Pero además, y ante todo, el pulque, llamado neptli en náhuatl, se vincula con aspectos sexuales y reproductivos, tanto del mundo femenino —asociado con la leche materna—, como del mundo masculino —identificado con el esperma—. Su textura y consistencia son destacadas simbólicamente. Se cree que estimula la producción abundante de leche en las madres que están amamantando a sus hijos, por lo que suelen beberlo las que segregan poca. En el caso de los hombres, las propiedades del pulque producen una potenciación, intensificación o incluso duplicación de la capacidad reproductiva: «Muchos señores lo usan —cuenta Amanda—. Cuando los hombres comentan algo que no quieren que entiendan las mujeres, dicen que al tener relaciones tienen dos hijos si toman pulque. Porque el pulque es cuatero. Sí es verdad que los que toman pulque tienen muchos hijos...».

«Frío» por excelencia, las propiedades fertilizantes del pulque se atribuyen en gran parte a su origen mítico. La reina Xóchitl, deidad femenina que habita los manantiales y gobierna a los «dueños del agua» o ahuaques, fue su inventora y por medios que nadie supo explicar la bebida pasó al mundo de los seres humanos, que lo utilizan como un remedio ritual de poderoso alcance. Incorporado al organismo, el pulque potencia los fluidos corporales que guardan con él —por su textura, coloración o función generadora— una relación de analogía directa. Algunos de los alimentos y recursos que se emplean en el pueblo proceden, pues, como se sabe, de seres vinculados con ámbitos que deben mantenerse en secreto.

Agradecimientos

Recibí el apoyo de diferentes personas durante el trabajo de campo; las que contribuyeron más directamente al estudio y me brindaron repetidamente su ayuda han aparecido ya en el texto identificadas con sus nombres y apellidos. Atención especial merece la familia de Carlos Arias y Amanda Espinosa, que me hospedaron gentilmente en su casa; su hija mayor, Yazmín Arias, me apoyó y acompañó activamente en diversas fases de la investigación y contribuyó con entusiasmo. Juan Martínez y Juana Velázquez fueron también amables anfitriones que compartieron conmigo su conocimiento y experiencias. Extiendo a todos mi sincero agradecimiento.

David Lorente Fernández
Dirección de Etnología y Antropología Social
Instituto Nacional de Antropología e Historia (México)





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NOTAS

[1]Este género ampliamente desarrollado en México —véanse por ejemplo los trabajos clásicos de Redfield (1930), Lewis (1968) o Guiteras Holmes (1952), entre otros—, pese a resultar hoy un tanto anacrónico y recibir diferentes críticas, ofrece productos etnográficos de gran utilidad y documentos etnográficos que podrían calificarse, de manera un tanto sui generis, como «históricos», circunscritos a temporalidades concretas —generalmente la primera mitad y mediados del siglo xx—. Un ejemplo de excelente estudio de comunidad contemporáneo es el de Sandstrom (2010).

[2]La adaptación de la Guía de Murdock de 1954 corrió a cargo de Hugo Nutini, quien la redujo y reformuló ciertos epígrafes pertinentes a las condiciones etnográficas de las comunidades de ascendencia indígena de la Tlaxcala rural; el resultado era aplicable a la Sierra de Texcoco.

[3] En 2003 comencé una larga investigación en la región que implicó la visita intermitente a este y a los dos pueblos vecinos en sucesivos periodos que se extienden hasta la actualidad (véase Lorente 2010, 2011). Algunos resultados de dicha investigación figuran en Lorente (2012a, 2012b, 2012c).

[4]Esta monografía etnográfica constituye la primera fase de una investigación más amplia realizada en la región, cuyos métodos de obtención de la información, desarrollo y trayectoria fueron expuestos detalladamente en otro lugar (Lorente 2010).

[5] Véanse Palerm y Wolf (1972: 114, 130) y Pérez Lizaur (1975: 13-14).

[6] Censo proporcionado por el Dr. Juan Sergio Cabrera Murato del Centro de Salud local.

[7] Localizados hacia el oeste, en las inmediaciones del antiguo lago de Texcoco, a unos 20 km de distancia.

[8] Mercado de tradición indígena formado por pequeños puestos cubiertos de lona.

[9] En mayo-junio de 2003, doce pesos mexicanos correspondían a un euro. Téngase en cuenta la cifra para el resto de cantidades monetarias incluidas en este artículo.

[10]Tagetes erecta.

[11] Los cultivos de regadío se vuelven así de temporal, y serán las lluvias las que verdaderamente logren y hagan granar la cosecha.

[12] Como se verá después, en Santa María no hay templos que no sean católicos; la presencia de vecinos de otras religiones es minoritaria y sus miembros asisten a iglesias situadas en otras poblaciones.

[13] Realicé el cuestionario en dos escuelas de primaria de Santa María, aproximadamente a sesenta alumnos de 11, 12 y 13 años del pueblo. La muestra incluyó niños y niñas de la escuela Cuauhtémoc.

[14] Las respuestas incluyen los errores ortográficos de la redacción original.

[15] El náhuatl que se habla en la Sierra de Texcoco, y principalmente en los pueblos de San Jerónimo Amanalco, Santa María Tecuanulco y Santa Catarina del Monte, pertenece según la lingüista Yolanda Lastra a la variante dialectal «nuclear» del náhuatl moderno dentro del náhuatl «central» que se habla en el Distrito Federal, Estado de México, Tlaxcala, Morelos, Guerrero y parte de Puebla (1980: 5). Hacia 1980, esta autora halló en la zona hablantes jóvenes y notó que la fonología y la morfología no habían cambiado mucho desde el siglo xvi. Desaparecieron la conjugación pasiva y ciertos sufijos de derivación, y se tomaron construcciones, preposiciones, conjunciones, adverbios y términos españoles para objetos y acciones nuevas de la vida diaria. Pero, relegando la influencia del español, Lastra concluyó: «Lo que queda es un lenguaje que se emplea en la vida familiar que no debe distar mucho del que hablaban los súbditos de Netzahualcóyotl. Difiere, sí, del lenguaje de los sacerdotes y de los señores que equivaldría […] al náhuatl clásico, pero no debe de diferir tanto de la lengua de la gente común» (1980: 6).

[16] Concebidas bien desde una dimensión estética, como su sonoridad, bien desde el tipo de contenido que albergan los discursos cuando se enuncian en náhuatl: de tipo ceremonial, o relativo a acontecimientos históricos o a cuentos (mitos) de «antes antes», la época de los abuelitos.

[17] Una construcción cultural de sus habitantes, basada en los nombres impuestos por los religiosos en los primeros bautismos de los indígenas, dado que los primeros pobladores del pueblo fueron nahuas.

[18] Según los pobladores, en este contexto tonal procede de tonali (día) y significa ‘el día que inicia’: «Para la pareja la boda es el final, pero no es el final, es el principio», pero también «tonali concentra todo aquel festejo que se le da a la pareja» y denota asimismo «un regalo», «el acto de dar las gracias», o «el agradecimiento que se hace a los padrinos».

[19] Numerosas mujeres reconocen libremente el empleo de diversos métodos de control de natalidad. Supe de varias que aprovecharon alguna operación quirúrgica o el parto de su último hijo —presumiblemente en un hospital fuera del pueblo— para practicarse una ligadura de trompas. En los raros casos en que la mujer embarazada rechaza al bebé, la partera le suministra veladamente tés de la planta denominada soapatli (de sohuatl, ‘mujer’, o sosohuaton, ‘muchacha’ y patli, ‘medicina’) a modo de anticonceptivo o, mejor dicho, de abortivo. Dijo Amanda: «Si su preocupación de una joven es que está embarazada, en el primer mes se toma eso y ya no regla. Nada más cuando cree que está embarazada. Y cuando se van a aliviar, lo toman también; en té lo llegan a tomar. Muchas que se van a aliviar lo toman para que ya sea el momento». La planta soapatli ha sido clasificada como Montanoa tormentosa.

[20]«¡Qué bonito, qué bonito, cómo trabaja el Diosito!», dijo la anciana María Magdalena un día señalando al astro resplandeciente entre las nubes.

[21]A las adolescentes, muchas veces deseosas de probar la experiencia, no se les recomienda en forma alguna el temazcal y sus madres, temerosas, las disuaden de utilizarlo, ya que en ellas produciría el efecto inverso a las parturientas; por la sobreacumulación térmica, el exceso de calor despierta o intensifica el instinto reproductivo.

[22]Véase al respeto el apartado titulado «Enfermedades “físicas o materiales” y “espirituales”».

[23]El sistema norte riega la parte del pueblo próxima a Amanalco y se nutre de los manantiales Atlacopilco y Achicolohuayan; el sistema sur, que irriga el lado cercano a Santa Catarina, se nutre del manantial de Atitla.

[24] No es difícil descubrir aquí una apropiación o un eco del discurso oficial, promovido por el Estado, en el que la modernidad y el mundo indígena se presentan como antagónicos: dos polos opuestos de un trayecto en el que la coexistencia no se concibe, sino únicamente el recorrido unidireccional e irreversible de un extremo hacia el otro.

[25] «El sueldo del padre», precisó un vecino.

[26] El término tonal hace referencia en Santa María al baile nupcial en que los novios cargan a un guajolote o un borrego vivo, y no se emplea en ningún caso con el sentido de una entidad anímica. Al preguntar espontáneamente por el término tonal en las conversaciones, el referente invocado por los vecinos era siempre el baile ceremonial, dedicado a los padrinos, con que concluye la boda.

[27] El centro lo constituye obviamente el «alma-corazón» y los «espíritus» forman las irradiaciones. Cuando los pobladores hablan del «espíritu» en singular, como por ejemplo en el caso de las agresiones producidas por los ahuaques, hacen referencia al conjunto de «espíritus» individuales que alberga el organismo humano y que, configurados en forma de una entidad independiente, puede ausentarse del cuerpo.

[28] Un pueblo del somontano.


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Santa María Tecuanulco: etnografía de un pueblo de tradición nahua del centro de México

LORENTE FERNANDEZ, David

Publicado en el año 2013 en la Revista de Folklore número 2013.

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