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Editorial
Con demasiada frecuencia se escuchan en los últimos años frases parecidas a “la vida es una porquería” o “el mundo está loco”, como si la vida o el mundo fuesen un escaparate único que todos pudiésemos admirar al mismo tiempo y con las mismas intenciones. Lo que podría achacarse a un estado de ánimo o a una visión negativa del entorno, sin embargo, parece tener un origen más profundo y sugiere la necesidad de una análisis, siquiera sea somero. Habría que comenzar admitiendo que la vida no empezó con nosotros y que los problemas que se nos antojan tan onerosos fueron soportados ya por millones de espaldas antes de ahora; algunas de esas espaldas, incluso, descubrieron formas de llevar la carga con menos consecuencias para la columna vertebral y además fueron capaces de demostrarlo: filósofos, poetas, artistas, supieron transformar padecimiento en belleza, pasión en arte. En todas sus existencias -cualquier que sea el caso que analicemos- hay un proyecto (proyectar significa “echar adelante”), un impulso, que es más auténtico y se acerca más a la utopía cuantos menos visos tiene de poder realizarse. Ese proyecto es personal y se nutre de sueños propios y ajenos, de ideas e ilusiones que se van desarrollando desde la infancia y que exigen, en la medida que los años van pasando, una realización. Ese proyecto, puede ser, por tanto, ordenado o caótico, sensato o arrebatadamente loco, pero sobre todas las cosas es necesario. La ejecución de cada una de sus partes será luego una tarea que el individuo realice en el entorno, en contacto con otras personas que también tendrán sus aspiraciones, pero todo eso vendrá condicionado por la edad, la experiencia, la fortuna, la ambición, el carácter… Insistimos, no obstante, en la necesidad del proyecto personal como motor de todo en el universo. A lo largo de su andadura histórica, el ser humano ha ido atemperando con los obstáculos y fracasos sus ansias de conseguir íntegros aquellos objetivos. Constatar que los proyectos comunes eran más fáciles de llevar a término, por ejemplo, condujo a la humanidad por la senda del asociacionismo y la solidaridad. Probablemente, además, las necesidades primarias crearon prioridades y escalas cuyos orígenes son ahora fácilmente deducibles. Pero, por encima de todo, la ilusión del proyecto propio, el impulso vital imprescindible. Imprescindible e irrenunciable. Es evidente que, si cada uno emprendiésemos un camino distinto las veredas lo ocuparían todo y no habría tierras donde labrar ni campos en los que sembrar, pero hay que reconocer también que los senderos que la sociedad nos propone en determinados momentos no parecen coincidir con el rumbo deseado y se nos pueden antojar una cañada sin descansaderos o un trayecto excesivo para nuestras fuerzas. Porque, a cambio de la renuncia a nuestro itinerario ese otro camino trillado sólo nos propone ir reponiendo en cómodas posadas el cansancio, sin clarificarnos cuál va a ser la próxima jornada ni dejarnos intervenir para nada en la ruta. ¿Qué diríamos si cada fin de semana se nos prohibiera elegir el lugar en donde comer o el monumento a visitar? (“la vida es una porquería”, etc., etc.) está el último aliento del individuo para protestar, para renegar del hecho de haber dejado sus ilusiones propias en el primer cruce de caminos. Acaso es el único recurso que les queda a las personas ese itinerario que la sociedad les impone. Hace poco tiempo escuchamos a un investigador español lamentarse por la falta de apoyo en su propio país a un importante proyecto científico, circunstancia que le obligaba a salir de España y, probablemente, a entregar el resultado final de su esfuerzo en otras manos, extrañas pero más generosas o sensibles. Sus palabras invitaban a la reflexión: “una sociedad que gasta mil veces más en el fichaje de un deportista que en un trabajo o un estudio que proporcionarán un avance social, probablemente ha equivocado sus objetivos”.
Un individuo -añadimos- que prefiere estar representado por otros en el campo de juego y en la vida, probablemente ha perdido la ilusión y cree que su esfuerzo no merece la pena. Si esa situación se produce al final de la existencia, el diagnóstico es sencillo y el hecho casi irremediable. Cuando todo ese proceso afecta a los niños y a los jóvenes la sociedad debe reflexionar porque no sólo su esencia sino su propia existencia pueden estar en peligro. Tal vez la tradición ofrezca -y estamos obligados a utilizarla, por tanto- una excelente vía para mejorar el propio conocimiento y valorar mejor la participación personal