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DE LA CULTURA SIN MAYUSCULAS
Parece que va interesando cada vez más -y ya era hora- todo lo que de útil pueda tener para la educación esa «otra cultura» que las élites de Europa dieron en llamar «popular» . Y la llamaron así, precisamente, porque al tratarse de una forma de crear y transmitir saberes que escapaba a los criterios y cauces santificados por los círculos de Cultura (con mayúsculas), se necesitaba un apellido -ese de «popular» -para definirla.
La cosa, más que una definición, era -como suele ocurrir en estos casos- una exclusión acompañada de etiqueta. Con tal etiqueta no se explicaba un problema, sino que se le aparcaba en un espacio que, en muchos aspectos, sigue siendo «marginal». Dentro de aquel invento de la «cultura popular» entraba, en principio, todo aquello que la historia oficial de la Cultura había ido relegando: literatura, música, teatro, danza «populares». Una cultura, paralela a la reconocida, que aún necesita un análisis detallado y profundo.
Tras el «descubrimiento» de ella que hicieron los románticos, vinieron estrategias mediante las cuales los «cultos» pretendían incorporar aquellas otras formas de cultura dentro del saber institucionalizado; pero la asimilación no era fácil. Conceptos como el de «lo tradicional» que, por un lado, señalaba algo cierto, la variedad de vías y procesos en «lo popular», serviría, de otra parte, para introducir en el mundo de la cultura oficial aquellas producciones más cómodamente digeribles para unos criterios que valoraban lo antiguo, lo raro y lo bello. O, mejor dicho, lo reputado como tal.
En el fondo, de lo que se trataba era de demostrar, según una visión evolucionista de la Historia y de la Cultura, que el modelo occidental de sociedad de finales del siglo pasado resultaba más desarrollado, moderno y perfecto que ningún otro. Para ello, se le contrastaba. desde la etnografía colonial, con la cultura de otros pueblos tenidos por «primitivos», y, desde un folklore muchas veces ribeteado de nacionalismos, con las manifestaciones culturales que eran consideradas como las menos evolucionadas dentro de nuestra sociedad. Era la cultura folk entendida como cultura de los campesinos, como una mezcla de originalidad y atraso: la cultura de nuestros «primitivos» .
Estas concepciones, cuyas secuelas aún son apreciables en tantos trabajos antropológicos y que identifican lo folk con «lo primitivo» limitando el campo de estudio del folklore, han determinado, a mi juicio equivocadamente, dos rasgos con los que se ha querido definir el fenómeno de «lo popular»: el inmovilismo y la homogeneidad. Al ser visto «lo popular» como un mundo «sin evolución», a menudo se ha pensado que era éste un mundo sin cambios, poco más que una reliquia de tiempos pasados. Al ser definido por exclusión, se ha llegado a creer que todo lo que no era blanco tenía que ser negro. Es decir, que, por oposición, esta «otra cultura» debería ser «oral», «anónima» y «natural» -o «primitiva»- frente a la «escrita», «de autor» y «evolucionada» cultura que nuestro Occidente había desarrollado. Por lo tanto, siempre ha existido, por parte de los propios -y «supuestos»- defensores de lo «popular», una gran reticencia a reconocer la disparidad de vías y posibilidades de creación dentro de este fenómeno y los puntos de intersección entre «lo popular» y «lo culto».
«Lo popular». ha tenido -y tiene- sus procesos de transformación. Es, de hecho, más un proceso que cualquier otra cosa. y ha tenido su «historia particular», sólo ocasionalmente coincidente con la «historia oficial» de los movimientos estéticos tal y como, por lo general, se nos ha contado. «Lo popular» no es un estrato detenido del ayer remoto, simplemente ha sido diferente, en sus procesos de creación y en su manera de perpetuarse, a esa Cultura, por algunos llamada hegemónica, que los europeos un día promocionaron como la mejor de la Humanidad. Y, digámoslo ya, no era ni mejor ni peor que todas las otras. Sólo distinta en ciertos aspectos.
NO TODO SE APRENDE EN LOS LIBROS
A pesar de la importancia de la «oralidad» dentro del universo de «lo popular», no debemos pensar que la creación, transmisión y tradición orales lo explican todo, ni que lo oral -como ya dije- se opone necesariamente a la escritura. El caso de la Literatura de Cordel pone de manifiesto que la transmisión oral y escrita pueden conjugarse como partes complementarias de un mismo fenómeno.
La mayoría de nosotros, por otro lado, hemos oído y leído cuentos en nuestra infancia; hemos aprendido los mismos temas en distintas versiones y a través de diversos modos de transmisión. Casi siempre, alguien nos había contado, oralmente, lo que después leeríamos en cualquier colección de cuentos de las muchas que se han impreso repitiendo y transformando las recopilaciones más famosas.
La incorporación o, para ser más exactos, reincorporación de «lo popular» en la educación nos abre muy interesantes sendas de aprendizaje. Por ejemplo, pone en contacto al alumno con un saber -útil como ninguno- para desenvolverse en el propio entorno. En la sabiduría considerada como «tradicional» -que es una de las caras, no la única, que podemos distinguir dentro de «lo popular»- encontramos un verdadero compendio de lo que, durante generaciones, aprendieron las gentes de un determinado lugar sobre ellos mismos y sobre su medio. ¡Cuántas veces los maestros de este y otros países, despreciando esa «otra cultura», no habrán zaherido, por «paletos», a quienes no se ajustaban a un determinado criterio -urbano y falsamente universalista- del saber! «Quitando el pelo de la dehesa» a muchos niños rurales les arrebataron también ciertas formas de conocimiento que les relacionaban con los suyos, les hicieron avergonzarse de los padres o familiares «que no habían estudiado» hasta convertirles, poco a poco, en una especial clase de «desarraigados».
Por otra parte, al acercarnos al mundo de la «oralidad», eje fundamental de la mayoría de los fenómenos englobados dentro de «lo popular», nos vemos obligados a reflexionar sobre el propio concepto de Cultura, tal y como se ha venido entendiendo, y muy especialmente sobre la identificación de «cultura» con «libro». Que nadie se alarme. No se trata de atacar la lectura como vía y fuente de conocimiento. Sólo de señalar que existen más formas de lectura que la estrictamente textual. Leer un texto escrito no es, en mi opinión, ni el primer ni el único modo de ser «culto».
La cultura popular nos enseña que muchos de nuestros abuelos y demás antepasados sabían más que nosotros sobre lo que realmente debían saber -aunque apenas pudieran garabatear su nombre- porque habían llegado a adquirir una cabal visión del mundo, del hombre y de las cosas; porque conocían a la perfección la «tecnología» -no siempre tan rudimentaria como suele pensarse- que habría de permitirles la sobrevivencia dentro de su medio.
Sabían refranes que les ayudaban a pensar y a actuar, o simplemente a consolarse; lo que termina por ser la cosa más sabia y necesaria en este mundo. Muchos memorizaban canciones, romances y cuentos que constituían, por sí mismos, una magnífica antología de nuestra mejor literatura. Habían desarrollado también un montón de técnicas para procurarse cobijo y sustento.
Aquello, que no se me malinterprete, no era la Arcadia. Por supuesto que no. Mi intención no es presentar como alternativa para el «depravado» mundo en que vivimos, un modelo arcaizante de sociedad, una idílica aldea que jamás existió. Solamente pretendo decir que la cultura no se reduce a los libros, que es mucho más amplia de lo que a menudo tendemos a creer.
Antes de llegar a leer -de verdad- un libro. pienso que es necesario haber aprendido a leer «por el oído» y estoy seguro de que así lo hicimos la mayoría de los que luego hemos pasado a convertirnos en devoradores de la palabra impresa. Antes de escribir cualquier cosa que aspire a ser «literatura» resulta indispensable oir, aunque sea interiormente, el efecto sonoro de aquello que se escribe.
Lo «oral», por otro lado, no es únicamente un asunto de «primitivos». Y hoy menos que nunca. Estamos inmersos en un mundo dentro del cual esa «oralidad» que algunos autores han llamado «tecnificada» -la de la radio, el disco, la televisión y el video- cobra cada vez más relevancia. No es –intrínsicamente- ni buena ni mala. Tampoco la lectura. Puede llegar a ser un medio de gran utilidad en la educación. Puede convertirse en una droga que nos acostumbre a la pasividad desde la infancia. Una triste fábrica de sueños para gente conformista.
La «oralidad» que «tradicionalmente» vino actuando dentro de «lo popular» era bastante diferente -y aún lo es- a esa «oralidad tecnificada» de la que he hablado. Aquélla animaba a la participación, de modo que el auditorio influía directamente en lo transmitido, y en vez de ser igualadora y despersonalizante, como la «tecnificada», fomentaba las variaciones locales y de todo tipo. Alimentaba a una verdadera «contracultura».
LA DIDACTICA DE LAS OTRAS CULTURAS EN EL FUTURO
De lo hasta ahora expuesto puede fácilmente deducirse que el camino de integración de las diferentes vertientes de cultura en orden a una educación más completa es tan necesario como complejo. El motivo de esa complejidad dentro de tan deseable proyecto tiene que ver con la contradición existente entre los criterios que hasta el momento han conformado la cultura que podríamos llamar «oficial» y el funcionamiento mismo de esas otras culturas. ¿Pueden -y deben- institucionalizarse tales formas de creación cultural sin dejar de ser lo que han venido siendo?
Si la incorporación de ellas no sirve para transformar, de algún modo, el concepto y fines de la cultura en nuestras sociedades, casi resultará inevitable que las otras culturas, perdiendo su marginalidad y su carácter contracultural, se adocenen, como en otras ocasiones ya ocurrió, y sean objeto de procesos manipuladores que faciliten su asimilación. Entonces, en vez de la incorporación de una nueva savia, sobrevendrá la burda y caricaturesca falsificación de «lo popular».
Por ello, para que esta tarea, ya comenzada con algunos loables ensayos, no llegue a traicionar sus propios propósitos y la autenticidad de la cultura a la que se pretende recuperar, habrá de realizarse con sumo cuidado en todos sus aspectos. No habrá de darse nada por sabido o resuelto; será absolutamente necesaria una continua reflexión sobre la conveniencia de lo que se está haciendo, sobre los métodos empleados y sobre los planteamientos teóricos que sirvan de base a cada acción. Si toda la incorporación de «lo tradicional» o «popular» se reduce a que los niños vistan trajes regionales y bailen jotas en vez de vestirse de «americanitos» y de bailar al estilo de Nueva York, sólo conseguiremos cambiar el espejismo de modernidad por el de lo arcaizante. Trocaremos la bobería de «estar a la última» por la de disfrazarse «a la antigua usanza».
La clave de todo el problema está en los términos y en los conceptos que se ocultan tras ellos: Cultura es palabra muy ancha que en nuestra lengua, por su uso rígido y empobrecedor, ha acabado sonando a cosa rara y que requiere, indispensablemente, largos y muy difíciles estudios. En español, a diferencia de lo que ocurre en otros idiomas, falta -hoy en día- precisión de términos en el campo de lo cultural, de manera que «inculto» y «analfabeto» han venido a significar lo mismo. Parece que la cultura de «las letras» fuera la única posible y que, por lo tanto, los iletrados no poseen ningún tipo de cultura; es decir. de conocimiento cultivado, lo que resulta antropológicamente inimaginable.
Si entendemos la cultura como conjunto de conocimientos y de valores sociales, religiosos y estéticos que caracterizan a una comunidad, tendremos que aceptar que cualquier colectividad humana, aun la aparentemente más «primitiva», tiene su propia cultura, aunque no se transmita por escrito tal saber. Puede decirse que en España el divorcio entre culturas que caracterizó a los pueblos europeos durante siglos llegó a convertirse en vicio lingüístico.
Cuando en el siglo XIX se inicia un movimiento, algo paternalista, de recuperación de esa cultura que, como ya he dicho, quedaba fuera del marco cultural oficialmente aceptado, unos mirarán con curiosidad y asombro hacia las creaciones del «vulgo»; otros, seguirán despreciando aquellas culturas que les parecían «sub» o de masas incultas y otros mitificarán -como exótico- lo que. en realidad. siempre habían tenido ante sus ojos. Sucedía que muchos espíritus, algo asfixiados por un intelectualismo de cuarto cerrado, comenzaban a sentir una mezcla de atracción y sentimiento de culpa en relación con aquellas «otras culturas», Esta historia que ahora cuento vive todavía, de algún modo, en nosotros. No nos hemos liberado de esa herencia.
Hoy es hora de pensar que las culturas a las que llamamos y consideramos «otras» fueron -y por mucho tiempo- la cultura de «los más» y, en cierto sentido, de todos; incluso de la élite cuando a ésta se le bajaban los humos y dejaba de imitar los modelos, muchas veces foráneos, de moda. Al fin y al cabo, ser «pueblo» no es otra cosa que sentirse como los otros y con los otros, sentirse de un lugar más que de una clase, de una «gente» más que de una «nación», reconocerse en lo que es de todos dentro de una comunidad y, al tiempo, es muy de uno mismo porque en ello están hundidas nuestras evocaciones y momentos de mayor trascendencia.
Las «otras culturas» son -o parecen- «otras» porque, por generaciones, cierta pedantería intelectual tendió a verlas como ajenas y quiso minimizarlas -o archivarlas en el estante de los tipismos- para digerirlas mejor. El misterio de creación de la denominada «cultura popular» es aún más difícil de desentrañar que el de la creatividad individual, y todavía puede afirmarse que en la actualidad apenas hemos empezado a recorrer el apasionante camino de su estudio y conocimiento.