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Quien piense que la civilizada sociedad de nuestros días ha llegado a un alto grado de sofisticaci6n en formas de vida, es que no acude con frecuencia a la peluquería, allí, bajo el subterfugio aparentemente moderno de milagrosos ungüentos, afeites carísimos y tintes novedosos, conviven a diario, desde la vanidad de quienes, emulando a César quieren hacer desaparecer su calvicie con incómodos y ostentosos postizos, hasta el dispendio de tiempo y dinero de quienes consideran fundamental la compostura de su cabellera para pertenecer a un status social, seguir una moda o, simplemente, relacionarse con los demás. En el fondo nos diferenciamos poco de los romanos, los franceses del XVII o los británicos del XIX que, sin distinción de sexo ni condición, dedicaban las horas muertas a emperifollar sus testas, y sin embargo, muchas de esas personas pondrían cara de exagerada extrañeza si alguien les comunicara, como simple dato histórico, el tiempo que algunas de nuestras abuelas invertían en realizar un moño de picaporte, Deducimos, por tanto, que la gente sigue considerando importante el aderezo del pelo y que lo que puede comenzar siendo un simple hecho diferenciador ( «rockeros», «charis», «punkies», «heavies», etc,) suele acabar convirtiéndose en una artesanía que requiere un cuidado y un esfuerzo por mínimos que éstos sean. Seguimos, pues, tan sujetos a la moda -si no más- como hace cientos de años, cuando un rey (recordemos el caso de Francisco I de Francia, que tuvo que raparse el cráneo por una herida recibida y toda la Corte le imitó), una actriz famosa (el tocado tan alto y complicado de algunas comediantas del XVIII las obligaba a ir de rodillas en su carruaje) o un escritor en boga, ponían en circulación estilos de peinados cuya mayor o menor duración repercutía en su difusión y aceptación; formas de tocados entraron así y se asentaron en el medio rural al igual que otras fórmulas indumentarias, quedando como tradicionales lo que no eran sino vestigios de modas ya desaparecidas en las ciudades.