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Hasta hace pocas décadas era un hecho universalmente aceptado que las zonas rurales alejadas de centros urbanos, o geográficamente aisladas conservaban mejor la tradición que aquellas otras, cuyo contacto cotidiano con las costumbres, hábitos o melodías ciudadanas hacía debilitarse por momentos a una cultura secular. En la actualidad sin embargo -y cualquier persona que realice trabajo de campo tendrá oportunidad de comprobarlo-, son estas últimas zonas las que imprimen mayor vitalidad a gran número de costumbres, ya que sus habitantes trabajan en la ciudad pero viven (o tienen oportunidad de hacerlo) en el campo, en contacto aún con la realidad de unas fiestas, de unos ritos, que, no sólo no se pierden sino que se adaptan a los tiempos y se mantienen pese a todo. Por el contrario, aquellos núcleos antaño preservados por su localización geográfica de toda contaminación, ven emigrar a sus hombres y mujeres sin posibilidad de recuperarlos -o, tal vez sólo en verano y ya desambientados- para la vida comunitaria y sus tradiciones. Los jóvenes, presuntos depositarios de la cultura folklórica, entran en contacto más natural y fácilmente con su propio pasado viviendo en pueblos cercanos a una ciudad industrial donde pueden trabajar, que teniendo que abandonar para siempre el término rural en que nacieron para habituarse a una serie de circunstancias ajenas a su modo original de ser y comportarse.