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Tirios y troyanos estaban de acuerdo con el hecho de que "Entertaining Strangers" era el mejor espectáculo londinense en los últimos tiempos. Efectivamente, se trata de un hecho escénico excepcional, cuyas connotaciones sobrepasan el contexto de su nacimiento geográfico, para ser un ejemplo de aquello tan difícil que es, desde los clásicos cánones del teatro, entendido en su exacto sentido, utilizar igualmente los signos de lo experimental y lo nuevo en un total de confluyente armonía.
La génesis de este espectáculo parte de un hecho histórico ocurrido en Dorchester alrededor de 1850. Desde un retrato oficial de aquella época, se planteó un espectáculo en el que tuviera participación una gran cantidad de actores y vecinos del propio Dorchester. Así, con la dirección de Anne Jellicoe y un texto de David Edgar, tuvo lugar el acontecimiento con un éxito absoluto. Dos años más tarde se replantea la posibilidad de hacer otra "escenificación" del texto. Edgar se pone en marcha y reescribe la obra, atendiendo a que sus intérpretes, más reducidos en número, serán los de la prestigiosa compañía del National Theather. El director, Peter Hall, suficientemente conocido, y no precisamente por su carácter renovador, aunque sí por su profesionalidad y talento, elige no la gran sala Olivier, sino la pequeña llamada Cottesloe Theater, con el propósito de romper el espacio y la relación entre actores-espectadores. Estos, con un número máximo de 300, pueden presenciar el espectáculo sentados de forma fija o desplazándose con los propios actores, en los momentos en que la acción escénica lo reclame. El resultado final es, para mí, una de las grandes experiencias teatrales que he vivido.
El título de esta "crónica" habla de armonía entre lo clásico y lo nuevo. De forma fluida, las grandes estéticas del teatro se dan cita en esta representación. En primer término, se trataba de una visión ética de un suceso histórico, de claras resonancias actuales. Al tiempo, el estilo interpretativo es clásico, desde esa capacidad extraordinaria de los actores ingleses para dar veracidad y clase a sus interpretaciones. Es un friso colectivo, pero con caracteres individuales fijados con mano maestra por el autor. Es, en último término, un trozo de vida impregnada de teatro, y en el que incluso Artaud tiene también mucho que decir .
La obra comienza con el encuentro de los personajes protagonistas, que son, a la vez, portadores de dos concepciones de vida distintas: Sarah Eldridge, que representa en cierta forma el progreso y la libertad desde su situación de dueña de una taberna, y el reverendo Henry Moule, que es el portavoz del puritanismo, de la intransigencia y en cierta forma de honesto fanatismo. Su conflicto se transfiere al conflicto colectivo. Es la época del maquinismo, de la liberación de la mujer en sus tímidos primeros intentos y el rechazo del pecado como mancha original y eterna; de la búsqueda de un mundo nuevo que permitía, al menos, la luz y la esperanza en el horizonte. En 1854 se declara la peste, la última epidemia de cólera conocida en Inglaterra, y las vivencias individuales y colectivas se ven agitadas por esta situación extraordinaria. Después de avatares traducidos en muertes y tristezas, cada uno sigue en su lugar, aunque en una emocionante escena ante la tumba de un hijo del reverendo ambos se miren como seres humanos que pudieron haberse comprendido.
La habilidad del autor parte de la conservación del equilibrio entre lo individual y lo colectivo. Prácticamente, los treinta integrantes de la compañía están presentes en escena las tres horas de duración de la obra, y son ellos el pueblo y los personajes. Así, los trabajos actorales surgen de esa doble confluencia, integrarse en el coro y expresarse desde su conflicto personal. Si añadimos a ello la continuada distanciación que surge desde la ocupación del mismo espacio que el público, nos daremos cuenta de la riqueza enorme que ha significado este trabajo, que no hubiera sido posible sin una compañía con una formación tan sólida como la del National Theater, compañía que realiza un envidiable trabajo colectivo, desde una formación clásica, si por ello entendemos un dominio perfectamente controlado de la voz y del gesto desde un acercamiento a las connotaciones realistas de los textos teatrales. Ello sin perjuicio de que la tragedia surja desde estos magníficos actores con la misma fluidez y naturalidad que un texto contemporáneo más cercano a la sensibilidad actual de los artistas.
II. Lo importante en un espectáculo de estas características, y desde el punto de vista de esta publicación merece la pena acentuarse, es aquel aspecto siempre presente de la influencia que la tradición, a través de arquitecturas, vestuario, utilización de objetos o comportamientos, puede ejercer en la novísima traslación de un lenguaje correspondiente al propio presente. Se daban en esta historia circunstancias específicas en las que la propia ciudad y sus características ambientales tenían una significación trascendente. El autor se retrotraía al pasado con total rigurosidad. Todos y cada uno de los datos estaban allí, los sociológicos y políticos, los religiosos, los costumbristas. Cualquier posible traición a esta verdad histórica, y en cierto aspecto folklórica, anularía la precisión de la lectura que hacía contemporáneos todos estos aspectos. Así se concretaba en la puesta en escena en el vestuario de época, absolutamente integrado a cada uno de los personajes, con ese matiz de lo usual de lo que se lleva con naturalidad, de forma muy diferente a la guardarropía de tantas otras piezas que se intentan titular como históricas. Los objetos, igualmente, habían sido sacados de los documentos de la época, e incluso los panfletos utilizados, los espectáculos o juegos representados en el teatro dentro del teatro tenían la sinceridad de ser los mismos de antaño. A la labor artística de la puesta en escena había precedido una rigurosísima visión de la necesidad de recoger hasta el último punto todo aquello que pudiera identificar el contexto de la acción.
Nos encontramos, pues, ante una paradoja: situación histórica límite, por una parte, con recreación de los personajes de la época con total precisión como añadido, y en aparente paradoja una absoluta y total modernidad. La autenticidad de lo recogido en la representación originaba el milagro: aquel conflicto entre la tabernera y el pastor se transformaba en una parábola en la que todos podíamos mirar y mirarnos desde nuestros propios conflictos individuales y colectivos. La exactitud en la presentación significativa de los efectos de la peste en 1854, se transfería desde otra peste que es hoy realidad bifurcada en plurales y concretas imágenes, llámese amenaza nuclear, destrucción de la Naturaleza o cualquier plaga hasta el actualísimo SIDA. Y es que el público, asumido, incluso escénicamente, en la conflictiva etapa que vivieron los ciudadanos de Dover, interpretaba a la vez que estos sucesos los presentes y futuros que les afectaban. El teatro, como en tantas ocasiones, originaba el placer y la emoción; pero también la reflexión ante esas dos verdades contrastadas, la histórica y la actual.
En pocos espectáculos de teatro contemporáneo podrá encontrarse un acercamiento menos convencional de lo tradicional a lo nuevo, sobre todo si pensamos que aquí no se jugaba con la baza de un exotismo, siempre sugerente en sus imágenes, como el Mahabaratta de Brook, sino de un simple y sencillo episodio de la propia historia inglesa, es decir, fácilmente reconocible y que en manos menos expertas hubiera tenido sólo la significación de una simple reconstrucción más o menos arqueológica. Así, en este local del National Theater, era otra cosa muy diferente, un hecho creador del presente, desde el respeto al pasado, pero teniendo en cuenta en cada momento las necesidades específicas de su propia exteriorización como objeto artístico.
III. Desde estas específicas características, la consecución de un espacio en el que actores y público se confundían, añadía una dimensión todavía más rica. Judy Dench era la actriz, fenomenal actriz por cierto, y también Sarah en el breve espacio de unos segundos. Asistíamos los espectadores a esa escena en la que se lavaban las ropas de los apestados, con toda propiedad tanto en la inmensa olla como en la propia textura de los vestidos. Eramos participantes del momento histórico de la inauguración de la máquina de vapor. Formábamos parte del dolor de estos personajes ante la tragedia. Nos indignábamos con la intransigencia del pastor o asistíamos, distanciados, a las juergas en la taberna, a la hipocresía de las fuerzas vivas de la ciudad. Temblábamos de pena ante la prostitución de las niñas, ante esas mujeres que pretendían ser algo más que animales de carga o sujetos marginales, pero al tiempo y continuamente nuestros desplazamientos, nuestros contactos físicos con los actores nos hacían ver que estábamos en el teatro, asistiendo desde el presente a una lección que nos daba el pasado.
Quizás esta confluencia armónica entre lo viejo entendido como sucesos prefijados e insustituibles y lo nuevo, como reflexión emotiva ante los mismos, no hubiera podido ser alcanzada por otras estéticas más renovadoras, con una mayor capacidad de ruptura. Peter Hall era el hombre ideal para esta aventura que suponía partir no sólo del pie forzado de la historia, sino también de la propia representación épica realizada dos años antes en Dorchester. Quizás estos actores de escuela clásica eran también los perfectos mediadores con su público. Es difícil de explicar hasta qué punto, y con una especie de mirada, un hecho teatral concreto puede trascender su propia especificidad. Precisamente ha originado esta modesta reflexión sobre la necesidad de que los hechos históricos, consuetudinarios y folklóricos estén perfectamente estudiados y documentados. El trabajo de investigación de estos terrenos tiene en ocasiones ese premio que se proyecta como un signo estético renovado progresivo y abierto. y es que la creación en arte parte siempre de dos vectores: la autenticidad del sustento material que va a expresarse y la creatividad en su transformación a través del talento y el trabajo de quienes se incorporan al uso de un material inestimable.
Pensaba, al contemplar este espectáculo, en que algo así, y el copiarlo sería absurdo por otra parte, hace falta en las anquilosadas formas con que en ocasiones utilizamos nuestra propia historia. Quizás la ausencia, en tantas ocasiones, de la autenticidad de aquello que va a ser objeto de transformación en un lenguaje estético, origine que éste se vea constreñido a intentar suplantarlo desde otros formalismos, más o menos afortunados, pero lindantes con la gratuidad o el efectismo. Y es que ambos caminos son fundamentales para que el futuro de nuestra cultura se enriquezca en sus múltiples posibilidades: rigor, trabajo paciente y exigente en el investigador y creatividad, desde el respeto al material existente por parte de aquellos que lo utilizan para transformarlo en arte. "Entertaining Strangers", espectáculo que difícilmente se verá en este país, es modélico a este respecto, y por ello me parece gratuito partir del mismo en esta repetida reflexión personal sobre el arte contemporáneo, sus orígenes, sus formas y sus destinatarios.