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Las vías de comunicación y transporte -caminos de herradura, trochas, veredas y sendas-, transitadas por arrieros, comerciantes, feriantes, peregrinos y músicos ambulantes, son una parte inalienable de la cultura tradicional. No sólo por el servicio que prestaron en épocas pretéritas a la vida de relación entre lugares y pueblos de los que ahora se consideran como "apartados de la civilización", sino por haber permitido (excepto en temporadas de invierno que quedaban impracticables por la nieve) intensificar la introducción de un caudal poético y musical novedoso en puntos hipotéticamente "aislados". Sin embargo, de hecho, ni los pueblos estaban tan incomunicados ni las nuevas lo eran tanto; parece mentira que en la actualidad existan pueblos de montaña en nuestro país que estén más olvidados que siglos precedentes, ya que sólo se puede acceder a ellos por una pista de piedras y tierra, incómoda para modernos y sofisticados coches, y apta exclusivamente para vehículos "todo terreno" como antes lo fue para mulas y caballerías que la recorrían en más tiempo pero con mucha más asiduidad y seguridad. Estas vías permitieron a músicos ambulantes y copleros llegar a los puntos más alejados de los núcleos importantes de población, estableciendo así no sólo un comercio relativamente fructífero hasta la llegada de medios de comunicación más inmediatos como la radio, sino una solapada pero eficaz implantación de formas estéticas cuyo resultado he comentado en más de una ocasión. Es falsa por tanto la idea, demasiado frecuente en nuestros días, de que esos núcleos de población, ahora más aislados que hace 60 ó 70 años, necesitan una "redención" que vendrá de manos de una civilización tecnológica y todopoderosa, cuando en realidad, salvando escasos aunque importantes detalles de orden sanitario e higiénico, ese aparente atraso contiene una envidiable autosuficiencia y una calidad de vida de la que nuestra civilización se aleja cada día más.