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EL RELOJ DE LA PASION
Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
Oye pues, oye sus horas
y en todas di agradecido:
¿qué os daré mi buen Jesús
por haberme redimido?
Vuestro reloj es el mio,
devoto quiero escuchar
y en cada hora contar
lo que por mi habéis sufrido.
Cuando a las siete os veo
humilde los pies lavar,
cómo, si no estoy muy limpio,
me atreveré a comulgar.
A las ocho instituisteis
la cena de vuestro altar
y en ella Señor nos disteis
cuanto nos podías dar.
A las nueve el gran mandato
de caridad renováis:
que habiendo amado a los suyos
hasta el fin Jesús amáis.
Llegan las diez y en el huerto
oráis al Padre postrado,
haced mi Jesús amado
que yo os pida con acierto.
Sudando sangre a las once
yo os contemplo en la agonía,
cómo es posible, mi Dios,
no agonice el alma mía.
A las doce de la noche
aprende la chusma armada
y luego en casa de Anás
recibir la bofetada.
A la una de blasfemo,
impío Caifás os nota
y luego más contra Vos
la chusma vil se alborota.
A las dos falsos testigos
acusan vuestra inocencia
¡oh qué impiedad, qué descaro,
qué indiquidad, qué insolencia!
A las tres os escarnecen
e insultan unos villanos
que con sacrílegas manos
os dan lo que ellos merecen.
Qué dolor cuando a las cuatro
os niega el cobarde Pedro,
mas vos, Señor, le miráis
y reconocéis su yerro.
Las cinco son y se junta
el concilio fulminante
y dicen: "muera Jesús,
muera en la cruz al instante".
A las seis sois preguntado
ante Pilatos el juez,
y él os publica inocente
hasta por tercera vez.
A las siete por Pilatos
a Herodes sois remitido
como seductor tratado
y como loco vestido.
A las ocho ya otra vez
preso a Pilatos volvéis
y entonces a Barrabás
propuesto, Señor, os visteis.
A las nueve seis verdugos
os azotan inhumanos
para ello a una columna
os atan de pies y manos.
A las diez duras espinas
coronan vuestra cabeza,
espinas que en vuestras sienes
clavan con toda fiereza.
Cuando a las once os cargan
una cruz de enorme peso,
entonces veo, mi Dios,
cuánto pesan mis excesos.
A las doce entre ladrones
Jesús os veo clavado
y se alienta mi esperanza
viendo al uno perdonado.
A la una encomendáis,
a Juan tu querida madre
y luego pedís perdón
por nosotros a tu padre.
A las dos otra vez hablas
sediento como Ismael
y al punto ya os mortifican
con el vinagre y la hiel.
A las tres gritas y dices:
"ya está todo concluido",
mueres y llora tu madre,
todo el mundo estremecido.
A las cuatro una lanzada
penetra en vuestro costado
donde corre sangre y agua
para lavar el pecado.
A las cinco de la cruz
os bajan hombres piadosos
y en los brazos de tu madre
os adoran religiosos.
A las seis con gran piedad,
presente también María,
entierran vuestro cadáver
y ella queda en la agonía.
Y el reloj ha concluido,
sólo resta pecador
que despiertes a sus golpes
y adores al redentor.
Recogido en Valdemanco (Madrid). Informante: Jacinto Velázquez. Recopiló: José Manuel Fraile Gil, 1980.
"UNO PA TI, OTRO PA MI;
O EL REPARTO DEL CAJON DE HIGOS"
Iba el maestro de paseo por la carretera del cementerio, como tenía por uso, después de acabar la escuela.
La caminata, más que costumbre, era ya un rito. Lenta la ida y sopesada, haciendo un alto, como fortuito, en la pared sombría de la ermita justo debajo del ventanuco enrejado de la sacristía. Y tras un reposo dulce y relajante de "ojos y campo", coger la marcha al hilo hasta la Peña, ceñido a la cuneta.
Y ya en la entrada, como en vuelo acariciador sus manos, a ras de las cabezas, atravesar con suavidad el corto espacio que separa el camino de polvo de los manantiales, por una angosta senda de machacadas plantas de trigo que no llegó a granar, pateadas una y mil veces, y sólo rota su estrechez a corros en los puntales de, la orilla por juguetones niños o mayores torpes, en las romerías.
Un trago ansioso de agua cristalina y corta parada luego, pues no es preciso ya tomar aliento a la venida. El so se va enterrando entre rojizas cuestas, y poco a poco, con creciente estímulo, va, doblegando el valle, la dormida fresca. El calor no emborracha los pies y el paso se aligera.
Era casi de noche, cuando el maestro alcanzó la esquina oriente de aquel cementerio a su regreso.
Y oyó un murmullo dentro, débil pero apreciable, que en el primer instante le cortó el sosiego. Sacó fuerzas del miedo y se acercó entre tiemblos, a la herrumbrosa verja. Chirrió el metal en conmixtión con el auricular fundido, al repetido son de una voz pararela desde dentro, monótona y aguda en sumas y repartos, y en la gran confusión, ya no acertó, si aquélla, era de vivos o de muertos.
Puso pies al sentido, y la intuición en alas le condujo al pueblo, haciendo cien recorridos cotidianos en el mismo tiempo. Lo contó, en el mayor azoro, a sus vecinos, que a no haberse tratado, precisamente de él, nadie le hubiera prestado el menor crédito.
Acompañáronle, no sin mil dudas, y en medio de la intriga y el silencio, se apiñaron al borde de la puerta.
"uno pa tí, otro pa mí; uno pa tí, otro pa mí; uno pa tí, otro pa mí; uno pa tí...
Y al cabo de un buen rato -sumidos los de fuera en el estupor de tan raro reparto-, oyeron al de adentro:
"tu coge la caja y yo la tapadera y ahora nos vamos a por los de afuera".
El griterío, quebrantó de raíz, perpendicular, el nítido silencio. La confusión se hizo torpe camino, tanto para los que espiaban como para los espiados. Tocaron las campanas y se alborotó el pueblo. La autoridad, ante lo sucedido, pregonó un bando, y al instante., se armó la gente, blandiendo entre sus manos, palos, horcas y mil diversos instrumentos.
Mandó el Alcalde al alguacil abrir la puerta, y éste, nervioso, tardó buen rato en conjuntar la impertinente llave con la cerradura; abrióse al fin y al penetrar, se dirigieron a una fosa abierta. Las luminarias y faroles, dieron a luz por un momento, un aparente día de noviembre en niebla. Se escrutó la fosa, y vieron, sendos montones de higos, a un extremo.
El tendero, descolorido y húmedo, con cara huraña -pese a ver a la postre ante sus propios ojos recuperado su botín-, ya no acertó a recuperar su risa de usurero. Pues ese mismo día, dos gitanos, al verle penetrar en la trastienda, hábiles como liebres hacia el perdedero, le hurtaron un cajón de blancos y azucarados higos, dispuestos a la sazón para la venta.
Leyenda popular de tradición oral de Wamba. Recopilación y adaptación literaria: Jesús Cadenas Arroyo.