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En la historia de la música, el nacionalismo cubre un largo esencial capítulo, tanto más valioso cuanto sus raíces han de buscarse en la exaltación de lo propio y ha sido el "folklore" peculiar de cada país fuente incontaminada, impulso y estímulo de logros -¡ay!- que no siempre han conseguido sostener la deseable pureza.
Este trabajo, que se propone ofrecer una visión general telegráfica como punto de arranque para la también sucinta del paisaje español, quiere partir de tal realidad: la fuerza motriz de lo popular, de una parte; las adulteraciones peligrosas que se cometen con voluntad, muchas veces, de reelaborar, con signos de empaque o trascendencia, lo que en su original sencillez y naturalidad tiene su mayor encanto. Recuerdo, al respecto, la vieja anécdota, como tantas atribuida al insigne Eugenio d'Ors. Después de oír a quien había de trasladarlo a la máquina la lectura de uno de sus "Glosarios", preguntó: "¿Está del todo claro?" "Sí maestro". "Habrá que oscurecerlo un poco". Ese oscurecimiento", ese énfasis cuando se aplica al mensaje popular, puede ser muy dañino y de hecho constituye el único motivo de reserva ante el trabajo artístico basado en materiales de la más inagotable cantera.
No es el nuestro el momento de oro para las corrientes nacionalistas más afines al acontecer del XIX musical, pero no por ello cabe desconocer una vigencia doble: con base en el magnífico legado recibido y en los brotes indudables que todavía se advierten hoy.
Son varios los pueblos en los que artistas calificados acometieron la empresa nobilísima de exaltar los valores autóctonos y construir sobre ellos obras ambiciosas y representativas.
Por muchos motivos corresponde el honor de la primacía al mundo checo. El nacionalismo de Federico Smetana y Antonin Dvorak supo alimentar creaciones de altura -óperas, sinfonías, páginas de cámara...- en las que ritmos, acentos y diseños melódicos tienen base popular. El empeño se ve correspondido, al correr de los años, con la encariñada fidelidad de los compatriotas. Resulta bien significativo, y sirva de ejemplo valioso, que todos los años la Primavera musical de Praga se abra el 12 de mayo, aniversario de la muerte de Smetana y la mejor orquesta checa, la Filarmónica, interprete "Mi Patria", la colección de sugerentes y descriptivistas poemas del artista indicado.
Rusia, también, con el espléndido varillaje de los Glinka, Borodín, Tschaikowsky, Rimsky Korsakow, Glazounov, Khatchaturian... Y con un genio absoluto, Modesto Moussorgsky, para quien el arte no es tal si no refleja la verdad: las angustias, anhelos, tristezas, esperanzas, afanes, sufrimientos y alegrías del pueblo. El suyo, con sus tipismos, leyendas y cambiantes misterios, se ve plasmado en partituras donde el humanísimo contenido supera siempre al puro tecnicismo.
Los húngaros, claro, también: del rutilante pianismo de las "Rapsodias" lisztianas, al misterio ancestral de los mensajes de Bela Bartok, pasando por la exaltación de Zoltan Kodaly ante un pueblo que canta con voz propia.
Y países más nórdicos: la Polonia que Federico Chopin añora en polonesas y mazurcas; las tiernas melodías, con perfume silvestre, del noruego Edward Grieg; las brumas y neblinas ensoñadas del finlandés Jan Sibelius...
¿Y cómo no recordar a un Schubert cuyos "lieder" han sido adoptados por los vieneses, que llegan a considerarlos melodías populares, por tan dentro de su espíritu? ¿A un Johann Strauss que ha mecido a tantas generaciones al compás del tres por cuatro?
¿O las obras de los italianos Respighi, Cassella, tantas veces con aromas nacidos en el pueblo? ¿O, incluso, las melodías de un Fauré tan colmadas por el espíritu francés?
América, también. El Ginastera argentino de las primeras épocas, muy dentro de un nacionalismo que después se abandona. Ponce, tan fiel a mensajes de suma pureza mejicana. Villalobos, ídolo de los "brasileiros". Copland o Gershwin, que plasman típicos ritmos y acentos estadounidenses en sus partituras. El Oriente, con exotismos y melismas característicos. Cantos africanos acompasados por primitivas percusiones...
¿Y España?
Escribí hace tiempo que la música española culta podía considerarse fruto de muy diversos ingredientes e influjos: la herencia pretérita de vihuelistas y polifonistas, la siembra clavecinística dieciochesca, el lirismo romántico impulsor de la soterrada voluntad de cantar, el sugerente clima impresionista que abre nuestro siglo, la raza, entendido el último término como la suma de constantes de ritmo, acento, color, modo, giro... Un algo indescriptible y peculiar que hace inconfundible el mensaje y permite el espontáneo reconocimiento por cuantos: se acerquen a él, aún desconocedores del origen:
En el XIX, mientras en Centro Europa las corrientes nacionalistas producían frutos muy variados en el teatro, el sinfonismo, la creación de cámara, el "lied", España refleja su voluntad de propia voz en el campo lírico: en la tonadilla, jugosa, castiza, rica en esencias populares, atrayente en el breve curso limpio de ambiciones constructivas, que fue estudiado con tan magistral sapiencia por José Subirá y en la zarzuela, en lucha el género con el imperio de las consignas y ejemplos que nos llegan de Italia y el afán de lograr una voz propia, tanto más auténtica cuanto más bebiese en las fuentes de nuestros cancioneros.
Sí: esa fusión de lo italiano y lo castizo califica muchas veces el "producto" lírico español. Una de las obras más populares de todos los tiempos, "Marina", sigue con fidelidad los manes de Italia y basa el predicamento en el imperio de las voces, la exigencia de cantantes, a ser posible con clase de "divos", que integren el cuarteto. Lo demás, queda en segundo plano. Mientras, Francisco Asenjo Barbieri, apoyado en el "Cancionero de Palacio" -en su propio Cancionero recopilado con amor y sabiduría-, lucha por conseguir un mensaje mucho más español y directo. Es el que .se refleja en zarzuelas como "Pan y Toros", como "El barberillo de Lavapiés", frutos originales pero enraizados en atmósferas castizas que el pueblo había de respirar como propias.
Serán los frutos más admirables cuanto más se liberan del imperio italiano, porque cuando éste prevalece nos hallamos ante un sucedáneo -¿dónde, entre nosotros, un Verdi?- pero cuando se busca la voz auténtica pueden alcanzarse metas insuperadas.
La historia de la zarzuela se colma de autores y de títulos con marcado sabor españolista. De Gaztambide, Chapí, Chueca, Caballero, Giménez, Vives, Serrano, Guridi, Alonso, Luna, Guerrero, Moreno Torroba, Sorozábal...
Hay, en las obras, mucho apoyo en cadencias, diseños, modos, giros populares. En el género chico -chico, por el tamaño; grande, por la calidad- se advierte más esa comunicación directa del músico de turno y aquello que aprehende como punto de partida en la cantera "folklórica".
Es una vez Chapí, garboso y directo, apasionado y brillante. Otras, Giménez, con su andalucismo comunicativo. Federico Chueca, espontáneo y fresco, castizo y pimpante. Alonso, con sus pasodobles vitales. Torroba, con sus mazurcas. Vives, con sus fandangos y sus cantos a Madrid. Guridi, con sus "Zortzicos". Serrano, con su levantinismo. Sorozábal, con su "ensalada madrileña"...
Sí: la zarzuela, el sainete, son buenos vehículos para que sus autores acomoden inspiraciones y técnicas a un estilo que se busca lo más lleno posible y que, por sincero, se hace, a veces, patrimonio del pueblo mismo.
Podríamos, también, hablar del nacionalismo acusado en las creaciones de instrumentistas famosos: los Sor y los Tárrega, en la guitarra, como Sarasate, en el violín o Larregla en el piano...
El siglo XX se abre con la evolución a caminos que abandonan las viejas consignas de músicas de salón al estilo de la época de dos grandes del piano, con los que se alcanza por el español la internacionalidad: Isaac Albéniz y Enrique Granados.
Este, más romántico, saltará desde sus "Piezas sobre cantos españoles", desde sus "Danzas y a través de los "Valses poéticos", las Escenas románticas", a las sensacionales creaciones de sus "Tonadillas", el más perfecto ejemplo de la canción española de concierto y sus "Goyescas", los dos cuadernos pianísticos después trasplantados, sin mejoría, en ópera. El color local, el ambiente goyesco, el mundo de las tonadillas y las tiranas, de los donaires, los, coloquios, las serenatas y los fandangos, quieren reflejar una atmósfera popular que la jerarquización y la dificultad técnica de los productos no son capaces, ni mucho menos, de desvanecer .
Albéniz, a su vez, pone en música buena parte de la geografía española. En los "Cantos de España" y la "Suite española" -esas músicas que él califica de "con sabor a aceitunas"-, y en las "Iberias" trascendentes.
"Sevilla", "Córdoba", "Cádiz", "Castilla" ... "Triana", "Albaicín", "Rondeña", "Almería" ...
En un caso, músicas amables. En otro, el endemoniado "barroquismo nimbado por la gracia". En todo, España. Coplas, ritmos, nostalgias, descripciones y ecos evocadores. Mezcla de realidad y de idealismo, como existe de invención propia y de motivos populares, que se arrancan de las entrañas mismos del pueblo y se transfiguran por la elaboración magistral.
Dijo un día Isaac Albéniz: "Mi corazón se queja amargamente de no estarse tostando en España". Mucha de su música surgió por un deseo de acercarse en espíritu a la tierra lejana y de poder acercarla de modo eficaz a los demás, para que gustasen bien sus esencias, sus bellezas. Pocas obras firmadas por autor que nos acerquen más al mensaje puro de lo popular, origen e impulso, base y razón de ser de un trabajo artístico.
También Manuel de Falla. Las enseñanzas, los consejos de Felipe Pedrell, su credo nacional de un arte por propio auténtico, encuentran su más fiel continuador espiritual. En toda la obra de Falla, no importa la época ni el momento evolutivo, está siempre muy presente España. Lo está desde las páginas que constituyen su prehistoria creadora, desde -ya dentro de la producción firme las "Cuatro piezas" pianísticas, hasta los trascendidos compases de la "Salve en el mar", de "Atlántida". Desde las raciales y vibrantes notas de la jota de "El sombrero de tres picos", hasta los recovecos prodigiosos de "El retablo de Maese Pedro". Desde ese modelo de canción culta, de armonización y tratamiento ideal de lo popular que son las "Siete canciones sefardíes" de este origen, hasta los fondos pretéritos del "Concerto". Falla crea siempre con personalísima voz, pero conoce muy desde dentro la herencia de nuestro "folklore". Y muchas veces mezcla este mensaje -coplas, zorongo de las "Noches en los jardines de España"- con la poética ensoñación romántica de su espíritu.
Joaquín Turina, que empezará escribiendo un "Quinteto" de carácter objetivo, fiel a las enseñanzas de la "Schola Cantorum", no olvidará el consejo que, tras escucharle, le brinda Albéniz en París: fidelidad a la propia llamada ancestral. Su música será ya siempre española, andaluza, sevillana... Así en "La Procesión del Rocío", heredera del "Corpus Christi" albeniziano, en la "Sinfonía Sevillana", con ritmo de peteneras y de farrucas, en el "Fandanguillo", el "Canto a Sevilla", el estilizado pasodoble de la "Oración del torero"...
Y ese andalucismo ha de continuarse por distintas generaciones de músicos: Ruiz Aznar, Angel Barrios, ya en nuestros días Manolo Castillo, cuya "Sonatina" es de tan clara estirpe sevillana...
No se trata ya de que la mayoría de nuestros compositores hayan, alguna vez, trabajado en arreglos y armonizaciones la materia popular; que firmen como canciones de concierto algunas melodías que pertenecen a nuestro "folklore". Es bastante más: raro es el músico que en algún momento de su labor creadora no haya buscado apoyo, guía, orientación, modelo, punto de partida en lo que, por ser del pueblo, es patrimonio general.
Se dijo de Esplá -lo dijo Florent Schmidt- que "había inventado el canto levantino". La verdad es que nunca su obra, su magnífica obra, es más fresca y personal que cuando busca entrañable fuente en la tierra misma de Alicante que le ve nacer. Así, "Nochebuena del Diablo", "Sinfonía Aitana". Pero en su "Quijote" es la Mancha, son las seguidillas el arranque inspirador. El objetivismo, la abstracción de Oscar Esplá, sus posiciones técnicas, nunca impiden el culto a músicas que, como a todos, mecieron sus sueños infantiles.
Se habló de Pedrell. Son muchos quienes, en Cataluña, miman la riquísima base de su "Folklore". El modernismo, la extensión de miras que abre caminos al culto de Ricardo Wagner, la condición de anticipados en líneas y corrientes estéticas diversas, no veda el refugio en lo más peculiar de la región. Los Clavé, Millet, Pujol, el ya citado Vives -que creó, con Lluis Millet, el "Orfeó Catalá"-, Morera, Garrate y demás, nos legan frutos admirables. Eduardo Toldrá basa muchas veces su bellísima producción, su vena lírica exquisita en tiernas melodías populares. Así, en la colección de canciones catalanas para coro, en las canciones infantiles seleccionadas en toda España, en sardanas y temas que se emplean dentro de producciones sinfónicas y de cámara: "Maldición del Conde Arnau", "Vistas al mar"... Federico Mompou "ejerce" de catalán en su exquisita música pianística, tanto en algunas canciones y danzas con punto de partida popular, como en obras de filiación por completo personal pero que no ocultan el origen del autor. La mediterraneidad de Montsalvatge es evidente. Lo es en un buen número de páginas que firma Narcis Bonet.
Lo mismo cabría decir de Valencia. Los ejemplos tendrían que repetirse en el caso de los Giner, Chávarri, Palau, Magenti...
Un murciano que apenas compuso por ceñirse al magistral trabajo en la dirección de orquesta, don Bartolomé Pérez Casas, nos lega en su mejor obra, "A mi tierra", unos pentagramas que se animan por temas enraizados en la que le vio nacer.
En Castilla, habrían de ser múltiples las citas. El salmantino don Tomás Bretón, que supo cantar a Madrid en "La verbena de la Paloma", a lo aragonés en "La dolores", a lo catalán en "Garin", tuvo siempre devoción y respeto por el puro mensaje nacido en el pueblo. Con él, en distintas épocas, don Conrado del Campo, eterno enamorado del amplio paisaje castellano, como lo fue de los dos grandes Ricardos -Wagner y Strauss-, el burgalés Antonio José, don Facundo de la Viña, Gerardo Gombau, Manuel Parada, ocupan lugares preeminentes que sería injusto desconocer.
Como lo sería olvidar la cálida ofrenda que a su tierra brindan Teobaldo Power con sus "Cantos canarios", los montañeses Sáenz de Adana y Dúo Vital, armonizadores magníficos de canciones al paisaje santanderino.
¿y dónde situar a Joaquín Rodrigo, valenciano, sí, en tantos pentagramas, pero castizo en tantos otros con base -ejemplo sus "Madrigales amatorios"- en legados pretéritos y que en el "Concierto de Aranjuez", en sus hermanos "Heroico", de "Estío", de arpa, "in modo galante" para violoncello, juega con motivos propios y populares y los mezcla con agudeza?
Pienso en Galicia. En tantos cantores de origen profundamente "enxebre" -los Adalid, Montes, Veiga, Soutullo... y recuerdo cómo, al conjuro de quien ahora firma y por impulsos de amistad generosa, más de setenta compositores de todos los orígenes y filiaciones pusieron su mirada en poesías galaicas para adornarlas con el nuevo ropaje de su inspiración y crear así un cancionero gallego de concierto muchas veces libre de influjos, personal de voz, discutible de autenticidad regional aunque bello "per se", pero otras muchas de honda raigambre popular, ya porque se tomaron temas "folklóricos", ya porque el instinto, estimulado por los versos, llevó a los autores a lograr obritas que, escuchadas en Galicia, se aceptaron inmediatamente con ilusionado cariño. Tal el caso de los "Mariñeiros" del turolense Antón García Abril, que supo dar en la diana del triunfo absoluto. Tal, por la conexión espiritual, que no por la letra, "As froliñas d'os toxos", de Eduardo Toldrá, una de las más altas muestras de la sensibilidad del compositor catalán.
En fin, pocas regiones con más representatividad que la vasca. Serían múltiples las citas que habríamos de suscribir. La del malogrado José María Usandizaga -¿a dónde hubiese llegado este músico, de vivir una existencia menos tasada? tendría que ser obligada. Su "Mendi-Mendiyán", su "Fiesta de romería" es el mejor ejemplo de lo popular elevado, jerarquizado a la altura máxima. Jesús Guridi, por su parte, amó siempre con fervor de iluminado lo popular. A veces su mirada se amplió hacia otras regiones, como cuando supo crear las hermosísimas canciones castellanas, pero en general se ciñó al propio paisaje. En óperas como "Amaya", en zarzuelas como "El caserío", en canciones corales y obras de todo tipo, Guridi fue el gran maestro con muchas cosas que decir, buceador incansable de bellezas en campos explorados por él con tanta sapiencia como desvelo...
Recuerdo al padre Donostia, creador de unos preludios pianísticos ricos en esencias populares. Y a Francisco Escudero, soñador de vastas concepciones, que no se olvida nunca de su propia tierra en óperas, oratorios, páginas sinfónicas: "Zigor", "Illeta", "Concierto vasco", etcétera.
Pienso, ahora, que la mayoría de estas citas, a guisa ,de simples ejemplos, pueden hacer creen al lector que todos los autores corresponden a un pasado más o menos próximo, pero están lejos de poderse considerar músicos de hoy. No es justo. Indudable: el nacionalismo es corriente más de antaño que de nuestros días. Ello es tan cierto como que no muere. Cristóbal Halffter compuso alguna obra con origen popular. Luis de Pablo rindió tributo a su tierra con pentagramas que brindan una visión particular, curiosa y atrayente de su forma de sentir el ritmo y el acento vascos. Carmelo Bernaola, más de una vez, firmó pentagramas de dicho signo. Antón Larrauri llega a más, cuando elabora de originalísima forma la que ha sido danza básica, la "Ezpatadantza" para mostrarnos hasta qué punto puede actualizarse y, con raíces, en el ayer, alcanzar signos muy de vanguardia.
Dijo en cierta oportunidad Cristóbal Halffter: "Hay que latinizar el dodecafonismo". Lo recuerdo ahora, porque pienso que, por encima de modos, de modas, de cambios estéticos, de voluntades objetivistas, siempre habrá de pervivir el sello propio de cada pueblo y que el español, de manera concreta, posee un acervo musical de tanta envergadura que sería culpable desconocerlo y grave desdeñarlo.
La música, ,por lenguaje universal, no debe tener fronteras. Ha de buscarse con ella una internacionalidad que permita alcanzar el objetivo de que llegue a todos los pueblos y en todas las circunstancias. Pero esa internacionalidad, creo, debe lograrse a través de un lenguaje propio. En la seguridad de que si es sincero, multiplicará siempre su capacidad de atracción. Universalidad, sí, por caminos de autenticidad. Y bueno será, para lograrla, que los músicos, sin perjuicio de elaborar sus obras con la mayor de las libertades, no se olviden nunca de ese legado invaluable que la tradición puso en sus manos, que es también patrimonio suyo, porque pertenece al pueblo que les vio nacer.