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Si hiciésemos una encuesta entre varias personas acerca de lo que cada una considera teatro popular, tendríamos, seguramente, distintas respuestas: El que gusta a la gente, el representado por personas sin formación dramática; el que trata temas populares o de tradición arraigada..., Incluso habría alguien que, lejos de considerar contradictorias todas estas respuestas las aglutinaría: El que toca asuntos tradicionales, siendo representado por aficionados y, además, gusta Puede que, sin embargo, nos sorprendieran otras contestaciones; de hecho, la postura de la sociedad y sus miembros hacia el teatro ha cambiado mucho (como tantas otras cosas) en las últimas décadas. No puede pensar lo mismo acerca del hecho dramático una persona de ciudad que paga una entrada y casi considera un rito el acudir al espectáculo, que otra del medio rural que no paga, sólo tiene una representación al año, como mucho, y que si a algo llama rito es a lo que ve y oye sobre el escenario.
Hay, no obstante, una circunstancia que en muchos casos coincide en los dos ámbitos y que es producto de una situación colectiva: La sociedad ha dejado de creer, y no sólo en sentido religioso. Ha alterado el orden habitual de valores y en el empeño ha perdido el interés por situaciones que hasta hace poco le atraían arrojando su incredulidad sobre ellas. Así que, como en el edificio de las creencias las convicciones son los ladrillos, ahora no sólo se trata de animar a la gente para que vaya al teatro, sino de que crea la que ve allí. Los actores deben comunicar con los espectadores y, además, tener éxito en esa comunicación, convenciéndoles de que la que están representando es así, o tiene un valor como hecho cultural, o simplemente es respetable porque encarna tradiciones y ritos con los que ese público se identifica.