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Siendo, como es el peinado, el adorno y compostura del cabello, podemos decir que ni siquiera el peinado más sencillo es natural; siendo un verdadero arte el de la peluquería, y este es el aspecto que aquí más interesa, un indicador de las costumbres.
Desde antiguo se ha considerado a la cabellera como un adorno precioso del cuerpo humano y se le ha consagrado un cuidado especial. No hablaremos aquí, por pertenecer el tema a otro capítulo de la cultura, de los complicados peinados «de corte» que, desde la época clásica hasta nuestros días han venido luciendo nuestras elegantes; hablaremos, pues, de los no menos complicados peinados, pero sí más modestos, de las mujeres de nuestros pueblos y aldeas, así como de los cuidados que éstas se aplicaban, a sí ya .sus familias, para evitar problemas y enfermedades referentes al cabello.
Puede estudiarse perfectamente el desarrollo e historia del peinado en España en las obras de nuestros novelistas, cuentistas y dramaturgos. Así, sólo en el «Quijote», .de Miguel de Cervantes, se hallan más de trescientos nombres pertenecientes a la indumentaria, tocado y peinado femenino en los siglos XV y XVI, con descripciones completas referentes al vestuario y adorno de quien corresponden. En las obras de Mateo Alemán, Tirso de Molina, Moreto y Alarcón, puede hacerse también una investigación semejante.
Curiosamente, también en los «sermonarios» y obras apologéticas de nuestros oradores sagrados clásicos, de los siglos XVI al XIX, se hallan curiosos denuestos y anatemas contra los abusos que las damas españolas cometían al peinarse, siguiendo «peligrosamente de cerca» las modas que, como siempre, llegaban de Francia.
El acto de peinarse (del latín «pectinare») es, según el Diccionario: «el acto de desenredar, limpiar o componer el cabello», pero muchas veces utilizamos locuciones en las que la palabra peinarse toma otras significaciones; así «soltarse la melena» o «desmelenarse», es liberarse de algo, normalmente prejuicios; «no peinarse (una mujer) para uno», es sinónimo de no ser para el hombre que la solicita. A este respecto hay unas coplas de baile muy significativas que recogí en La Maragatería (León):
Por tu ventana miré
Y a tu cabecera vi
un letrero que decía:
No me peino para ti.
Y yo como sabia leer
quité aquél y puse otro:
No te peinas para mi
ni yo para ti tampoco.(1)
El protagonista .de nuestro trabajo es el pelo (del latín «pilum»); éste tiene una vida propia al final de la cual desaparece y es sustituido por otro, los de las cejas viven entre tres y seis meses y los de la cabeza, entre dos y cuatro años; si esto se realiza escalonadamente, el cambio pasa inadvertido.
El pelo presenta notables variaciones en su forma, según las razas, es característico el pelo crespo (con una sección de forma arriñonada) de la raza negra; en la raza amarilla, el pelo es mucho más liso (y de sección circular), mientras que en la blanca, esta sección es algo elíptica.
Capítulo aparte merecería en otro orden ,de cosas, las referencias que en la literatura de tradición oral encontramos referentes al cabello, a la acción de peinarse, a las cualidades de la peinadora o a los mismos útiles empleados en la faena. Algunas de estas muestras, las de la lírica, irán salpicando este pequeño trabajo -ya lo han hecho-, pero habría que reservar un gran espacio para las referencias que aparecen, sobre el tema, en el romancero de tradición oral. Cuántas situaciones amorosas se producen mientras la dama peina sus cabellos, cuántas escenas de dolor sorprendidas cuando el «cura sacrílego» encuentra a su víctima que «se salió a peinar al sol / con escarpidor de plata / porque el de oro no lo halló» (2). Verdaderamente, la imagen de la mujer de largos cabellos, peine en la mano, evoca en nuestra imaginación un sentimiento equívoco, mezcla de sensualidad y ternura, que encaja perfectamente en ese velado encanto que el romancero posee. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.
UTILES PARA PEINARSE
Generalizando, podemos decir que son dos los tipos de peines que tradicionalmente se han usado; aun cuando en algunos lugares se han diferenciado claramente hasta tres. Una vez deshecho el peinado, sea del tipo que fuere, se procedía a desbaratar las trenzas, si las había, y una vez que se tenía suelta la mata de pelo, se procedía a desenredarla, labor que se realizaba con:
El escarpidor
La palabra escarpidor deriva del latín «carpere» y significa literalmente: desgarrar. Ello es debido a que sus púas son gruesas y ralas, lo cual hace menos dolorosa la tarea del desenredado. Los escarpidores no tenían mango ni asidero como nuestros peines actuales. Consistían en un rectángulo que se agarraba por uno de los lados más anchos; en cuanto a los materiales en los que se construían, éstos solían ser generalmente de asta de vacuno, si bien los más pobres usaban también madera, pero éstos «no peinaban bien». Claro está, que tanto al hablar de los escarpidores, como de los otros útiles del peinado, con relación a los materiales, nos referiremos a los utilizados con anterioridad a la aparición de la pasta y el plástico.
Como decíamos, los más apreciados eran los construidos en asta de vacuno, así una cita de Emilia Pardo Bazán, dice: «Reunió un ajuar digno de la Reina; a saber, un escarpidor de cuerno y una cendrera de boj».
En la provincia de Madrid, se conoce el término «escarpidor» en las zonas más distantes de la capital; sobre todo, claro está, en la sierra. Pero a medida que nos acercamos a la gran ciudad, es curioso ver cómo este término convive con otro, más moderno y, a mi parecer, de procedencia francesa: «el batidor». En efecto, si buscamos en el Diccionario el citado término, encontraremos definiciones como ésta: «peine de púas largas y gruesas, sin carmenador, escarpidor»; incluso en otro leemos: «Batidor: escarpidor, peine para batir el pelo» (3) .Lo cierto es que el vocablo se tradicionalizó de tal manera que entre la gente que supera los cincuenta años, es normal su uso en toda la provincia madrileña (4) .
Muchas personas recuerdan aún los pregones de los quincalleros: «lendreras y batidores» (5); y una curiosa anécdota recogida en Estremera de Tajo (Madrid), nos informa del material usado para fabricar «batidores»: «De antes de la guerra, me acuerdo yo, cuando hacía el Tío Ferrero los toros, hacían el encierro por las calles y corriendo los toros por donde querían -no encajonaos-, quemaban un batidor de asta de toro y entonces al hacer el humo, el toro lo olía y ¡humm! se escapaba corriendo por el olor, decían eso...» (6). Como vemos, la frase «oler a cuerno quemado» tiene una explicación clara con este caso, verdaderamente es un olor harto desagradable el que produce la sustancia que compone el asta al quemarse, en este aspecto, hay otro testimonio, aunque esta vez gallego, que ahonda en este sentido. Nicolás Tenorio, en su libro La aldea gallega (7), nos informa, al hablar de los novios que se negaban a pagar el «alboroque», o convite que se brindaba a los amigos para celebrar el arreglo de la boda, de que: «Hay otras aldeas en las cuales colocan un ataúd a la puerta de la casa de los nuevos casados y durante nueve noches y hacen que cantan responsos, con uno a manera de incensario, donde queman raspaduras de cuernos que dan un olor desagradabilísimo».
Después de hablar del «escarpidor» o «batidor», en algunas localidades nos han mencionado la existencia de un útil intermedio entre éste y el siguiente; sería éste el «peine», tal como hoy le denominamos, y la textura de sus púas estaría entre las del «escarpidor», gruesas y ralas, y las de la «peina» o «lendrera», que son muy delgadas y espesas. La palabra «peine», que ha prevalecido sobre las otras que designaban distintos tipos de instrumentos para peinarse, deriva del latín «pectionen», y de ahí, el verbo «pectinare». Pero por lo presente de su uso, preferimos pasar a hablar siquiera brevemente, de otro instrumento.
La lendrera
Era el peine de púas delgadas y muy juntas que se pasaba por el pelo una vez desenredado con el «escarpidor» ; normalmente eran de forma cuadrada o ligeramente rectangular, presentando dos hiladas de dientes paralelas en los lados más largos, una más apretada que la otra. Con ella se partía también la raya del pelo y se sacaba la caspa, el cabello muerto y las demás impurezas que el pelo iba cogiendo a lo largo del día.
Estas «lendreras» eran normalmente de asta, al igual que los escarpidores, si bien las había también de hueso y, sobre todo, de maderas duras; ya hemos visto cómo en la cita de Pardo Bazán se habla de una «cendrera de boj». Peines de este tipo he podido ver dos en La Alberca (Salamanca) (8); uno de madera de cerezo (9,5X5,5) y otro de madera de acebo, algo más pequeño (8,5X5,5), ambos fueron fabricados en el pueblo por el suegro de su actual propietaria.
Es curioso cómo en el resto de Castilla se denomina este peinecillo como «peina», mientras que en la Comunidad de Madrid se llamó siempre la «lendrera», sin que ello sea sinónimo de que sólo se usara para el menester de sacarse las «liendres» ni mucho menos; aún hoy día muchas de las mujeres que usan rodete, siguen limpiándose el pelo cada mañana con la «lendrera»
Sabemos que el enemigo público número uno del pelo en épocas pasadas fueron los piojos y sus hijitos, las liendres. La palabra liendre, viene del latín «lens-lendis» y designa a los huevecillos de los piojos que viven en el pelo de los mamíferos. En cuanto al piojo, o «piejo», procede del latín «pediculus» y pertenece a un género de insectos hemípteros, parásitos y epizóicos de la familia de los pediculidos; existen dos especies: el humanos L. y el córporis geer; el primero vive en el cuero cabelludo -nuestro protagonista-, y el segundo, en los vestidos o entre los pliegues de la ropa, de ahí la frase: «estar como piojo en costura».
Combatir piojos y liendres fue desde siempre una preocupación general, pues la falta de una higiene actualizada y la abundancia de pelo, tanto en mujeres como en hombres (según el historiador de Carlos II, el Duque de Maura, «su majestad criaba...»), hacía que esta lucha fuera un tanto desequilibrada.
El hecho de padecer a los piojos, se llamaba «tener miseria» y contra ellos se utilizó el petróleo mezclado con colonia, los cortes de pelo (lo cual significaba una tragedia que casi nadie quería padecer, prefiriendo soportar a los molestos inquilinos) y, sobre todo, el despiojarse mutuamente. Esta operación que ahora vemos horrorizados en las tribus de Africa durante los programas de televisión, fue harto frecuente en nuestros pueblos, y aún en nuestras ciudades ya que, como veremos más adelante, la tarea de acicalarse se realizaba recíprocamente y al sol.
Para sacarse los parásitos, caso de que los hubiera, se utilizaba -ya lo hemos dicho- la «lendrera» o «peina», de ahí que en algunos pueblos de Madrid se la denominara, no sin buen humor, «la escopeta» (9). En otros lugares colocaban en dicho peine un hilo que se pasaba alternativamente por las púas, después se tiraba del hilo y con él salía el parásito (10). No obstante despojar el pelo de las molestas liendres era labor difícil, pues éstas se sujetaban a los pelos por medio de una sustancia aglutinante; los embriones salen rompiendo la cáscara del huevo que les encierra a los ocho días de la puesta, sufren varias mudas de piel y antes de un mes ya están aptos para la reproducción, lo cual explica su multiplicación extraordinaria.
De todos modos, hubiera o no «miseria», los «escarpidores» y «lendreras» se limpiaban de una manera curiosa: se pasaba un hilo de coser entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda «formando como un telar» (11) y, agarrando el objeto a limpiar, con la mano derecha se hacía entrar y salir repetidas veces de los hilos hasta dejar en ellos todo el desperdicio (12); en otros lugares lo que se utilizaba era un trozo de estopa de cáñamo o de lino y en ella se realizaba la misma operación (13) .
Las «lendreras», al igual que los otros útiles para el peinado, ya lo hemos visto, se vendían por los quincalleros ambulantes que con sus grandes cestas bajo el brazo, pregonaban su mercancía: «Chinín, chinito, chinín, chiñón -a mí me gusta más la sandía que el melón. ¡Colonia y brillantina blanca! (y te daban por 10 cts. un frasco como el de la penicilina o así...). Las muchachas del patio van a las eras pa ver si viene el tío de las lendreras» (14) .
Los peinadores
La tarea de peinarse requería en las mujeres una especie de ritual en el que intervenían -como no- las prendas de vestir. La forma del peinador es la de una pequeña capita que, atada en el cuello por una cinta, baja por los hombros hasta media espalda a la vez que cubre el pecho.
Su finalidad es doble; por un lado práctica, ya que evita que las partículas de caspa, impurezas y pelos muertos, caigan directamente sobre la ropa. Esta caspilla se denomina en algunos lugares «yizca» y se combatía «en las personas que la criaban», dándose unas fricciones con aceite del candil» (15).
Por otro lado, el peinador tenía una misión estética, pues en ellos se hacían muchas veces tareas primorosas, siendo una de las primeras labores que las niñas realizaban en la escuela. El color de estos peinadores era normalmente el blanco y en ellos se solía bordar motivos decorativos y, preferentemente, las iniciales de su dueño.
Las horquillas
Diminutivo de la palabra «horca», que procede a su vez del latín «furcam», son el complemento indispensable del peinado femenino; ya las antiguas damas romanas (tan amantes del peinado que al hacerse esculpir en bajo-relieve procuraban que el fragmento correspondiente al peinado pudiera cambiarse para así estar siempre de acuerdo con las exigencias de la moda), usaban de grandes agujas para sujetar masas de pelo a las que llamaban «discerniculum» o «acus discriminalis» (16). Las horquillas tradicionales, las que hoy denominamos «de moño», tenían siempre forma de U y podían ser desde meros trozos de alambre, hasta maravillosas creaciones de los «oribes» tradicionales, al estilo de las que utilizan las mujeres en algunos pueblos de Salamanca.
Pero las horquillas al recoger el pelo, tienen además un simbolismo de recato, no en vano aún decimos: «fulana se soltó la melena», cuando queremos significar el descaro de una mujer; en este sentido José María Iribarren (17) nos informa que en el día de Santa Agueda, fiesta de inversión en la que las mujeres asumen un papel protagonista (18) , en algunos lugares de la Ribera de Aragón, las mujeres subían a tocar las campanas en la mañana del 5 de febrero y después arrojaban por las ventanas las peinetas y horquillas, despeinándose a propio intento.
Mucho más cercano en el tiempo a nosotros, ¿quién no ha oído contar historias en las cuales alguna mujer consiguió defenderse de sus agresores gracias a las agujas u horquillas que llevaba en el pelo?; ¿no es esto un símbolo de feminidad? Como ya veremos en el apartado de los peinados, el apogeo de las horquillas y peinecitos decorados es relativamente moderno, ya que la adopción del rodete, fue la que permitió utilizar horquillas con cabeza decorada a modo de corona alrededor de este peinado circular .
Las horquillas y peinecillos eran uno de los objetos favoritos a regalar por los novios a sus amadas; de ello hay innumerables muestras en nuestra lírica tradicional: «Madre, los quintos se van - ya se llevan a mi Pepe - ya no tengo quien me traiga - horquillas para el rodete» (19). O bien esta otra en la que además se alude al mencionado rodete, del que hablaremos más extensamente en el apartado de los peinados: «El rodete vale un duro - y los rizos dos pesetas -las horquillas dos reales - ya ajustaremos las cuentas» (20).
LOS PEINADOS TRADICIONALES FEMENINOS.
Antes de pasar a analizar detenidamente el asunto de los modos y firmas del peinado tradicional, hay algunos puntos que conviene dejar bien aclarados. En primer lugar, el hábito de llevar el pelo largo -más bien de no cortárselo nunca- fue cosa normal entre nuestras féminas hasta bien entrado el siglo XX, momento en el que, como veremos más adelante, nuestras mujeres adoptaron la costumbre, venida de fuera, de cortar sus cabellos.
Muy frecuente es, aún hoy día, encontrar mujeres de edad que no se han cortado jamás el pelo; en otras ocasiones, sólo las puntas, caso de que éstas se estropearan; o algunos mechones, para «entresacar» el pelo cuando éste era muy abundante y costaba trabajo «domarlo».
Esta constante, la de las largas cabelleras, hacía posible la existencia de peinados, hasta cierto punto complicados, pero también ocasionaba problemas, tales como los enredos. En el caso de las largas convalecencias en cama, a causa de una enfermedad o de un parto, las mujeres permanecían con el pelo suelto, si acaso recogido en un único «tronco» por medio de una cinta; una vez recuperada de su dolencia, la enferma procedía a desenredarse el pelo para peinarse. Muchas veces lo conseguía a costa de la paciencia de alguna auxiliar en la tarea, de varias púas del «escarpidor» y de algunos puñados de harina convenientemente espolvoreados por el pelo (21).
El otro problema fundamental era el de la higiene, ya que era difícil mantener limpia una gran cantidad de pelo sin, muchas veces, lavarla; al menos con cierta frecuencia. La costumbre de lavarse el pelo presenta diferencias; es curioso ver como en algunas zonas, tenidas tradicionalmente por más «atrasadas», el hábito de lavarse la cabeza de vez en cuando era tenido por normal; así en Peñaparda «El Rebollar. Salamanca): «nos lo lavábamos cuando estaba puercu» (22); y en La Alberca (Sierra de Francia. Salamanca): «aquí empezaban a lavar la cabeza a los niños cuando iban a hacer la Primera Comunión» (23). De todos modos el agua, en abundancia, no era tenida por buena, y no hay falta de razón en ello, pues problemas como el de la grasa en el pelo, son de «rebote»; es decir, cuanto más se lava, más se produce. En los casos del lavado, éste se hacía con agua y jabón del fabricado en casa: «mos echábamos de jabón de tocinu, de grasa, de aceite, de borras, pero era lo mejol, era lo mejol y agua crara» (24).
Cuando el pelo no se lavaba, el «escarpidor» se mojaba abundantemente en agua, y una vez acabada la operación del peinado se podía aplicar sobre el pelo y, siempre con la mano: «aceite, en un frasquito, con hojitas de rosa, espliego o romero». (25). Costumbre muy curiosa e interesante, era la de meter la cabeza en los linares al amanecer la mañana de San Juan, de esta manera se conseguía fortalecer el cabello y hacerlo crecer desmesuradamente. Esta práctica, emparentada, de cerca, con otros usos mágicomedicinales de la noche de San Juan (en especial para propiciar la fertilidad), la recogimos en Montejo de la Sierra (Madrid).
Otra de las características que diferencia el peinado tradicional del popular (el de las peluquerías), es que aquél se realizaba siempre por no profesionales; la figura de la «peinadora» pertenece a la ciudad y, más concretamente, a la burguesía; es decir: cada mujer se hacía su propio peinado, o bien, y esto era lo más frecuente, se auxiliaban de otra mujer, normalmente familiar cercana de la casa o de alguna vecina.
Esto daba lugar a que la faena del peinado se reservara, casi siempre, para la tarde, cuando los quehaceres de la casa aflojaban; y en caso de buen tiempo, en las puertas y aún en la misma calle. De este fenómeno, tenemos multitud de testimonios fotográficos y literarios.
Vamos a referirnos tan sólo al caso concreto de Madrid, no sólo Madrid Provincia, pues como se ha dicho en más de una ocasión, y de ello estoy yo cada vez más convencido, Madrid no fue, hasta después de .la Guerra, sino el pueblo más grande de Castilla. Como decíamos, aún he alcanzado a escuchar relatos orales de cómo las cigarreras del castizo barrio de Embajadores salían a peinarse al sol, sentadas en taburetes y en el suelo, por las tardes al finalizar su tarea (26).
Y vamos con la Provincia, muy cercano a la capital (y hoy asimilado como una Junta de Distrito más), del pueblo de Fuencarral, conservamos un documento escrito, fechado en 1891, que dice así: «Una de las costumbres muy distintivas de la localidad, son los corrillos que se forman a las puertas de las casas donde se reunen las vecinas a coser, peinarse y ejecutar otros quehaceres domésticos» (27). Un poco más alejado de la Villa y Corte (y una de las Cabezas de Partido de la Provincia), encontramos a Colmenar Viejo; de este pueblo conservamos una interesante descripción referente al arreglo de una .anciana humilde en el año 1935, la cita está sacada de un librito en el que se narra la «función» de aquel año (la fiesta patronal de este lugar, en honor de la Virgen de los Remedios): «La casa más mísera .de todas las casas míseras. A la puerta, sentada en una desvencijada silla baja, una mujeruca muy vieja, muy vieja, muy arrugadita, se peina, sosteniendo entre sus manos sarmentosas un peine con pocos más dientes que su boca (su boca no tiene ninguno), ante una silla algo más alta en la que ha colocado un espejo roto, recostado en el respaldo. Sobre el asiento de esta silla, delante del espejo, una palangana descascarillada. En la palangana, agua clara. El peine va y viene de la palangana a los cuatro pelos blancos que aún conserva la anciana, que hace un tocado partido por una raya en medio. (Dos pelos a cada lado, estirados y requeteestirados» (28). Como vemos, la descripción es harto realista, y de ella merece la pena destacar un detalle que más adelante, aclararemos, el hecho de que la viejecita parte la raya de su pelo «en medio».
Una vez centrado el escenario y los elementos del peinado tradicional, vamos a tratar, siquiera por encima, los dos tipos fundamentales de éste.
La variedad de los peinados tradicionales femeninos españoles es enorme y una buena tipología de éstos está aún por hacerse. Si prescindimos de algunas monografías efímeras, acerca de alguno de los peinados arquetípicos de nuestra Cultura Tradicional, tal es el caso del peinado ansotano (29), o del característico moño de Candelario (30), la mayoría de nuestros libros sobre el traje o el adorno tradicional, se quedan cojos en tan importante asunto.
Ni qué decir tiene, que el ámbito de este pequeño trabajo se reduce a los peinados, o forma de colocarse el pelo en las personas de campo, o que siendo de ciudad, se integran dentro de los márgenes de la sociedad tradicional. Si tenemos en cuenta que lo que caracteriza la Cultura Tradicional es su inmovilismo, veremos por qué ésta no está sujeta a los cambios constantes de la moda, de ahí que durante generaciones se hayan conservado usos (materiales, orales o de otro tipo) que hoy día, por obra y gracia de la sociedad de consumo y los medios de comunicación, se han suprimido de un plumazo.
Una vez hecha esta salvedad, podemos empezar diciendo que, para la zona geográfica que hemos demarcado, el peinado tradicional «por excelencia» fue durante el siglo XIX el llamado «moño .de picaporte», por lo original de su forma, o simplemente «el moño»; este tipo de peinado, cedió su primacía al «rodete», con el cambio de siglo aproximadamente. De todo esto intentaremos hablar más detenidamente.
Comenzaremos por describir el «moño» o «picaporte», pues contrariamente a lo que hoy sucede (ya que llamamos moño a cualquier variedad de pelo largo recogido, más o menos, a la altura de la nuca), nuestros antepasados sabían que el «moño» era de forma alargada y perpendicular respecto a la línea imaginaria que trazarían las cejas.
Una buena descripción del «picaporte» nos la da González Marrón: «El moño de picaporte necesita para ser perfecto una melena de unos 80 cm. de largo, la cual se trenzaba en horizontal a guisa de tejido de cesta con 14 guías de pelo; una vez trenzado, se unía el final con el principio, ajustándolo en el centro con dos o tres guías de pelo, simplemente retorcido formando el clásico ocho del picaporte» (31). Este mismo «moño» podía simplificarse haciendo la trenza con menos ramales de pelo, o bien haciendo simplemente una coleta, así lo hemos visto aún hacer en la Provincia de Salamanca (32).
En cuanto al «rodete», su elaboración es algo menos complicada; en primer lugar el pelo debe partirse con la raya a un lado, mientras que para el «moño» se «partía la carrera» (como dicen en La Alberca. Salamanca), siempre en el centro; esta raya corre por la cabeza hasta la coronilla, donde muere en otra raya perpendicular a ella. Con el pelo partido así en cuatro porciones(la parte de atrás se divide también en dos mitades iguales); se retuercen, sobre sí mismas, las porciones de delante -las que se llaman «rizos»- y en una horquilla (más larga que las demás a la que se llama «pasador»), que se coloca horizontalmente en la nuca, se retuercen primero uno y luego el otro, más o menos sobre la oreja.
Con las dos porciones de pelo, iguales, que tenemos suelto en la parte de atrás, se realizan dos trenzas simples de tres ramales de pelo cada una, que se van enrollando en espiral sobre el centro formado por los «rizos» y el «pasador». A medida que las trenzas van girando, se van fijando con horquillas que dejan ver la cabeza, a menudo, finamente trabajadas.
«Grosso modo» esta es la forma del «rodete»; puede presentar variantes con mayor o menor complicación, así las «soguillas» (33) o trenzas pueden tener más o menos guías, según claro está, la calidad y cantidad del pelo a utilizar .
Dijimos al principio que el «moño era más antiguo que el «rodete» y ahora trataremos de argumentar esta teoría. Ya González Marrón, en el libro mencionado, dice textualmente: «Moño de picaporte que se usó habitualmente y a diario hacia finales del siglo XIX, que es cuando comenzó a utilizarse el llamado rodete que aún se utiliza en la actualidad» (34). Por nuestro lado, las experiencias vividas y algunos grabados y fotografías de época, nos confirman en esta teoría.
En primer lugar, las antiguas fotografías de Laurent, tomadas en la segunda mitad del siglo XIX, nos presentan una serie de tipos de Castilla-La Mancha en los cuales las mujeres portan espléndidos «monos de picaporte» (35), la fotografía más famosa que Laurent realizó en la Provincia de Madrid (36), nos presenta a dos «Serranas del Guadarrama» con pañuelo atado sobre la cabeza, estas serranas presentan un curioso abultamiento bajo el pañuelo que no es ni más ni menos que el «picaporte». También dijimos, en el apartado de las reuniones vecinales para el peinado, que la viejecita de Colmenar Viejo, correspondiente a la descripción del año 1935, se partía la «raya en el medio» y recordemos que el autor se empeña en dejar bien claro que la viejuca es «muy vieja, muy vieja, muy arrugadita». En esta línea apuntan las palabras de una ancianita de Valdemanco (37): «Las más viejas no llevaban rodete, llevaban un moño así, encima de la cabeza».
Manifestaciones de este tipo, hemos recogido también en otros lugares donde las mujeres gastan aún rodete, bien adornado con horquillas, a diario; así en La Alberca (Salamanca): «Antiguamente todas las mujeres gastaban moño, las que gastaban manteo, que yo he conocido que murieron gastando manteo pardo a diario, pues toas hacían moño» «38).
De Peñaparda (Salamanca), dos son los testimonios recogidos: «El picaporti lo jacíamus cuandu eramus mozas, cuando ibamus al baile, peru mi madri siempri, siempri, en dispués que vinu la moda del rodeti y ya perdimus aquellu» (39). «El picaporti ya es mu vieju, ya lo hemus conociu a las abuelas» «40).
La falta de pelo o la mala calidad de éste, era suplida con algunas argucias, que para todo hay solución si se tiene ingenio. Veamos al respecto el testimonio de una mujer de La Alberca (Salamanca): «Antiguamente, cuando yo peinaba a aquellas mujeres viejas que no se sabían peinar (solas), con tela negra se hacía una especie de moño y se repartía el pelo por encima, y se decía: esa tiene trampa en el moño. Ya cuando las mujeres eras mayores» (41). En este sentido hay una curiosa copla de baile: «Dices que tiés mucho pelo -y que te haces un rodete -y yo digo que es mentira -que son trapos que te metes» (42).
El paso de la infancia a la adolescencia, venía marcado por la entrada en la pubertad, en lo que a indumentaria, peinados y hábitos se refiere; hasta ese momento, el pelo solía ir «tendido», es decir, suelto, permaneciendo así en muchos casos hasta la boda (43), o bien recogido en una trenza o dos a la espalda, al estilo de como lo llevan las roncalesas, ibicencas y muchas canarias a lo largo de toda su vida.
Una vez realizado el peinado, una de las preocupaciones de las mujeres era la de conservar éste el mayor tiempo posible inalterado, pues si bien lo habitual era peinarse a diario (sea a la hora que fuere), normalmente al sol de la tarde, como hemos visto, podría darse el caso de que el aire o los otros agentes atmosféricos destruyesen la labor del peine.
Para evitar todo esto, recurrían las mujeres a varios ardides, el más elemental era el de pasarse una pluma (normalmente de paloma) por la superficie del pelo tirante, arrastrando con ella los «abuelos» o pelos sueltos que por resultar más cortos que el resto de los cabellos, permanecían en rebeldía (44) .
Naturalmente que si a la hora de peinarse hacia aire, se mojaba el «escarpidor» de vez en vez, para dejar el pelo más pesado y evitar de esta forma que se levantara. Aún así, si la pluma y el agua resultaban insuficientes, se procedía a utilizar otras sustancias para domar el pelo; las que se tenían más a mano eran: el azúcar (45), que resultaba especialmente sucio y pegajoso cuando se secaba; el jabón, que daba muy buenos resultados, sobre todo a la hora de mantener en su sitio las ondas y los «chuminos» (nombre con el que se conocían los caracoles que se dejaban sobre las sienes o la frente) ,(46). Tanto el azúcar como el jabón, se aplicaban con la mano una vez disueltos en agua.
Si ello no era suficiente, se podía acudir a otros remedios naturales, tales como la pulpa de los membrillos, que va envolviendo las pepitas; las «chuchas», que se guardaban en frascos de cristal y después se pasaban por la superficie .del cabello frotando con la palma de la mano (47).
Pero desde luego, lo más usado para tal menester fue la «bandolina», mal llamada «zaragatona». La palabra «bandolina», deriva del francés «bandean» venda; y del latín «linere»: untar. Según el diccionario se trata de un cosmético aromatizado para lustrar y mantener asentado el cabello. Así lo refleja Camilo J. Cela en una de sus obras: «un pollo de unos veintitantos años con aires y atuendos de sportman, que se pegaba el pelo con bandolina...» .En realidad la «bandolina», como tal cosmético que era, venía ya preparado en unas cajitas redondas de metal de donde se extraía y aplicaba con un cepillo. Tenía un aspecto viscoso y esto, precisamente, era lo que hacía que algunas personas lo confundan hoy, y aún entonces, con la «zaragatona».
La «zaragatona» (es un nombre femenino árabe bazz qátuná), es una planta herbácea que contiene mucílago, por lo que se ha empleado como emoliente (para ablandar). La semilla de esta planta se vendía en las droguerías: «eran como granitos de mostaza que se hervían con agua y se daba en el pelo con un cepillito parecido al de los dientes» (48). La masa que resultaba de esta cocción era bastante gelatinosa, de modo que podía recordar a la «bandolina», de ahí la confusión; «nos dábamos bandolina, que parecía la baba de los caracoles, para que no se alborotara el pelo» (49). Quizá la explicación esté en que la «zaragatona» fuera la bandolina de los pobres.
La moda de cortarse el pelo llegó a España con retraso -¡Como no!- hacia 1920, esto en cuanto a las capitales se refiere, pues en los pueblos esta costumbre no fue generalmente aceptada hasta mucho tiempo después, y aún hoy la mayor parte de nuestras abuelas ostentan su venerable mata de pelo.
Sabemos por infinidad de testimonios que uno de los atributos más elogiados en una mujer fue durante siglos, el poseer un hermoso y abundante cabello, de ahí que el peor de los castigos que se les podía infringir era, precisamente, el de raparles la cabeza. ¡Qué paradojas, ahora que la juventud prefiere lucir la cabeza afeitada!
La costumbre de llevar el cabello largo hasta, muchas veces, las rodillas era el resultado de no cortarse el pelo a lo largo de toda una vida, este hábito era común a todas las clases sociales. Sabemos que la Duquesa de Madrid, esposa del pretendiente carlista Carlos VII (1848-1909), poseía una hermosa cabellera rubia sobre la que, arrodillada, dejaba caminar a sus hijos. Otra cita, en este sentido, lo encontramos en el testimonio que una mujer de edad nos da, en una carta sobre la Duquesa Cayetana de Alba, la de los cuadros de Goya; dice así: «No es ponderación, a los pies le llegaban... y como era tan afable y de tan buen humor, me acuerdo que me dijo: amiguita de mi alma, si escrupuliza usted de verme desnuda, con el pelo me tapo». El Marqués de Langle, habla también de esa melena magnífica: «No tiene un solo cabello que no inspire deseos, nada en el mundo es tan hermoso como ella, imposible hacerla mejor, aún cuando se la hubiera hecho exprés».
En cuanto a los testimonios acerca de la bondad y hermosura de una larga cabellera, entre la clase popular, muchos son los que aún hoy día podemos recoger; baste éste, bien significativo, de una mujer de Peñaparda (Salamanca): «Madrita mía, yo aunque me hubieran dao pa que fuera rica pa siempri, no me cortaba el pelu, porque el pelu es lo más guapu» (50).
En realidad, la resistencia de las familias a que las jóvenes se cortaran el pelo, venía dada, especialmente en las ciudades, por el hecho de que las primeras en cortarse el moño fueron «las mujeres de la vida», lo cual podía dar lugar a equívocos por la calle. En el caso de los pueblos, la causa era diferente, suponía romper con una tradición ancestral, con una manera de adornarse y, a la postre, con una de las diferenciaciones principales entre lo masculino y lo femenino dentro del código socio-moral de la sociedad rural.
A este respecto, encontramos un interesantísimo artículo editado por la Revista Estampa, titulado «La batalla por el pelo corto ha terminado...con la victoria de las mujeres, como es natural...» (51). Está editado en 1930. En el mencionado artículo, el reportero recorre varias peluquerías de los «barrios bajos» de Madrid y, tras recoger algunas anécdotas curiosas al respecto, se atreve a confeccionar la siguiente estadística:
-De menos de 25 años, llevan el pelo corto el 90% de las mujeres.
-De 25 a 35 años el 80% de las mujeres.
-De 35 a 50 años el 70% de las mujeres.
-De 50 a 60 años el 40% de las mujeres.
-De 60 a 70 años el 20% de las mujeres.
-De 70 años en adelante No tienen pelo, claro.
En cuanto a las terribles consecuencias familiares del corte de pelo, basta citar algunos de los encabezamientos que el artículo menciona: «el matrimonio deshecho», «el hombre que echó a su mujer de casa», «el que no habla a su mujer», «palizas y otros excesos». Claro que no tienen tampoco desperdicio los relatos acerca de las mañas urdidas por las mujeres a la hora de llegar a su fin deseado, veamos por ejemplo; «Me han contado de una que encendía un infiernillo, se puso a preparar café y, de pronto, al inclinarse sobre el aparato, hizo que la llama le chamuscara el pelo. Empezó a correr por la casa dando gritos, como despavorida...Acudió la familia, aterrada; acudieron los vecinos...A poco acuden los bomberos también... Y ¿saben ustedes romo se resolvió la tragedia? , pues concediendo el padre permiso para que la muchacha se cortara el pelo, ya que no lo podía llevar socarrado».
Como la moda venía de fuera, el cortarse el pelo con melena (que así se decía), se llamaba «a lo garçon» (a lo muchacho); pero mucho más curioso es el origen de las ondulaciones que se pusieron de moda enseguida y a las que todo el mundo llamó «hacerse la marcel», cortarse el pelo «a la marcel», es algo que todos hemos llegado a oir alguna vez y que tiene su explicación en el vecino país, más allá de los Pirineos. Marcel nació en los últimos años del siglo XIX en Chauvigny, pueblo en el que sólo había una peluquería, cuando el pequeño estuvo en edad de trabajar, dijo que no quería ser picapedrero como su padre y comenzó a trabajar en la peluquería como aprendiz del Sr. Garlier, pero al poco tiempo, el muchacho se dió cuenta de que no había demasiado porvenir en aquel trabajo y, como en la aldea corrían rumores de que en París las mujeres habían comenzado ya a ir a las peluquerías para hacerse complicados peinados, decidió marcharse a la capital de Francia. Aguardó pacientemente a cumplir los veinte años, hecho lo cual se casó y se fue a París; con demasiada precipitación se puso manos a la obra, realizando tales desastres en las cabezas de algunas parisinas, que pronto hubo de retroceder a su antiguo puesto de auxiliar.
Una noche, observando el hermoso cabello ondulado de su esposa, Marcel pensó que todas las mujeres tenían derecho a lucir un hermoso cabello ondulado y que, seguramente, estarían dispuestas a pagar bonitas sumas de dinero para conseguirlo. Empleando tenacillas de hierro, perfeccionando el procedimiento, utilizando por primera vez la cavidad de éstas hacia arriba, en lugar de hacia abajo, Marcel convirtió algunas cabelleras crespas y lisas en preciosas cabezas onduladas; ondulación que duraba tres, cuatro o cinco semanas, según los casos.
Guardó el secreto del procedimiento y tomó todas las precauciones para que ni las mismas señoras que acudían a la peluquería se percatasen de cómo se les ondulaba el cabello. La realidad fue que al poco tiempo la peluquería de Monsieur Marcel fue la más .famosa y la más cotizada de París, y al cabo de unos años «la ondulación Marcel» se convertía en una de las modas más duraderas.
Pronto el uso de las tenacillas se generalizó, se calentaban en las lumbres bajas de los pueblos y en los infiernillos de petróleo y cocinas económicas de las ciudades; se probaba primero en un papel de periódico para no chamuscar el pelo, y cuando estaban a la temperatura adecuada, para marcar el pelo sin quemarlo, se aplicaban a la cabeza.
«-Dime palomita hermosa:
¿con qué te rizas el pelo?
-Con tenacillas de oro
que me trajo el habanero...» (52).
LOS HOMBRES.
Parecería que este trabajo quedaría cojo si en él no aludiéramos, siquiera de pasada, a los peinados o cuidados del pelo en los hombres. En realidad, la idea hoy generalizada de que el pelo largo en los hombres es algo común a toda la antigüedad es falsa, pues al llevar nosotros el pelo corto, imitamos al peinado de los antiguos romanos, ya que el uso de la peluca (entre las clases elevadas) fue prohibido en Francia en 1792; los revolucionarios imitaron intencionadamente la costumbre romana del pelo corto, como en otras muchas cosas.
Sabemos, eso sí, que con la llegada de las gentes del Norte, se generalizó el uso del pelo largo en los hombres, llegando incluso a adoptar, como hemos visto, el uso de la peluca. Ya a las puertas del siglo XX, eran sólo unas pocas las comarcas aisladas en las que los hombres conservaban el peinado medieval; una de estas comarcas fue la zamorana de Aliste, donde gracias a un documento del año 1883, sabemos que los alistanos: «parece que todavía no han perdido el traje de la Edad Media: a manera de casco es su montera, de ropilla su chaquetón y de calzas partidas sus calzones y polainas; más que cuello es gola lo que asoman de la camisa y aún no ha mucho que se les veía la redonda melena partiendo de la mitad de la cabeza a la parte inferior y recortado el cabello de la superior, o bien dejando ver la coleta cogida a manera de moño, cosa que dejaba estupefactos a los forasteros y que nos servía de gran diversión a los muchachos» (53).
Si bien sólo entre las mujeres de cierto acomodo, de ciudades y pueblos grandes, era cosa normal el que la peinadora acudiera a las casas cada mañana para hacer el peinado a la señora, tanto en los más modestos pueblecitos, como en las más grandes villas, hubo siempre un encargado de cortar el pelo a los hombres. Sirva como ejemplo el de La Puebla de la Sierra (antes La Puebla de la Mujer Muerta), quizá el pueblo más aislado y conservador de toda la provincia, ya que para acceder a él hay que traspasar un puerto de montaña cerrado gran parte del año. Allí el secretario del pueblo hacía las veces de barbero; su hija Vitoriana Eguía, que hoy habita en el cercano pueblo de Montejo de la Sierra, fue la primera mujer que se cortó el moño en el pueblo: Ella nos contaba cómo su padre ajustaba una «iguala» con los hombres del lugar por cortarles el pelo y afeitarles; dicha «iguala», consistía en una cuartilla de centeno, cuartilla que debían ir cobrando por las casas, porque los hombres se retrasaban en el pago. Acudían al barbero cada quince o veinte días, pues si se demoraban más, rompían las cuchillas a causa de que las barbas eran demasiado «broncas» (54).
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(1) Las cantó a ritmo de jota, acompañándose de la pandereta, Antonia Fernández, que murió en la primavera de 1986, a los 86 años de edad, nacida y criada en el Val de San Lorenzo (León), fue una gran cantora de coplas y romances; vaya para ella nuestro homenaje sincero.
(2) Se trata de una versión, recogida en el madrileño pueblo de Fresnedillas de la Oliva, del romance llamado "El cura sacrílego" o bien "El cura y su penitencia". Cantaron Nicolasa Panadero y Sonsoles Rodríguez el 21 de septiembre de 1985. Recolectores: José Manuel Fraile Gil y Macario Santamaría.
(3) El Diccionario al que aludimos, es un ejemplar del : Pequeño Larousse Ilustrado (un diccionario sin ejemplos es un esqueleto). Madrid, 1950.
(4) Hay incluso un curioso "cuplet" de los años veinte en el que se utiliza la palabra "batidor", en este caso para designar la figura del peluquero, su estribillo dice así: "No hay un batidor en la ciudad / que peine con tanta suavidad / un ricito aquí / una onda allá / el ricito aquel súbamelo más...". Estas y otras referencias pertenecientes a Madrid capital se las debo a Elisa Hernández, de 82 años de edad, nacida y criada en el madrileño barrio de Lavapiés.
(5) Era éste el pregón del "manco", quincallero que recorría los pueblos de la sierra madrileña con una enorme cesta que llevaba asida con el muñón, de ahí su sobrenombre. La información se la debo a Valeriana Gil Rubio, de 58 años de edad, nacida en Guadalix de la Sierra (Madrid).
(6) La informante es Isidra Camacho Horcajo, de 59 años de edad, nacida en Estremera de Tajo (Madrid). Encuesta del 15 de junio de 1986. Colectores: Covadonga González Cobos, Marcos León, José A. Reguera y José M. Fraile.
(7) TENORIO, Nicolás : La aldea gallega. Edición facsímil sobre la edición original aparecida en Cádiz en 1914. Edicions xerais de Galicia. Madrid, 1982, pág. 75.
(8) Me mostró los peines Francisca Becerro Hernández, llamada familiarmente "la tía cirujana", de unos 60 años de edad, accedió además a hacerse "rodete", para poder así seguir la elaboración de su proceso. La encuesta la realizamos Covadonga González Cobos, José Antonio Reguera, Eduardo Sánchez y José Manuel Fraile Gil, el 14 de agosto de 1986.
(9) La información la recogí en Serrada de la Fuente (Madrid) en el transcurso de un trabajo de campo con Marcos León, Covadonga González Cobos y José Antonio Reguera, en febrero de 1986.
(10) La información proviene de Estremera de Tajo (Madrid), de la misma informante y día que la nota 6.
(11) la información es de La Alberca, de la misma encuesta e informante que la nota 8.
(12) Lo hizo para que pudiera verlo Valeriana Gil Rubio, de 58 años de edad, nacida en Guadalix de la Sierra (Madrid) el 12 de agosto de 1928.
(13) La información es de Tielmes de Tajuña (Madrid) y se la debo a Juliana Fernández Molina, de 86 años de edad, la encuesta es del 1 de junio de 1986. Recolectores: José A. Reguera, Covadonga González Cobos, Marcos León, María Luisa García y José Manuel Fraile Gil.
(14) La información es de Estremera de Tajo, de la misma informante y encuesta de la nota 6.
(15) La información es de La Alberca (Salamanca), de la misma informante y encuesta de la nota 8.
(16) Datos éstos sacados de la interesante obra de LAMER, H. : La civilización romana. Gustavo Gili, Editor. Barcelona, 1924, pág. 189.
(17) IRIBARREN, José María: Retablo de Curiosidades. Zaragoza, 1940.
(18) Sobre la festividad de Santa Agueda en general, puede consultarse FRAILE GIL, José Manuel: "Santa Agueda: "Descripción de una fiesta tradicional", Revista de Folklore. Año VI, 2º semestre, págs. 43-48.
(19) Se trata de una copla muy popular y extendida, puede escucharse en: Alosno. Col. "La voz antigua del pueblo". Edita: Guimbarda GS-ll.121 F. Canto de quintos de Alosno (Huelva)
(20) Recogida a ritmo de jota en Tielmes de Tajuña (Madrid) de la misma informante y encuesta que la nota 13.
(21) Información debida a María Virtudes López, de 85 años de edad, nacida en Vitoria, quien observó esta práctica en su madre. La. encuesta la realicé en Madrid en septiembre de 1986.
(22) Información recogida en Peñaparda (Salamanca) a María Martínez Amado, de unos 70 años de edad, el 16 de agosto de 1986. Colectores: José Antonio Reguera, Covadonga González Cobos, Eduardo Sanz y José Manuel Fraile Gil.
(23) Información recogida en La Alberca (Salamanca) de la misma informante y encuesta de la nota 8.
(24) Información recogida en Peñaparda (Salamanca) de la misma informante y encuesta que la nota 22.
(25) Información recogida en Estremera de Tajo (Madrid) de la misma informante y encuesta que la nota 6.
(26) Información de Madrid Capital de la misma informante y encuesta que la nota 4.
(27) BENAVENTE y PARQUIN, Juan: Fuencarral. Biblioteca de la Provincia de. Madrid (crónica general de los pueblos), tomo XVIII, pág. 77, Madrid, 1891.
(28) BOLLAIN ROZALEM, Adolfo y FERNANDEZ SALCEDO, Luis: La función de hace cuarenta años. Gráficas Agma, S. L., Madrid, 1974, págs. 16-17.
(29) Sobre este curioso peinado, habla en su obra VIOLANT I SIMORRA, Ramón: El Pirineo Español. Edición facsímil de la Editorial Alta Fulla, Barcelona, 1985, vol. II pág.108.
(30) Sobre los moños de Candelario, puede consultarse un original artículo: "Los últimos moños de España", Revista Estampa. Año VIII (1935).
(31) GONZALEZ MARRON, José María: El vestir burgalés. Publicaciones de la Excma. Diputación Provincial de Burgos. Burgos, 1981, págs. 10-11.
(32) Información recogida en Peñaparda (Salamanca) de la misma informante y encuesta de la nota 22.
(33) La información es de Estremera de Tajo (Madrid) de la misma informante y encuesta de la nota 6.
(34) GONZALEZ MARRON, José María, op. cit.
(35) Pueden verse muchas de estas hermosas fotografías en el libro: Crónica de la luz. Fotografías de Castilla-La Mancha (1855-1936). LOPEZ MONDEJAR, Publio. Fundación Cultural de Castilla-La Mancha. Ediciones El Viso, 1984.
(36) Se trata de dos mujeres enlazadas por la cintura, la fotografía, con formato de tarjeta postal, lleva el número de serie: Serie B, núm. 10.
(37) Mercedes Serrano San José, de 83 años de edad, de Valdemanco (Madrid), encuesta realizada en el mes de octubre de 1986 por José Antonio Reguera, Covadonga González Cobos, Marcos León y José Manuel Fraile Gi1.
(38) La información proviene de La Alberca (Salamanca) de la misma encuesta e informante que la nota 8.
(39) La información proviene de Peñaparda (Salamanca) de la misma encuesta e informante que la nota 22.
(40) La información proviene de Peñaparda (Salamanca), de Máxima Ramos, de unos 80 años de edad (si bien ella asegura no conocer con certeza los años que tiene). Encuesta realizada el 10 de agosto de 1986 por Covadonga González Cobos, José A. Reguera, Eduardo Sánchez y José Manuel Frai1e.
(41) La información proviene de La Alberca (Salamanca) de la misma encuesta e informante de la nota 8.
(42) Puede escucharse esta copla en la "Jota de Moduvar de San Cibrián" (Burgos), grabada por: RAICES. Dúo. Canciones Tradicionales. Edita: SAGA, S. A. Referencia: VPC-216. Madrid, 1986.
(43) Conocí el caso curioso de Antonia Fernández Geijo (la informante de la nota 1), que murió a los 86 años de edad, llevando una larga trenza, pues permanecía "mozalguilla", según frase de su hermana Carolina, mayor que ella y viuda.
(44) Así lo vi hacer en Guadalix de la Sierra (Madrid) a Victoriana García, que murió en 1984 con unos 80 años de edad. La misma información en Tielmes de Tajuña (Madrid) de la misma encuesta e informante de la nota 13.
(45) Información procedente de Montejo de la Sierra (Madrid). Informante: Elisa González Frutos, de 54 años de edad; encuesta realizada el 4 de octubre de 1986 por Covadonga González Cobos, José Antonio Reguera, Marcos León y José Manuel Fraile Gil.
(46) Información procedente de Guadalix de la Sierra (Madrid) de la misma encuesta e informante de la nota 12.
(47) Información procedente de Martín de Yeltes (Salamanca), la recogí de Julián Martín, de 27 años de edad, el 1 de agosto de 1986.
(48) Información procedente de Madrid capital, de la misma encuesta e informante de la nota 4. La misma información en Guadalix de la Sierra (Madrid) de Juliana Gil Rubio, de 77 años de edad, la recogí el 12 de agosto de 1986.
(49) Información procedente de Tielmes de Tajuña (Madrid) de la misma informante y encuesta de la nota 13.
(50) La información proviene de Peñaparda (Salamanca) de la misma informante y encuesta de la nota 22.
(51) El autor del texto es José Ignacio de Arecelú, y el de las cuatro fotografías : Benítez Casaux y Keystone. Apareció en el nº. 108 de la Revista, que corresponde al año III desde su aparición (4 de febrero de 1930).
(52) Copla de baile muy difundida, puede oírse en: GRUPO VIANDAREÑO: Rondas Veratas. Colección "Cantes del Pueblo". V-401. "Dime, palomita hermosa", Viandar de la Vera (Cáceres).
(53) La información se la agradezco a Alberto Jambrina y a José Manuel González Matellán, quienes la radiaron en el programa "Las habas verdes", de Radio Zamora, el 19 de noviembre de 1983. El texto es de Ulsicinio Alvarez Martínez, quien lo publicó en "La Zamora Ilustrada." el 14 de febrero de 1883.
(54) Victoriana Eguía, que hoy cuenta unos 67 años de edad, suplió a su padre valientemente en la secretaría del pueblo, al morir éste durante la Guerra Civil; las informaciones que, gentilmente nos brinda son, pues, anteriores a 1936,
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BIBLIOGRAFIA
La poca bibliografía que existe sobre los peinados tradicionales y el cuidado del cabello en nuestro país, se encuentra inserta en las obras generales sobre Etnografía y, más concretamente, sobre indumentaria, Así hemos ido citando en las notas al texto algunas de estos libros, tales como el de Violant i Simorra, o el del burgalés González Marrón.
En realidad, los únicos trabajos monográficos acerca de los peinados españoles se deben a Nieves de Hoyos, bien en solitario, o en compañía de su padre don Luis de Hoyos Sáinz. Aunque refundidas, tres son las aportaciones fundamentales de estos dos autores al tema que nos ocupa:
HOYOS SANCHO, Nieves de: "Tocados y peinados femeninos regionales en España", Anales del Museo del Pueblo Español. Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, tomo I, cuadernos 1 y 2, Madrid, 1935, págs, 175-186.