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Muchas veces hemos insistido desde estas páginas en la importante labor de creación de formas culturales llevada a cabo por los marginales en el seno de una comunidad. Pocas veces lo hemos hecho, sin embargo, sobre la función que cumple el común de los individuos de esa misma sociedad, al aceptar o rechazar cuanto de nuevo o renovado vaya proponiendo el marginal. Muchos y muy diversos factores, en ocasiones arbitrarios y caprichosos, entran a formar parte de ese proceso cuya existencia es evidente y cuyo equilibrio garantiza la conservación de aspectos esenciales de una sociedad, al tiempo que introduce savia que regenera las energías del viejo árbol.
La situación actual varía ligeramente con respecto a estos esquemas del pasado,. según hemos advertido en alguna ocasión, los marginales están siendo sustituidos por otros «medios» de comunicación que vienen a cumplir más o menos satisfactoriamente sus papeles tradicionales. Observamos, no sin cierta alarma, que la comunidad acepta las proposiciones de tales comunicadores con mayor pasividad que antes («la vida moderna es así y hay que vivir con los tiempos»; «no se puede hacer nada», se suele escuchar); existe algo así como un fatalismo al asumir las nuevas fórmulas de civilización (sobre todo tecnológicas) que sustituyen a las que se utilizaron durante miles de años. Reparemos, no obstante, en que esa transformación arrastra, junto a modelos de civilización tal vez caducos, cánones culturales vivos y con posibilidades de seguir así si ese es nuestro deseo. La sociedad corre el peligro de perder una de sus prerrogativas (cual era la de ratificar o revocar esas formas de cultura) al abandonarse en brazos de un falso progreso que pone obstáculos a su participación en algo tan decisivo como es la elección de un sistema de vida. Con la delegación de ese derecho en otras personas o medios, el individuo actual renuncia a un privilegio secular y colabora a que las cosas sean como no quisiera que fueran.