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La fiesta del Corpus Christi, instituida por Urbano IV en 1263, ha sido ya objeto de numerosos e importantes estudios, tanto desde el punto de vista religioso como desde el costumbrista que su celebración conlleva. En efecto, la sugerencia del pontífice (convertida en obligación por Clemente V) de conmemorar todos los años, el jueves siguiente a la octava de Pentecostés, la festividad del Santísimo Sacramento, tuvo en España desde el reinado de Alfonso X un esplendor y pompa especiales. y no nos referimos solamente a los Autos o representaciones -que en los primeros siglos ni siquiera fueron especialmente compuestos para tal ocasión, sino que procedían de otras festividades con más tradición-; tampoco a toda la trama espectacular que rodeaba a la fiesta religiosa: monstruos, tarascas, carros adornados y aun la misma procesión pública que invitaba a todos los vecinos de cada localidad a decorar calles y casas para convertirlas en decorosa escenografía que la comitiva habría de atravesar. Nos referimos a la música y danzas que con tan especial cuidado fueron conservadas y potenciadas durante siglos para llegar a nuestros días. Los libros de cuentas de fábrica y de Cofradías guardan tantas referencias al tema que nos parece improcedente insistir en la atención dedicada a esta celebración. Sí convendría, sin embargo, recordar que ya desde el siglo XIV son danzas de palos (paloteos) las que habitualmente acompañan a la procesión, incluso hasta en el interior del templo. Aunque tales danzas han evolucionado enormemente, tanto en su escenografía como en su simbolismo, han sido el ámbito rural y sus moradores quienes mejor han sabido guardar (gracias a la permanente y hereditaria figura del director de la danza) los arcaicos elementos constitutivos de este rito sobre el que nos extenderemos en el próximo editorial.