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La educación en España se ha caracterizado, desde hace más de un siglo, por su nulo sentido de la previsión; por su falta de perspectiva histórica. Uno tras otro se han sucedido planes de estudios, que insistían más en aspectos circunstanciales y en oportunismos políticos o pseudoreligiosos que en una visión íntegra de la vida y la cultura. Esta, confundida a menudo con una acumulación superficial de conocimientos, parecía ser siempre tema prioritario, aunque, pronunciada por distintas bocas, sonara diferente cada vez y nunca acordadamente.
En lo que respecta a la cultura tradicional no ha variado demasiado la situación; posiblemente, porque la tradición, secularmente radicada en el medio rural, aparece como enemiga del cambio y el "progreso" de las ciudades y en esa pugna entre proyectos de vida tiene todas las de ganar por ahora el medio urbano. De esta manera, cualquier saber tradicional se transmite a los jóvenes como algo caduco, pasado; todo lo más como una reliquia venerable. Se olvida, o tal vez no se sabe, que la cultura tradicional no es ni ha sido nunca una masa inalterable y quieta, sino corriente de agua que fluye constantemente y recibe caudales de tiempo en tiempo que la alimentan e impiden su desecación.
No conviene que todo ese material se muestre como algo ajeno a la vida del niño; como algo lejano y desvinculado de su entorno: una segunda educación contrapuesta a la urbana. Adquiere así la cultura un carácter anfibológico que en realidad no tiene. El lenguaje con todas sus formas de expresión, los ritos, las costumbres, y, sobre todo, ese modo de afrontar la existencia procurando respetar lo precedente como legado precioso de nuestros antepasados, nos sirven para el presente; para nuestro presente y para cualquier otro. Y, desde luego, no son incompatibles con el verdadero progreso.