Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >
(1)
Sin ninguna petulancia, podemos afirmar que el folklore o fólclor es una de las ciencias que más deben contribuir a la hora de interpretar diversas parcelas de la historia.
El estudio de las mentalidades, las creencias y la vida diaria de una determinada comunidad ha de remitirse sin rémora y constantemente a la consulta de las fuentes folclóricas, porque ellas condensan aspectos fundamentales de la cotidianidad de ese grupo humano.
El testimonio oral, que nutre esencialmente el análisis folclórico, se alza así como primordial documento en la tarea del quehacer del historiador cuando se enfrenta con temas tales como la historia de las mentalidades o del quehacer cotidiano de una sociedad, de su vida y discurrir diarios.
(2)
La sabia y genuina manera de hablar del intemporal hombre de la vieja Castilla, va desapareciendo; a la par que él, va sumiéndose en el silencio abrumador de las tumbas. La actual e imperante cultura de masas desdeña el lírico y conciso lenguaje del labrador de la Meseta, haciendo caso omiso del escueto pero puro uso del idioma castellano.
Es necesario recoger y glosar toda esa tradición oral de costumbres, creencias, comportamientos, música y lenguaje, porque son parte de nuestra raíz cultural, cuyo desconocimiento supondría una paraplejía irremediable de nuestra historia, la del espíritu y el entorno físico y social del castellano en un pasado en absoluto remoto.
(3)
y con serenidad hay que acercarse a la historia de Castilla y de sus gentes. Para ello echo mano del folklore en su vertiente del refranero y del decir, y me dispongo a probar que el castellano de épocas no muy lejanas, y el de hoy también, es un hombre esencialmente pragmático, materialista, con un sentido realista de la vida como suceder diario.
Las expresiones que ilustran el trabajo, los refranes, decires y coplas las recogí, sobre todo, en un pueblo de la provincia de Valladolid, en la denominada Tierra del Vino: Sieteiglesias de Trabancos, señorío que fuera del señero don Rodrigo Calderón; villa en la que las diferencias sociales han sido tradicionalmente muy acentuadas.
Es una visión de la Castilla de entre siglos, la de las casas de adobe, aperos y aparejos de duro cuero; del puchero de barro, la Castilla del frío y la del melón, la del vino blanco o tintorro. Es la Castilla sensual y cruel, la Castilla folklórica y la miserable Castilla.
(4)
El castellano es, a la fuerza, un hombre materialista, en lid perpetua con su propio sustento. A finales del siglo XIX y principios del XX, los señores de la burguesía rural, los grandes hacendados, desayunan leche o chocolate con bizcochos o molletes. Las clases populares han continuado tomando cada mañana las inefables sopas de ajo hasta épocas recientes. En la dieta del rico abundan la carne y el pescado, mientras en la del campesino brillan a menudo por su ausencia. El grupo que más sufre los rigores de la Castilla miserable es el de los jornaleros, obreros, mozos de mulas, sus mujeres y sus muchos hijos. Viven hambrientos y harapientos, apenas comen frutas, carecen de leña suficiente en el invierno, a menos que la hurten, y, por supuesto, durante el caluroso verano no se refrescan con limón helado o hecho carámbano.
Además, la mayor parte de los jornaleros y pequeños labradores son analfabetos. Habitan con su prole en reducidísimas casas, en unas condiciones higiénicas deplorables, y sus mujeres adquieren siempre fiados en las tiendas de ultramarinos los productos indispensables para preparar el cocido diario o freir un huevo.
(5)
Este pragmatismo castellano es también intemporal, aunque resulte displicente para ciertas tópicas consideraciones.
Muchos tiempos ha que el Arcipreste de Hita pusiera ya el dedo en la llaga, cuando pronunció, sin duda haciéndose eco de la opinión popular de su época:
"Quien no tiene dinero
no es de sí señor."
Versos que el castellano bandeó, por mor de su circunstancia, de su mente a sus actos y de sus obras a su idiosincrasia.
Ni qué dudar, es la intención del sin par don Francisco de Quevedo y Villegas, dejar de ello constancia cuando con su satírica voz exclama:
"¿Quién hace al tuerto galán
y prudente al sin consejo?
¿Quién al avariento viejo
le sirve de río Jordán?
¿Quién hace de piedras pan,
sin ser el Dios verdadero?
El dinero".
El pueblo cree en trasgos, es supersticioso, argumentaría cualquier político del XIX. Pero el pueblo no es imbécil. Su fe es intercadente, su devoción, "más falsa que la lumbre", Casi todas las celebraciones religiosas del calendario castellano, tan pródigo en ellas, poseen un trasfondo económico y se identifican con la estimación de la fiesta como manifestación lúdica. Desde San Blas y San Antón hasta San Silvestre, pasando por el "loco" febrero, San Juan o San Pelayo, fiestas de un claro contenido pagano, son utilizadas por el castellano "en su provecho" material, antes que espiritual. Más que ofrecer al santo o la santa de turno sus plegarias, los castellanos ofrendan sus refranes y sus coplas:
"Por San Blas, la cigüeña verás.
y si no la vieres, año de nieves."
El castellano utiliza la fiesta religiosa como un instrumento. El día de San Blas las mujeres, las hembras, acuden hasta el altar llevando en sus manos una jarrita de agua para que el cura les introduzca en ellas el dedo santo de San Blas, con el fin de bendecir el agua y echársela luego a los animales, en los pozos y en los cántaros de los mismos campesinos para librarse y librar a sus caballerizas de la muerte.
En San Antón, cuando "huelgan las mulas y descansan los muleros", los castellanos engalanan a sus mulas y burros con flores en las cabezadas y, adornados ellos mismos con cencerros y tocados a veces con extraños objetos, como capillos de bebés, dan "las vueltas a San Antón" para alcanzar su gracia.
La religión le sirve al castellano como sustento de su esperanza económica. Para prevenirse del fuego durante el caluroso verano, las mujeres cuelgan de algún adusto clavo "las hojas de San Lorenzo", tres hojitas de higuera a las que rezan tres avemarías. Contra las exhalaciones y los rayos en los días de tormenta, invocan a Santa Bárbara:
"Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita
y en el arco de la Cruz.
Paternostre, amén Jesús."
O en los años en que se hacen las bellas y tristísimas rogativas a San Isidro, en las que participa el pueblo entero:
"San Isidro labrador,
con la vara gavilanes
pica recio en las peñas
y abre los manantiales."
¿Cómo no van a ser pragmáticos los hombres de la Meseta? El castellano rinde culto al dinero, a la hacienda, al duro y al real. En su mente predomina el juicio maniqueo del rico y el pobre. Por eso, si es tal su entendimiento, de juicio y sana razón considera el castellano no "escabalar" ni desperdiciar el dinero, ni ser "como el pozo Airón", en el que lo que entra jamás sale; desaprobando aún con mayor energía a quien "todo lo echa en collares, y luego no tiene ovejas", porque no se puede ser un "parmenio" en esta vida. Además, el castellano, el labrador, tiende por naturaleza a los fines positivos, ya que "jugar con el cantinero, es perder tiempo y dinero".
A la sazón, la riqueza supone la dignidad y hasta la moral cristiana. Todo se reduce en la escala axiomática a la posesión o no de dinero. Del folklore castellano podemos extraer decires tan crueles como aquel en que se reprocha a alguien el haber tenido piedad de quien no la merece:
"¿Quién le ha comido la hacienda,
para ser pobrecito?"
Si el prestamista del pueblo no le "rampla" todos sus bienes, o si acaso nunca se arruinó en empresa alguna, ¿a santo de qué tenerle compasión?
Es otra fórmula inmisericorde que refleja la mentalidad del castellano.
El dinero se contempla como la única alternativa de abrir surcos en la vida; el dinero, la plata, abre las puertas como la carne las hermosas y terribles navajas que muchos campesinos llevaban con altivez dentro de la faja de vara y media :quien "no tiene buenas aldabas" ve frustradas sin remedio sus aspiraciones, ya que "quien no tiene padrino, no se bautiza". Entonces, desprivilegiado, sin el amparo y el cobijo del señorito, vaga por el mundo "con el hato de la liebre", con lo puesto, indigentemente. "El que tiene dinero, pinta pandero", suelen exclamar todavía hoy no pocos vecinos de Siete Iglesias; y el que no lo tuviere, por mucho que dé jera y que "silicie", vano y sin sustancia es que desee que "le hagan el rendibú" porque siempre le estará "larga la levita".