Si desea contactar con la Revista de Foklore puede hacerlo desde la sección de contacto de la Fundación Joaquín Díaz >


Esperar a los Reyes siempre fue, independientemente de un ritual simbólico relacionado con el comienzo del año, un cúmulo de costumbres de hondo significado que se mezclaban e iban incorporando sin dificultad en el río caudaloso de la tradición. Desde luego, podía observarse en primer lugar que las luminarias, las antorchas que llevaban en las manos los participantes en la función (personas de todas las edades), significaban el triunfo de la luz frente a la oscuridad y las tinieblas invernales. Contra el silencio mortal de la tierra y de los seres que la habitaban, el sonido penetrante de los cencerros, campanillas, trucos y zumbos atronaba el aire y se extendía por doquier avisando a todos los vecinos de la llegada de la peculiar tropa. Esa barahúnda iba guiada por el rey de los cencerreros –aquel niño que hubiese encontrado en el bollo ritual una esquilita de metal– y perseguida por un grupo de mayores que pretendían arrebatarles los sonoros instrumentos que todavía representaban la importancia del oficio pastoril en un entorno agrícola. Todo ello se hacía dentro de una importante confusión que adornaba el rito de inversión –mandaban los niños en vez de los mayores, se iluminaba la oscuridad– con costumbres petitorias que obligaban a mantener relaciones sociales al tiempo que desvelaban la generosidad o empatía de cada vecino visitado.
Muchas de esas primitivas costumbres rurales pasaron a incorporarse desde la Edad Media a las ciudades, donde iban desvirtuándose o perdiendo su simbolismo año tras año. La portada de este número nos muestra, como resto de todas aquellas antiguas alegorías, a un grupo heterogéneo de personas que trata de adivinar por dónde habrían de venir los Reyes subiéndose en escaleras de mano de madera y haciendo sonar sus cencerros para que los Magos no se pierdan en la noche y lleguen a la villa sin novedad con sus regalos y la esperanza renovada. La escena se desarrolla al lado de la fuente de la Fama (1732), obra de Pedro de Ribera –Arquitecto Mayor de las Obras Reales de Felipe V–, y todavía emplazada en la época del grabado en el corro de Antón Martín, compañero de San Juan de Dios y fundador de hospitales. «¡Los Reyes vienen por allí!»…