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Revista de Folklore número

051



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EL CARNAVAL EN UN VALLE DE LA CANTABRIA SUROCCIDENTAL

GOMARIN GUIRADO, Fernando

Publicado en el año 1985 en la Revista de Folklore número 51 - sumario >



I
El propósito de estas notas previas es muy limitado y sólo de carácter aproximativo. Se trata de presentar someramente la realidad geográfica e histórica del valle de Polaciones, tarea para la que resulta imprescindible la alianza orgánica entre etnología e historia. "La función etnográfica es en primer lugar una función de registro sin la cual una gran parte de los datos culturales contemporáneos (sobre todo rurales) desaparecerían para siempre (con el consiguiente empobrecimiento de los servicios indispensables para la reflexión teórica actual y futura). Apoyada por la historia (y alertada por ésta contra las falsas evidencias que pueden resultar de investigaciones realizadas sin la ayuda del estudio histórico), la etnología viene a proporcionarle datos complementarios, fuentes y preguntas. Así pueden reconstruirse con mayor precisión y detalle, tanto los procesos de formación, como las fases de ruptura y de consolidación relativa de las estructuras de las sociedades humanas en los diferentes niveles de la realidad social (1).

Más que el resultado de una seria y profunda investigación, las sugerencias que aquí se esbozan responden a una reflexión personal; las afirmaciones, pues, poseen un carácter aproximativo y jamás deben ser tomadas desde una perspectiva verdaderamente científica.

Por otra parte, somos conscientes de la excesiva localización geográfica y no dudamos que el valle de Polaciones se integra en realidades más amplias de las que forma parte y en las que adquiere sentido.

El "localismo" resulta más evidente y expresivo desde el punto de vista del análisis histórico; Polaciones tiene su propio ritmo evolutivo, sus estructuras presentan matices peculiares, pero únicamente en formaciones más complejas, regionales y nacionales, logra su expresión.

Las sociedades humanas están marcadas por su capacidad productiva, capacidad que establece unos límites a su actuación, determinando el género de organización que adoptan e influyendo en sus concepciones del mundo(2). Los hombres de Polaciones han comprado a lo largo de los tiempos cara su subsistencia; la realidad geográfica, los medios técnicos, siempre rudimentarios, no han facilitado la tarea; las estructuras sociales, sus relaciones de producción y muy especialmente el sistema de propiedad y de apropiación frenaron continuamente el desarrollo, ya demasiado difícil por el medio natural, las posibilidades de subsistencia.

El idílico edén perediano, convivencia y armonía social, era sólo una ficción literaria que trataba de simular una realidad más honda y largamente vivida de tensiones sociales fingidas en el silencio por la emigración (3).

Aún hoy encontramos trabajos que desembocan en conclusiones parejas; la ausencia de una metodología y el interés de hallar lo que se pretende y no lo que es, olvidando o sigilando el marco real de la Montaña, conducen a tales situaciones.

Hemos de partir de una aseveración fundamental: el condicionamiento espacial es esencial. "El espacio, la coordenada espacio, mantiene una indudable tiranía, por las limitaciones que impone (4)". La afirmación de Ortega para las Montañas de Burgos es válida también para nuestro valle y se podría ampliar a gran parte de la región montañesa. No es nuestro propósito desentrañar la compleja problemática en este terreno. Simplemente destacar su clima ingrato y la escabrosidad del terreno que obliga a una fuerte limitación y funcionalidad del terrazgo, quedando relegado al fondo de los valles y al sector cóncavo de las laderas; la parte superior de las vertientes y los interfluvios de suelos lavados, accidentados por la erosión son predominio del bosque y matorral (5).

Se trata de una zona geográficamente pobre, lo que nos explicará que durante siglos, y entramos en la coordenada tiempo, su economía descansase en una agricultura de subsistencias, con unos ingresos en metálico obtenidos fundamentalmente de actividades primarias y secundarias como la cría de bueyes de labor o la elaboración de la madera que se extraía del monte (6).

El equilibrio población-recursos se rompía fácilmente porque descansaba sobre bases demasiado endebles. Puede apreciarse a través de múltiples y variados documentos. Esta crisis, amenaza constante, se enraíza hasta bien entrado el XX. Realmente puede afirmarse que desde el siglo XVIII toda aquella zona entra en una depresión de la que ya no saldrá; y ello supone el desenvolvimiento lógico de unas estructuras condenadas desde hace mucho tiempo.

El Catastro de La Ensenada nos ofrece una población, en 1753, compuesta por 247 vecinos; aplicándole el coeficiente 4.50 se alcanzará la suma de 1.111 habitantes(7) en 1849, Madoz señala 172 vecinos y 876 habitantes (8). Es evidente que la precisión de las cifras es dudosa en ambos casos; sin embargo, y aunque aceptemos un amplio margen de error, puede ser muy expresiva. Entre ambos datos media casi un siglo, demasiado tiempo para nuestras pretensiones, máxime cuando se está gestando la transición del Antiguo Régimen a la Sociedad de clases. Sin embargo y desde nuestro prisma, podemos cerciorar que hasta la época de la segunda cifra pocas cosas habían cambiado en el valle; únicamente aspectos superestructurales.

Las condiciones de trabajo y la vida en general se desenvolvían en circunstancias duras. Las tierras sembradas son malas, "centenaliegas" y muy pocas son las que no han de descansar algún año, alternando con el lino; la mayoría sólo admiten una cosecha de centeno y nabos para descansar al año siguiente y gran, número de ellas obligatoriamente tendrán que seguir el ritmo de año y vez; el centeno constituiría el pan de la población.

Tampoco los prados, aunque superiores en extensión, eran de gran calidad; eso sí, servían para sustentar una importante cabaña ganadera sin cuyo complemento no podrían subsistir las economías domésticas. En muchos casos no se trata tanto de un complemento cuanto de la columna vertebral del sustento familiar .

Centeno, lino, berzas, nabos, forman el conjunto más importante de la diversa gama de productos obtenidos; a ellos se unen la hierba y los pastos engranando el binomio alimentación humana-alimentación ganadera en continua tensión. Yeguas, bueyes de carretería y labranza, vacas, novillos, novillas, ganado lanar, cabrío y de cerda, misiones distintas, disputan la producción y la completan según los casos.

Polaciones, buena tierra,
pero nieva de contino,
el que no mata lichón
tampoco come tocino.

Cada núcleo dispone de un monte compuesto de robles con los que reconstruyen sus viviendas, hayas, como materia prima para la fabricación de carros y ruedas bien para uso,propio o destinados a la comercialización y leña para uso casero.

Estos elementos agrícolas, ganaderos y forestales se combinan precariamente; unos ayudan a la propia sustentación familiar como el centeno, otros fortalecen la subsistencia ganadera y los últimos, forestales, permiten actividades de transformación inclinadas en dirección a Castilla de donde, en acción recíproca, obtienen trigo y vino fundamentalmente (9).

Extraídos y elaborados una serie de datos aproximativos del Catastro del Marqués de la Ensenada (10) podemos apreciar cómo la utilidad bruta procedente de las actividades agropecuarias no sobrepasaba los 500 reales, familia, cifra a todas luces insuficiente como más tarde veremos. De los 463 pares de ruedas fabricadas en el valle, 143 se destinan a la exportación para Castilla, junto con una cantidad imprecisa de carros y servían para financiar aquellos productos necesarios importados de los que resultaban deficitarios. Se articula así un circuito comercial arcaico con los distintos pueblos de Castilla y produciendo una serie de actividades como la carretería, serrería (11) y todo tipo de transporte que se combinan con las actividades agrícolas. Esta precaria situación se agudiza por la estructura de la propiedad y los distintos sistemas de tenencia y cultivo de la tierra de la que se derivan unas relaciones de dependencia, concretizadas en prestaciones y rentas draconianas.

El valle es de señorío, perteneciente a la Duquesa del Infantado, quien percibe anualmente el derecho de alcábalas que montan por año más de 1.000 reales; a ello se debe añadir el pago que por razón de sisas y cientos cotizan a S. M. en las Reales Arcas de Burgos que alcanza la suma de 2.416 reales.

La jurisdicción eclesiástica grava más duramente estas míseras tierras a través del diezmo y la primicia. Como expresión y símbolo de este rigor señalemos que diezmaban también los animales y los productos importados de Castilla.

La existencia de tres puertos, Fontelara, Peña Sagra y Cuenca Torices, explotados y arrendados en mancomunidad, aminoraban los gastos del común.

Algunas reflexiones sobre estas generalidades pueden resultarnos útiles. Estamos muy lejos del mundo perediano de Tablanca y Promisiones. Las condiciones naturales son difíciles (12), pero son más tenazmente resistentes las estructuras sociales como producto de una explotación evidente por parte de los estamentos privilegiados; explotación que se refleja jurídicamente en la extraña coexistencia de diversas jurisdicciones, eclesiástica, nobiliaria y real, dimanando fuertes cargas tributarias que impiden toda posibilidad acumulativa del campesinado; el poder adquisitivo de la población será nulo y se cierra todo resquicio a cualquier integración articulada de un desarrollo industrial regional. Ante tal estado de cosas, la emigración y el consiguiente discurso de la población constituyen la única salida para aquellas gentes. Los signos de pobreza, expresados en los textos, estarán presentes hasta la actualidad, pero cometeríamos un error si lo centráramos únicamente bajo la perspectiva del determinismo geográfico. La persistencia de estructuras sociales, tan arcaicas como arraigadas, juega un papel fundamental sofocando cualquier intento de salida. Cuando no existen otras válvulas de escape, la emigración representa una forma clara de tensión social y ésta ha sido la pauta de nuestro valle.

Muchos frutos amargos del pasado fueron barridos en la transición al régimen industrial. Los mayorazgos nobiliarios, el sistema laberíntico de impuestos, muchos de ellos insoportables como el diezmo, la diversidad jurisdiccional, etc. Pero el mal permaneció en los huesos del organismo social. Muchos de los nuevos que vinieron a reemplazar a los antiguos resultaron ineficaces o no mucho mejores que los "viejos" (13).

Los problemas de la agricultura se resuelven de forma inadecuada y ello va a redundar en el fracaso de la industrialización; a su vez, la debilidad de esta industrialización es uno de los factores de la grave crisis agraria de fines del siglo XIX. Ni la demanda industrial proporcionó un estímulo decisivo a la producción agrícola, ni se crearon los puestos de trabajo que hubieran podido ocupar los campesinos huidos de la tierra. Ante esto, terratenientes e industriales se cierran y mediante la política proteccionista y la actuación de un aparato represivo, impedirán el normal desarrollo del sindicalismo por un lado y abrirán la puerta a la emigración por otro. Este sistema de relaciones necesitaba de una organización política que permitiese a los grupos económicos dominantes mantener un constante control de poder a través de la más pura ficción parlamentaria. No son razones morales ni culturales las que explicarán el caciquismo e indiferencia del país ante la farsa parlamentaria, son aspectos de la realidad fundamentales como las relaciones con la economía, esto es, con el reparto de la riqueza, con el trabajo y la subsistencia de los hombres los que dan cuenta de ellos (14).

La desaparición de las cargas nobiliarias y eclesiásticas, así como el fin de los mayorazgos, debieron suponer una notable liberalización en las economías de los habitantes de nuestro valle. Pero los problemas agrícolas no van a solucionarse, máxime tras la desamortización de las tierras comunales, verdadero complemento de unas economías reducidas e inestables.

Nuestro valle ofrece un ritmo muy lento con respecto al del resto del país y puede afirmarse que a principios del siglo XX aún pervive el modo de producción feudal, aunque eso sí, con instituciones liberales que, al no responder a la base, necesitan del caciquismo.

A mediados del siglo XIX continúa el viejo esquema tradicional en cuanto a los problemas de la subsistencia se refiere. Madoz lo recoge gráficamente en su estudio: "en Poblaciones, aunque feraz en pastos, no hay otra producción; sus habitantes por llevar de un lugar a otro mercancías por la Península, han abandonado la agricultura; sin embargo, el clima tan ingrato que disfrutan, no les permitirá avanzar mucho". Desde el punto de vista agrícola, ha superado y ampliado la gama de cultivos y sus técnicas: "pero ya en estos últimos años han sembrado patata con gran éxito y cogen tanta que pueden exportar; así, con este producto, no echan en falta el maíz" (15).

Las transformaciones de la madera, horcas, carros, etcétera, para vender en Castilla, y León y la importación de trigo y vino siguen formando el circuito comercial de Polaciones, ya en los umbrales de su crisis.

Ni en la zona ni en la región existen puestos de trabajo, razón por la que la población encauza sus tensiones sociales, por la tradicional vía de la emigración. Así se explica el por qué la población ha descendido desde 1753 a 1849.

A fines del XIX, la población de hecho se sitúa en los 971 habitantes, la de derecho asciende a 1.157. Siguen las mismas constantes socio-económicas, matizadas con la divulgación de ciertas ideas fisiocráticas (16) .Este ligero incremento puede deberse fácilmente a la inexactitud de las cifras dadas por Madoz. A finales del siglo XIX y principios del XX, sin que ello suponga ninguna reforma radical, aparecen los primeros síntomas de cambio. Se agrieta la estructura social, entran en crisis los vínculos paterno-filiales que unían a los propietarios con sus trabajadores agrícolas, aunque persiste el sentimiento religioso y cristiano de la vida concebida muchas veces como un valle de lágrimas (17). En 1903 escribía Gayé: "en los Tojos, Tudanca y Polaciones, vívese todavía más patriarcalmente; habitados exclusivamente por gentes trabajadoras, por sencillos labradores, sus costumbres son más primitivas, conservan algo, mucho, de tiempos remotos, que desgraciadamente se irá borrando, que las carreteras salvan las montañas que los cerraban, penetran por sus desfiladeros, cortan sus mieses y sus praderías y llegan a sus poblados, con los rumores de los coches que los recorren, las ideas, las enseñanzas, las necesidades, los afanes nuevos que hacen de todos los países uno solo, monótono e incoloro" (19). Efectivamente, la red de comunicaciones romperá, en parte, ese aislamiento con la región cántabra; pero ello no era sino un síntoma más de las transformaciones de la economía rural montañesa que se perciben desde comienzos del XX y que llegan a Polaciones con gran retraso (19) .

Este primitivismo justifica el que muchos escritores elijan aquellos lugares como símbolo de la pureza primitiva. El caso de Pereda no es una casualidad; son muchos los que cantan y ensalzan la vida comunitaria, persistencia de épocas en las que no ocurrían las aberraciones liberales. Un regionalismo conservador, de claro signo carlista, repleto de contradicciones, se difunde por la Montaña a fines del XIX y principios del XX. La figura del patriarca, el "neopatriarcalismo", se erige en el nervio de toda la organización comunitaria. Se falsean las cualidades de este "patriarcado rústico" y se canta la "santa ignorancia campesina" que vive de espaldas a la razón. Ello implicaba un descarado conservadurismo, ya que cada uno debía asumir la función social que tenía encomendada. Frente al patriarca, fiel protector del campesinado, el liberalismo es visto bajo todos los anatemas. Existe una deliberada manipulación de la vida real y ello en función de intereses claramente detectables. Cuando se culpa el parlamentarismo, el caciquismo, se oculta que el patriarca fue y seguía siendo el gran "cacique" del pueblo; los males, debidos a nuevas corrientes foráneas (liberales), enmascaran la persistencia de unas estructuras socio-económicas que se remontan a la época que ellos ensalzan. Los problemas se analizan desde el punto de vista superestructural, único que había cambiado desde la Revolución Liberal Burguesa; no se toca el problema de la tierra porque eso implicaría llegar a la raíz de los males (20), o lo que es la mismo, poner en duda el orden social. Es necesario, pues, desentrañar el objetivo de este pseudoregionalismo y sus fines; pero no es nuestro objetivo porque ello se saldría del marco de estas notas.

Finalmente, a lo largo del XX se dan una serie de transformaciones en nuestro valle que no estudiaremos. Tan sólo indicar, a través de unos datos justificativos, que la emigración se ha agudizado enormemente; si en el pasado fue enorme, en los tiempos actuales persiste con similar intensidad como consecuencia de la incapacidad de tal sociedad para aclimatarse a las modificaciones regionales y nacionales. Los censos, repitiendo una vez más, pertenecen al pasado como hemos visto, pero también al presente, jugando un papel decisivo la planificación regional y ello es así, pese a que suele desviarse intencionadamente hacia el determinismo geográfico más o menos veladamente.

El partido de Cabuérniga permanece demográficamente estacionario desde 1900 hasta 1960 y se convierte en regresivo a partir de entonces (21). El saldo emigratorio entre 1901-30 llega hasta 4.003 habitantes sobre una población que ascendía en 1900 a 10.649; entre 1931 y 1960 continúa el drenaje humano, 3.662. Así nos explicamos que el crecimiento resulte prácticamente nulo entre estas dos largas fechas (22). Polaciones tenía en 1900 1.140 habitantes, 994 en 1960, 827 en 1965 y 780 en 1968; son muy expresivas del gran despoblamiento que ya en 1968 sólo poseía 8,7 h./km.2, auténtico desierto.

En conclusión, podemos señalar que el desarrollo histórico, condicionado por el marco geográfico, del valle de Polaciones dista mucho de ser tranquilo.

II

La tarde del "Domingo Gordo" (domingo de Quincuagésima) se iniciaba el Carnaval en el valle de Polaciones. Terminaba en la noche del martes. Todo el valle, constituido ya en actor, -ya en espectador, participaba en el mismo, con la excepción de alguna familia sumida en luto reciente. Incluso los serradores de la madera, que trabajando fuera sienten la llamada de los Carnavales, se conceden un permiso y regresan a su comarca para vivir aquellos días memorables, "que no venían más que una vez al año". Las gentes de las tierras circunvecinas acudían también a dar fe del suceso y al mismo tiempo disfrutar de una hospitalidad que allí jamás se regateaba (23).

Elementos fundamentales del Carnaval son los "zamarrones": mozos disfrazados de diversos modos que quedaban transformados colocándose sobre sus ropas las más variadas vestimentas. Los había "zamarrones de blanco" y "zamarrones de negro". El largo palo de avellano, que sobrepasaba la altura de un hombre y a cuyo extremo se ataba el zamárgano, completaba su atuendo. Dicho palo, utilizado a modo de pértiga, servía para que los "zamarrones" ejecutasen los más increíbles saltos y piruetas cara a un público que presenciaba sus "gracias".

"Hacer gracia" (sinónimo de "divertir a la gente") era deber y cometido de todo aquel que se preciara de ser un buen "zamarrón", pues la gente no gustaba de los "zamarrones" apocados, encogidos o timoratos.

Un "zamarrón" sin tacha era aquel que apoyado en su palo ponía ambos pies sobre la cabeza de cualquier espectador, saltaba a diestra y siniestra, chapuzaba y embarraba a las mozas con su zamárgano y descargaba recios palmetazos en las espaldas de los hombres, a la vez que pronunciaba frases amistosas disfrazando el tono de su voz para no ser reconocido.

El rostro vuelto, la voz cambiada y oculto bajo su máscara, el "zamarrón" se transformaba en otro hombre distinto, liberado de prejuicios y escrúpulos, a quien se toleraban durante los tres días de Carnaval una serie de excesos que en otras ocasiones se reputarían como hechos punibles. El golpear al prójimo con vejigas, palos y empellones, el allanamiento de morada, el pregonar y sacar a la luz pública faltas y defectos ajenos, el convidarse a sí mismo en la casa del vecino, eran actos de plena licitud consagrados por aquella conocida frase:

Por Carnaval todo pasa;
quien no quiera palos,
que se esté en casa.

Con absoluta impunidad, penetraba en las casas persiguiendo a cualquier vecino que huyese de sus palmetazos; por su propia mano descolgaba los chorizos que estaban curándose al humo o se dirigía hacia la bodega para sacar vino de la mejor cuba. En el valle hay una canción que dice:

Con vino y buenos chorizos
se curan todos los males
no se olviden del remedio
y ¡arriba los Carnavales!

Por supuesto que siempre había quien se extralimitaba, pasándose de gracioso, pero todo el mundo aguantaba y condescendía sus pasados tiempos de "zamarrón".

"Correr los Carnavales" era para los mozos del valle, colmar una de sus máximas ilusiones, algo que daba mayor plenitud al concepto de hombría de aquellos muchachos. "Vestirse de zamarrón" y sobre todo "vestirse de blanco" constituía uno de los actos más relevantes que un hijo de Polaciones podía consumar en su vida.

La furia de los enmascarados recaía en mayor grado sobre las mozas del pueblo. Ellas eran el blanco exclusivo de sus zamárganos, aquellos trapos (a veces una piel entera de cordero o un saco partido por la mitad) que se ataban en la punta de la pértiga de avellano y bien impregnados de agua, barro o estiércol, servían para azotarlas o para aplicarlas el sabaneo, es decir, embadurnarlas de la cabeza a los pies. Con furor insistente, el zamárgano iba empapando a las muchachas que tiritaban de frío, y una intencionalidad aviesa lo diría, de forma que pusiera al descubierto aquello que ellas no querían enseñar .

Ya se ha dicho que existían "zamarrones de blanco" y "zamarrones de negro": para algunos los primeros eran ángeles y los segundos ángeles malos.

Tanto los "negros" como los "blancos" deben describirse por separado, teniendo en cuenta la disparidad de sus disfraces y el papel, bien diferenciado, que unos y otros cumplían en el Carnaval.

Nos referiremos en primer término a los "blancos" esbozando su indumentaria y compleja ornamentación (24). Así, el calzado, apto para transitar por caminos encharcados, consistía en recias botas de clavos y polainas de lona o cuero brillante. Luego, sobre sus ropas domingueras, se revisten de pantalón blanco bordado con ramos y flores, una especie de enaguas, camisa impecable de lino, corbata, precioso mantón de Manila rodeando su talle, bandas de seda cruzando el pecho y bonitos pañuelos sujetos sobre los hombros. El sombrero no debía ser ni muy recargado ni muy ralo; por intuición había que hallar el término medio. Convertido por el arte de aquellas mujeres de la casa en muestrario de mil vistosos abalorios, de mil baratijas relucientes compradas al buhonero y distribuidas con un admirable sentido de la decoración, este sombrero de paja, .de los utilizados para ir a la hierba, se constituía en andamio sobre el que se montaba todo el ornamento en base a dos alambres cruzados, que formando arcos, sirven de soporte a una especie de cono de flores artificiales. Por fin, toda una variedad de cintajos prendidos de la cara posterior de modo que le colgasen airosamente sobre la espalda, daba al disfrazado un porte elegante y majestuoso realzado por sus apuestos andares:

Polaciones zamarrones,
que vestís a media pierna,
unos a media polaina
y otros a polaina entera.

Consciente de su brillante papel en la gran fiesta y consciente de la admiración que suscitaba, el "zamarrón" se movía con ligereza y gracia, contorsionándose en aparatosos saltos para mejor exhibir sus galas, sin olvidarse de blandir el zamárgano sobre las sufridas muchachas o de golpear la espalda de los varones con la mano extendida, en simulado gesto amistoso que no aminoraba la contundencia del castigo.

El "zamarrón de blanco" era aún más temido que el de "negro" por la dureza con la que se empleaba dentro de la impunidad del Carnaval. Sin embargo, era el más mimado y agasajado; se le alojaba en las mejores casas y las mozas tenían a honra el que, tras haberlas chapuzado hasta la saciedad, bailara con ellas en la plaza del pueblo al son de las panderetas. No se concebía un "zamarrórn", y menos un "zamarrón blanco" que no supiera bailar a "lo pesao" y a "lo ligero" con soltura y brío.

El ser "zamarrón negro" no implicaba una especial selección en lo que a disfraz se refiere. Cualquier ropaje extravagante que pusiera de relieve el ingenio y la alegre maliciosidad de su usuario, podía adecuarse a las circunstancias. Había quien se vestía de mujer, exhibiendo un vientre voluminoso logrado a fuerza de introducir trapos o copos de lana; otros se embutían en apretados pantalones decimonónicos o se tocaban con viejas levitas de mangas raídas. Prendas desechadas de todo género, incluyendo ropa militar, pieles de oveja o de cualquier otra alimaña, caretas de cartón, con mostachos exagerados y dentadura terrorífica: de piel de oveja, de lienzo, etc... he aquí una parte de los elementos que entraban en aquel variado vestuario. El calzado consistía en los consabidos zapatones o las típicas albarcas del país, amén de las vendas y polainas que preservaban del barro y la nieve si el Carnaval venía con mal tiempo.

El palo o palanco de avellano provisto de zamárgano no era de uso obligatorio para el "zamarrón negro". Los jóvenes eran los más adictos a él por impulso propio de su edad, mientras los ya entrados en años se servían del bastón, la cachaba o la picaya para ayudarse a través de torrenteras y malos caminos, pero en muy contados casos los usaban con fines agresivos.

Estos "zamarrones" solían ir agrupados en comparsas, o bien formando parejas según el papel que ellos mismos se asignasen, sin faltar aquellos que, actuando en solitario, aguzaban su ingenio para divertir a un público siempre ávido de espectáculos.

Estas agrupaciones en comparsas son importantes desde la óptica antropológico-social, ya que el figurar o ser admitido en una comparsa implicaba ser mozo hecho y derecho, así como haber pagado la "entrada de los mozos" y haber prestado obediencia jerárquica, deber al que estaban obligados los nuevos integrantes.

En nuestro valle, el término "comparsa" poseía un doble significado: por una parte, se aplicaba al grupo de "zamarrones negros" que aportaba cada aldea, los cuales, dirigidos por el más veterano, cubrían un determinado itinerario llevando el regocijo a las buenas gentes. Por otro lado, recibía el mismo nombre la composición que dichos "zamarrones" cantaban de pueblo en pueblo; esta composición estaba formada, salvo contadas excepciones, a base de estrofas con cuatro versos octosílabos acompañados de un estribillo, como vemos a través del siguiente ejemplo:

Marchan a correr la boda
para ver la capital;
antiguamente marchaban
a correrla al invernal.

A las casas de modistas
todas van de buena gana
porque van allí los mozos
y las tocan la pestaña.

Pretendían en el cuarto
y dormían en la cama
y entre medio de los dos
colocaban una traba.

Estribillo

Pídemi lo que quieras
pídimi dinero
que me estás matando
carita de cielo (25).

Un mes antes del Carnaval, los mozos del pueblo iniciaban preparativos de la comparsa que se cantaría aquel año. Sobre todo, se procuraba que transcurriesen en el mayor secreto para lograr una total sorpresa. Si el "zamarrón" ponía todo el empeño en buscar un disfraz que lo hiciese irreconocible, esos afanes se duplicaban al procurarse que ni un solo verso, ni el detalle más insignificante trascendiesen y pasaran a ser del dominio público antes de la fecha memorable. Con sigilo y precauciones, se congregaban en alguna casa poco frecuentada o en algún invernal y empeñando solamente su palabra de guardar el secreto ponían a contribución toda la inventiva de que eran capaces. El propio dueño de la casa, en un gesto de condescendencia, se iba a la de cualquier otro vecino y allí permanecían el largo rato que duraba el ensayo, dejándoles como dueños y señores.

La comparsa nacía y se desarrollaba bajo tales auspicios. Unos tras otros los versos se acumulaban, se sopesaban y se iban seleccionando; se procuraba que la composición no fuese demasiado larga, pues había que cantarla tres o cuatro veces en cada una de las nueve aldeas del valle.

De común acuerdo adjudicaban la responsabilidad de conducirla y ordenarla al mozo más veterano, tal vez un cuarentón con más de una veintena de Carnavales en su haber, dotado de múltiples atribuciones e investido de una férrea autoridad. Su cometido no era nada envidiable por cuanto la comparsa se nutría en gran parte de gente joven propicia a la insubordinación. Sin embargo, jamás se conoció un caso de abierta desobediencia entre la muchachada inquieta y ruda, aunque las resistencias pasivas abundasen.

Se elegía la melodía que acompañase las pintorescas estrofas aprendida en alguna alejada región (26), con miras a las fiestas carnavalescas, por cualquier serrador de la madera o por alguna chica de servicio en la capital provinciana, lo cual garantizaba cuanto de inédito y secreto se pudiera apetecer. Seguidamente se iniciaban los ensayos, cantando a media voz para no ser oídos desde la calle, y ya en vísperas del gran día, todo el mundo se presentaba con los disfraces de rigor para dar a la obra sus últimos toques.

Si en la aldea había algún dibujante aficionado, su colaboración era un complemento valioso para la comparsa. El representaba sobre un gran cartelón plegable toda una serie de escenas más o menos logradas, alusivas a los diversos asuntos en ella tratados, que acrecían su interés de modo particular: grotescas figuras humanas o animalescas en diversas actitudes, predominando las eróticas, campeaban al lado de chispeantes rótulos, plenos de ingenio y picaresca, junto con altas montañas y casas agrupadas en torno a una iglesia de afilado campanario, que pretendían ser la panorámica del valle, o algún imperfecto vehículo a motor si el tema lo requería. El porte y manejo de este cartel era prerrogativa del veterano mozo que se veía y deseaba para conservarlo intacto frente a las mil tarascadas y bromas agresivas que le solían asediar, a cargo siempre de las muchachas más alegres y retozonas de cada aldea.

Las comparsas venían a ser un reflejo de la mentalidad de sus progenitores y muestra de su talla intelectual. A veces, ofrecían una auténtica crónica de hechos reales, y otras, la imaginación se adentraba en el terreno de lo fantástico. Estos hombres, siempre protagonizando la bondad, se erigían en cazadores de viles alimañas (27), en médicos infalibles, en honrados gobernantes, en afortunadas gentes de negocios y buscadores de tesoros, en viajeros infatigables y audaces exploradores llegados a la luna, adelantándose varias décadas a la Era Espacial. En cuanto crónica de los sucesos del valle, nada quedaba sin reseñar en aquellos anales fidelísimos. Todo lo acaecido en la presente o pasadas temporadas, incluido aquello que no debiera trascender a ningún precio, era dado a la publicidad en la plaza de la aldea, aunque eso sí, bien aderezado y bajo la forma de ingeniosas estrofas cantadas a pleno pulmón. Cualquier calamidad pública o privada, cualquier defecto físico o mental, las cuitas del prójimo, fuese quien fuere el cuitado, podían ser escuchadas en aquel lugar. La vaca que se murió por tacañería de su dueño, el rebaño de cabras diezmado por el lobo, el miedo atroz que en pleno monte pasó algún mozo yendo de noche a visitar a su dama, la imponente nevada del último invierno y cómo no decirlo, las chicas solteras que esperaban tener descendencia en el transcurso del año. Porque en Polaciones había por aquellas épocas un porcentaje de hijos naturales, fruto de pastoriles andanzas entre tupidos acebales, invernales lejanos y majadas de alta montaña; tales eran los tiempos y las costumbres y cuantas circunstancias propiciaban estos casos.

También hay que reseñar la coincidencia colectiva del deber recíproco para que nadie se quedase sin participar en la comparsa, aunque al día siguiente estuvieran reñidos. De esta manera al mozo que se iba a la comparsa se le cuidaban, en el invernal, las vacas. En el pueblo, se pensaba y decía: "A los mozos hay que traerlos contentos...".

Al margen de la comparsa, algunos "zamarrones actuaban por cuenta propia fingiendo todos los oficios conocidos: quincalleros, enterradores, abogados, etcétera, y gastando a veces bromas harto pesadas a quien de ellos se fiaba. Así encontramos barberos que ataban a su cliente a una silla y tras embadurnarle la cara con una brocha de albañil empapada en harina desleída, puré de patatas o fideos cocidos, se empeñaban en rasurarle con alguna guadaña roñosa; doctores que daban a sus pacientes inverosímiles fármacos tales como lentejas o garbanzos crudos, bellotas o avellanas, e incluso cagarrutas de oveja o algo por el estilo, delicadamente envasado; practicantes decididos a utilizar una lezna a guisa de jeringuilla en la nalga de cualquier moza de buen ver, castradores de puercos que a todo trance intentaban ejercitarse en un ejemplar de la especie humana, etc.

A toque de campana acudía el vecindario para celebrar sus concejos a la Cotera de Tresabuela. En tiempos de Carnaval, en días de romería o durante cualquier tarde veraniega, allí se bailaba al son que tocaban unas alegres pandereteras, o se jugaba una partida de bolos. La Cotera es en Tresabuela lugar de esparcimiento de chicos y grandes y lugar donde se protagonizaban un buen número de sucesos.

Durante la década de los treinta, en el "Domingo Gordo" por la tarde y en la Cotera -siempre según informaciones de Pedro Madrid Gómez- la gente rebosaba a la espera de que aparecieran los "zamarrones". Entre los congregados cundía el nerviosismo y la expectación conforme el gran momento se aproximaba. Mientras tanto, en la iglesia acababa de rezarse el rosario al que en este día de regocijo sólo acudían el cura de la parroquia, algunos chiquillos y viejos, además de la media docena de beatas de siempre.

En las casas particulares se daban los últimos retoques a los disfraces de los "zamarrones blancos", aquellos cuatro que en total salieron durante ese año. Mientras, los de "negro" (alrededor de una veintena), sin .duda menos exigentes en cuanto a su atuendo. se vestían por sí mismos con lo que hallaban a mano y se concentraban en el portal colocándose sus máscaras, pues nada había más bochornoso que otros, ganándoles por la mano, se adelantasen a cantar su canción de comparsa:

Aunque no tenemos fama
en compañía venimos
todos vestidos.

Los chiquillos, que se habían destacado hasta la Riguera, corrían alborozados anunciando que ya venían los "zamarrones de blanco". El griterío crecía cuando los cuatro mozos irrumpían en la plaza ejecutando increíbles saltos con sus palancos de avellano haciendo tremolar las largas cintas de seda que pendían en sus encopetados sombreros. Los zamárganos, empapados en agua-nieve, se abatían sin piedad sobre las faldas festivas de las mozas. Sólo los chiquillos y las mujeres casadas se libraban del duro castigo por; que así lo prescribían los cánones del Carnaval y se guardaba mucho de contravenirlos todo aquel que se preciaba de "zamarrón" bien nacido. Los débiles, los ancianos acatarrados, las mozas en sus días críticos, los convalecientes y todo aquel que quisiera sustraerse a los golpes y zamárganos, se subía a los balcones u otro lugar inaccesible y desde allí oían la "trova" o "comparsa" de los "zamarrones", que se congregaban en medio de la plaza rodeados por la expectación popular. Los niños lloraban ante los tremendos gestos, de las máscaras :

-¡Cállate, niño! Si es tu tío Basilio. ¿No le conoces hombre?

Apenas renacida la calma, hacían su aparición los de "negro", agrupados en una comparsa de fingidos cazadores, los cuales traían un oso capturado a lazo en los bosques del valle. Se trataba de un robusto muchacho de Tresabuela vestido con pieles negras de oveja y sujeto a una larga cadena que portan dos fornidos compañeros. De un brusco tirón lograba desprenderse de sus amos y corría tras las gentes despavoridas, derribando cuanto hallaba a su paso. Los chiquillos lloraban aterrorizados y todo el mundo procuraba ponerse a salvo subiéndose a muros y balcones. El oso arañaba y desgarraba los vestidos de las mozas con sus descomunales zarpas (28) mientras bramaba y amenazaba enfurecido a quienes se encontraban fuera de su alcance. Tras un largo forcejeo, sus amos conseguían recobrarlo y el público, tras la promesa de que no volvería a desmandarse, retornaba confiado a la plaza. Las malparadas muchachas hacían sonar sus panderetas y esta música, tan familiar a todos, acallaba el griterío y lograba amansar a la propia fiera que era la primera en despojarse de su careta de piel. Los demás "zamarrones" le imitaban y dejando a un lado su agresividad, confraternizaban con los espectadores que pedían insistentemente que se cantara la comparsa.

Como era la costumbre, los comparsantes se hacían rogar un tanto antes de empezar y, como todo el mundo procuraba hallarse presente, en este intervalo llegaban los vecinos más rezagados, se avisaba a los no enterados o se esperaba que llegase algún vaquero que venía corriendo; junto a ellos algunos ancianos, que a la vista del espectáculo sentían revivir sus años juveniles y sus andanzas de "zamarrón" brioso y admirado.

Cuando el mozo que ostentaba el mando de la cuadrilla, con gestos expresivos y entonación solemne, hacía la presentación, se producía entre los congregados un silencio religioso. Mientras, se desplegaba un excéntrico cartel donde el dibujante había representado a su manera .las incidencias más relevantes de la gran cacería.

A una señal del "zamarrón" jefe, todos iniciaban sus cánticos relatando las mil peripecias habidas en la persecución y captura de la fiera. En aquella época sucedía que osos y lobos causaban estragos en los rebaños (29), osando introducirse en majadas y establos degollando todas las ovejas de un ganadero en una noche de verano. Así sucedió en el corral de un vecino del mismo Tresabuela, suceso misterioso aún recordado en nuestros días y que por aquel tiempo se hallaba muy reciente. No podía, por lo tanto, tocarse una cuerda más sensible y de ahí la expectación que tan original tema suscitaba entre un auditorio de cazadores, pastores y gentes vinculadas a la crianza de] ganado:

Una mañana temprano
Eloy Caloca salió
en busca de cazar bichos
y el rastro de un lobo halló.

Este se puso a seguirle
con las ansias incansables
a fuerza de mucho andar
hasta que logró matarle.

Si quieren saber señores
lo que anduvo un lobo bravo
escuchen con atención
se lo iremos explicando.

Salió del Portillo Brañas
a la Collá la Terena,
a la Cuesta del Cerral
pasó por Cuesta Cabreña.

Pasó por la Peña Dobres
a la Campa Lebaniega,
por Coterucu los Brezos
y sin perder la vereda.

Atravesó por los Cuestos
a la Majá del Pandillo,.
pasó por el Cojorco
a Canal de Riolostrillos.

Pasó por la Collailla
a mitad de la Majá
por el Prao de los Puriales
al Monte la Maeriá.

Subió por Braña el Agua
hasta el Canto Golpejera
por Cotera de Palanca
atravesó la Pedrera.

Bajó por las Escampas
a volver por la Cotera
pasó por arriba el pueblo
al Prao de la Riguera.

Atravesó por el campo
al Prao de los Llanillos
en donde estaba esperando
el cazador de Cotillos .

Buena puntería tuvo
y qué bien se colocó
que le tiró el tiro al pecho,
rodando al suelo cayó.

Ya pueden ver señores
lo que anduvo el cazador ,
ya nos pueden preparar
de lo bueno lo mejor.

Bien merecido lo tiene
señores, el cazador
en el Valle de Polaciones
ha sido siempre el mejor.

Quedarse con Dios, señores
ya no pierden los recillos
porque ya les mató el lobo
el cazador de Cotillos.

Salían las mujeres
todas dando gritos :
-¡Gracias a Dios, te mataron;
nos comías los cabritos!

Esto no es cuento, señores,
salimos la mocedad
a recorrer todo el valle
con la piel del lobo inflá.

Ya llegamos a Cotillos
y contamos el dinero
jamón, chorizo, torrendos,
muchas mantecas y huevos .

Y nos dijo Eloy Caloca:
-Coméis chorizo y jamón,
el dinero me lo dáis
para comprar munición (30).

Acabada la representación, llegaba lo que podría llamarse el segundo acto de la función carnavalesca. En la citada Cotera y en un espacio limpio de nieve y barro, los cuatro "zamarrones blancos" bailaban con brío la típica jota al son de panderetas y castañuelas, mientras la gente se reunía en su entorno para admirar más de cerca la galanura y majestuosidad de los disfraces y animar a los bailadores con sus gritos y sus gestos. Luego tocaba el turno a los "zamarrones de negro" que lo hacían con auténtica gracia y ligereza, contagiándose actores y espectadores de la alegría más bulliciosa dentro del excepcional ambiente en que transcurría el acontecimiento.

Por fin llegaba el momento en que los zamarrones marchaban a la aldea próxima para cubrir la primera etapa de su andadura. En Uznayo, pueblo hermano y rival en festejos y agasajos, de larga tradición "zamarronera" con su archiconocida Plaza de la Quintana (comparable a la Cotera de Tresabuela), pernoctaban junto con otras comparsas, para al día siguiente continuar por La Puente a San Mamés y dormir en Belmonte, lugar escondido entre bosques con una bien ganada fama de acogedor, sobre todo en días de Carnaval. Cotillos, Salceda y Santa Eulalia, por este orden, eran las últimas metas, las cuales se cubrían el martes, retornando al atardecer a su aldea natal. Las mil dificultades que ofrecía aquella larga marcha, a través de caminos cubiertos de nieve, por entre matorrales y torrenteras eran una minucia para mozos de tan probados arrestos.

No sin antes vapular al sufrido auditorio por última vez, los "zamarrones" emprendían el camino yendo los de "blanco" separados del resto de la comitiva para evitarse los chapuzones que menudearían en el encharcado trayecto. Saltando con ayuda de sus pértigas desaparecían calleja abajo perseguidos por la nube de bolas de nieve que les lanzaban los chiquillos y también algunas mozas.

Su marcha daba al vecindario un respiro que dedicaban a atender el ganado encerrado en los establos, para retornar enseguida al lugar de reunión. A lo sumo, se concedían algunos minutos para despachar a grandes bocados un trozo de aquel chorro guardado con miras a los Carnavales y ya estaban todos nuevamente en la eterna Cotera a la espera de que apareciese otra turba de "zamarrones" de cualquier pueblo vecino.

Enseguida, los muchachos de la aldea, futuros comparsantes de alguna no lejana promoción, descubrían allá abajo donde el Puente de Cillárbol se tiende sobre el río de la Casa Nueva, el numeroso grupo que aquel año aportaba a los Carnavales la aldea de Uznayo. De nuevo cundía la ansiedad y todo el mundo hacía cábalas sobre los temas que abarcaría la nueva comparsa, de la que se tenía alguna que otra referencia de primera mano.

Su llegada registraba las características ya descritas: primero un par de "zamarrones de blanco" que salpicaban a sus víctimas una y otra vez, ya continuación, una treintena de "zamarrones negros", ataviados con variopintos disfraces. Al cabo de un rato, el responsable del grupo llamaba al orden a su gente y con voz autoritaria y gestos de exagerada solemnidad, explicaba a los espectadores la singular misión que les llevaba de pueblo en pueblo.

Traían consigo un burro negro que atendía por el nombre de "Orejitas", del cual referían una larga historia salpicada de incidencias eróticas enumeradas en unos versos ingeniosos llegados íntimamente hasta nuestros días, pese a todo tipo de censuras (31).

Era el caso de un jumento vendido en el pueblo de Uznayo por un quincallero ambulante, muy deseoso de deshacerse de aquella prenda a causa de una fatal manía del animalejo, quien bien armado de todos sus atributos fálicos, acometía y atacaba a cualquier mujer, joven o vieja, como si de una burra en celo se tratase. Estos impulsos (muy comunes a los de su especie) provenían de una drástica y larga abstinencia sexual, a veces de por vida, que padecía la bestezuela y que en ocasiones llegaba a convertirla en amenaza para la integridad de los aldeanos. Para poner coto a la impetuosidad de "Orejitas" se hizo necesario requerir los servicios del castrador y de esta manera transformarlo en un manso y paciente pollino que incluso recibía provechosas lecciones de su dueño, empeñado a toda costa en "alfabetizarlo". Para semejante tarea utilizaba un gran cartelón donde campeaban las cinco letras vocales que el inteligente animal recitaba ya de memoria:

En el mercado de Potes
en el Campo de la Serna
ha dado a luz una burra
un burro con tres orejas.

Al cabo de cierto tiempo
allí le vino a comprar
una mujer solterona
de Tresviso natural.

Por lo que dice la gente
buenos servicios hacía
a aquella que le compró
y a otra en su compañía.

Al cabo de algunos meses
fue por allí un quincallero
quien se ha comprao a Oreiitas
pagando mucho" dinero.

Mucho ha dado qué hacer
en esa ría del Deva
en cuanto veía mujeres
la quincalla echaba a tierra.

Y ahora van a saber
cómo a Polaciones llega
tomando el río del Nansa
con sus muchas peripecias.

En una tarde feliz
llegó a este pueblo de Uznayo
y ahora van a saber
los daños que aquí ha causado.

Hizo su entrada triunfal
por Barrio Socarrén
donde pidió alojamiento
y concedido le fue.

En casa del tío Felipe,
un buen vecino por cierto
allí felices durmieron
el burro y el quincallero.

Al otro día, como este
señor siempre madrugaba,
fue a la cuadra y observó
que Orejitas le gustaba.

Entonces el tío Felipe
se fue derecho a la cama
a decirle al quincallero
si de pollino cambiaba.

Esto que vio el quicallero
cinco duros pidió arriba,
entonces el tío Felipe
se estremeció de alegría.

Y de esta suerte quedaron
ya los pollinos cambiados
y ahora van a saber
los daños que aquí ha causado.

La primera fue una moza,
"La Guapa", tiene de mote
la fateó el animal
la quiso montar al trote .

La segunda fue otra moza,
Celsa la de Sebastián
que iba a buscar patatas
y la atacó el animal.

El tercero fue su amo
que se llama Julián Rada,
como le encontró cerrado
le ha chorreado las espaldas.

Fue su propio dueño el cuarto
el que ha caído en sus garras
le echó las patas al cuello
y al suelo le derribaba.

Cuando estaba culo arriba
fuertemente le atizaba
hasta que acudió en su auxilio
esa Justa la de Ana.

Al ver tantas peripecias
dieron parte a la justicia
y ordenan que le caparan
hubo de hacerlo a cuchilla (32).

Con esto nos despedimos
de todos en general,
tengan cuidado señores
no les monte el animal.

Estribillo

Pobre Orejitas qué mal lo pasas;
ya tienes hambre: vete a esas casas (33).

Al final, el burro de la comparsa se soltaba de la mano de su amo y corría en busca de las mozas dando rienda suelta a sus reprimidos instintos. Este tornaba a recogerle y atarle de nuevo, riñéndole con afectado enojo y muy ingeniosas interjecciones. Las mujeres huían despavoridas mientras los varones azuzaban a la terca bestia, y el júbilo se desbordaba sin que la menor protesta ni el más leve gesto de desagrado empañasen el acontecimiento. Así eran, hace cincuenta años, los Carnavales y las fiestas de invierno en el valle de Polaciones.

La comparsa finalizaba sus cánticos cuando las sombras de la tarde se abatían sobre la aldea. Entonces se ponía a contribución la proverbial hospitalidad del vecindario y cada cual rivalizaba en llevarse a su casa un par de "zamarrones" para agasajarlos. Frente al fuego del hogar se secaban sus ropas y calzados y a la luz del candil, sobre la mesa adosada al banco de la cocina, se disponía la copiosa cena de los días de Carnaval: la ensalada de alubias, la sabrosa tortilla de torreznos y chorizo fresco, el guisado de lomo y costilla de cerdo, y una fuente de arroz con leche o manzanas fritas en aceite de chorizo. El vino, el que venía de tierras castellanas a tres o cuatro pesetas la cántara de dieciséis litros cuando era muy bueno, se tomaba en porrón o jarro que amistosamente circulaba de mano en mano, mientras se hablaba de temas festivos, actuales y algunos otros recordados con nostalgia por el dueño de la casa.

Después de la cena, la fiesta proseguía y duraba hasta bien avanzada la noche. Algún vecino condescendiente solía ceder un establo vacío que se habilitaba como sala de fiestas. Allí acudían las mozas del pueblo con sus panderetas, algunos chiquillos mayores y todos los "zamarrones" ya bien aligerados de sus disfraces, incluido el burro "Orejitas" que descubría su verdadero aspecto de mozo rubio, alegre y hablador. Se bailaba la jota, se cantaba, se daban gritos; los chiquillos jugaban al escondite por los rincones en la estancia iluminada con un viejo farol de cristales ahumados que arrojaba más sombras que luz, situación muy propicia a los pellizcos y manoseos, y si se producía algún apagón, los mozos procuraban abrazar con fuerza a su pareja e impedir que se la arrebatase algún "zamarrón" solitario.

Paralelamente se organizaban veladas donde recibían a sus novios "zamarrones" algunas mozas no autorizadas por sus padres a salir de noche. Se bailaba en la cocina al son del rabel, se referían cuentos, se hacían los usuales juegos de prendas y todo el mundo se iba a dormir plenamente satisfecho de la primera jornada del Carnaval. A los "zamarrones" se les ofrecían camas bien acondicionadas para descansar, aunque el dueño tuviese que hacerlo en precarias condiciones, porque así cumplía con quien se preciaba de buen mantenedor de la tradición.

A la mañana siguiente los "zamarrones" no madrugaban. Los señores de la gran fiesta, a la hora que les era propicia, se levantaban y tomaban el desayuno, bien en la casa donde habían pernoctado o en otra de las muchas que se les brindaban en aquellos días de excepción; luego recomponían los disfraces y zamárganos malparados en la brega del día anterior y, acto seguido, se concentraban en la Cotera para entonar los últimos cánticos antes de salir hacia la aldea siguiente, que podía ser Salceda o Santa Eulalia, pues el pueblo donde no acudía la comparsa se ofendía grandemente por tal indiferencia, sintiéndose menospreciado. Jamás se despedían sin chapuzar y embadurnar a las mozas, siendo bastante frecuente que ellas repeliesen la agresión o les escondieran alguna prenda con el propósito de retenerlos y aumentar así las atracciones de la jornada.

Pero la Cotera continuaba siendo hervidero de gente en los días grandes. A cada comparsa que abandonaba aquel recinto sucedía una nueva ola de "zamarrones". Cada uno de los nueve pueblos enviaba su más o menos lucida representación y el vecindario, siempre deseoso de espectáculos, los contemplaba incluso desde los balcones de las casas vecinas que se atestaban de cuantas gentes no querían pasar por la prueba del zamárgano empapado en agua-nieve, o lo que era peor, de estiércol recogido en cualquier montonera. Domingo, lunes y martes, sin darse punto de reposo, los mozos del valle iban, venían, salían, entraban, se divertían y divertían a todos con sus saltos, sus gestos y ocurrencias, sus canciones, en definitiva, con su particular modo de "hacer gracia" y el empeño e ilusión que ponían en lograrlo.

El lunes, antes del mediodía, aparecía por el Alto del Collado un grupo de mozos de la aldea de Salceda. Sus componentes vestían levitas y se tocaban con altos sombreros de cartón, siendo su porte afectadamente distinguido; apenas si propinaban algún que otro palmetazo amistoso a los hombres y trataban consideradamente a las muchachas, guardándose mucho de ensuciar sus vestidos de fiesta. Aquellos modales inusitados cautivaban el público harto de verse zarandeado, perseguido y vapuleado, y lo atraían hacia la original comparsa.

El país había estrenado la República el año anterior y eran éstos los primeros Carnavales celebrados con el nuevo sistema. El acontecimiento había trascendido lo suficiente para figurar como tema de una comparsa en Polaciones, y sus protagonistas se erigían en líderes políticos cuyos nombres escritos a lápiz campeaban en los copudos sombreros. Allí estaban Manuel Azaña, Julián Besteiro, Prieto, Largo Caballero y Campoamor entre otros. Innecesario es afirmar que los autores de tal ocurrencia simpatizaban con los partidos de la izquierda. Dentro del variado programa aquellos personajes se declaraban decididos anticlericales y su canción contenía alusiones, epítetos y frases burlescas que colerizaban a los curas integristas de la comarca asombrados ante tamaña y jamás vista osadía. Las gentes reían la nueva gracia sin pretender ahondar en su intencionalidad y los improvisados representantes del pueblo recibían las consabidas muestras de adhesión ni más ni menos que en un mitin preelectoral.

Terminada la representación, el jefe plegaba el cartel portado con ritual parsimonia, concedía un breve permiso para que los más jóvenes se desfogasen, luego había un breve baile y seguidamente cogían el camino con dirección a otro pueblo donde eran ansiosamente aguardados.

La apoteosis del Carnaval llegaba el martes por la tarde, cuando con las últimas luces del día los "zamarrones" iban retornando a sus aldeas. Por el sendero de El Colado, tal vez con menos bríos que el día de su salida pero sí con los suficientes como para saltar aún sobre sus palos de avellano, corrían vereda abajo los intrépidos mozos camino de la Cotera donde el público enfervorizado los acogía con igual entusiasmo que a unos ansiados libertadores. Los "zamarrones" forasteros, si alguno se había rezagado, se retiraban discretamente, medio desapercibidos, sabiendo que a partir de entonces su permanencia ya dejaba de ser grata en aquel lugar pues así lo establecían las tradiciones carnavalescas. Finalmente, público y "zamarrones", como en una acción de gracias, mezclaban sus voces para cantar la comparsa por última vez; viejos, jóvenes y chiquillos, entonaban las coplas que quedarían incorporadas al cancionero local y que oralmente se transmitirían pues jamás se preocupó nadie de apuntarlas en un trozo de papel.

Al atardecer del martes de Carnaval se tocaban las campanas para escurrir al "Antroido". Apenas extinguidos los últimos ecos de las coplas se iniciaba de súbito un estrépito ensordecedor que surgía de todas las callejuelas cercanas. Los chiquillos de la aldea, ya dueños del Carnaval, se constituían en sus ejecutores o enterradores; provistos de cuantos cencerros pudieran reunir, descolgándolos de los clavos del desván o del cuello de las vacas y yeguas prendidas en el establo, daban una estruendosa despedida al Carnaval. Entonces era de ver cómo los hasta aquel momento temidos zamarrones se volvían de pronto mansos e inofensivos y se retiraban a casa ante los campanos de los chiquillos. Sin oponer ninguna resistencia, roncos y cansados, se iban directamente a sus casas donde las madres se hacían cargo de sus malparados disfraces, y si aún les quedaban arrestos se ataban a la cintura un grueso cencerro y corrían hasta la Cotera para dar la última cencerrada de la fiesta y gritar con voz recia la frase ritual:

¡Afuera el Antroido, que en mi casa no quiero ruido!

A la hora de cenar dejaba de oírse el insistente cencerreo y en el hogar de cada familia se relataban las incidencias de aquellos excepcionales días. La cena del martes de Carnaval solía incluir las exquisitas torrejas fritas con mantequilla y remojadas en vino hervido con azúcar, tras la ensalada de alubias y la tortilla de torreznos y chorizo recién curado. No queremos citar el vacío que ocasionaba este acontecimiento en la despensa. Al día siguiente, todos o casi todos se iban a recibir la ceniza y de esta forma culminaban los Carnavales.

Pedro Madrid Gómez, nuestro excepcional informante a quien se debe, tal como hemos indicado anteriormente, este preciso y detallado relato, concluye diciendo que sus padres y abuelos conocieron estas fiestas de Carnaval tal como aquí se ha pormenorizado. Dichas fiestas se interrumpieron a lo largo de la Guerra Civil y años subsiguientes para reanudarse, tras algunos titubeos, en 1943 con una comparsa salida de Tresabuela. Los últimos "zamarrones" se vieron en el año 1956.

La prohibición a escala nacional que existió en tiempos de la postguerra fue desoída en estos valles (34) y año tras año, la juventud "corrió los Carnavales" aunque, eso sí, siempre bajo el temor a posibles sanciones gubernativas que cualquier incidente pudiera motivar (35). Si se daban bromas o se hacían alusiones más o menos veladas había que reparar mucho en la calidad y talante de sus destinatarios. Era de rigor el incluir en la composición algunos versos conteniendo frases halagüeñas para tal o cual personajillo influyente y aún así de quien menos se esperaba se producían denuncias o amenazas que evidenciaban mezquinas intenciones, ridículo amor propio o patriotismo de tres al cuarto. No puede determinarse hasta qué punto influyeron tales circunstancias para que esta tradición se extinguiera, pues también hay que añadir otras causas como fueron la emigración de los jóvenes y la adopción de nuevas formas de diversión que desviaron la atención popular hacia otros patrones de conducta, aunque ya no colectivos.

___________

(1) BURQUE et al. : La Historia hoy, Avance, Barcelona, 1973. El artículo de A. CASANOVA "Historia y Etnología", pág. 42.

(2) FONTANA, J. : La Historia, Salvat, Barcelona, 1975, pág. 94.

(3) LE BOUILL, J. : " El propietario ilustrado o patriarca en la obra de Pereda", en la cuestión agraria en la España Contemporánea, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1976, págs. 311-329. Véase también MARTINEZ VARA, T.: "Introdocción" a J. M. : Estado de las Fábricas, Comercio, Industria y Agricultura en las Montañas de Santander (S. XVIII), Estudio, Santander, 1979.

(4) ORTEGA VALCARCEL, J. : La transformación de un espacio rural: las montañas de Burgos, Valladolid, 1974. Introducción págs. 9-13. Este trabajo excelente en su método, es obligado consultar.

(5) GARCIA FERNANDEZ, J. : Organización del espacio económico rural en la España Atlántica, Siglo XXI, Madrid, 1975, pág. 33.

(6) GARCIA FERNANDEZ, J.: op. cit., págs. 37-38.

(7) MAZA SOLANO, T. : Relaciones histórico-geográficas y económicas del Partido de Laredo en el siglo XVIII, I, Santander, 1965, págs. 765-805.

(8) MADOZ, P. : Diccionario Geográfico-Estlldístico-Histórico, XV, Madrid, 1849, pág. 592.

(9) En una copla recogida por mi en el lugar de Belmonte, se hace referencia a varios puntos vitivinícolas castellanos :

Vino blanco de La Nava,
de Becerril y Paredes;
había en este lugar,
pero no era para ustedes.

(10) MAZA SOLANO, T. : op. cit., I, págs. 765-805.

(11) CORDOVA y OÑA, S.: Cancionero popular de la provincia de Santander, III, Aldus, Santander, 1952, págs. 203 y 204 recoge dos cantos alusivos :

Levántate, morenita,
levántate de la cama;
no pienses que son ladrones,
que es Toribio el de Lombraña.

Levántate, niña,
levántate ya;
asoma a la puerta,
que voy a marchar,
que soy serrador
y voy a serrar.

(12) Muy generalizada en todo el valle es la siguiente copla:

Que no nieve en Polaciones
es una cosa tan rara,
como verle a Dios la cara
o que el diablo me lleve.

(13) TORTELLA CASARES, G.: Los orígenes del capitalismo en España, Tecnos, Madrid, 1973, págs. 4-5.

(14) FONTANA, J.: "Para una renovación de la enseñanza de la Historia", Cuadernos de Pedagogía, nº 11, noviembre, 1975. Véase del mismo autor: Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX, Ariel, Barcelona, 1973, págs. 97-147. Seria demasiado larga la lista de escritores que han analizado estos problemas; es verdad que queda mucho terreno por andar, pero el camino recorrido no permite dudar de las anteriores aseveraciones. Por citar algunos nombres, señalemos a LACOMBA, MARTINEZ CUADRADO, P. VILAR, NADAL y antes el gran historiador VLCENS VIVES.

(15) MADOZ, P. : op. cit., XV, pág. 592.

(16) LE BOUILLE, J. : op. cit., págs. 311-329.

(17) FERNANDEZ CORDERO y AZORIN, C.: La sociedad española del siglo XIX en la obra literaria de Pereda, Inst. Cult. Cant., Santander, 1970, págs. 61-65.

(18) GAYE, A. : Santander y su provincia, Santander, 1903, pág. 490.

(19) GARCIA FERNANDEZ, J.: op. cit. Puede verse un excelente estudio de estas transformaciones pág. 44 y ss. Aunque esta zona presenta grandes similitudes también con las Montañas de Burgos. Véase ORTEGA VALCARCEL, J.: op. cit.

(20) FERNANDEZ CORDERO Y AZORIN, C.: op. cit., págs. 169-174.

(21) CONFEDERACION ESPAÑOLA DE CAJAS DE AHORROS: Situación actual y perspectivas del desarrollo de, Santander, I, Madrid, 1972, pág. 105.

(22) Ibid., III, pág. 69.

(23) Pedro Madrid Gómez tiene 61 años de edad. Natural de Tresabuela y vecino de Carraceda de Santa Eulalia. Vivió los Carnavales que se celebraron en los años anteriores a la Guerra Civil: 1932, 33, 34, 35, 36 y los posteriores, de 1943 a 1956 que se extinguieron totalmente. Es un testigo excepcional de todo lo que se refiere a la vida y cultura del valle de Polaciones; a petición mía y como complemento a sus informaciones realizó los interesantes dibujos que ilustran este trabajo y datan del invierno de 1976.

(24) Otra descripción del atuendo pormenorizada se encuentra en COTERA, G. : Trajes populares de Cantabria. Siglo XIX, Inst. Cult. Cant., Santander, 1982, págs. 202-204.

(25) CHRISTIAN Jr., W. A.: "Trovas y comparsas del Alto Nansa", Publicaciones del Instituto de Etnografía y Folklore .Hoyos Sainz", IV, Santander, 1972, págs. 410-411.

(26) La "tonada" de la comparsa se procuraba que fuese inédita en el valle, aprendida quizás en alguna tierra foránea. Nadie la cantaba hasta aquel día pero luego pasaba a ser del dominio de la chiquillería que la repetía durante toda la Cuaresma a escondidas del cura, el maestro y los padres.

(27) GOMARIN GUIRADO, F. : "Una historia de lobos y ovejas", El Diario Montañés (26 de octubre de 1974), pág.17. Artículo reproducido posteriormente por CHRISTIAN, W. A.: "Suplemento a trovas y comparsas del Alto Nansa", Publicaciones del Instituto de Etnografía y Folklore" Hoyos Sainz", VI, 1975, págs. 165-166. Véase también GOMARIN GUIRADO, F.: "Un romance con fondo de fábula", XL Aniversario del Centro de Estudios Montañeses, III, Inst. Cult.Cant., Santander, 1976, págs. 535-538.

(28) El oso de Tresabuela, utilizaba de garras unas cardas.

(29) Sin remontarnos a un pasado muy lejano, en el otoño de 1975 el lobo había hecho acto de presencia de manera alarmante en los montes pertenecientes a la mancomunidad de pastos Campoo-Cabuérniga. Véase GOMARIN GUIRADO, F. y SANJUAN



EL CARNAVAL EN UN VALLE DE LA CANTABRIA SUROCCIDENTAL

GOMARIN GUIRADO, Fernando

Publicado en el año 1985 en la Revista de Folklore número 51.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz