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En el primer artículo de este número, Jesús María San Miguel nos explica pormenorizadamente las diferentes versiones textuales e iconográficas que presentan en la tradición a dos animales junto al pesebre en el que nace Jesús. Recordemos que la Biblia es el resultado de relatos antiguos aplicados a la vida y a la moral, y en ese sentido no podemos olvidar que la pareja de animales de que se habla en los primeros apócrifos como acompañante del recién nacido, era incompatible para el trabajo cotidiano: el buey y el asno no debían estar bajo el mismo yugo para arar, y ello por dos razones, una práctica y otra legendaria. La primera, porque el paso de cada uno de ellos era distinto y resultaba casi imposible que anduviesen al mismo ritmo. La segunda porque el asno era de los pocos animales que, según la tradición comía y digería cualquier tipo de hierba, hasta la más venenosa, lo cual le proporcionaba un aliento insoportable y molesto para su compañero de ubio, el buey, que acababa tirando del yugo para alejarse de su pareja. Cuando Yahvé habla a Moisés, y en general a los levitas, acerca de las costumbres que debían o no debían ser observadas, extiende su control sobre los ritos y la vida ordinaria, añadiendo prohibiciones que solo tendrían explicación a la luz de preceptos, leyes y estatutos certificados por la antigüedad y el sentido común. Probablemente una interpretación actual del pasaje (19, 19) en que el Dios de los hebreos recuerda sus normas a los sacerdotes para que éstos las hagan cumplir, daría mucha importancia a la intención primera de Yahvé de no mezclar en vano personas, animales o conceptos («mis estatutos guardaréis: tu animal no ayuntarás para misturas; no sembrarás tu tierra con mezcla de semillas, y no te pondrás vestidos con combinación de diversas cosas»), y sin embargo una exégesis atinada o más razonable hablaría en favor de normativas consuetudinarias tomadas de la experiencia eterna. La Biblia nos muestra a más de cien animales que se relacionan con el hombre o la mujer, aunque empieza y termina destacando entre todos ellos al representante del mal. La serpiente sibilina de los primeros episodios de la creación se transforma en los últimos capítulos del Apocalipsis en horrible monstruo al que, por fin, desenmascara y domeña San Miguel: «y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero. Fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él» (Apocalipsis 12, 9-10). La explicación de muchos pasajes bíblicos –entre ellos, por supuesto, el del nacimiento de Jesús– llenó la vida de tantos Padres de la Iglesia, que podríamos dar por bueno el tono críptico de las antiguas narraciones que invitaba a cavilar sobre mil y una interpretaciones, aunque en el fondo solo pretendieran razonar la parte más absurda de la vida. No nos extrañaría que algunos de los momentos menos «intensos» de Trento, aunque fuese en los paseos dados por los participantes del Concilio entre Santa María la Mayor y Santo Vigilio, hubiesen estado «entretenidos» por las dudas sobre los correctos simbolismos zoológicos. ¿Cómo se interpretaría, por ejemplo, el hecho de que en la Natividad de Jesús, del Giotto di Bondone, aparecieran más animales que personas, ya que no se pueden considerar como tales a los ángeles? ¿Acaso la frase de Isaías «el asno y el buey conocen a su señor» reflejaba que los animales y la naturaleza estaban más cerca de la verdad que los propios seres humanos?