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En el número 478 de la presente revista, con el artículo Zapatos guardianes: El descubrimiento de un «zapato oculto» en la parroquia de Santa María la Antigua de Vicálvaro, se dio cuenta de la primera identificación en el territorio español de lo que en inglés se denomina «basurero espiritual» (spiritual middens) (Cortina Aracil 2021, 57). Estos consisten en uno o varios objetos dispares, usados y frecuentemente rotos, que se depositan en algún lugar oculto e inaccesible de un edificio, normalmente durante su construcción y en zonas de tránsito (escaleras, umbrales, chimeneas, etc.), sin dejar constancia de ello y de los que se supone que cumplen una función protectora frente al mal o propiciatoria de prosperidad. Esta práctica fue identificada a mediados del siglo xx en el Reino Unido por, entre otros, la historiadora del calzado June Swann como consecuencia de que los zapatos resultan especialmente llamativos entre los objetos que pueden constituir estos depósitos o formar parte de ellos.
Con el caso de Vicálvaro (Madrid) se dejó constancia de un depósito inequívoco con zapato que data de principios del siglo xvii. Complementariamente, se pudo constatar que están documentados dos casos más de zapatos que habían sido encontrados en circunstancias similares: uno en Toledo datado del siglo xv y otro en Granada datado entre los siglos xv y xvi (Cortina Aracil 2021, 62).
Desde entonces se han podido identificar varios casos más de esta práctica en España, a los que se añaden algunos testimonios referidos a usos recientes del ocultamiento de amuletos domésticos con fines profilácticos o propiciatorios. De todo ello se da cuenta en este nuevo artículo.
Identificación de un nuevo depósito con zapatos
El pasado septiembre de 2023 se localizó una hornacina en la que se acumulaban varias piezas de calzado en una antigua casa labriega al sur de la provincia de Orense (Galicia) que lleva deshabitada desde 1972 y actualmente se encuentra en estado de ruina. La casa, que data al menos de 1763, de acuerdo a una fecha que figura en la portada del recinto, consta de varias dependencias y experimentó ampliaciones y periodos de abandono en diferentes épocas. Los últimos habitantes del inmueble fueron dos hermanas que, tras enviudar y con hijos ya mayores, decidieron volver al hogar de su infancia.
La ubicación del depósito corresponde a una de las zonas más recientes de la construcción, realizada a mediados del siglo xix según estimación de los propietarios. La hornacina se encontró bajo una escalera de piedra que conectaba el zaguán con una cocina o almazara, equipada con una prensa de aceituna, y un comedor que daba acceso al resto del edificio a través de diferentes corredores. En la puerta anterior a esta zona figuraba una placa del Sagrado Corazón de Jesús de aspecto antiguo, como sigue siendo costumbre colocar sobre el umbral o en la puerta de acceso de los hogares en España, ya sea en el interior o en el exterior.
El espacio de la hornacina, cuyo tamaño aproximado es de cincuenta centímetros por lado, se encuentra a un metro del suelo en una pared de piedra y sin cubrir, aunque el estado de ruina del inmueble impide saber si pudo haber estado oculta por alguna pieza desaparecida de decoración o mobiliario[1] (imagen 1). En su interior se acumulan ocho zapatos (imagen 2): cinco de mayor antigüedad y tamaño adulto, dispuestos en el lateral derecho hacia el fondo (imagen 3 a); y tres más nuevos de tamaño infantil emplazados más hacia el frente (imagen 3 b). No ha sido posible datarlos, pues los propietarios no desean manipularlos, pero todos se encuentran usados, rotos y desparejados, a excepción de dos de los infantiles que son pareja; respecto a los demás, sólo se distingue un botín blanco de mujer que parece ser un pie izquierdo (imagen 3 c).
Los zapatos aparecen acompañados de varios objetos entre los que destacan visualmente dos piedras de seixo ovaladas (imagen 4). Se trata de piedras de cuarzo de color lechoso, también conocidas como xeixo, jeijo, geijo, seijo o guijo, a las que la cultura popular del noroeste peninsular atribuye un amplio abanico de propiedades beneficiosas[2], muchas de las cuales coinciden con el rango de posibles significados de los zapatos ocultos que se valoraron en el anterior estudio (protección, abundancia, tránsitos seguros, etc.). En este sentido, se relaciona el uso de esta piedra con la protección en situaciones de vulnerabilidad o viajes (físicos o espirituales) y se la encuentra con frecuencia integrada en la estructura de los edificios rurales tradicionales, en ocasiones en forma de cruz (Almagro-Gorbea y Alonso Romero 2022, 193). Por su parte, los dueños de la finca constatan el uso de estas piedras por la familia en los gallineros, con el fin de que las gallinas pusieran más huevos y tuvieran pollitos sanos; para este uso concreto, la similitud formal de la piedra (forma ovalada y color blanco lechoso) parece relevante.
A los seixos se añade la presencia de varias piezas metálicas: mezclados con los zapatos hay un pedazo alargado de hierro, una herradura (imagen 5) y en la parte superior de la hornacina, encajada en una hendidura, también una pieza afilada de este metal, tipo punzón (imagen 6).
El uso de objetos de hierro es muy común en contextos apotropaicos, especialmente aquellos afilados. Esto, en origen, puede remitir al uso del hierro para la fabricación tanto de instrumentos que permiten domesticar el entorno como de armas, como consideró Plinio el Viejo (Historia Natural 34, 39). Es posible que la idea de que este metal posee propiedades específicas para ahuyentar males de tipo sobrenatural pasara a la tradición europea posterior desde esa concepción del mismo en el mundo greco-romano[3]. Es particularmente notable el uso de los clavos en rituales de todo tipo o como pieza «mágica» por sí misma[4], como queda recogido por la literatura griega y romana, que muestra su utilización como remedio mágico-terapéutico para una gran diversidad de males[5]. El mismo Plinio, en su valoración del hierro antes referida, recoge siete remedios que se pueden lograr empleando un objeto afilado de hierro, destacando que el uso de clavos tomados de una tumba, hincados en el umbral de una puerta, impiden la entrada de pesadillas (op. cit., 34, 44).
Desde el contexto cristiano cabe añadir que la imagen bíblica del hierro es polivalente, pudiendo representar fuerza (Job 40:18 o Daniel 2:40), esclavitud (Deuteronomio 28:48), esterilidad (Deuteronomio 28:23), etc. Pero el clavo de hierro está asociado a la Crucifixión e incluido entre las Arma Christi (armas de Cristo)[6]. La virtud atribuida a estos queda testimoniada por San Ambrosio de Milán, quien cuenta que la emperatriz Santa Elena encontró los Santos Clavos y empleó uno de ellos en elaborar un bocado para el caballo de Constantino y otro para una corona, ambos destinados a procurar el fin de la persecución cristiana y dar pie a la devoción; ambos clavos tornados en imágenes de soberanía sobre uno mismo y del gobierno santo que mueve a la conversión (De obitu Theodosii, 47-51). Entre las muchas tradiciones legendarias que circulan sobre estos clavos, también se dice que la emperatriz uso un tercero para calmar una tormenta arrojándolo al mar Adriático y que el cuarto se clavó en una escultura de su hijo.
Así, la figura del clavo queda resignificada en los Santos Clavos con una imagen de veneración y de protección de carácter religioso. Esta yuxtaposición se puede ver, por ejemplo, en los bordes de la tumba vacía del siglo xvi diseñada para John Wakeman en la abadía de Tewkesbury (Inglaterra), que aparece «vandalizada» con once letras «M» de significación claramente mariana y elaboradas con la silueta de cuatro clavos[7]. Igualmente, lo encontramos como elemento iconográfico destacado en la insignia de las congregaciones católicas de esclavos de Cristo o de la Virgen, constituida por una letra «S» y un clavo entrelazados.
Por otra parte, la forma puntiaguda del clavo permite romper o fijar aquellas cosas en las que se hinca, lo que se entiende cierto también de las realidades no tangibles como, por ejemplo, la suerte. Es más, es esta forma la que lo dota de un valor apotropaico compartido con una multitud de amuletos con formas afiladas que se pueden encontrar en la Península Ibérica (cuerno, colmillo, mano de tejón, rama de coral, etc.) y que operan en la lógica de «clavarse» en el mal de ojo invirtiendo la cualidad penetrante de su mirada dañina (Cortina Aracil 2024, 8). Entre estos objetos destaca el uso de los crecientes[8], dotados de dos puntas afiladas y en cuyo campo semántico participa la herradura, que aúna en sí también las virtudes del hierro y el clavo.
La funcionalidad de la herradura como guardián de un umbral cuya finalidad es, o bien atraer y fijar la suerte, o bien alejar el mal, está generalizada en la cultura popular europea. Esto se evidencia en el empleo de piezas usadas emplazadas visiblemente en los umbrales de las casas y preferentemente fijadas con clavos, aunque en la actualidad se usan con frecuencia réplicas. Flores Arroyuelo señala que en España se tienen por más eficaces aquellas piezas de siete claveras, especialmente si disponen de sus clavos originales, (2000, 145), mientras que Hildburgh considera que también aquellas con cinco agujeros pudieran ser especialmente valoradas (1913, 2). Es posible que este énfasis en el número impar como venturoso pueda deberse a que las herraduras tienden a tener claveras pares y a que se perciba que dicha anomalía les concede una virtud distinta, al igual que otros objetos «afortunados» cuando presentan variaciones respecto a la norma, como el trébol de cuatro hojas.
Existen discrepancias sobre si las herraduras deben colocarse con una orientación determinada o no. Por ejemplo, Hoggard explica que en Gran Bretaña e Irlanda la preferencia es colgar las herraduras con las punta hacia arriba (2019, 62), mientras que Davies y Houlbrook no aprecian ninguna preferencia particular (2021,106-107). En los casos consultados en el entorno rural español las puntas miran hacia abajo, coincidiendo con la apreciación de Hildburgh de hace más de un siglo, quien atribuyó esto a que hace más sencillo el colgarlas (1913, 2) si bien no lo relacionó con que ésta es también la orientación más común de los amuletos ibéricos en forma de creciente.
En la actualidad se ven réplicas de herraduras en posición inversa, tanto en edificios como en forma de llavero o accesorios similares, lo que puede estar relacionado con la instrucción que circula por páginas web de espiritualidad alternativa de instalarlas con las puntas hacia arriba para absorber mejor la negatividad, y que se justifica por razones diversas.
En el ámbito británico las herraduras deben lucirse en el exterior del edificio pues su capacidad de expulsar lo maligno está relacionada con una leyenda sobre San Dunstán, que habría expulsado a un demonio que venía a importunarlo valiéndose de sus habilidades como herrero. La leyenda del siglo xi cuenta que le habría pillado la nariz con las pinzas de la forja, pero un poema del siglo xix enmienda esa versión narrando que, reparando en que el diablo estaba cojo[9], el santo lo engañó para clavarle dolorosamente una herradura de la que no lo libró hasta que el tentador prometió que jamás entraría en un edificio marcado con ese símbolo (Flight 1871). En el entorno español no existe ninguna historia similar y la herradura parece más concernida con la función de atraer lo bueno en tanto que objeto de fortuna. En esto no cabe descartar una asociación al valor monetario del hierro, siendo éste un material valioso, o al propio caballo por el mismo motivo; tal vez por ello es que aquí aparecen colocadas tanto en el exterior como en el interior de los umbrales.
La herradura incluida en el depósito que nos ocupa, sin embargo, no se encuentra colgada y visible, sino que está bajo los zapatos y dispuesta hacia el interior de la hornacina. Al estar bajo los ejemplares más viejos parece improbable suponer que en un momento anterior estuviera colgada, lo que permite considerar que la herradura esté allí únicamente por tratarse de un objeto de hierro o en cuanto que «zapato de caballo». En este último sentido, la herradura toma su significado en calidad de suplemento protector de la capacidad del animal para desplazarse, dimensión principal de su valor doméstico, o ejerciendo a modo de abreviatura de la presencia más concreta del animal, lo que tomaría un especial interés de tratarse de un caballo relevante.
De acuerdo a la primera hipótesis, es posible que al caballo, como sucede con el gato, se le atribuyera la capacidad de operar en espacios liminales o percibir realidades espirituales ocultas al ojo humano. De hecho, a lo largo de la historia, aparece en contextos culturales diversos como un animal psicopompo. La herradura, por tanto, podría vehicular esta capacidad para moverse entre el mundo visible y el invisible. Pero, en consonancia con lo segundo, se puede entender su herradura como huella o como calzado, al modo de las vestigia de las que se habló en el artículo anterior (Cortina Aracil 2021, 58 y 60). Es notable que existe en España una amplia tradición de «huellas sobrenaturales» en el paisaje de seres prodigiosos diversos, entre las que se cuentan dentro del ámbito gallego las de caballos míticos como el de Santiago Apóstol o Veillantif, caballo del héroe Roldán (Almagro-Gorbea y Alonso Romero 2022, 41, 79-87), y que podrían ser ejemplos más asequibles de este tipo de abreviatura simbólica.
Pueden funcionar en la misma lógica los cráneos de caballo ocultos bajo el suelo de edificios, especialmente cerca de las chimeneas o en sus paredes, cuyo descubrimiento resulta llamativo entre los depósitos apotropaicos de este tipo en el área británica[10]. Pese a que hay interpretaciones alternativas, el contexto parece apuntar a que su presencia cumple una función de protección o de propiciación de buenas influencias (Hoggard 2019, 55-63). No hay constancia por el momento del descubrimiento de ningún cráneo de este tipo en España, aunque se podría considerar de algún modo afín que dentro del catálogo de diseños llamadores zoomorfos contemporáneos, de entre los cuales el más popular es el león, existen a la venta algunos con rostro de caballo combinados con una herradura dispuesta a modo de martillo.
Como sucede con el león, también cabe remitir la capacidad protectora de la esfera del caballo a la atribución a ese animal de cualidades de particular nobleza y de un carácter beligerante. A diferencia del mundo greco-romano en el que el caballo aparece más asociado a la pasión y al deseo, este animal figura tanto en los bestiarios (por ejemplo, Docampo Álvarez, Martínez Osende y Villar Vidal 2000, 66-67) como en la heráldica (Aldazabal y Murguía 1775, 135) revestido de atributos señoriales como la lealtad, el valor y la hermosura. Este animal tiene gran presencia en la imaginería románica, también vinculada a la imagen protectora del caballero.
Retomando el contenido del depósito, al margen de estas piezas de hierro, también hay en la hornacina una pieza grande de madera, trozos de cemento (probable consecuencia del estado de deterioro de la construcción) y el cabezal sin mango de un cepillo de barrer colocado al fondo de la cavidad y bajo los zapatos (imagen 7). Éste último es de interés puesto que en el depósito anterior también se encontró una escoba de otro tipo que, cabe pensar, comparte las posibles significaciones (Cortina Aracil 2021, 68).
En conjunto, lo encontrado en la hornacina muestra haber sido acumulado allí con propósito, uno que no puede ser práctico debido tanto a la ubicación, que carece de lógica como almacén, basurero o zona de descarte, como al estado y disparidad de los objetos ahí dispuestos. Algunos de estos se corresponden a elementos significativos en el contexto de las tradiciones populares de la zona, cuya práctica está atestiguada por la familia propietaria del lugar, y el resto son similares a otros «basureros espirituales» documentados. Por tanto, cabe concluir que se trata de un depósito amuletístico que, atendiendo al campo semántico expuesto y al contexto, parece que estaría orientado principalmente a atraer la prosperidad al hogar sin que se pueda descartar la función de contrarrestar posibles males o ahuyentarlos. El conjunto del «basurero» parece ser razonablemente reciente y haber estado en «uso» hasta el final de la habitación de la casa, por lo que se trataría de un dispositivo establecido hacia finales del siglo xix y actualizado hasta algún momento del xx; periodo en el que muchas de estas prácticas protectoras perviven sustentadas en nociones más vagas e inarticuladas de suerte y bienestar.
Otros posibles depósitos: zapatos y naipes
Tras la publicación del caso de Vicálvaro recibí el testimonio del descubrimiento de un número indeterminado de botas que aparecieron emparedadas en una casa familiar de Valencia a finales de los años 70. Fueron desechadas en un primer momento por el padre de la persona que me transmitió el relato pero, según me dijo:
Por la noche estuvo pensando en esas botas y llegó a la conclusión de que tal vez en las botas estuviera el tesoro que el abuelo de mi padre, es decir, mi bisabuelo, siempre dijo que había estado escondido en la casa. Al día siguiente, mi padre fue a buscar las botas, pero ya no estaban.
En junio de 2020 se publicó en prensa que durante la restauración del reloj renacentista del Real Monasterio de Santa María de Santes Creus (Tarragona) se había hallado dentro de la estructura de madera una serie de objetos heterogéneos. Las noticias resaltan como hallazgo de especial valor unos fragmentos de naipes, cuya datación inicial los remitió al siglo xvi, pero también se encontró un zapato, una boquilla de botella pequeña, un fragmento de pergamino con textos litúrgicos, una carta, trozos de cuerda y clavos. De acuerdo con la arqueóloga Carme Subiranas las cartas podrían testimoniar el hábito de los monjes de jugar con ellas mientras que el resto de los objetos habrían sido materiales de deshecho acumulados allí con intención, aunque el texto no ofrece hipótesis sobre dicho propósito (ACN 2020).
La noticia indica que la caja del reloj no había sido nunca revisada a fondo y, parece ser, no queda constancia de cuándo le fueron retiradas la maquinaria y las campanas. Por esto, pese a que la pieza fue instalada entre 1575 y 1600, lo que coincide con la datación preliminar de las cartas, no procede descartar que alguno de los objetos fuera depositado allí en un momento posterior. Con todo, es de difícil acceso, dado que está emplazada a 12 metros de altura, en el muro sur del transepto de la iglesia de Santa María, adosado a la torre. Se trata de una zona de tránsito en la que se produce un cambio entre un lugar de acceso general y otro privado, pues este muro queda al lado de una escalera que comunicaba la iglesia con el dormitorio de los monjes. Además, existió una escalera de caracol que conectaba dicho dormitorio con la cubierta del tejado y que daba acceso a la caja del reloj, probablemente para su mantenimiento, pero ambos extremos de ésta se encuentran tapiados en la actualidad sin que haya podido precisar en qué momento se produjo el cierre.
Lamentablemente, ni Subiranas ni el departamento cultural del Monasterio de Santes Creus han contestado las consultas dirigidas al respecto de este descubrimiento, pero el conjunto de lo encontrado, tanto por su ubicación como por su características, apunta a ser entera o parcialmente un «basurero espiritual». De ser tal, parece verosímil suponer que se trate de uno realizado con la instalación del reloj, a finales del siglo xvi.
Como queda patente, el descubrimiento de naipes en un depósito con características tan claras es de gran interés, pues atraen más atención que otros componentes de los «basureros» y tienden a quedar documentadas. Esto ha permitido descubrir otros casos similares, cuyo posible significado amuletístico o talismánico ha pasado desapercibido, que evidencian una práctica extendida y, en apariencia, peculiar al territorio español.
Es notable el mazo de naipes, conocido como la Baraja de Ayet, que fue localizado en la torre de los Lujanes (Madrid) durante unas obras realizadas en 1866 y que se encuentra actualmente en la Real Academia de Historia. La torre forma parte de un conjunto de casas que se remontan a principios del siglo xv en sus partes más antiguas y que han experimentado distintas intervenciones y modificaciones a lo largo de los siglos. Se trata de 44 cartas cuya fabricación se ha datado en 1574, consistentes en piezas mezcladas de tres barajas diferentes, con algunos naipes repetidos y otros ausentes (Castellanos Oñate 2024, 293-294).
Fueron halladas en unas labores de remodelación, durante la demolición de unos muros, emparedadas «en el hueco de un mechinal que perforaba uno de los cajones del tapial» (op. cit., 289). Lamentablemente, la ubicación exacta no quedó recogida, más allá de señalarse en un informe que se trata de una pared interior (op. cit., 290); pero tanto la elaboración del mazo como su ubicación evidencian una colocación deliberada. Si bien los descubridores de la baraja no dejaron constancia de ninguna interpretación sobre el hallazgo, sí que se apercibieron de su valor arqueológico, de lo que se deriva su preservación.
Se añade a esto que en 1885, como parte de una segunda fase de las mismas obras de acondicionamiento, se documentó el descubrimiento de un zapato en una galería de los sótanos del mismo edificio. Lamentablemente no se aportaron detalles sobre el punto de encuentro, mas el hallazgo resultó lo bastante sorprendente como para aparecer reseñado por la prensa[11], lo describió como «un zapato de tosca construcción, herrado con gruesos y largos clavos» (op. cit., 177), lo que es insuficiente para especular sobre su fecha de depósito.
Por sus características es verosímil suponer que ambos objetos constituyen ejemplos no identificados de estas prácticas de ocultamiento por parte de los constructores o habitantes del edificio, aunque en el caso del zapato es más difícil asegurarlo por la pérdida del contexto. A esto cabe añadir que la puerta de entrada de la torre, que es original y parece pertenecer a las partes más antiguas de la edificación, presenta en la tranca, a modo de posible adorno, marcas de entrecruzamiento similares[12] a los grabados decididamente apotropaicos que a menudo aparecen en los edificios (imagen 8), también conocidos como «marcas de bruja» (witchmarks). El uso de este tipo de signos, especialmente el hexafolio, así como el de imágenes protectoras (monstruos o emblemas religiosos) en la tranca o el cerrojo de las puertas es muy común en España.
Siguiendo la pista de los naipes aparecen más casos con características semejantes. En 1998, durante el derribo de una casa toledana en el Corredorcillo de San Bartolomé, se halló en el interior del dintel un mazo compuesta por 49 cartas (op. cit., 296). Se trata de la llamada Baraja de Toledo, actualmente preservada en el Museo de Santa Cruz en dicha ciudad, que se estima que está compuesta por entre dos y cinco barajas distintas mezcladas. En algunos de estos naipes figura la firma de Felipe de Ayet y su cinco de oros está fechado en 1574, por lo que este depósito coincidiría con el de la torre de los Lujanes.
En 2022 también apareció un mazo de cartas en un hueco del refectorio del Convento de las Agustinas[13] de Morella (Castellón), durante los estudios arqueológicos previos a la construcción del Parador de Turismo y que en la actualidad se encuentra en el Ayuntamiento de Morella. Se trata de un mazo de naipes, con algunos ausentes y otros repetidos, compuesto por dos barajas, y todos ellos cortados por la mitad. El conjunto ha sido datado en 1635 por el Instituto Valenciano de Conservación, Restauración e Investigación, de acuerdo a la fecha situada a los pies del caballo de espadas, siendo su impresión también identificada en Valencia. Remití una consulta al arqueólogo al cargo para tratar de ampliar información sobre el descubrimiento, pero no he obtenido respuesta.
Por otro lado, el Museo Fournier de Naipes de Álava dispone entre sus fondos de cinco conjuntos de cartas descubiertos en la estructura de diferentes edificios durante su remodelación o demolición y sobre los cuales han tenido la amabilidad de facilitarme toda la información disponible. Lamentablemente, en ningún caso quedó documentada la ubicación exacta del descubrimiento en relación a la construcción, probablemente por no percibirse como relevante en su momento. A continuación se procede a referir estos ejemplares considerando el lugar de su encuentro, la datación de los naipes y su posible fecha de depósito y la homogeneidad o heterogeneidad del mazo, sin entrar a considerar ni la ceca o fabricante de las barajas, ni los naipes presentes o ausentes u otras variables que serían competencia de un estudio específico. En cualquier caso, es notable que, preliminarmente y considerando el conjunto de los hallazgos, no se aprecia un patrón en la presencia o exclusión de naipes o palos particulares en los mazos. Estos, sin embargo, parecen en todo caso estar muy usados y están compuestos por más de una baraja pero nunca completan una. Todo ello junto con la aparición de piezas cortadas podría servir a la «quiebra» simbólica del mazo, ruptura que parece ser condición de eficacia de este tipo de dispositivos (Cortina Aracil 2021, 71-72).
En 2017, el Museo Fournier recibió la donación de cuatro naipes sueltos (nº de inventario 51831) encontrados en el Palacio de los Enríquez de Baza (Granada) durante una unas obras de restauración en 1940. Datados en fecha cercana a 1520, pudieron ser depositados durante la primera fase de la construcción del palacio, que comenzó en 1507 y se prolongó hasta mediados de siglo. De forma similar, en 1942 durante el derribo de la antigua cárcel de Granada anexa a la Catedral, en el hueco de un muro, se encontraron 28 naipes (nº 42411). Aunque no figura ninguna carta repetida, la baraja estaría incompleta y parece que el mazo está configurado por, al menos, dos juegos distintos dado que en uno de los naipes figura el año 1638 y en otros dos 1640. Así mismo, aparecieron varios juegos de naipes durante el derribo a mediados del siglo xx[14] de la casa de Blanca Enríquez de Acuña en Palencia; casa palacio construida a principios del siglo xvi y conocida como Casa del Paso por estar conectada por un pasadizo subterráneo a la vecina Iglesia de San Francisco. Por un lado, se encontró una baraja incompleta de 11 cartas (nº 44506) junto con otras dos pertenecientes a un juego distinto cortadas por la mitad y que el Museo estima que datan de la segunda mitad del siglo xvi; otras 18 (nº 44507) del mismo siglo; y tres medias (nº 46917) cuya fabricación está estimada entre los siglo xv y xvi.
Más llamativo es el caso de una finca en Toledo durante cuya demolición, en 1950, se descubrió en el interior de una pared una vasija de barro que contenía monedas antiguas[15] y una baraja incompleta. Ésta estaba compuesta de 36 naipes (nº 44367) con el dos de copas fechado en 1684 y el seis de espadas en 1711 así como otras de un juego distinto con el seis de bastos fechado en 1723. Este caso es de especial interés no sólo porque atestigua una especial intención tras el depósito, sino por estar éste acompañado de monedas que podrían orientar la interpretación del emparedamiento de las cartas a una propiciación de la riqueza o la abundancia.
Otro descubrimiento llamativo del Museo son los 37 naipes que aparecieron en León al desmontar un retablo barroco (nº 43423). Por las condiciones de la donación hay cierta ambigüedad sobre si se trata del retablo de la Catedral de León o el de la Basílica de San Isidoro, siendo lo más probable que se trate del de retablo mayor de Narciso Tomé en la Catedral de León, de acuerdo a las indagaciones del Museo Fournier. Estas cartas no se repiten y conforman una baraja incompleta cuyo conjunto está datado hacia mediados del siglo xviii pero que incluye un ocho de bastos de otro juego fechado en 1611.
Tal vez se pueda añadir también como variante de este tipo de ocultamientos las matrices xilográficas del siglo xvii para impresión de naipes que aparecieron en 1950 al levantarse el entarimado de una fábrica de espejos en Vitoria, ubicada en un inmueble que en el siglo xix había sido una imprenta y en algún momento anterior una residencia de frailes. Estas matrices fueron destruidas a excepción de la que conserva el museo (nº 10002), que permite la impresión de 24 cartas.
Al margen de la información aportada por el Museo, procede reseñar un último caso encontrado en 1950, durante la rehabilitación de la Posada de las Comedias de Almagro (Ciudad Real), actual Corral de Comedias. Se trata de una baraja de naipes, al parecer completa y pintada a mano, datada en 1729 y que en la actualidad se encuentra en la misma ciudad en el Museo Nacional del Teatro. En esta ocasión el descubrimiento tuvo lugar en una cocina a la derecha del zaguán de entrada, en una pajera junto a la campana (Espinosa 1997, 28). Este corral se fundó en 1628, vinculado a un mesón, y dejó de utilizarse como tal quedando sólo como mesón a mediados del siglo xix. Que la baraja estuviera completa y sin mezclar y que su ocultamiento no se realizara en la estructura de la construcción parece indicar que éste no es un caso similar a los ya listados, sino algo fortuito. Sin embargo, he ha optado por incluir esta mención al mismo en razón de que apareció en una zona de paso, similar a los casos de Santes Creus y de la Baraja Toledo y en la línea de otros dispositivos amuletísticos mejor documentados. Más aún, resulta extraño que la baraja no apareciera hasta una reforma estructural a pesar de que fuera únicamente paja la que la ocultara durante 200 años, lo que permite especular si el testimonio sobre el lugar de su hallazgo está incompleto.
En conjunto, y teniendo en cuenta la gran dificultad que presenta la preservación de naipes dada su fragilidad, resulta imposible calificar estos ocultamientos como accidentes. Por ese motivo estos descubrimientos se han tendido a justificar como consecuencia de algún tipo de persecución en el momento. Esto resulta poco probable dado que, por un lado, en los siglos xvi y xvii a los que corresponden la mayoría de los casos presentados, los juegos de cartas están plenamente aceptados[16] y, por otro, a que las características de los naipes ocultos hacen imposible su uso (siendo piezas sueltas o agrupadas en mazos de barajas incompletas o mezcladas, metódicamente rotas, etc.). Tampoco su ubicación una vez escondidos permitiría su recuperación pero, de ser el objetivo el deshacerse de éstas, sería más eficaz y expeditivo quemar las cartas que emparedarlas.
La intención detrás de estos depósitos resulta especialmente esquiva tanto por la pérdida del contexto de su descubrimiento como por atípica. Buscando paralelismos en otros países, únicamente aparece mención a algún caso puntual en el Reino Unido, como una baraja oculta bajo el suelo de una casa de campo junto con otros objetos (Davies y Houlbrook 2021, 1) o el uso más reciente de naipes sueltos portados en el cuerpo como amuleto de buena suerte (Houlbrook 2016).
Procede descartar una interpretación mágica de las cartas por sí mismas[17] en el periodo de estos ocultamientos, pues es una asociación que no se da hasta finales del siglo xviii, con autores como Court de Gébelin o Jean-Baptiste Alliette, que las constituyen en un lenguaje simbólico relacionado con el mundo de la adivinación, mientras que en momentos anteriores parecen más vinculadas al lenguaje de la victoria militar o del orden social de acuerdo a la explicitud de sus iconografías.
Por otro lado, pese a las críticas más concernidas con lo moral, los juegos han sido muy valorados en distintos momentos de la historia como una forma alegre de pasatiempo entre la nobleza y otros grupos sociales distinguidos que, a su vez, permiten mostrar habilidad e ingenio. Esto es especialmente cierto respecto a los de estrategia por encima de los de azar, si bien los juegos de cartas aúnan las esferas fundamentales de los dos principales juegos que históricamente las precedieron: los dados, en los que la victoria viene dada por la suerte, y el ajedrez, que depende de la inteligencia y la estrategia. No sería, por tanto, inverosímil que su función amuletística pudiera estar vinculada a la propiciación de la buena fortuna[18], al disfrute del ocio resultante de la abundancia, o que fueran tomados como objetos relacionados con esa forma particular de alegría que ahuyenta el mal, como la música, el ruido o la risa apotropaica.
Cuatro gatos momificados
Un caso impactante entre los apotropaicos ocultos lo constituyen los gatos momificados. Se trata de cadáveres desecados de gatos que aparecen en espacios sellados de los edificios, destacando el interior de las paredes, bajo los pisos y, ocasionalmente, los techos.
Muchos hallazgos de estas momias se descartan en la suposición de que son los restos de un animal que quedó atrapado y murió, lo que resulta difícil de defender ante un examen más atento. El primer estudio académico que se hizo eco de estos encuentros fue publicado por Margaret Howard en 1951 y ya descarta que la mayoría de estos ejemplares correspondan a gatos que hubieran quedado atrapados accidentalmente. Abunda en este emplazamiento intencional el que, con frecuencia, estos animales han sido eviscerados y dispuestos en posturas manipuladas para simular posiciones de ataque y caza, a veces laboriosamente, utilizando fijaciones artificiales como alambre. Con todo, hay autores que consideran que en algunos casos el animal pudo ser emparedado a propósito todavía con vida[19].
Por su parte, Howard valoró la posibilidad de que se tratara de sacrificios fundacionales destinados a constituir parte de los cimientos espirituales de una nueva construcción (1951, 150), así como de que pudiera ser algún recurso contra las alimañas, de las que el gato es enemigo natural (op. cit., 152). Las investigaciones actuales se inclinan más por suponer que aquello que se busca ahuyentar con estas momias ha de ser de naturaleza incorpórea, pues un gato vivo es mucho más eficiente frente a las plagas físicas. Además, si bien el simbolismo del gato es histórica y culturalmente polivalente, sí suele comprender una implicación singular con la esfera espiritual que adeuda tanto a su capacidad de percibir cosas que pasan inadvertidas al hombre como a la de ver en la oscuridad. A la mirada del gato se le han atribuido una agudeza y penetración excepcionales hasta el punto de que, en el ámbito de la Historia de la Ciencia, se pensó que sus ojos eran capaces de emitir rayos visuales[20]. De acuerdo con esta interpretación, el gato momificado actuaría a modo de gárgola, como un guardián congelado en un gesto de ferocidad que hace frente a males invisibles (Hoggard 2019, 46-47).
La concepción del gato como un animal destacadamente hábil y feroz pero doméstico coincide con su simbolización histórica dentro del ámbito ibérico. Por ejemplo, Isidoro de Sevilla hipotetizó una relación entre el nombre «gato» y la capacidad del animal para la caza, el brillo de su mirada y la virtud de ésta para penetrar en la oscuridad nocturna, así como con una idea general de ingenio o astucia (2004, 909). Sobre esto último incide el Libro de los gatos, ejemplario anónimo del siglo xv, en el que se presenta a dichos animales en distintos relatos tanto de forma positiva como negativa en torno a una noción general de sagacidad e inventiva, que en la obra sirve a instruir sobre «la doble moral, las intenciones escondidas y la condición humana vista desde una doble naturaleza» (Armijo Canto 2014, 347). Esta particular perspicacia del gato para el logro de un fin aparece proyectada también en la heráldica, donde lo encontramos constituido en blasón y emblema del ingenio en la caza y de una fiereza desmedida; Aldazabal y Murguía decía a este respecto que el gato «simboliza a un corazón que como despechado de ver que le va su honor en alguna acción acomete a lances inaccesibles a lo natural» (1775, 142).
Es importante incidir en esto para evitar proyectar al pasado la creencia contemporánea de que el gato fue tenido por un animal unívocamente demoníaco o «mágico», siendo éstos aspectos del mundo espiritual susceptibles de ser encarnados por una multitud de animales y realidades sin que ninguna especie tuviera el monopolio de ello, como se muestra en los bestiarios. Esta distorsión es consecuencia de la generalización de ciertos bulos contemporáneos, como el del jamás acaecido exterminio de gatos supuestamente ordenado por el Papa Gregorio ix en el siglo xiii[21].
Cómo aparece en la tradición española la asociación del gato con la brujería, particularmente en la noción de compañero o «familiar», es mucho más reciente y merece una investigación aparte. Es preciso resaltar, sin embargo, que la imagen contemporánea del brujo o bruja se construye en torno a las obras de Pieter Brueghel el Viejo, cuyo modelo fue seguido por grandes maestros holandeses y flamencos, como David Teniers el Joven, que popularizaron los temas de hechicería. La aparición del gato en este tipo de pinturas es muy esporádica: por ejemplo, aparecen gatos en dos de los grabados brujas de Hans Baldung, pero no así en los de su maestro Durero, precursores de este motivo; por el contrario, el gato incluido en Santiago ante el mago Hermogenes (1654), del mismo Brueghel, aparece presentado replicando la oposición entre el santo y el mago, identificado con el primero y enfrentado con su mirada a un batracio. Tal vez en esa misma lógica, encontramos cómo El Bosco pinta un gato moteado en el Edén de El jardín de las delicias (1504), justo junto a Adán; el animal es representado precisamente tras cazar un lagarto negro que aleja de la escena, mostrándose como un agente de orden y pureza del Paraíso. También resulta reseñable que un autor de la actualidad de Francisco de Goya jamás incluyera gatos en sus cuadros de brujerías pese a que estos sí aparecen otras de sus obras; por el contrario, Brujas yendo al Sabbath (1878) de Luis Ricardo Falero incluye a un gato negro en posición destacada[22].
Por su parte, parece que los tópicos españoles contemporáneos en relación a la personalidad del gato se pueden remitir en su mayoría a la literatura del Siglo de Oro, en la que se escriben muchas obras populares con estos animales como protagonistas o personajes destacados. En ellas, el gato mantiene su duplicidad oscilando entre estereotipos derivados de su astucia y de un reconocido valor como animal familiar, en el que se entremezcla lo hogareño y femenino, con su importante contribución a la higiene doméstica en tanto que enemigo de los ratones[23]. En este contexto, lo negativo del animal, más que remitir a una connotación sobrenatural, está vinculado a su predisposición y gran aptitud para el robo; ni tan siquiera en la tan notable Celestina de Fernando de Rojas existen menciones al gato en relación a las brujerías de la alcahueta[24].
Cabe objetar a esto que, añadidas a las posibles variaciones territoriales en la comprensión del gato, pueden existir discrepancias entre estas iconografías y las tradiciones populares de cada lugar y momento. El propósito de esta exposición no pretende ser demostrativo, sino liberar al gato de un estereotipo que restringe indebidamente la complejidad de su conceptualización y que obstaculiza la interpretación de los casos que se presentan a continuación, operantes en una esfera mucho más afín a la lucha contra la brujería que a favor de ésta.
Por lo demás, atendiendo a los casos de gatos momificados reseñados por Howard y por Hoggard, parece que hablamos de una práctica cuya mayor popularidad en el entorno inglés transcurrió entre los siglos xviii y xix, realizándose en edificios de diversos tipos que incluyen construcciones religiosas. Además de en Inglaterra e Irlanda, estos gatos han aparecido en Francia, Alemania, Rumanía, Chile, Argentina, Estados Unidos de América y, como se explica a continuación, también España.
En la primavera de 2021, el Servicio de Restauración de la Diputación Foral de Álava, recibió la donación de un gato momificado que había sido hallado en las obras de rehabilitación de un caserío situado en el concejo de Víllodas/Billoda (Álava) (imagen 9). Aunque inicialmente, como es habitual, se supuso que se trataba de un animal que había quedado atrapado, un examen más detallado llevó a la restauradora Paloma Gómez Sebastián a concluir que podría tratarse de un depósito intencionado. El caso llegó a mi conocimiento tras publicarse en redes sociales y el Servicio de Restauración ha tenido la cortesía de facilitarme toda la información al respecto.
El animal, al que afectuosamente han llamado Florián por ser el Santo del día de su donación al Servicio, apareció en el interior de un pequeño espacio en la parte más baja de una escalera que sube al segundo piso del inmueble, en una oquedad sellada cuya estructura es de piedra y queda cubierta por los escalones (imagen 10 a y b). La casa data de 1800, pero no se ha podido precisar más ni la fecha de construcción ni sus propietarios originales. Se sabe, sin embargo, que el caserío perteneció en algún momento al cura del pueblo, pues fue a él a quien se lo compró el anterior propietario en los años 50. El dueño actual emprendió la reforma al poco de adquirir el caserío.
Florián está en un muy buen estado de conservación pese a la humedad de la zona en la que fue encontrado. Figura tendido de lado, con las patas extendidas y su lateral izquierdo está aplanado, mostrando cierta curva irregular que probablemente corresponde a la superficie sobre la que se lo desecó y que no se corresponde con aquella en la que fue encontrado. Pruebas posteriores del Servicio de Restauración han podido verificar que el animal fue eviscerado, existiendo una clara incisión en el vientre; además, presenta un desgarro en la piel del cuello (imagen 11) y desprendimiento de vértebras, lo que indica que pudo recibir un fuerte golpe o ser ahorcado. Por todo esto se pueden descartar enteramente tanto la posibilidad de una momificación accidental como la de que terminara sepultado allí por error: Florián fue dispuesto con un fin y, posiblemente, fuera sacrificado para ese propósito.
Un estudio realizado sobre el estado de conservación de Florián apunta a que se trata «de un gato común europeo rubio a deducir por el tono del pelaje que conserva» (imagen 12) y que no se puede establecer si se trata de un macho o una hembra (Obregón Adán 2022, 34). Tanto el color del pelo como el sexo del animal son cuestiones de interés, pues es muy difícil establecer si los gatos de estos depósitos están dotados de algún rasgo físico particular debido a la inevitable pérdida de atributos con el paso del tiempo. Igualmente, no se sabe si se trata de ejemplares cualesquiera o de gatos familiares, ejecutados o momificados tras sufrir una muerte natural o accidental.
En estela de este caso, se me remitió un artículo de 1928 donde se da cuenta del hallazgo de un gato emparedado en la iglesia románica del monasterio de monjas benedictinas de Santa María de la Vega, en Asturias. El descubrimiento se encuentra documentado por Llano Roza de Ampudia (1928, 361-362), quien relata cómo, durante el derribo de esa iglesia en 1917, se localizó en el arranque del arco triunfal de la misma, en el lado del Evangelio (mirando hacia el altar, a la izquierda), un gato momificado en el interior del muro.
El informe incluye dos fotografías del mismo en las que se puede comprobar que se trata de una momia completa y bien conservada de un gato en posición agresiva, con las patas frontales dobladas en ángulo y las fauces exageradamente abiertas. El autor no explica en más detalle el contexto del hallazgo pero da por supuesto que el gato fue emparedado vivo.
A este respecto es importante señalar que, para este propósito, se ha verificado por consulta veterinaria que el cadáver de un gato muerto por inanición, así como en casos generales de muerte natural, debería aparecer en posición fetal o decúbito lateral; esto es como durmiendo y sin gestos violentos. Por tanto, aquellas posturas que manifiesten tensión (fauces abiertas[25], lomos arqueados, patas extendidas o en posturas pronunciadas, etc.) son necesariamente consecuencia de una muerte violenta o de la manipulación del cadáver entre las 24 y 48 horas posteriores a la muerte del animal, cuando desaparece la rigidez cadavérica. Por tanto, pese a lo dicho por Llano Roza de Ampudia, en este caso se trata claramente de un gato manipulado tras su muerte para presentar dicho aspecto feroz en una momificación natural inducida.
La suposición del folclorista puede, sin embargo, deberse a la tradición a la que hace mención en el pie de página, donde indica: «Leí, no recuerdo dónde, que en aquellos tiempos, cuando se construía un convento era costumbre emparedar un gato vivo» (1928, 362). Por el momento no se ha localizado el texto aludido, mas sería de enorme interés identificarlo pues, no sólo sería la mención más antigua existente que documenta este ritual, sino que entroncaría la práctica del gato oculto con el sacrifico fundacional hipotetizado por Howard (1951, 150). Por lo que concierne a cuándo se produjo, no parece posible que el depósito se corresponda con la construcción románica original del templo y el monasterio, fundados en 1153, pues ambos experimentaron una profunda reforma a finales del siglo xvii (entre 1667 y 1770) con el fin de construir un nuevo edificio para el culto. Éste es el que fue demolido en 1917 y que de Llano describe como de gran tamaño.
En consecuencia, ésta constituye la primera identificación de un depósito de gato oculto dentro del territorio español, cuyo ocultamiento habría tenido lugar hacia finales del siglo xvii. Lamentablemente no es posible indagar más allá pues, aunque el gato fue entregado al Museo de Historia Natural de la Universidad de Oviedo, donde aún se conservaba en 1928, todo apunta a que la pieza se perdió en la quema de la Universidad en 1934, que afectó a dicho museo y en la que se perdió también el inventario.
En añadidura a estos casos que son claramente depósitos deliberados, he podido localizar dos momias más que son depósitos probables.
El 10 de agosto de 2020, el usuario de la red social Twitter/X Fernando Sánchez de la Rosa (@fernanbi) compartió una fotografía de los restos momificados de un gato encontrado en 2019 durante la restauración del retablo de la Capilla de la Natividad de la Virgen María de la Catedral de Burgos. El retablo, que data de la segunda mitad del siglo xvi, se había desmontado parcialmente para su restauración por primera vez desde su instalación; tras él, en un espacio sellado y sobre una viga de madera, a 17 metros de altura, aparecieron los restos referidos. De acuerdo al usuario, esa fotografía es la única documentación al respecto y fue tomada únicamente por la sorpresa que le suscitó el encuentro. Sánchez de la Rosa atribuye la presencia de esta momia a que el animal debió de quedar accidentalmente atrapado durante la instalación del retablo y, pese a que no puede descartarse enteramente esa posibilidad, tanto las condiciones como la disposición de la momia hacen probable que se trate también de un depósito amuletístico. La fotografía muestra un cráneo bien conservado (se mantienen la piel, los bigotes, las orejas y los dientes) apoyado sobre la barbilla con la boca cerrada, mientras que del cuerpo del animal sólo se conserva la piel, sin presencia ninguna de huesos, uñas o relleno, preservación selectiva muy improbable como consecuencia de un proceso natural. A esta rareza cabe añadir que la piel se encuentra enrollada sobre sí, a modo de maroma, con el extremo final vuelto hacia la cabeza.
El último gato momificado identificado se encuentra conservado en el estudio de Joan Miró en Mallorca y puede verse colgado en la pared, al parecer, como lo dejó el pintor de acuerdo a su deseo de que a su muerte se conservara su estudio intacto. Sobre esa momia se cuenta que se trata del animal de compañía del pintor que, quedando olvidado en uno de sus viajes de varios meses, murió en ausencia de Miró. Éste, que lo encontró momificado a su regreso, lo conservó para usarlo de modelo para los muchos gatos que aparecen en sus obras. Esta versión no puede ser auténtica atendiendo a lo ya dicho sobre la postura en la que mueren los gatos en estas circunstancias, pues este ejemplar parece tendido sobre su vientre ligeramente hacia el lado izquierdo, en posición tensa, con las patas extendidas y la cara girada en esa misma dirección. Esta posición tampoco presenta similitud con los gatos que aparecen en las obras del pintor. Tras consultarlo con la Fundación Pilar y Joan Miró, el restaurador y conservador Enric Juncosa Darder confirmó amablemente que, aunque esa historia es la conocida sin que se pueda dar cuenta clara de su procedencia, a él le parece más probable que se tratara de un gato que quedó encerrado en el edificio más antiguo de la Fundación, Son Boter, cuando fue abandonado por sus antiguos propietarios. Miró lo habría encontrado ya momificado cuando compró el inmueble en 1959.
Una vez más, la postura descarta la muerte accidental pero, sin disponer de más examen que el visual y dando crédito a que el animal fuera encontrado tras la compra de Son Boter, pudiera tratarse del descubrimiento de un gato oculto por parte de Miró que éste no tuviera medios para interpretar. El edificio en cuestión es una casa señorial mallorquina típica del siglo xviii, que fue empleado por el pintor como espacio artístico y estudio. Lamentablemente, para tal vez aclarar esto sería preciso revisar si Miró dejó algo dicho al respecto al gato que pudiera haber pasado desapercibido ante el desconocimiento de estos ocultamientos.
Practicas afines testimoniadas
La indagación sobre este tipo de prácticas ha revelado el recuerdo o la vigencia de muchos rituales de protección del hogar similares a las ya expuestas y de las que procedo a destacar las más notables. Como puede verse, todas ellas a excepción de la última son prácticas domésticas destinadas a favorecer la prosperidad del hogar y que responden a lógicas intuitivas de acción simpática (lo similar produce lo similar).
En esta línea, un hombre de sesenta y ocho años, con estudios superiores y actualmente residente en Madrid, me relató que en su familia existía la costumbre de que, sólo para una casa adquirida en propiedad y excluyendo así residencias temporales o alquiladas, se armaba una pequeña botella o tarrito que debía contener una bolita de pan (representando el alimento), una píldora de medicamento (representando la salud) y una moneda (representando la prosperidad); se cerraba y se ocultaba en un lugar inaccesible del edificio, como en la parte más remota del altillo de un armario o entre la viguería, y nunca más se volvía a tocar, dejándose allí aunque la familia se mudara. Según explicó, había heredado esta práctica de la familia de su madre, originaria de Valverde de los Arroyos (Guadalajara). Él había realizado estas botellitas para los domicilios propios en los que había vivido, aunque sin atribuirle propiedades «mágicas» sino en una idea general de buenos deseos para los habitantes.
Por su parte, una mujer de setenta años, natural de Madrid, relató cómo durante su infancia en el barrio de Tetuán era común que al acometer la construcción de una nueva vivienda se depositara entre los cimientos una pequeña pieza de oro o, en su defecto, un objeto dorado, para atraer la riqueza al nuevo hogar. A día de hoy mantiene la costumbre de guardar un frasquito con monedas sueltas en el rincón más remoto de la casa; éstas, aunque discretas, no se encuentran activamente ocultas pero no se deben tocar. También he sabido de un hombre que vivió en ese mismo barrio a principios del siglo xx que tenía la costumbre de clavar un real en el interior de la puerta de su casa «para que en esta casa no falte un real». Como en el caso anterior, estas acciones no se perciben por quien las realiza como «mágicas».
El pasado mes de marzo, pude identificar un dispositivo apotropaico recién puesto en un edificio del barrio de Lavapiés, en Madrid. Se trataba de un vaso de plástico cuyo interior mostraba una capa de sal gorda sobre la que descansaban tres dientes de ajo (imagen 13 a y b). El vaso se encontraba emplazado sobre el aplique de la luz fijado a la pared, en el umbral de un sótano al final de la escalera, tan pegado a la pared y al vano de acceso como era posible (imagen 14). Esta colocación responde a que ésta era la superficie más alta y discreta disponible en un espacio que no disponía de ningún otro mobiliario o estructura que permitiera un ocultamiento más completo. La pared de ladrillo presentaba ralladuras a la derecha del vaso, también recientes y que no se apreciaban en ningún otro lugar del espacio, pero no guardaban parecido con otras marcas apotropaicas más conocidas, que suelen formar letras o entrecruzarse.
Tanto el ajo como la sal son ampliamente reconocidos por el folclore popular ibérico como materiales protectores, repelentes del mal y purificadores. Más aún, circulan por internet recetas de «remedios espirituales» para romper embrujos o defenderse de las energías negativas que precisamente combinan sal gorda con tres o siete dientes de ajo sin pelar, o tres cabezas enteras. En todo caso, éstos han de depositarse en un recipiente abierto y emplazado en el acceso principal del lugar que se quiera proteger o limpiar, sin que deba ser tocado; se espera a que la combinación se oscurezca y se reemplaza periódicamente hasta que dicho oscurecimiento deje de producirse.
Esta ubicación es de digna de mención, pues se trata de los sótanos de un edificio tipo corrala de finales del siglo xvii que, tras servir para diversos usos (inclusive cocheras, despacho de pan y bar, además de viviendas), es desde 2011 un Centro Municipal de Mayores. Del sótano, que por su estructura se puede reconocer que fue construido como cárcel, se dice a partir de fuentes dispares que fue prisión de la Corona o cárcel eclesial. Circula, sin embargo, una reciente patraña de gran popularidad que lo identifica como una antigua prisión de la Inquisición[26] o lugar de tortura y represión de brujas. Pese a la falsedad de esta atribución, no es extraño que se pueda entender que el lugar esté dotado de una negatividad maligna o peligrosa, incluso vinculada a la hechicería, a lo que sin duda responde la presencia del vaso. De hecho, debido a la reiteración de la historia el Centro se ha visto en la necesidad de colocar desmentidos en la puerta de acceso a este espacio.
Conclusiones
Los casos que se han presentado aquí, aunados a lo ya expuesto en el estudio anterior, permiten fundamentar que la práctica de los depósitos amuletísticos ha existido en el territorio español y que presenta similitudes con lo documentado en otros países. Éstos se extienden por puntos diversos de la geografía española y remiten a distintos momentos entre los siglos xv y xxi, con especial intensidad en torno al xvii de acuerdo a la muestra disponible.
Pese a que sobre alguno de estos casos pueda pesar una duda razonable, son en su mayoría ejemplos claros de una ritual intencionado con un método compartido que descarta lo marginal o puntual: se trata de objetos dispares, rotos o amortizados, que se acumulan en lugares improbables e imposibles al azar, que son difícilmente accesibles o están sellados, lo que favorece tanto su preservación como su descubrimiento durante demoliciones o reformas. Aparecen tanto en casas como en palacios y, destacadamente, en grandes edificios religiosos. Cabe sospechar por ello que se trata de una práctica transversal a lo social y económico que no está ligada a un tipo de edificación concreta. Esto sería consistente con otras lógicas amuletísticas atestiguadas en el territorio español, en las que las diferencias sociales no se han plasmado tanto en una diferencia en los métodos como en el tipo de materiales empleados; por ejemplo, los amuletos de lactante (Cortina Aracil 2024, 10 y 12).
La interpretación de estas prácticas es equívoca pues no se ha encontrado de momento ninguna documentación o testimonio coetáneos a la práctica de estos ocultamientos que explique su razón de ser u objetivo, así como tampoco su origen o la vía de transmisión de las mismas. Este silencio parece que podría ser una parte importante de la eficacia de estos depósitos cuyas propiedades, probablemente, sean más talismánicas que amuletísticas. Es importante, con todo, no inscribir estas prácticas unívocamente al ámbito de lo mágico, en el sentido de que impliquen la participación o manipulación de potencias sobrenaturales. Su referencia al plano de lo inmaterial o espiritual podría haber sido interpretada por sus artífices como otra forma de acción natural, distinta a la «mecánica», similar a cómo se espera un efecto del consumo de un medicamento aunque su usuario no se sepa dar razón de la química o la biología subyacente al mismo. Éste es el caso otros amuletos o talismanes históricos, considerados en su momento dentro del ámbito de la medicina o de la magia natural, y de las experiencias contemporáneas antes ejemplificadas.
De acuerdo a lo que aquí se ha presentado, se supone que el significado de estos «basureros espirituales» participa del marco semántico de otros rituales afines y tiende a remitirse a la protección frente al mal o a la propiciación de la prosperidad para aquella comunidad vinculada al edificio.
Esta incertidumbre es la que lleva a algunos investigadores a descartar una intención detrás de estos depósitos, cuya justificación puede parecer en exceso especulativa. Lamentablemente, este es el principal desafío al que se enfrenta la investigación de estos rituales. El rechazo o desconocimiento del valor e interés de estas prácticas conduce a enmascarar los posibles descubrimientos, que quedan descartados como insignificantes o anecdóticos. De muchos de estos casos sólo queda documentación derivada de la sorpresa suscitada en los participantes y sus materiales suelen perderse o son desechados. Destaca en esto el caso de los gatos momificados, de los que, por defecto, se supone que han quedado atrapados de forma accidental pese a que una exploración más cuidadosa lo demuestre imposible. Sólo en el caso de que alguno de los objetos del depósito se haya percibido como dotado valor éste ha sido conservado; pero el contexto de su hallazgo no suele quedar registrado, como sucede con los naipes, que son meticulosamente estudiados pero no así la ubicación y condiciones exactas de su descubrimiento.
Es esperable que una adecuada divulgación de la existencia de estas prácticas contribuya a que muchos otros casos sean identificados y adecuadamente documentados. El aumento de la muestra podría permitir alumbrar una mayor claridad sobre su sentido, así como de las peculiaridades regionales que estos rituales tal vez puedan presentar.
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NOTAS
[1] Esto encuentra correspondencia en casos del entorno británico en los que los depósitos, aunque ocultos y difícilmente accesibles, no se encuentran sellados y son nutridos con más zapatos periódicamente. El emplazamiento más normal en estos casos es una repisa interior en la chimenea.
[2] Quintía Pereira, en su análisis sobre la diversidad de creencias en torno a esta piedra en la cultura rural gallega, sintetiza en nueve los usos del cuarzo blanco: como protección general, como propiciador de la fertilidad o renacimiento, como propiciador de la fecundidad vegetal, como favorecedor de la lactación, como piedra curativa (cuando tienen forma angulosa), como objeto votivo, como óbolo para transitar por espacios intersticiales, como protector en los viajes y como elemento oracular (2014, 129).
[3] Davies y Houlbrook realizan una consideración general del uso del hierro como revulsivo de la magia y amuleto de la suerte en el contexto británico, incluyendo uno de finales del siglo xviii contra las pesadillas coincidente con el que propone Plinio y que se menciona a continuación (2021, 104).
[4] Alfayé (2014) ofrece una introducción arqueológica a la funcionalidad de estos clavos mágicos en el mundo grecorromano, explorando usos profilácticos, curativos y augurales.
[5] Aunque también para causarlos, como se puede ver en la importancia del acto de clavar al proferir una maldición (por ejemplo, Fontana Elboj 2021, 279).
[6] Se trata los objetos asociados con la Pasión de Jesucristo que el simbolismo cristiano interpreta en clave heráldica, presentándolas como las armas que Cristo usó para lograr Su conquista sobre la muerte y el Maligno, y que sirven de meditación sobre el sufrimiento de Cristo. En el caso de los Santos Clavos, el cristianismo occidental suele representarlos como tres (afín a cómo en los crucifijos ambos pies aparecen clavados con un único clavo) mientras que el cristianismo oriental ha tendido a representarlos como cuatro (separando ambos pies).
[7] Es notable que se trata del último abad de esta institución benedictina y quien se la entregó a Enrique VIII durante su purga religiosa. Casi todo el complejo fue destruido, salvándose a penas la antigua iglesia abacial Santa María Virgen por insistencia de la gente de Tewkesbury, que se la compró a la corona. Por el conjunto cabe interpretar estas marcas como petición de protección o signo de beligerancia ante la persecución a los católicos.
[8] Hildburgh (1942) lleva a cabo un análisis minucioso y actual de la morfología y usos de los amuletos con esta forma, al que sólo puede objetarse su desconocimiento entonces de la joyería tartesia, cuya certeza arqueológica data de 1958.
[9] Así, esta versión parece relacionada con el motivo del Diablo Cojuelo.
[10] Esto puede tener relación con que en estas áreas también existen tradiciones populares que emplean dichos cráneos o simulaciones de los mismos a modo de caballitos de palo que ejercen de personajes en las fiestas y mojigangas populares de forma algo similar a los gigantes y cabezudos de la tradición hispánica. Un caso muy conocido de estos es la Mari Lwyd galesa, documentada a principios del siglo xix, que acompaña a una comparsa navideña en rondas de puerta en puerta para pedir aguinaldos en forma de comida y bebida.
[11] Se subraya también la aparición de una cazuela, pero no se aclara si ambos objetos aparecieron juntos (Castellanos Oñate 2024, 177).
[12]Estas marcas resultan similares a las encontradas en 2014 bajo el suelo durante la restauración de la casa Knole de Kent (Inglaterra).
[13] Aunque se ha dicho en prensa que el hallazgo se dio en el Convento de San Francisco, desde el Ayuntamiento de Morella se me ha indicado que se trata de este otro que le es anexo.
[14] El Museo identifica este derribo en torno a 1916 pero otras fuentes lo refieren a mediados de ese mismo siglo (Martínez González 2002, 25-26).
[15] El Museo no dispone de información sobre estas monedas, pero el encierro en un recipiente de barro recuerda a la olla cerámica encontrada en una intervención arqueológica en 2004 en el casco histórico de Vitoria-Gasteiz. Ésta apareció vuelta del revés, guardando en su interior los restos de un ave y una moneda de Alfonso VIII de Castilla en lo que probablemente fueron los cimientos de una construcción. Sánchez Rincón (2012) da cuenta de este descubrimiento y de sus posibles significados, relacionándolo con la supervivencia de rituales romanos de naturaleza fundacional y propiciatoria, dando cuenta también de otros casos en el área de restos de aves domésticas encontrados en vasijas cerámicas puestas bocabajo (2012, 58-59). Es de interés el que, aunque por las condiciones de su realización se trata de un tipo de ritual potencialmente distinto a los aquí estudiados, se trata de un ocultamiento datado de la segunda mitad del siglo xiii, lo que testimonia una continuidad en este tipo de costumbres.
[16] Se prohíbe jugar a las cartas y a otros juegos de gran popularidad, como los dados, en algunas ciudades europeas en el siglo xiv en razón de los problemas piadosos, sociales y legales que comportaba el hábito de jugar. Sin embargo, en siglos posteriores se buscará una regulación específica para evitar un relajamiento de las buenas costumbres y cuyas prohibiciones refieren principalmente a las circunstancias en las que se jugaba (en barcos, cementerios, prisiones, etc.) o a conductas inadecuadas vinculadas a ello (la blasfemia al perder, las peleas, las apuestas, etc.), pero no al juego mismo o a la tenencia de naipes (cfr. Pino Abad 2016), cuya impresión y venta será monopolio de la Corona en varios momentos.
[17] A diferencia de los dados, con los existen asociaciones mágicas o apotropaicas más antiguas.
[18] Cabe especular que los naipes seleccionados para estos fines pudieran haber sido en su momento el instrumento de juegos particularmente propicios o afortunados.
[19] Hoggard especula sobre la vigencia de la práctica por parte de los constructores en relación al caso de un gato familiar atrapado vivo bajo un suelo durante una obra (2019, 52).
[20] En el seno de la teoría de la emisión (también llamada de la extromisión o extramisión) el estudio del ojo del gato es notable; por ejemplo, Descartes, en su reflexión sobre la luz, manifiesta que los gatos ven de noche mediante los rayos que se extienden desde sus ojos hacia los objetos (Descartes 1981, 382 nota 86). Sólo a partir del siglo xviii se consolidó una comprensión de la vista como exclusivamente intromisiva y también en ese proceso el estudio de la vista del gato fue de especial interés, como se evidencia en los debates la Real Academia de Ciencias de París transcurridos entre 1704 y 1709 en torno a la retina de este animal (Heitz 2012, 11-15).
[21]Este bulo histórico ampliamente refutado se origina con la obra de Donald W. Engels, Classical Cats: The Rise and Fall of the Sacred Cat (1999), donde se afirma sin evidencia que dicha matanza tuvo lugar. Por el contrario, el registro zooarqueológico muestra que se da una creciente popularidad del gato como animal doméstico precisamente hacia el final de la Edad Media (Krajcarz, Magdalena, et.al. 2022).
[22] Es importante, sin embargo, tener en cuenta que la mayor parte de la carrera de este pintor transcurrió en Inglaterra.
[23] Aunque centrado en la obra de La dama boba de Lope de Vega, Rodríguez Mansilla (2000) hace una revisión sintética y de interés sobre este retrato literario del animal.
[24] De las abundantes menciones a animales en la obra, lo único reseñable es la pelleja de gato negro en el que la vieja dice guardar los ojos de loba para sus ungüentos (Rojas 1999, 76), mas el término puede también referir a un talego para guardar dinero sin relación con el animal.
[25] La boca abierta, por sí misma, puede ser equívoca dado que la deshidratación y atrofia de los tejidos faciales puede dejarla al descubierto dejando ver las piezas dentales, como en el caso de Florián (imagen 11). Sin embargo, una apertura tan drástica como la presentada en la fotografía de este caso no responde a este fenómeno.
[26] Esto no parece tener fundamento documental pues las raras referencias que sustentan dichas afirmaciones remiten a Répide, que la llama meramente «cárcel eclesiástica o de la Corona» (2005, 106). Eso sí, el autor habla de ella como «teatro de abominables sucesos en la época fernandina» como prisión de liberales y escenario del asesinato en 1821 de Matías Vinuesa, conocido como El Cura de Tamajón. Esta denominación se repite en el Diario de Avisos de Madrid en 1831, se refiere a este lugar como «[…] casa que fue cárcel de la Corona, cuarto bajo, se hace almoneda durante estas ferias de cuadros, libros, manuscritos, estampas antiguas, cosas chinescas, y un magnífico biombo, con otras varias cosas de gusto» (1082), por lo que en esa fecha ya habría dejado de ser prisión hace tiempo.