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El sorprendente hallazgo descrito por Leticia Cortina en el primer artículo de este número me ha llevado a reflexionar sobre algunos de mis hábitos más inexplicables, en particular aquellos en los que la razón está ausente y además no se la espera. En una pequeña arquita de estaño guardo, desde que empecé a coleccionar objetos, las piezas a las que, por indescifrables argumentos, he atribuido algún «poder» a lo largo de la vida: el zapato milagroso de Santa Rita de Casia que un amigo encontró al hacer obra en su casa, unas monedas antiguas de la familia, una piedra del rayo engarzada en plata y algunas más de escaso valor tomadas y admiradas por sus extrañas formas… No sé qué impulso encubierto o qué intuición me llevaron a reunir tan peregrino arsenal pero el hecho es que nunca he sacado esos objetos de su escondite y siguen esperando el momento en que otra mano, ignorante de los pensamientos o de las justificaciones que los colocaran cuidadosa y respetuosamente en ese escondite, vuelva a reflexionar sobre los arcanos de la mente humana que quiso protegerse desde los albores de su existencia contra los enemigos invisibles. Gatos no he incluido de momento, pero enterré el cuerpo muerto del mastín que me acompañó durante muchos años bajo un nogal que planté en el jardín, y el árbol se ha desarrollado tan extraordinariamente y da tantas nueces, que sigo pensando que la fuerza de aquel animal sigue transmitiendo al mundo vegetal después de su fallecimiento el mismo vigor y corpulencia que tuvo en vida.
Las casualidades me llevaron a que el hallazgo del zapato de Santa Rita coincidiera con la aparición en una estantería de las novenas que mi abuela Fernanda reunió para sus propias devociones. Redondeando la coincidencia, entre ellas estaba una novena en verso a la santa que publicó la imprenta, librería y almacén de papel de Fernando Santarén, un establecimiento al que he dedicado numerosos estudios. El texto incluía una «bendición» de las rosas de Rita con versos que podían recitar las doncellas, casadas, viudas o religiosas que quisiesen solicitar favores o venerar a la abogada de los imposibles. Una estrofa destinada a ser cantada por las doncellas me sigue llamando la atención:
Si del sitio que lo encierra
salía tal vez tu anhelo,
dabas en continua guerra
con la memoria en el cielo
y con los ojos en tierra.
Parece como si quien compuso los versos hubiese querido dejar pistas para resolver los enigmas derivados de una virtuosa y oscura existencia, a la que el mismo Cristo quiso añadir una espina de su corona. De la cabeza a los pies, el ser humano es un misterio.