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Fue hace algo más de un cuarto de siglo cuando me acerqué a los letroides, al hilo de la preparación de mi tesis doctoral sobre el tema de la epigrafía medieval. Dejando a un lado el recuerdo de algunas limitaciones que hube de afrontar para su realización[1], hubo un aspecto que (al igual que otros) captó mi atención: los signos con forma de letras en algunas obras artísticas, concretamente pictóricas, simulando textos, pero sin serlo auténticamente, con la finalidad de proporcionar apariencia de verosimilitud a algunos elementos representados.
Más allá de mis recuerdos y experiencias, cualquier persona interesada por la historia del arte ha podido comprobar que, a lo largo de los siglos, los textos en griego o hebreo que se representaban en algunas pinturas de temática religiosa se reproducían correctamente (lo que supondría la colaboración de eruditos en las lenguas bíblicas con los pintores) o se fingían con letroides. Hay abundantes casos tanto de la primera opción como de la segunda. Por citar un ejemplo de pintura con inscripción hebrea correctamente trazada, cabe mencionar la representación de Moisés en el studiolum de Federico de Montefeltro en Urbino[2]. Como muestra de una representación gráfica de un pasaje bíblico con inscripción hebrea fingida se puede recordar el cuadro La visión de Baltasar, de José de Ribera, «El Españoleto», conservado en el Palacio Arzobispal de Milán, donde no solo el texto que la mano traza está simplemente simulado, sino que incluso se ve cómo la mano parece escribir de izquierda a derecha y no al revés (como correspondería al alfabeto hebreo).
Un eco de esto se encuentra, por ejemplo, en la representación de la cartela trilingüe de la crucifixión que realizó nada menos que Francisco de Goya en un cuaderno durante su viaje a Italia, conservado en el Museo del Prado[3], en el que se ve cómo escribió correctamente la parte latina, casi bien la parte griega, pero para la hebrea lo que trazó fueron letroides. La mención a Goya da pie a recordar que también algunos de los más conocidos artistas de la historia los emplearon, como, por citar solo otro nombre más, Miguel Ángel[4].
Pero letroides no hubo solo en representaciones pictóricas simulando letras griegas o hebreas. También los hay en otro tipo de manifestaciones artísticas y fingiendo letras de otros alfabetos (por ejemplo, el árabe).
Es un tema este, el de los letroides, que, siendo conocido, no ha recibido, empero, toda la atención que probablemente merezca desde el punto de vista de la investigación, aunque, afortunadamente, ya hay trabajos de interés sobre el asunto[5].
El estudio de los letroides podría ser abordado desde distintos enfoques[6]. En la presente ocasión lo hago desde una perspectiva etnográfica. Me explico mejor.
Pensemos en representaciones pictóricas realizadas en tiempos en los que la mayoría de la población no sabía leer ni escribir. ¿Qué diferencia había para una persona analfabeta entre las letras de un texto y los letroides que meramente fingían serlo? La respuesta parece clara: a efectos prácticos, ninguna[7].
Esto da pie al siguiente paso del presente análisis. Un letroide es una forma que recuerda una letra, pero sin serlo propiamente. Mas también podría serlo una letra que ha perdido la función de transmitir un fonema o ser parte de una palabra para convertirse, sencillamente, en una figura más, una letra que simula ser una letra pero sin serlo funcionalmente en realidad en ese preciso contexto. El arte nos proporciona ejemplos claros de ello. Así, por ejemplo, en varios cuadros del famoso pintor barroco del siglo xvii José de Ribera, «El Españoleto», ya anteriormente citado en el presente artículo, hay letroides que simulan ser letras hebreas, pero entre ellas, como se aprecia en el lomo del libro que porta la representación del profeta Elías (de la Cartuja de San Martín de Nápoles), se encuentra la letra omega mayúscula, que, obviamente, no tendría cabida en un presunto texto en hebreo[8].
No resulta extraño que emplease esa letra, habida cuenta de que no hacía falta saber nada de griego, ni tan siquiera conocer sencillamente las letras de su alfabeto, para estar familiarizado con ella, si se recuerda que aparecía en muchas representaciones religiosas, dado el simbolismo que adquirió gracias a unas conocidas palabras del libro del Apocalipsis (1, 8), que en la traducción latina del original (téngase en cuenta el uso del latín en los textos religiosos y litúrgicos en la Iglesia Católica hasta el Concilio Vaticano II), es así: «Ego sum A et Ω, principium et finis, dicit Dominus Deus, qui est et qui erat et qui venturus est, omnipotens». Es más: muchas personas analfabetas también conocerían su forma sin saber qué era exactamente.
De hecho, aparece la mencionada letra griega entre letroides de otros cuadros de Ribera, como, por ejemplo, en el cuadro que representa a un filósofo, conservado en The Paul Getty Museum de Santa Mónica (California), o el que muestra a San Pedro y San Pablo del Musée des Beaux-Arts de Estrasburgo.
Continúo con el análisis del concepto de letroide siguiendo una perspectiva etnográfica y fijándome en lo visto en referencia al uso, anteriormente indicado, de la letra omega en algunos cuadros de José de Ribera. Si un letroide simula ser una letra sin serlo, y si también pudiese serlo, funcionalmente, una letra real empleada como un «simple» letroide, ¿se diría, por ejemplo, que la letra omega empleada en un grafiti callejero, no como signo propiamente lingüístico ni como parte de un texto, sino solo por su mera forma externa, podría ser considerado como letroide? No es una pregunta basada en una idea hipotética: he aquí la muestra gráfica de ello, en la ciudad de León, donde aparecen juntas la omega mayúscula y la minúscula (aunque trazadas de un modo no precisamente caligráfico). Quede planteada la cuestión.
El filósofo alemán Ernst Cassirer consideraba que en el Renacimiento la filosofía era «una voz a la que corresponde una función conectora de disciplinas»[9]. Quedémonos con este interesante concepto, pero separándolo de la filosofía y aplicándolo a nuestro análisis: en el caso del presente artículo, la perspectiva etnográfica permite conectar ámbitos diferentes de conocimiento, como la cultura escrita y el arte, y este desde el culto arte de templos y museos hasta los grafitis callejeros (una parte de los cuales han llegado a ser considerados como arte, mientras que otra no). La etnohistoria, bien como campo de estudio en sí, bien como perspectiva para aplicar para otras ramas del conocimiento, sigue ofreciendo enormes posibilidades para la investigación.
NOTAS
[1] Mencionaré solo dos: la dificultad para conseguir el permiso para acceder a investigar en ciertos lugares y/o para estar el tiempo necesario en ellos para realizar el trabajo; alguna limitación de la técnica fotográfica tradicional (actualmente superada con la moderna tecnología digital).
[2] Traté del tema en LORENZO MARTÍNEZ ÁNGEL, «La inscripción bíblica hebrea en la representación de Moisés del studiolum de Urbino de Federico da Montefeltro»: Studium Legionense, 51 (2010) 263-271, Citamos más ejemplos en «Un curioso ejemplo de epigrafía greco-hebrea bíblica en al arte religioso español del siglo xvii»: Studium Legionense, 47 (2006) 365-372 (por cierto, por algún problema informático en la imprenta algunos tipos griegos fueron «transformados» en este citado artículo)
[3] Número de inventario D6068/19. Su imagen es fácilmente accesible a través de Internet.
[4] Se pueden ver en la Capilla Sixtina, por ejemplo en los libros que leen la Sibila Pérsica y Naasón en sus representaciones (HEINRICH W. PFEIFFER, S. J., La Capilla Sixtina. Iconografía de una obra maestra, Foligno 2007, pp.164 y 125, respectivamente).
[5] V. g., FELIPE MARÍA GARÍN Y ORTIZ DE TARANCO, «Letreros y letroides en la temática artística»: Archivo Español de Arte, 175 (1971) 259-282.
[6] Uno de ellos sería desde el punto de vista gráfico, lo cual podría incluso conducir al posible establecimiento de una clasificación morfológica.
[7] Cuando realizaba la tesis anteriormente aludida, recuerdo que vi unas inscripciones en el techo de una iglesia. Cuando las observé detalladamente en fotografía, vi que los trazos de una en concreto estaban escritos a la inversa. Pregunté a la persona que reveló las fotografías si se habría producido una inversión que, en ocasiones, se generaba en los revelados tradicionales. Al indicarme que esto no aconteció, pensé cuál podía ser la razón que explicase no solo este caso, sino también otros similares, y consideré la siguiente posibilidad: quien encargaba que se trazase la inscripción la escribiría en un papel en el que quizá, si este era fino o la tinta lo suficientemente fuerte, el texto podría verse tanto por el recto como por el vuelto del mismo papel. Y si el lapicida no sabía leer, no ignoraría si tendría que reproducirlo del modo adecuado o a la inversa. Más allá de la mayor o menor validez de esta hipótesis, reforzaría la idea de que, a ojos de una persona analfabeta, la diferencia entre letra y letroide no existiría.
[8] Las obras de este pintor citadas en el presente artículo pueden verse en GIORGIA MANCINI, Ribera. Presentación de Alfonso E. Pérez Sánchez, Madrid 2004.
[9] WOLFRAM EILENBERGER, Tiempo de magos. La gran década de la filosofía. 1919-1929, Barcelona 2019, pp. 236-237.