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El Rocío se puede contar las veces que cuadren y siempre será distinto, siendo igual. Se acumulan sensaciones de lo que los sentidos captan y sale el relato, que puede ser impactante si se refiere al salto a la reja de madrugada, la toma de la Virgen, la pugna por llegar al paso o también un mogollón de gente, polvo, ruido o lo que sea. Está la intimidad del devoto anónimo que hace su visita a la Madre: «Vivo seis meses al año esperando verla y otros seis recordando que la vi». O «Paso el año con mi mono azul del trabajo y para los tres días de Rocio me compro diez camisas». También puede contar ese séptimo año en el que la Virgen es llevada de la aldea a Almonte de noche, andando por el bosque sagrado, con ecos de cultos dionisiacos, con silencios interiores, cantos, palmas, vida, esencia: «La Virgen no quiere ver conflictos; quiere que haya amor». «A la Virgen se le habla y Ella te habla». Lo religioso trae esta magia. Se cree sin más; es natural lo sobrenatural. Y la Vírgen va sobre su paso de plata con su manto bordado con hilo de oro. Ir a su Romería bulliciosa o a una ermita solitaria a meditar tiene rango de sabiduría; se tenga o no la creencia, que la fe es un Don, se tiene el impulso de acercarse a lo superior, a la divinidad, contactar, aunque sólo sea con la mirada; después viene la reacción intima y secreta. El Rocío se inscribe en los cultos a las Grandes Madres, que premian o castigan, que testifican lo que hacemos en silencio, dejando que sea nuestra conciencia la que se pronuncie ante las imágenes que la población devota ve idóneas, Madres de las que un día nos separamos, y no solo digo la que va en el paso, sino la que espera en casa al frente de la familia matriz. Lo cierto es que nos nace una memoria de amor a sus figuras y es por lo que hacemos esas visitas periódicas con rituales en su honor, con la nostalgia de un no sé qué, quizás de ese hilo tirante del sentir que sale del corazón y al corazón vuelve en la romería, en la fiesta.
Una tarde me llama Remedios Rey de las Peñas para decirme que está elaborando un libro con recetas de cocina de las personas de más edad de la Hermandad de Emigrantes del Rocío de Huelva, y me invita a que escriba un texto breve que sirva de llave. Acepto por Rocío, por Emigrantes, por Huelva, por Remedios y porque sí. Del tema «yo no sé muchas cosas, es verdad, digo tan sólo lo que he visto» y escuchado, con lo que me acerco al fenómeno desde mi ignorancia con respeto, entrando en su ámbito mágico y a la vez real a través de testimonios sobre la fiesta, que no deja indiferente a quien la ve desde el punto de vista humano, o de la pura etnografía, disciplina que me ayuda a entender algunas cosas.
El libro es sobre el menú, la mesa. En el mundo antiguo el gran banquete era comerse al padre, posiblemente sacrificado, cuyos poderes pasaban a la descendencia. Pero aquí propongo un menú menos salvaje, más sencillo que los que traiga el libro, que consta de una tortilla de papas y gazpacho, que es el humilde manjar que consume aquel pionero grupo de Emigrantes en lo que podría llamarse el primer ensayo de la Romería que hará cuando sea Hermandad aceptada por la Matriz de Almonte. A los hechos voy, que parecen de novela. En uno de los documentos que me pasan para que me entere, leo: «La ofrenda de Juan Gil es un trono de corazones y flores, hombre que en los años 60 emigra a las minas de carbón de «Raim Proise» en la germana Repelem, a trabajar a 600 metros de profundidad. La Sra. Merval le habla de la falta de mano de obra en fábricas textiles de Bocholt, Juan Gil se traslada a Bocholt y, junto a la Sra. Merval, buscan un edificio para acoger a emigrantes, hallando uno idóneo en el centro de la ciudad: el Hotel «Langenhoff», en el 10 de la calle Norstr, que arriendan y llaman «Casa de España», lugar de actos culturales y expansión. A la vez buscan un nexo religioso y surge la idea de nombrar a la Virgen «Patrona de la Colonia Española», para lo que en 1963 hacen asamblea de socios, se vota y el escrutinio da un 90% a favor de la advocación del Rocío. Desde ahí, el Club Hispano-Alemán se llama «Virgen del Rocío». En 1964 hacen su primera Romería a semejanza de la que recuerdan en Huelva, pero al castillo de Geme, cedido por el Ayuntamiento, con procesión, rezos, alegría de una multitud de creyentes españoles y alemanes, sin que falten los trajes de volantes, el cante y el baile, llevando como menú, tal si fuera un maná bíblico, tortilla de papas y gazpacho en su estreno como romeros». El resto de la historia ya es eso, historia, hasta tener Casa de Hermandad propia en el Puerto de Huelva. Pero lo que es el manjar, queda fijado.
El Rocío despierta en quien va sensaciones contradictorias simples: le gusta y no le gusta, lo entiende y no lo entiende, y se le hace un nudo en la sesera. Por eso, leer o escuchar a quien vive su experiencia es necesario. Cito, porque parece describir la del Rocío, cuando Frazer escribe sobre una procesión camino del templo por los bosques de los tiempos antiguos, en la que iba la Diosa del Bosque en su carreta, adornada de flores y de plata, tirada por bueyes, con música elemental de pito y tambor, con todos los fieles detrás cantando, peregrinando. Ella concedía a las futuras madres un parto feliz y bendecia a los hombres y mujeres con descendencia. Las hogueras de las hermandades para pasar la madrugada también vienen descritas desde tiempos remotos, cuando durante el festival anual en la época más calurosa del año, su bosque se iluminaba con antorchas y las mujeres escuchadas por Ella iban al santuario coronadas de guirnaldas con antorchas encendidas, junto al que había una capilla con lámparas perpétuamente encendidas, llámale hoy ofrendas de cirios bendecidos.
Entre el ayer y el hoy existen más elementos comunes de los que parece. Y es que la magia que proporciona un recuerdo perdido se ata a la costumbre y ahí sigue. Le pregunté hace años a Antonio Blanco Freijeiro, Director de la Academia de la Historia, en Madrid, si en el culto a la Virgen del Rocío perduraban señales comunes con los ritos antiguos a las Grandes Madres, porque había visto que la imagen llevaba un elemento pagano como ornamento: la salamanquesa. Y el Dr. Freijeiro me dijo: «Precisamente. Si se ve la figura de Astarté podrá observarse que lleva por el cuello varias salamanquesas, y vea que allí se canta:
La Virgen del Rocío
lleva en el hombro
una salamanquesa
de plata y oro».
Las voces pregonan que la Virgen ya está vestida para recibir a los peregrinos. Madre que premia y castiga, amada y temible, ante Ella se eleva el ser humano a otra dimensión. La presencia de la Virgen, iguala. Es el eje, la esencia, lo inamovible: la Madre, que cada siete años es llevada a Almonte, donde permanece nueve meses, traslado para el que se tapa su imagen con un capote «para que no le dé el polvo en la cara», en palabras de Ana: camarera, vestidora, que habla con Ella mientras la viste en la aldea. Prescindo del dato frío y me interno en el bello laberinto de lo mágico para escuchar a Ana cuando explica cómo viste a la Virgen, y que a su marido se le apareció. Dice:
«El cargo de vestidora o camarista de la Virgen es cosa de familia. Antes lo fue mi abuela. Sólo podemos vestirla mis dos hijas, mi marido y yo. Y cuando la estoy vistiendo parece que me habla. Me emociono y me tengo que sentar. La Virgen me dice que la ponga guapa y yo le pongo su gorrito, su toquita, el rostrillo, su traje, la saya, la sobremanta, los puñitos y las alhajas porque viene su fiesta. La llamo María del Rocío. La visto de pastora o aldeana para llevarla a Almonte. De reina está muy guapa, y el Niño, de pastorcito. Es más fácil vestir al Niño que a la Madre. Almonte sin la Virgen del Rocío no se concibe. Dijeron una vez que se la iban a llevar y la que se formó. No pasó nada, pero hubo mucha revolución. Los almonteños dijeron que no, que la Virgen era de Almonte. Ese año tenía sonrosada la cara, se puso pálida al mudarla de paso, y me asusté. Cuando la visto para ir a Almonte le digo: María del Rocío, estate quieta, que te voy a pinchar. La gente dice que va ahogaíta. Y no. Ella tiene su respiración. Hay días que parece que llora y sufre. Cuando no vista ya a la Virgen porque me muera, la vestirán mis hijas; hoy ellas me dan los alfileres que le pongo para ir a Almonte y no le dé el polvo en la cara. A la Virgen le gusta que la lleven los almonteños. Yo he ido dos o tres veces a acompañarla por el bosque, pero ahora no. Mi marido cayó malo, y se le presentó dos veces. Estaba yo en la cocina y escucho: ¡Niña, ven, ahí está la Virgen! Le dijo que se pondría bueno. Se puso bueno y ahí está».
El marido añade:
«Yo tenía puesta una sonda y me sentía molesto con unas dolencias horrorosas y se me presentó la Virgen dos veces por la ventana. Venía vestida de reina pero de medio cuerpo. Me dijo: «No te apures; yo estoy aquí». Se me saltan las lágrimas. Yo quiero mucho a la Virgen porque me he criado con Ella. Ayudo a Ana cuando la viste en lo que puedo, que es mudarla en peso de un paso a otro. Es guapa y buena. Cuando se le puso la cara pálida dije: «¡Qué color tan demudado tiene!» No sé si quería o no que la vistieran, pero pasó eso. Cuando se me apareció traía buen color. Daba gloria de verla. Venía con el Niño y le dije: «Madre mía, ponme bueno». Y aquí estoy».
Escribo desde la ignorancia y el respeto porque sé que ocurre lo que ocurre, no por qué ocurre, qué hay dentro de lo humano que busca lo divino. El alma guarda misterios vedados a la razón, y uno es el de la devoción sin límites a la Virgen, a la que llaman Pastora, Reina de la Marisma, Blanca Paloma... nombres que dan como fruto la palabra Madre. Al pedirme el prólogo para un bello libro sobre la cocina de nuestra abuelería, he imaginado la voz de la Gran Madre llamando a la mesa, que, aunque aparezcan manjares (tortilla de papas y gazpacho) el principal es invisible porque más que comerlo, se transmite como gran misterio en el río interno de la comprensión, cuyas aguas desembocan en el mar de la bondad, que es la más intrigante cualidad de la especie, en un acuerdo tácito por encima de litigios. La Virgen del Rocío lo sabe.