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Los mayordomos o alcaldes de las cofradías medievales se comprometían a anotar en diferentes libros las entradas y fallecimiento de hermanos, los ingresos (por multas, limosnas, rentas, etc.) y gastos (cera, refrescos, misas, sermón, música), los bienes propios de la hermandad (tanto los que se hubiesen adquirido como los recibidos en donación) y debían regirse por las reglas o estatutos. Cuando un libro estaba terminado se guardaba en casa del mayordomo quien se encargaba de su custodia. En el caso de que se deteriorasen o quedasen anticuados unos estatutos, se caligrafiaban unos nuevos. Este es el caso del libro de la Cofradía del Salvador de Portillo, donde se indica que se mandaba hacer de nuevo «por haver en la dicha regla (de 1412) cosas que aunque al principio parescieron sanctas y buenas, la variedad del tiempo las ha alterado y por las disonantias de los vocablos convenía enmendarse». En el libro de ánimas de Rodilana, por ejemplo, se advierte a quien tuviera arrendada la posada, propiedad de la cofradía, de cómo debía llevar la administración y todo lo que estaba obligado a tener en habitaciones y cuadras para satisfacer a los posibles clientes. Muchas cofradías de ánimas fueron propietarias también de pozos de nieve cuya explotación producía unas rentas a la hermandad y cuya correcta gestión era encargada al alcalde de la hermandad. El uso de la palabra «alcalde» en las cofradías procede, seguramente, de la creación de las primeras hermandades y cofradías en el siglo XII, encaminadas a contrarrestar el poder de los señores feudales y aun del rey, de ahí el recelo que despertaron en su origen. En el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1258 se dice lo que deben y no deben ser o hacer las cofradías: «que non hagan confradrias, nin juras malas nin ningunos malos ayuntamientos que sean a danno de la tierra e a mingua del sennorio del rey, sinon pora dar a comer a pobres, o pora luminaria, o para soterrar muertos, o pora confuerços (es decir para confortar a los parientes en casa del difunto), e que se coman en casa del muerto, e non pora otros ayuntamientos malos, e que non ayan hy alcaldes ningunos pora judgar en las confradrias, sinon los que fueren puestos del rey en las villas o por el fuero...».
En cualquier caso, y aunque se presumiera que cualquier reunión podía ser confabulatoria, el protocolo y el comportamiento eran importantísimos entre los hermanos. Se consignaba en los estatutos o reglas que los hermanos habían de amarse, quererse, honrarse y guardar la ley de Dios. En cabildo se encarecía el mantenimiento del orden, debiendo, quien quisiera hablar, ponerse de pie, descubrirse y tomar la vara en sus manos para expresarse con palabras «honestas y comedidas». Cualquier otro aspecto del comportamiento tanto en las juntas como en las procesiones, se solía contemplar en las reglas.
Cualquier tiempo pasado fue mejor, al menos «a nuestro parescer».