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Con ocasión del tercer centenario de la construcción de la ermita de la Virgen del Puerto, patrona de Plasencia, la Santa Sede ha concedido a la diócesis placentina un Jubileo que se prolongará desde el 25 de marzo de 2023 hasta el 23 del mismo mes, pero en el año siguiente de 2024. En este contexto, he adquirido en una tienda de anticuario online una medalla de latón con la imagen de la Patrona en el anverso y San José con el Niño Jesús en el reverso. Estas páginas pretenden ofrecer un estudio de la citada medalla, la más antigua conocida que se conserva de la Virgen del Puerto.
Introducción: breve apunte sobre la Virgen del Puerto, su ermita y la ciudad de Plasencia
Según la leyenda tradicional que aparece de manera recurrente en la bibliografía manejada (Coronación, 19-22; Barrio 1854/1952, 11-14; Fernández 1627/2000, 5-6; Matías 1869/1905, 11-21; Ramos 2006; 2009; Sánchez Loro 1959, 702-710…), unos portugueses, huyendo de la invasión musulmana, ocultaron en la sierra placentina de Valcorchero una imagen que ellos veneraban en su tierra con el título de Belén. Pasado el tiempo, la Virgen se le apareció a un cabrero que guardaba su ganado entre esas peñas; la Madre de Dios le reveló el lugar de su escondite y su deseo de recibir el culto debido edificando una ermita en su honor. Tras recuperar la imagen, el cabrero llegó a Plasencia dando tres pasos: uno en el conocido como «Cancho de las tres cruces», donde tuvo lugar la aparición de la Virgen; el segundo en la engarilla[1], en la puerta que daba acceso a la finca de la aparición, en el inicio del camino de piedra que subía a la sierra; y el tercero en la misma catedral placentina. Tras conseguir convencer al obispo, las obras se iniciaron en el lugar de la aparición, pero, pasada la noche, las herramientas y materiales aparecieron milagrosamente más arriba, justo en el puerto. Entendieron que era deseo de la Virgen y en aquel lugar más elevado construyeron la ermita.
Pasando a la historia, las primeras noticias sobre la Virgen del Puerto y su ermita nos colocan a caballo entre los siglos xv y xvi. Diego de Lobera, Chantre de la Catedral y placentino de nacimiento, proyectó una primera ermita cuyas obras se iniciaron en 1480 (Lora 2017, 836) o en 1490 (LC, 2; Ramos 2009b, 101-102), con la intención de entregarla al cuidado de los franciscanos del convento de Santa Catalina del Arenal. Sin embargo, en 1502, fecha de la muerte del citado mecenas, las obras no estaban terminadas. Su culminación la llevó a cabo el deán Diego de Jerez, amigo del anterior, que muere en 1509 cuando parece que ya estaba levantada la ermita y algunas dependencias anexas para el servicio de los frailes (LC, 2; Ramos 2009b, 102). Sin embargo, probablemente éstos no vivían allí, sino que se limitaban a celebrar una misa semanal, «la sabatina» del sábado por la mañana, puesto que ése es el día mariano por antonomasia (Lora 2017, 836-837).
A los frailes franciscos la construcción recibida quizá no les pareció suficiente puesto que en 1521 el Padre Custodio del citado convento placentino pidió limosnas para reparar la ermita y levantar un eremitorio propio porque el existente estaba arruinado (LC, 2; Ramos 2009b, 102). Él había obtenido indulgencias del Papa León X para «los que contribuyeren con sus limosnas para la obra y así por de pronto se hicieron los reparos necesarios» (LC 2; Barrio 1854/1952, 14-16). Sin embargo, unos años después, en 22 de octubre de 1568, los frailes ofrecen al Cabildo
[...] anexar la hermita de nra Sa de puerto con todas las esfuerzas e todo lo a ella anexo a la fabrica de la Sta Igla y que el cabildo era administrador dello como lo es de dicha fabrica y los dichos señores dean e cabildo mandaron votar […] y asi dixeron mandaban e mandaron aceptar dicha anexion (ACPl, LAC nº 13, 113r).
Desde ese momento, en que el convento placentino se estaba sumando al cambio en España de la regla conventual a la observante (Ramos 2008, 115-117), el Cabildo se hace cargo de la ermita; y se trata de una anexión que nunca ha sido revocada canónicamente.
La primera vez que bajó la Virgen a Plasencia fue el 27 de marzo de 1589 y hasta el 10 de mayo de 1593 el Cabildo no hizo a la imagen una recepción oficial (LC, 3). Conviene aclarar, siguiendo a José Benavides Checa (ACPl, legajo 282, expediente 13, documento sin número), que la Patrona sólo bajaba a la ciudad en ocasiones excepcionales por causas de sequía, temporales u otras desgracias (Párraga 2023, 109-110; Ramos 2009a, 60-62; Sánchez Loro 1959, 702-726). Desde hace relativamente pocos años esa tradición ha cambiado y la Virgen ha dejado su ermita por otras circunstancias siendo algunas de las más cercanas a nosotros su coronación canónica en 1952 y los 25º y 50º aniversarios de la misma, a saber, 1977 y 2002, en 2009 por la inauguración de la catedral restaurada 2009, y el jubileo actual, según parece, del 21 al 27 de octubre de 2023.
En la ermita quizá hay otras obras a caballo entre los siglos xvi y xvii, como se observa en un antiguo dintel embutido hoy en la mampostería de una pared lateral que reza claramente «1601» y a las que se puede referir fray Alonso Fernández:
Los Placentinos confesando estas misericordias han enriquecido su templo de ricos ornamentos y adornos, lámparas de plata y reja dorada. También han fabricado junto a la hermita una bvena casa para vn capellán (Fernández 1627/2000, 5).
En 1644 se acomete la construcción de una nueva ermita inspirada por el obispo Diego Arce y Reinoso (González 2013, I, 387-404):
[...] viendo los Placentinos que la ermita era pequeña edificaron otra en el mismo local de más amplitud y hermosura la que fue concluida en el año que manifiesta la inscripción que en el enlosado de la ermita se ve y es como sigue: A Gloria y honra de Dios y de su Santísima Madre se hizo este Santuario y obra de las limosnas de sus devotos por no tener rentas ni patrono siendo Obispo de Plasencia el Ilmo. Señor Diego de Arce y Reinoso siendo Mayordomo Juan Gutiérrez canónigo natural de Béjar acabóse año de 1644 (LC, 3).
La inscripción anterior se conserva hoy en un muro, en la pared lateral derecha que resguarda las escaleras de acceso al atrio. Por fin, la ermita actual fue construida entre 1720 y 1723 durante el pontificado de Francisco Laso de la Vega y Córdoba (González 2013, I, 497-511)
Así consta en varios documentos y entre ellos la inscripción que a la letra es como sigue: Ejecutóse la nueva fábrica de este Santuario a expensas de las limosnas de los devotos siendo Obispo de esta ciudad el Ilmo. Señor Don Francisco Laso de la Vega, corregidor Don Juan Francisco de Luján y Arce y Mayordomo de nuestra Señora Don Manuel de Melo, Canónigo de esta Santa Iglesia Catedral y Capellán del Santuario don Antonio Cordobés en el año de 1723 (LC, 3).
La inscripción se conserva a un lado y otro de la entrada al santuario. La ermita constaba de tres retablos con sus respectivos altares: el mayor con el camarín de la Virgen, el del Cristo en el lado de la epístola y el de San José en el lateral del evangelio (LA, 5v; LC, 3). El retablo mayor fue donado por el citado obispo Laso de la Vega en 1728, que también sufragó su dorado en 1742, y, asimismo, donó las imágenes del Crucificado y de San José; por su parte, en 1735 Francisco Mir, deán de la catedral de Plasencia, costeó la construcción y el dorado del retablo de San José y Pedro Gómez de las Matas, Arcediano de Medellín, el de Cristo crucificado «el qual tiene dos Ángeles dados de encarnación» (LA, 5v). Las tallas de Cristo crucificado y de San José se conservan en la sacristía de la ermita.
No es fácil asegurar el origen de la imagen. A favor de la leyenda tradicional, en un inventario de la ermita fechado en el siglo xviii aparece «Una laminita de bronze de Nuestra Señora de Belen» (LA, 7r). Igualmente, a finales del mismo siglo xviii
[...] al cura o capellán de nuestra Señora al tiempo de su ingreso a tal empleo se le entregan por ymbentario entre otros efectos dos calaveras que dicen ser de un matrimonio portugués quien viajando por el sitio donde hoy está la santa hermita, les cogió una tempestad terrible y ofrecieron a esta señora que la tenían en su casa en suma beneración fabricársela y bivir en su compañía en ella si les sacava de aquel conflicto y así lo cumplieron asta su fallecimiento (AMPl, «Informe sobre la bajada de la Virgen del Puerto a la ciudad. 10 de julio de 1790», sin signatura, 3r).
Por lo que respecta a las hermanas tierras lusas, en Nazaré, Portugal, se venera «Nossa Senhora de Nazaré», una devoción que se trasladó a Brasil en Belém, capital del estado brasileño de Pará; en Portugal se celebra su fiesta el 8 de septiembre, pero en Brasil es el segundo domingo de octubre (Penteado 1998; Sant’Ana, 2015, 84-92). La imagen de Nazaré tiene un rótulo bajo la peana que, traducido al español, reza:
Imagen de nuestra Señora de Nazaré que fue traída de Mérida en el año 714, estuvo escondida durante 468 años en las rocas de este promontorio y a partir de 1182 viene recibiendo continuos homenajes del Alma Portuguesa. ¡Saludémosla con todo afecto de hijos! ¡Confiemos en su poder de Reina y en su amor de Madre!
Se trata de una tradición conocida y recogida en el siglo xvii por Bernabé Moreno de Vargas, erudito escritor emeritense:
vn Monje Griego llamado Siriaco, en el tiempo en que aquellas partes del Oriente se levantó vna heregia contra el culto y adoracion de las Imagenes […] entre unas peñas hallo vna concauidad natural, y pareciendole buen sitio para quedarse en el, lo dispuso demodo q hizo allí una pieça como ermita en q puso la imagen de Nuestra Señora de Nazareth (Moreno 1633, 195-196).
Además de la devoción popular que la Virgen del Puerto suscitó desde el siglo xvi entre los placentinos, en 1653 se constituyó una Cofradía con el nombre de la patrona y recibió la aprobación canónica en 1656 (LCVP, 6r-7v, 12r; Ramos 2009a, 62-65), no en 1753 (Barrio 1854/1952, 16; de Toro/Sayans 1961, 35-37, Sánchez Loro 1959, 714-715). Dicha Cofradía, de la que conservamos un Libro que contiene cuentas y actas de cabildos (LCVP) y que variaba su sede canónica con mucha frecuencia (LCVP, 8r –San Juan–; 29v –San Martín–; 103r –San Nicolás–…), organizaba la romería del lunes de Pascua (LCVP, 73v, 146v; LA, 12r-12v), aunque actualmente ha pasado al primer domingo de Pascua, llamado antiguamente dominica in albis o domingo de «Quasimodo» (LC, 3; Barragán 2011, 204-211). Sin embargo, la solemnidad litúrgica de la Virgen del Puerto en Plasencia está señalada, al menos desde 1914, en el sábado de la segunda semana de Pascua (LC, 4; Ramos 2009b, 103). Precisamente en 1914 la Virgen del Puerto fue nombrada patrona de Plasencia y su comarca por Decreto de la Sagrada Congregación de Ritos firmado en Roma en 27 de marzo y publicado en el Boletín Oficial del Obispado de Plasencia el 27 de junio del mismo año (González 2013, II, 251).
A finales del siglo xviii, siguiendo las directrices del Expediente General de Cofradías y las posteriores medidas civiles (Arias-López 1994, 31-40; 1997, 423-435; Romero 1988, 205-234), desaparece la Cofradía de la Virgen del Puerto y su lugar, en cuanto a la devoción mariana, lo ocupa la Hermandad de Ánimas (Ramos 2004, 26-27; 2006, 80-87; 2009a, 69-74; 2017, 38-47) de la que conservamos un Libro de Actas (LABA) y un proyecto de renovación del Reglamento (PRHA), ambos fechados en los primeros años del siglo xix. Por ambos documentos sabemos que fundamentalmente se dedicaba a regir las bajadas de la Virgen a la ciudad (Ramos 2017, 43-45) asunto en el que también tenía participación el gremio de los hortelanos y el ayuntamiento con no pocas disputas en ocasiones (Ramos 2009a, 65-69). A esta venerable Hermandad radicada en la Parroquia de San Martín de Plasencia pertenecieron la comunidad de Capuchinas del convento de Santa Ana de la ciudad desde 1674 (LABA, 142v-143r) y varios obispos placentinos de los siglos xix y xx: José Ávila Lamas desde 1853 (LABA, 186v-187r; González 2013, II, 165-175); Bernardo Conde Corral en 1860 (LABA, 224v-228r; González 2013, II, 175-187); Gregorio María López Zaragoza desde 1865 (LABA, 260r-260v; González 2013, II, 189-205); y Manuel Torres Torres quien en 1914 alentaba a «los tres hermanos que quedan [… a] reanimar dicha Congregación o Hermandad» (LABA, 387r; González 2013, II, 249-252).
Los objetos de devoción popular
Los objetos de devoción popular privados o públicos, personales o comunitarios, son un elemento habitual en el ámbito de lo religioso. Basta con hacer una mirada somera desde la fenomenología o la historia de las religiones para encontrarse con variadas expresiones de esta constante, también en la cultura cristiana (Jiménez Osorio 2020, 163-165). Entre nosotros, en España, no hay demasiados estudios particulares sobre los objetos devocionales cristianos y, al menos los que yo he encontrado sin profundizar en la materia, se circunscriben a la regiones canaria y catalana, con algunas notas sobre Extremadura (López 2016). La tesis doctoral de la canaria Ana Rosa Pérez enumera y estudia objetos de este tipo sacados a la luz por la arqueología (Pérez Álvarez 2015: 91, 187, 211, 385, 447, 452, 566). Los estudios de María de Gràcia Salvà específicamente nos acercan a la medalla cristiana catalana y señalan que, a pesar de su indudable valor «artístico, documental, histórico y simbólico», hay escasos estudios sobre el tema y se recluye la medalla religiosa bien en sus ámbitos propios (santuarios, monasterios, órdenes religiosas…), bien en el coleccionismo privado (Salvà 2014, 42)[2]. Por último, es una lástima que el excelente trabajo de Elvira Villena deje fuera el tratado de las medallas religiosas (Villena 2004, 14-15).
Todas las formas y expresiones religiosas, sean de la cultura que sean, están asentadas en una cierta comprensión de la belleza e, igualmente, en mayor o menor medida, están asociadas a la bondad y a la verdad (Castillo 2020-2021, 83). Entre nosotros, en la Virgen María encuentran un particular arraigo de tal suerte que, alrededor de ella (Castillo 2020-2021, 84-89), aparecen numerosos objetos de culto que «son modos directos y simples de manifestar externamente el sentimiento del corazón y el deseo de vivir cristianamente» y que constituyen un «gran patrimonio artístico» (DPPL, nº 15; 18). Así se explican los exvotos, es decir, dones y ofrendas que los fieles entregan en señal y recuerdo de un beneficio recibido (DPPL, nº 15, 239), y que pueden catalogarse y subdividirse según distintas perspectivas. Unos autores hablan de cuadros, retablos, campanas, cirios, retratos, imágenes sagradas, subastas de ofrendas, misas, novenas, procesiones…; otros distinguen en objetuales, iconográficos, verbales…; otros simplemente enumeran estampitas, rosarios, imágenes (Pérez Amores 2018, 2-5; López 2016, 60). En lo que los diferentes estudiosos coinciden es que, casi todos estos objetos, han terminado en museos, colecciones particulares (Pérez Amores 2018, 8-12) o en los propios santuarios, como es el caso del camarín de la Virgen del Puerto (Barragán 2011, 198-200).
Muy frecuentemente los objetos religiosos católicos pueden ser recuerdos de una peregrinación y, además, pueden ser bendecidos (DPPL, nº 287; 272). De hecho, en el actual Bendicional se dedica el capítulo XLIII a la «Bendición de los objetos destinados a ejercitar la piedad y la devoción» y allí se indica:
El presente rito debe utilizarse en la bendición de medallas pequeñas, cruces, imágenes religiosas que no se han de exponer en lugares sagrados, escapularios, coronas y objetos similares que se usan para la práctica de los ejercicios piadosos (Bendicional, nº 1346).
Según la perspectiva católica
Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener sus dones. En Cristo, los cristianos son bendecidos por Dios Padre «con toda clase de bendiciones espirituales» (Ef 1,3). Por eso la Iglesia da la bendición invocando el nombre de Jesús y haciendo habitualmente la señal santa de la cruz de Cristo (CEC, nº 1671).
Y en la propia oración de bendición, dirigiéndose a sus portadores, el sacerdote dice:
Los objetos piadosos que habéis traído para bendecir muestran, cada uno a su manera, vuestra fe [… Lo que] hemos de procurar ante todo es dar testimonio de vida cristiana que de vosotros exige el uso de estos objetos (Bendicional, nº 1352).
Una forma muy particular de objeto religioso, como se ha dicho, es la medalla mariana:
A los fieles les gusta llevar colgadas al cuello, casi siempre, medallas con la imagen de la Virgen María. Son testimonio de fe, signo de veneración a la Santa Madre del Señor, expresiones de confianza en su protección maternal […] Entre las medallas marianas destaca, por su extraordinaria difusión, la denominada «medalla milagrosa». Tuvo su origen en las apariciones de la Virgen María, en 1830, a una humilde novicia de las Hijas de la Caridad, la futura santa Catalina Labouré. La medalla, acuñada conforme a las indicaciones de la Virgen a la Santa, ha sido llamada «microcosmos mariano» a causa de su rico simbolismo: recuerda el misterio de la Redención, el amor del Corazón de Cristo y del Corazón doloroso de María, la función mediadora de la Virgen, el misterio de la Iglesia, la relación entre la tierra y el cielo, entre la vida temporal y la vida eterna […] La «medalla milagrosa», como el resto de las medallas de la Virgen y otros objetos de devoción, no es un talismán ni debe conducir a una vana credulidad. La promesa de la Virgen, según la cual «los que la lleven recibirán grandes gracias», exige de los fieles una adhesión humilde y tenaz al mensaje cristiano, una oración perseverante y confiada, una conducta coherente (DPPL, nº 206; 8; 15; 69).
Por lo tanto, portar una medalla cristiana fundamentalmente tiene una finalidad catequética, evangelizadora (Salvà 2011, 292), si bien hay que considerar que también posee un carácter apologético, por ejemplo, en el contexto de la contrarreforma (Salvà 2014, 44-45), especialmente las de la Virgen María cuya devoción era cuestionada por los reformados. Desde un punto de vista meramente antropológico o sociológico, algunos autores consideran a las medallas como adornos o amuletos (Pérez Álvarez 2015, 647-650) y, de hecho, hay que reconocer que en ocasiones las católicas se fabrican de mayor tamaño para colgar de las paredes y proteger el hogar (Salvà 2011, 293; 2014, 49; Hernández 2021, 104-108).
Históricamente hablando, las medallas cristianas tienen su origen remoto en el siglo II (López 2016, 59) y sabemos que los peregrinos medievales las cosían a su ropa (Salvà 2014, 43; López 2016, 60). Después, a partir del siglo xvi, formaban parte del ajuar funerario incluso cosidas a la mortaja (Salvà 2011, 292; 2014, 47; Pérez Álvarez 2015, 201). Sin embargo, no se generaliza su uso hasta el siglo xviii o quizás desde la segunda mitad del xvii (López 2016, 63). Casi de modo anecdótico digamos que José López Vázquez es el único autor de los consultados que habla de medallas pastoriles vinculadas a santos significativos de las fechas de la trashumancia (San Juan, San Miguel), santos protectores del ganado (San Antón, San Antonio de Padua) o advocaciones propias del pastor sobre la Virgen, Cristo o diversos Santos (López 2016, 63-66). Creo que esa vinculación entre los oficios, sus devociones y los objetos religiosos que generaron, debe estar mucho más extendida, aunque permanezca oculta a nuestro conocimiento.
Tradicionalmente los artistas que hacían medallas eran los plateros de mazonería que trabajaban el relieve, el cincelado y el repujado de las obras, aunque también en ocasiones se llamaban así a los autores de piezas de cierta envergadura arquitectónica para el servicio de la liturgia eclesiástica (Salvà 2011, 296; 2014, 51; Valadés 2018, 4-5). Hasta nosotros han llegado algunos nombres muy famosos de estos orives: Enrique de Arfe, Juan de Ledesma, Juan de Arfe… Pero de los talleres que hacían obras menores sabemos muy poco, aunque su trabajo se basaba en una técnica generalmente desconocida que, además, necesitaba muchos años de estudio y práctica para su dominio (Villena 2004, 14), con unas herramientas muy delicadas que debían construirse ellos mismos (Villena 2004, 34-36). Para las medallas religiosas, son afamados los talleres de Roma que firmaban las medallas con el nombre de la ciudad y en España también están documentados talleres en algunos monasterios y en la ciudad de Toledo (Salvà 2014, 51). Pero pocas medallas religiosas de los siglos xvi-xviii han llegado firmadas nominalmente hasta nosotros.
Para el motivo representado en ellas se escogían santos según la devoción particular de quien las llevaba (Salvà 2014, 44). Y es que, de hecho, la mayoría de estas medallas se distribuían en centros religiosos (Salvà 2014, 44) y su elaboración estaba sujeta a diferentes leyes (Pérez Álvarez 2015, 580-581). Así entre 1777 y 1779 aparece una normativa sobre las «cruces, medallas y semejantes especies» que prohibía las de baja ley –la pureza y proporción que debían tener de metales preciosos en las aleaciones– y sólo se permitía su venta a «los plateros con tienda abierta» (Jiménez Martínez 2014, 62). Sin embargo, las diferentes comunidades religiosas, santuarios e iglesias podían «repartir cruces y medallas de devoción» sin cumplir las elevadas exigencias de pureza de la ley, un privilegio reconocido en 1753 (Jiménez Martínez 2014, 62-64) o unos años antes, en 1733 (Pérez Álvarez 2015, 581-582).
Como se indicó, la fabricación de medallas religiosas estaba en la capacidad de pocas manos, se trataba de un comercio secundario de autores y talleres, en general, poco conocidos y mediante el uso de una tecnología tendente a lograr una producción masiva y de bajo coste (Pérez Álvarez 2015, 578-579). Aunque el método más antiguo es el de la acuñación, desde el Renacimiento la fabricación de medallas estaba mecanizada bien por acuñado o bien por modelado de metales de bajo coste (Salvà 2014, 43; Villena 2004, 17).
Respecto a la acuñación, es decir, golpear una pieza metálica entre dos troqueles o cuños –dos matrices que daban forma a la medalla o a la moneda–, ésta podía ser: de martillo –manualmente, por la fuerza–; mediante el molino –que hacía pasar una lámina de metal entre dos cilindros labrados, aunque luego había que recortar la pieza en la forma adecuada–; y mediante prensa de volante –una máquina que subía y bajaba verticalmente los cuños o troqueles y aprovechaba la fuerza de la gravedad para realizar las medallas o monedas de manera más rápida– (Villena 2004, 54-57). Es una lástima que la prensa de volante, no se generalizara en España hasta finales del siglo xviii (Villena 2004, 41; 44) porque requería una sola acción para acuñar cada pieza e incluso se ingeniaron mecanismos para retirar las realizadas sin que tuviera que intervenir la mano experta del maestro que vigilaba todo el laborioso trabajo (Villena 2004, 57). La verdadera razón de esta demora sobre la prensa de volante era el miedo de las autoridades a la fabricación de moneda falsa, aunque, por otra parte, el uso de esta técnica permitía la homogeneidad en la producción de las monedas y elevaba extraordinariamente las dificultades para su falsificación (Villena 2004, 75). Para nuestro interés, no nos paramos en esta compleja y minuciosa técnica –la prensa de volante: Villena 2004, 24-66– porque cae fuera del arco temporal y de la técnica de fabricación de la medalla de la Virgen del Puerto que estudiaremos.
Desde el siglo xvi la mayor parte de las medallas votivas son de fundición, bien por la técnica de fundición en rama o bien en moldes de arena (Salvà 2011, 295-301; 2014, 49-50; Pérez Álvarez 2015, 578; Villena 2004, 52-53). Aunque quedan muchos detalles por conocer, se conservan en el Museo de Zamora moldes que ayudan a explicar cómo era la fundición en rama:
Se utiliza un molde similar a un hostiario[3], generalmente de hierro fundido, formado por dos valvas unidas mediante una bisagra de dos manijas largas. En el interior de las valvas se disponen, como si se tratase de un árbol con sus ramas, los alvéolos en forma de medalla, grabados en hueco, de manera que las medallas penden de las distintas ramas. En los moldes de una valva se graba el anverso y en los de la otra, el reverso. En algunos moldes, las medallas tienen el asa colgadera incorporada, en otros carecen de la misma, por lo que se supone que se les soldaría después. Una vez que las valvas se cierran, se vierte el metal líquido que va adquiriendo consistencia a medida que se enfría. El proceso termina con el recorte de las piezas, la eliminación del metal sobrante y el pulido final. Este sistema permite una producción mecanizada y una emisión fácil de piezas idénticas de un mismo molde (Salvà 2014, 49-50).
Por su parte, en el caso de la otra técnica,
El molde de arena se formaba al imprimir un modelo en material duro sobre arena humedecida contenida dentro de un armazón o chasis. La arena empleada en la formación del molde tenía un alto contenido en arcilla que garantizaba, una vez humedecida, la consistencia del molde y la fidelidad a la huella del modelo […] El método para fabricar este tipo de molde consistía en imprimir primero el anverso del modelo en la arena húmeda de uno de los armazones [… y de manera similar se confeccionaba el reverso] Después se retiraba el modelo y se trazaban sobre la arena, en hueco, los conductos o bebederos central y secundarios por donde había de correr el metal fundido, y los respiraderos necesarios para que los gases del metal en fusión escapasen y no acribillasen la obra […] A continuación, estos dos armazones se separaban para sacar el modelo y el molde se retocaba con palillos para modelar en aquellas partes que no habían quedado bien impresas. Se volvía a montar y se metía en una estufa para secarlo y endurecerlo, quedando así preparado para el colado del metal (Villena 2004, 52).
Los modelos originales que se copiaban, siguiendo una u otra forma de fabricación, eran de metales maleables, preferentemente plomo puro o mezclado con una cierta proporción de estaño que habían sido esculpidos cuidadosamente por los ya citados plateros de mazonería y sus delicadas herramientas (Villena 2004, 51). Por su parte, para la fabricación de estos tipos de medallas religiosas (Salvà 2011, 293-295; 2014, 49; Pérez Álvarez 2015, 579-580; Villena 2004, 51-54), en muy pocas ocasiones los metales eran preciosos –oro y plata–; por el contrario, solían ser plomo, estaño, o aleaciones como bronce –cobre y estaño–, latón –cobre y zinc– y el menos conocido oricalco –orichalcum– que estaba compuesto de cobre, zinc y plomo. Una vez logradas las piezas, tenían que ser eliminados con cincel y martillo los restos de los bebederos y respiraderos o de las ramas del molde, según el caso, pero con mucho cuidado para no dañar las medallas recién fabricadas; éstas también eran limadas y pulidas a mano, evidentemente, y en algunas ocasiones, se les daba un patinado o un dorado para realzar su apariencia (Villena 2004, 60-61). Uno de los problemas más habituales en estos tipos de fabricación era que aparecieran medallas picadas, acribilladas, «llenas de poritos» (Villena 2004, 53; 52), es decir, pequeñas burbujas del gas generado en la fundición que arruinaban la calidad del relieve de la medalla.
La medalla de la Virgen del Puerto
Iconográficamente nuestra Patrona es una muestra de la tipología llamada Virgen de la Leche, galactotrofusa –del griego γαλακτοτροφουσα, galaktotrophusa, lactante– proveniente del cristianismo oriental, bizantino, y que, en su forma más tardía, es decir, mostrando el pecho de forma explícita como la nuestra, se data en el siglo xv (Rodríguez 2013, 1-2). El profesor Florencio Javier García Mogollón de la Universidad de Extremadura escribe:
La talla de la Virgen [del Puerto] es de madera policromada y, por sus caracteres estéticos, manifiesta ser obra gótica influida por lo flamenco y labrada en el último cuarto del siglo xv. María está sentada en un sencillo trono constituido por un simple madero vertical y sostiene al Niño-Dios en el regazo. Las formas de la Madre de Dios son muy opulentas y los ropajes ampulosos y abultados: en ellos se perciben las violentas angulaciones típicas de la escultura hispano-flamenca […] El Niño, desnudo, se nos ofrece en una postura muy naturalista y avanzada dentro de la producción gótica: sus piernecillas están cruzadas mientras gira el torso a la derecha para mamar del seno materno ayudado por la Virgen [… La policromía] no debe ser la inicial, sino que lo más probable es que se añadiera en la etapa barroca (García 1987, 136).
Ya habíamos dado noticia de una restauración llevada a cabo exactamente en 1868 por parte del pintor y fotógrafo Francisco Ruiz de la Hermosa con estudio abierto en el Rincón de San Nicolás de Plasencia (Ramos 2017, 42). Y José María Barrio y Rufo publica una fotografía del cuadro de la Virgen del Puerto que Francisco pintó en 1869 y que se encontraba entonces en el palacio del Marqués de Mirabel (Barrio 1854/1952, 5), aunque ahora está depositado en la sacristía de la ermita. También Alejandro Matías confirma la intervención de Francisco Ruiz añadiendo el nombre de otro hermano, Benito:
Con motivo de la completa y excelente restauración, que en la actualidad se está haciendo en la misma por los hermanos D. Francisco y D. Benito Ruiz de la Hermosa, acreditados pintores madrileños y hoy vecinos de esta Ciudad se ha podido observar, al levantar las capas de los diversos coloridos, que la imagen primero y por muchos años estuvo tal y como la dejó el escultor o con el color de la madera. Tampoco puede fijarse el tiempo que estaría con el primer colorido. Después fue restaurada o mejor dicho pintada y dorada nuevamente porque no guardaron en los colores, el orden primitivo. Se han encontrado también algunos malos reparos parciales, y por último viene la restauración de hoy en la que se ha vuelto a seguir el orden del primer color (Matías 1869/1905, 34).
No es aventurado concluir, pues, que la imagen de nuestra Virgen del Puerto pueda ser una donación del Chantre placentino Diego de Lobera o de su amigo Diego de Jerez que renovaron una anterior por su deterioro o hicieron una nueva según la moda estética de finales del siglo xv. Siguiendo las opiniones citadas, es probable que su cromatismo original fuera distinto del que vemos en la actualidad; y, quizá, no sólo se cambió en el barroco, sino que la citada restauración de la segunda mitad del siglo xix volviera a alterar la imagen porque, por ejemplo, en el cuadro citado de Ruiz de la Hermosa aparece con el pelo negro que es rubio en la actualidad. En cualquier caso, este análisis requeriría un estudio mucho más profundo[4].
En la interpretación iconológica de nuestra patrona también juega un papel muy importante la ubicación de su santuario, esto es, en el puerto –título propio de la advocación–, en la montaña, porque ese lugar elevado posee una profunda significación dentro de la tradición cristiana (Léon-Dufour 2016, 557-560). Ya en el Antiguo Testamento Yahveh se presenta como «Dios de la montaña» (1Re 20,23.28) siendo así que el monte, el puerto, la montaña se convierte en un lugar privilegiado, un lugar sagrado para la relación entre Él y su pueblo.
En este sentido, Moisés llega hasta «la montaña de Dios» (Ex 3,1), es decir, al monte del desierto de Sinaí (Ex 19,2), que también aparece con el nombre de Horeb (Deut 9,8), y allí es testigo de la famosa teofanía de la zarza que arde sin consumirse (Ex 3,2). En ese encuentro Moisés recibe el encargo, la misión divina de liberar a los israelitas de la esclavitud en Egipto (Ex 3,10) y sella la alianza entre Yahveh e Israel siendo intermediario entre Dios, que permanece en la montaña santa, y su pueblo (Ex 19-20).
En el libro de los Salmos hay frecuentes alusiones a «Sión, mi monte santo» (Sal 2,6; 9,12; 20,3; 48,3.12-13…) porque allí, en esa colina de la ciudad de Jerusalén, Salomón levantó su famoso templo, «la casa de Yahveh» (1Re 6,1). Sin embargo, este gran rey israelita, seducido por sus concubinas extranjeras, también edificó altares a otros dioses en los montes que circundaban la ciudad santa (1Re 11,4-8) e inició una práctica seguida por sus sucesores (v. gr. Jeroboam: 1Re 12,31-33; 13,32-33) que fue perseguida por los profetas (v. gr. Ezequiel: Ez 6,3-4) quienes, a su vez, tenían en las montañas un lugar privilegiado para su encuentro personal con Dios (v. gr. Elías en el Horeb: 1Re 19,8-13; Isaías en Sión con todos los pueblos de la tierra: Is 2,2-3; Ezequiel que es llevado por Dios a «una montaña muy alta»: Ez 40,2…).
También Jesús «subió al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios» (Lc 6,12); «subió al monte» (Mt 5,1) para proclamar las Bienaventuranzas (Mt 5,3-12; Lc 6,20-23); e igualmente en un «monte alto» (Mt 17,1; Lc 9,28), que la tradición ha nombrado «Tabor», se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan (Mt 17,2; Lc 9,29). Incluso en los preámbulos de su pasión y muerte, Jesús se retiró con esos mismos apóstoles a Getsemaní (Mt 26,36-37; Mc 14, 32-33), al «monte de los olivos» (Lc 22,39); siendo así que terminó crucificado en el Gólgota, en el monte Calvario (Mt 26,33) donde entrega a María al discípulo amado (Jn 19,25-27) quien representa a toda la Iglesia que la aclama como Madre; aquella mujer sencilla y buena que, tras recibir el anuncio del ángel (Lc 1,26-38), subió a la montaña de Judea para ayudar a Isabel (Lc 1,39-40) ante su cercano alumbramiento de Juan Bautista, el mayor de los nacidos de mujer (Mt 11,11).
Esta reflexión nos puede parecer teológica o espiritualmente muy elevada y alejada de las creencias de la gente sencilla, de la piedad popular. Sin embargo, el himno de la ciudad de Plasencia, con música de Román de San José Redondo y letra de Cayetano García Martín (Flores 2014, 277), asume estas ideas sobre la montaña sagrada: «Entre las rocas, allá en su altura, // vela tus sueños la Virgen pura // y por tu dicha le pide a Dios…». Y nuestra patrona no es la única que tiene el título o está situada en lugares montañosos; cerca de nosotros, en Cáceres la Virgen de la Montaña, en la Peña de Francia la Virgen del mismo nombre y en la sierra de las Villuercas la Virgen de Guadalupe. Y, sólo por citar otros dos ejemplos significativos, la Virgen de Covadonga en Asturias o la de Monserrat en Cataluña.
Esta vinculación mariana a la montaña tiene dos notables corolarios. El primero es que, al menos desde el siglo xvi, la Virgen María vestida con su manto, emulando una figura triangular similar a una montaña, expresa su condición protectora y maternal que arropa bajo sí a todos sus hijos (Castillo 2020-2021, 84). De nuevo, el himno popular y anónimo de nuestra patrona canta: «Pues sólo anhelo // asilo de tu manto // subir al cielo…». En segundo lugar, desde la teología agustiniana y recogiendo los temas bíblicos de los bautizados entendidos como «piedras vivas» (1Pe 2,5) y de Cristo como «piedra angular» (Sal 118,22; Mt 21,42; Mc 12,10; Lc 20,17; Hch 4,11), el Señor es considerado como la piedra –el Hijo– extraída de la montaña –la Virgen María–, una expresión avalada por multitud de testimonios iconográficos y literarios desde el siglo IV en el occidente cristiano (Castillo 2020-2021, 86; 89).
Aunque en nuestra diócesis estaban prohibidas por el sínodo de 1624 (Ramos 2022, 59; 69), durante los siglos xvii y xviii proliferan las imágenes elaboradas sólo en sus partes visibles (cara, manos, pies…) para ser vestidas y engalanadas con joyas, una posibilidad que probablemente servía para suplir su carencia artística (Fernández y Sánchez 2022, 2). Pero vestir las imágenes es una tradición antigua porque ya desde el siglo xvi, las imágenes «de bulto», es decir, esculpidas totalmente y no sólo en sus partes visibles, se adornan con mantos y joyas subrayando así la relevancia de la Virgen en la Historia de la Salvación cristiana (Fernández y Sánchez 2022, 4), e instaurándose una cierta competencia entre catedrales, santuarios, órdenes religiosas… por su engalanado (Fernández y Sánchez 2022, 2; 5; Arbeteta 1998, 35-41). Tal es el éxito de estas opciones estéticas que no nos extraña ver cualquier imagen de la Virgen vestida con un rico manto y enjoyada con pulseras, brazaletes, collares, medallas, rosarios…
En el caso de nuestra patrona no hemos de olvidar que, aunque no estén visibles a los fieles todos los detalles,
viste la Virgen túnica plateada y manto dorado con las vueltas rosáceas. Dicho manto contiene una orla de perlas y cabujones de piedras. Los áureos cabellos de María, ceñidos por una diadema a la manera oriental son muy vigorosos y le caen sueltos abundantemente por la espalda y hombros (García 1987, 136).
La corona es una joya muy notable –la más importante– que adorna las imágenes marianas. Como atributo iconográfico (Fernández y Sánchez 2022, 4) se justifica en el Nuevo Testamento siguiendo el texto de Ap 12,1: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza». Por ser un notable símbolo regio, real, monárquico, algunos autores explican su traslado del ámbito secular al religioso desde la época bizantina (Torres-Fontes 2005, 543; Arbeteta 2005); pero no necesariamente tuvo que ser así porque, como se ha indicado, la Virgen aparece por sí misma engalanada con la corona por su protagonismo en la Historia de la Salvación: «Y dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro, y fue arrebatado su hijo junto a Dios y junto a su trono» (Ap 12,5). De hecho, también en el libro del Apocalipsis aparece otra mujer –que no es la Virgen María– «enjoyada con oro, piedras preciosas y perlas […] borracha de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús […] emperatriz de los reyes de la tierra» (Ap 17,4.6.18). Y, ciertamente, no es plausible que la Virgen María asumiera la corona de esta otra perversa mujer.
Sea como fuere, en el occidente europeo y en España desde el medievo en adelante, las tallas de la Virgen aparecen tocadas con una corona, bien labrada en la misma escultura, bien con otra añadida ex profeso generalmente realizada en plata. Haciendo un rápido y somero repaso histórico (Torres-Fontes 2005, 543-545; García 1990, 178-179), las coronas más antiguas, que algunos llaman «de maceta» por su evidente forma, constan de un sencillo aro que se adapta a la cabeza de la imagen sobre el que se asienta una tira más o menos ancha que está labrada, calada o cincelada, generalmente por un autor local y sin marcas identificativas, y que en su parte superior puede tener doce remates triangulares o puntas con estrellas decorativas que aluden al citado texto del libro del Apocalipsis. En un estadio más avanzado –renacimiento y primer barroco–, la parte superior de la corona citada se adorna con unas tiras o diademas, en forma de «C» o «S», que se unen en el centro mediante una esfera o un remate similar sobre el que se coloca una cruz. Se trata de la «corona imperial» que en otra fase histórica más cercana a nosotros –barroco pleno y rococó– añade en el centro de la corona una ráfaga o aureola, esto es, una nueva pletina labrada que, en ángulo perpendicular a la forma anterior, soporta las doce estrellas y, además, pretende ilustrar la luminosidad, la brillantez, el resplandor de la profecía de «la mujer vestida de sol» (Ap 12,1) según el citado texto del Apocalipsis.
La importancia de la corona como atributo religioso de la Virgen María está subrayada por el rito católico de la coronación canónica (Luengo 2019, 37-41). Dicha coronación solemne empieza a realizarse en el siglo xvi simplemente sometida a la autoridad del obispo diocesano, se incluye en el Pontifical Romano en el siglo xvii y se generaliza durante el xix pasando a la exclusiva competencia canónica y litúrgica del Romano Pontífice. Se trata de un medio para exaltar una advocación mariana y consiste en la imposición de una corona o coronas –de La Virgen y el Niño Jesús– a la imagen. En la actualidad sigue vigente el Ritual para la coronación de una imagen de Santa María Virgen aprobado por San Juan Pablo II el 25 de marzo de 1981.
En el caso de la Virgen del Puerto de Plasencia, el obispo Juan Pedro Zarranz y Pueyo el 8 de diciembre de 1951 envió a Roma la petición de la coronación canónica de la imagen y el 27 del mismo mes y año el Papa Pío XII la concede (Coronación, 39-45). Por fin, el Nuncio Apostólico Cayetano Cigognani corona la imagen el 27 de abril de 1952, exactamente a «la una y cinco minutos» (Coronación, 73; 64-77). Y para tan magnifica celebración se elaboraron un manto –bordado por las Madres Adoratrices de Madrid– y dos coronas –realizadas por Félix Granda– que siguen utilizándose en la actualidad, siendo así que los fieles placentinos entregaron dinero y joyas para su confección (Coronación, 53-58). Esa corona de la Virgen y otra de plata confeccionada con motivo del 50º aniversario de su coronación canónica obedece al diseño que reproduce Cristina Torres-Fontes (2005, 542, 545), es decir, una corona imperial con una aureola perpendicular engalanada con 12 estrellas.
En las fuentes archivísticas que he manejado sobre la Virgen del Puerto, he encontrado notables apuntes sobre diferentes objetos de devoción, joyas y otros enseres en posesión de la Virgen. El testimonio más antiguo que puedo ofrecer pertenece a un «Ymbentario hecho a Don Joaquín Solano» fechado el 11 de marzo de 1788 tras tomar posesión de la capellanía y conforme al testimonio de su antecesor Atanasio Bueno:
[...] y además declaró dicho Don Atanasio haber los siguientes: primeramente un rosario de cristal dorado con una medalla de plata de Nuestra Señora, unos pendientes de oro, un aderezo de oro con su caja, un alfiletero de nácar, un alfiletero de oro con sonajero de plata de media luna, un manto azul con ramos de oro (LA, 29v-30r).
En cuanto a las medallas como objeto de devoción popular y como medio de financiación de las necesidades del Santuario del Puerto, los testimonios que he conseguido son mucho más tardíos, del siglo xx, y contienen asimismo noticias de estampas o fotografías: «Pagado a Gregorio Hontiveros por 72 docenas de medallas, quinientos diez y seis reales, recibo 20 de abril» de 1903 (LC, 152); «Trescientos reales, producto de las medallas vendidas. Ciento veinte reales de fotografías», también en 1903 (LC, 153); «Quinientos veinte y tres reales de medallas vendidas. Doscientos veinticinco reales de fotografías», año 1904 (LC, 158); «Doscientos cuarenta reales de medallas y fotografías vendidas», 1906 (LC, 170); «A Gregorio Hontiveros por 10 gruesas[5] de medallas, recibo 31 de mayo, cuatrocientos reales […] A D. Manuel Díez, fotógrafo por 500 fotografías de la Santísima Virgen en miniatura, recibo 24 de junio, cien reales», 1907 (LC, 177); en 1910, sin detalles, se cita la venta de medallas y fotografías pequeñas y grandes, 105 pesetas (LC, 201).
Pero en ese mismo año de 1910, hay un notable matiz interesante:
Ítem es data la cantidad de noventa pesetas importe de nueve gruesas de medallas de aluminio mandadas hacer a la casa de Viuda e hijos de Juan Bautista Gaci calle de la Montera nº 19, haciendo a su cuenta el troquel y pagadas cada gruesa a 10 pesetas según recibo nº 61. Ítem es data la cantidad de una peseta y treinta y un céntimos porte de ferrocarril de las anteriores medallas, recibo nº 62 (LC, 202).
Aunque aparece el nombre del fabricante, creo que hay un error en el apunte de las cuentas porque en la calle Montera nº 19 de Madrid entre 1908 y 1920 funcionaba una fábrica de botones y medallas con el título de «Viuda e hijos de Juan Bautista Feu» que tiene documentada su actividad y catalogadas algunas de sus obras mayores (Almagro-Gorbea 2005, 347-349, nº 776, 777, 779, 780; 351-352, nº 784, 785, 786, 787; 355-356; 355-356, nº 790, 791; Jiménez Martínez 2011, 485-487).
Apuntes similares sobre las citadas medallas de aluminio se suceden en años posteriores, como en 1912 (LC, 233) o en 1922 (LC, 298). Asimismo, en 1932 se anotan «ciento nueve pesetas por medallas de aluminio y escudos para hábito […] dos pesetas noventa y cinco céntimos portes del concepto anterior […] veintitrés pesetas ochenta y cinco céntimos de portes y acarreos de estampas para cuadros grandes de la Virgen» (LC, 341-342). Es decir, que además de estampas grandes para hacer cuadros, con la evidente finalidad de su uso doméstico, y además de las medallas, hay «escudos para hábitos» lo que supone una doble ampliación de los objetos devocionales: el escudo a modo de escarapela que identificaba un hábito asumido evidentemente por devoción a la Virgen María quizá de manera similar a las terceras órdenes que surgieron de franciscanos, dominicos, agustinos… De estos escudos y hábitos creo que no había ninguna noticia publicada hasta ahora, aunque aquí solo haya podido ser de una manera muy escueta.
Igualmente, hay otra notable noticia fechada en 1915:
[...] treinta y dos pesetas de veintisiete medallas de plata, cuatro chicas y las demás grandes adquiridas para el Santuario, nº 10 […] diez y siete medallas de plata regaladas a predicadores, oficiantes, ministros y músicos que hicieron gratis sus servicios, cobrando únicamente los músicos de la Catedral y cediendo los demás sus honorarios a beneficio del Santuario, citándose sus nombres para memoria. Predicadores: M. I. Sres. Arcipreste, Maestrescuela, Sánchez, Lectoral, del Arco y Sres. Barbero, Fernández, Iglesias, y Cancho. Oficiantes Maestrescuela, Sánchez, y Lacosta. Ministros Morales, Fernández, Rodríguez y Rodilla […] treinta y dos pesetas cincuenta céntimos a los Cantores de la Catedral, recibo nº 21 (LC, 268-269).
Tampoco sabíamos nada de estas medallas de plata adquiridas y repartidas en 1915, fecha que concuerda con la actividad antes citada de la casa madrileña especializada en botones y medallas. Pero ninguno de todos estos datos se refiere a nuestra medalla, la que presentamos y describimos a continuación.
La medalla, según se dijo, conseguida en un anticuario online y en aparente mal estado de conservación, ha sido limpiada mediante ultrasonidos en medio acuoso por el joyero restaurador Victoriano Martín Nombela que tiene su taller en Portillo de Toledo (Toledo). Esa limpieza simplemente se ha completado con una película de laca para preservar el metal y evitar su oxidación.
Según puede observarse en la figura nº 2, se trata de una medalla circular de 21 mm de diámetro con asa colgadera perpendicular en la parte superior de las imágenes –Virgen y San José–. El asa tiene un diámetro de 5 mm, y 2 mm el orificio que hace de pasador para el cordón con que sujetarla, siendo su altura total de 7 mm. Además, un pequeño cuello del mismo metal de 2 mm de alto une el asa a la medalla. Por lo tanto, la altura total de la medalla es de 28 mm y su anchura es de 21 mm. El grosor de la pieza, en razón del desgaste de los años, fluctúa entre 1 y 1,5 mm. Y pesa unos 5 gramos.
En la observación directa y suficientemente ampliada con una lupa, se ve que el cuello que une el asa a la medalla no es una pieza soldada, sino que parece que la nuestra ha sido fundida de una sola vez. Cuando se unen ambas piezas por soldadura metálica, ésta tiene una forma triangular o trapezoidal (Salvà 2011, 299) para asegurar bien la fijación y tal figura no aparece en la nuestra, ni quedan restos de la soldadura en caliente. Por último, el aro externo que la delimita conserva en su interior una segunda línea o incluso una pequeña cenefa, mínima pero suficiente para ser visible.
Parece que está hecha de latón[6], pero de mala calidad o que ha sufrido una deficiente fundición en la aleación del cobre y del zinc porque prevalece sobremanera el primero que ha generado el típico oxido verde que le identifica. Ahora bien, ¿qué técnica de fundición se ha utilizado? No es fácil responder a la pregunta porque de un lado el detalle de las imágenes y la carencia de soldadura del asa podría explicarse por una fundición en rama; pero el deterioro, especialmente de la imagen de la Virgen, podría explicarse por las burbujas de gas que han permanecido dentro del molde de arena, aunque también podría ser consecuencia de un enterramiento de muchos años o una mala práctica de limpieza con químicos abrasivos. Volveremos más adelante sobre este asunto de no fácil respuesta.
La Virgen es claramente la imagen del Puerto (figura nº 3), que el artista se ha esforzado en representar con cuidado copiando la talla directamente. Así, la cabeza y el torso están ligeramente inclinados hacia su izquierda, porque es el pecho con que amamanta al Niño. Igualmente han sido copiados los pliegues de los ropajes de la Virgen que, al estar sentada, marcan su rodilla derecha. Lo mismo ocurre con una pequeña peana que parece adivinarse en la parte inferior y el brazo derecho de la Virgen y las piernas del Niño, todo tal y como se encuentra en la talla. Aunque no conocemos los originales de ese momento, también son llamativos los detalles del manto y de la corona. El manto presenta un galón labrado en los bordes, aunque es más visible el derecho de la imagen –izquierdo de nuestra mirada–, que es muy probablemente –insisto– copia del bordado original. La corona, un tanto desproporcionada de tamaño, también debe representar la del momento en que fue copiada y parece tener la forma en la que antes hemos descrito como corona imperial, pero sin la pletina perpendicular que pertenece a una época y estilo posterior. En ese sentido cabe citar una litografía de Rafael Sanchís Tomás fechada en 1891 que se conserva en la Biblioteca Nacional (BNE, inventario de estampas nº 349) que representa nuestra patrona con la misma forma de corona –y el pelo de color oscuro–, aunque en el dibujo tienen corona la Virgen y el Niño y, sin embargo, en la medalla el Niño no parece tenerla. Es cierto que hay un espacio temporal presumiblemente grande entre la litografía y nuestra medalla, pero es plausible que la corona se conservase en todo ese tiempo sin dificultad. A todo esto, hay añadir la inscripción que circunda la medalla: «NVES SEN DE // EL PVERTO» –NUESTRA SEÑORA DE EL PUERTO–. Y un detalle muy importante: cerca de la «O» de Puerto hay un orificio sobre el que hablaremos un poco más adelante.
El reverso de la medalla (figura nº 4) es muy convencional porque aparece representado en diversas piezas semejantes que han sido publicadas y descritas (Sainz 2008, 145, nº 46; 147, nº 48; Pérez Álvarez 2015, 202, lámina 3.22; 266, lámina 4.15; 575, lámina 5.125; 590, lámina 5.135), bien dentro de una medalla de forma ovalada, ochavada o circular (MR 3, MR 5 y MR 7: Salvà 2011, 299-301; 2014, 53-55). Se trata de una imagen de San José con el Niño Jesús. El Santo, girado hacia la izquierda, mirando al Niño y con un nimbo o aureola macizo de forma ovalada sobre su cabeza, tiene a Jesús en sus brazos al que sostiene con la mano izquierda y con la derecha toma, agarra el tobillo de la pierna izquierda del Niño. Jesús, por su parte, que casi mira de frente al espectador –la mirada religiosa háptica[7]: Jiménez Osorio 2020, 165-166–, tiene la cabeza rodeada de una orla de rayos. Los ropajes del santo están relativamente elaborados y lo que más destaca son los pliegues de la tela que aparenta grosor y robustez. Especialmente está bien trabajada la cara de San José –lo mismo ocurría en el caso de la Virgen–, con las facciones perfiladas elegantemente, siendo así que la figura del Niño Jesús ha sufrido mayor deterioro por el roce de su uso o el paso del tiempo. Igualmente está inscrita: «S· IOS· O· // P·N·» –SANCTE IOSEF ORA PRO NOVIS; San José, ruega por nosotros–. Como se ve, las siglas están puntuadas con el signo ortográfico elevado en el centro de la letra y, como he señalado, siguiendo un modelo repetido con algunas variaciones.
Según la tipología que ha publicado María de Gràcia Salvà (2011, 297-298; 2014, 55-56), la nuestra pertenece a la que ha descrito como Medalla Religiosa tipo 4 (MR 4: Salvà 2011, 297; 2014, 54):
Se trata de una medalla fileteada con un bordón simple. En la parte interna del campo, resiguiendo todo el perfil, aparece un filete liso de media caña, aunque en ciertos modelos puede estar decorado con motivos perlados o vegetales. El asa está integrada en una base piramidal plana. Uno de los modelos usados frecuentemente por la orden jesuita suele presentar en el anverso la imagen de algún santo de esta congregación. En el reverso los temas más recurrentes son santos, escenas hagiográficas o el Sagrado Corazón. La mayor expansión de este modelo se da entre 1600 y 1650, aunque seguramente se continúan emitiendo hasta la primera mitad del siglo xviii (Salvà 2011, 299-300; 2014, 55-56).
Tras la limpieza de medalla, realizada, como se dijo, por Victoriano Martín (figura nº 5), aparecieron con mayor nitidez sus imperfecciones, asociadas al paso del tiempo, pero quizá también producidas por otras causas. Se recuperó el brillo dorado propio del latón, aunque en la parte derecha del anverso, como ya se advirtió, permanece una mancha propia de la oxidación del cobre porque la aleación no fue correcta. Igualmente, la imagen de la Virgen está muy picada y hay una pequeña grieta que recorre en redondo el cuarto inferior izquierda del anverso de la medalla. En su momento ya se dijo que uno de los problemas de la fundición en molde de arena era que, si no se ponían de manera idónea los respiraderos para la salida de los gases o accidentalmente se ocluían, las medallas aparecían acribilladas, llenas de «poritos». Esta desgraciada característica de nuestra medalla nos obligaría a pensar que es una pieza fabricada con este tipo de fundición, es decir, en molde de arena y sin cumplir una de las indicaciones que los maestros fundidores señalaban: «para que salgan mejor vaciadas no se deben poner más que tres [en el molde] y es mejor ir con paciencia» (Villena 2004, 53). Sin embargo, y puesto que la imagen de San José aparece en numerosas ocasiones, nuestra medalla podría haberse realizado mediante la fundición en rama siendo así que a la valva ya preparada de San José se uniría otra realizada ex profeso de la Virgen del Puerto, como de hecho ocurre en otras piezas similares que han sido señaladas antes. Pero, ¿cómo se explicarían las picaduras del anverso? En mi opinión, es muy probable que la medalla haya estado enterrada durante mucho tiempo cosida a la mortaja de un devoto, según la práctica que se documentó más arriba; de ahí el pequeño agujero que hemos descubierto en la pieza. Es decir, a la muerte de su propietario, cosieron la medalla usando el asa y ese agujero de tal forma que la Virgen del Puerto era visible y San José quedó protegido por la tela de la mortaja. Recuérdese que los enterramientos antiguos carecían de ataúd y se hacían directamente en tierra, la misma que, lamentablemente, pudo picar y deteriorar nuestra medalla. De hecho, tras la limpieza con ultrasonidos en medio acuoso, el joyero me comentó que había salido mucha tierra, señal inequívoca de lo que estoy explicando. Como dato anecdótico que confirma esta idea del enterramiento, en 1693 la Cofradía de la Virgen del Puerto pleitea con el cura de la parroquia de San Esteban porque éste se quedó con un ataúd propiedad de dicha Cofradía (LCVP, 229r-229v: cabildo de 22 de octubre de 1693), que 20 años antes es descrito como un «ataúd con su llave» (LCVP, 62v: cabildo de 25 de marzo de 1673). Sin embargo, como también se indicó, también hay que admitir que el deterioro puede deberse a una mala limpieza química con abrasivos.
Y, por último, y no menos importante, ¿cuándo se fabricó la medalla? La aportación de las publicaciones de María de Gràcia Salvà no nos ayuda demasiado porque su datación de nuestro modelo –MR4, según se dijo– abarca un arco temporal demasiado amplio: entre 1600-1650 y durante todo el siglo xviii. Ahora bien, según hemos visto en documentos de fechas más recientes, la venta de objetos de devoción como medallas y estampas era una forma de mantenimiento de las necesidades del Santuario de la Virgen. Y si tenemos en cuenta que las obras de la ermita actual se hicieron entre 1720 y 1723 –fecha de su inauguración–, ¿sería una de las medallas realizadas en esos años para el sufragio de las obras? Histórica y estilísticamente la medalla encaja con la época y, además, según reza la inscripción de la obra a la entrada del santuario se realizó «a expensas de las limosnas de los devotos».
Breve conclusión
El artículo se cierra, pero quedan sin responder algunas preguntas y no pocos detalles de la exposición. Ciertamente nos encontramos ante la medalla de la Virgen del Puerto más antigua que haya sido documentada y publicada. Desde el punto de vista histórico-artístico no hay problemas en datarla a caballo entre los siglos xvii y xviii. Su defectuosa aleación del latón –qué pena el daño infringido en el anverso– también nos muestra un objeto devocional no demasiado caro que podría adquirirse por parte de estratos sociales medios y no estrictamente selectos. Por la proximidad entre la datación atribuida y la construcción de la ermita, pudiera haber sido realizada como medio de cuestación para dicha obra.
Aunque su autor queda en el anonimato, se trata de un platero de mazonería de notable nivel artístico porque se ve su esmerado esfuerzo en reproducir con exactitud la figura de la Virgen que debió copiar directamente del original. Recuérdese, en este sentido, que la fabricación de matrices, punzones y troqueles para las medallas y el cincelado de punzones para la formación de matrices de fundición de letras para la imprenta, incluidas las herramientas que cada artista debía fabricarse, estuvieron en manos de muy pocos; y este arte numismático fue considerado –y, ¿lo sigue siendo?– un arte menor frente a la escultura, la pintura, la arquitectura… (Villena 2004, 14).
Post Scriptum: con el artículo aprobado y maquetado, he conseguido otras dos medallas que hubieran necesitado alguna ampliación en este estudio. Muy probablemente la primera (figura nº 6) es una de las realizadas en 1915 por la empresa Viuda e hijos de Juan Bautista Gaci y que fueron regaladas a diversas personas según se dijo más arriba. Aunque las notas dicen que eran de plata (LC, 268-269), en realidad se trata de latón bañado de plata y su factura tiene gran calidad; el enmarcado en nacarina es posterior a la fecha indicada. La otra es de aluminio (figura nº 7), de mediados del siglo xx, de mucho menor valor artístico, realizada mediante manufactura industrial quizá con los moldes que esa misma casa madrileña confeccionó en 1910, según se señaló (LC, 202).
Fuentes archivísticas, documentales y magisteriales
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AHPCC, LVP: Archivo histórico provincial de Cáceres, «Legado Vicente Paredes».
AMPl: Archivo Municipal de Plasencia.
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APSP: Archivo Parroquial de «El Salvador» de Plasencia.
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LA: ACPl, Libro de alajas de Nª Sª del Puerto, sin signatura.
LAC: ACPl, Libro de Actas Capitulares.
LC: ACPl, [Libro de Cuentas del] Santuario del Puerto, sin signatura.
LCVP: APSP, Libro de la Cofradía de la Virgen del Puerto, sin signatura.
Informe 1790: AMPl, «Informe sobre la bajada de la Virgen del Puerto a la ciudad. 10 de julio de 1790», sin signatura.
LABA: APSEP, PSM, Libro de Actas de la Ilustre Hermandad de Benditas Ánimas establecida en la Parroquia de San Martín de esta Ciudad de [Pla]sencia que dio principio en 11 de [junio] Año de 1[810].
PRHA: AHPCC, LVP: Proyecto de Reglamento para la Venerable Hermandad de Ánimas de la Ciudad de Plasencia, legajo 72, nº 25.
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NOTAS
[1] No es una palabra recogida en el actual Diccionario de la RAE, pero tiene una gran tradición en los medios rurales donde aún está viva.
[2] Hay una reciente recopilación bibliográfica sobre las medallas: Anna María Balaguer Prunés y Miquel Grusafont i Sabater, «Medallística». En Acta Numismàtica 53 (2023): 219-224.
[3] Molde donde se vierte la masa que se cuece para hacer las hostias de la Misa: RAE, ad loc.
[4] En torno al año 2000 la talla de la Virgen del Puerto fue sometida a un TAC o una resonancia magnética en el hospital placentino que lleva su nombre. Desconozco los resultados de esas investigaciones y estudios posteriores desarrollando los datos obtenidos.
[5] Antigua medida que generalmente se aplicaba a cosas menudas y equivalía a doce docenas, es decir, 144 unidades: RAE, ad loc.
[6] Los metales de la aleación y su proporción en nuestra medalla sólo pueden determinarse mediante unos estudios metalúrgicos técnicos que no he realizado.
[7] Según la RAE, ad. loc., háptico es sinónimo de táctil y en su forma femenina se refiere al estudio de las percepciones a través del tacto. Evidentemente tras el juego de palabras de Lily Jiménez está la pretensión de expresar que la mirada, la contemplación de una imagen sagrada es «algo más», es como si la acariciáramos.