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(22 enero 1978)
El cierzo, protagonista. Un zarzagán racheado, muy violento a ratos, que se desencadenó tras la borrasca nocturna, como remate de las copiosas nevadas de la última semana. Este cierzo opera contra el cazador, enervando sus puntos vulnerables: hace lagrimear sus ojos, amorcilla sus manos, vuela su visera, presta un suplemento de velocidad a la perdiz levantada, arrastra cúmulos en el cielo que ensombrecen la visibilidad etc. Sobre las siembras de Santa María, blancas y pegajosas, se mantenía aún la nieve en linderas y umbrías. Mala jornada de caza.
En la primera mitad del día apenas se vieron pájaros. En el paramillo de Torremoronta, que maneamos de salida, ni muestra. En la cerviguera sobre la carretera de Lerma, una docena y pare usted de contar. Esto me hizo temer por la suerte del cacerío. De no haber perdices al abrigaño, en la solanilla de estas cuestas, parecía difícil encontrarlas en ninguna parte. Y, mire usted por donde, fuimos a dar con ellas donde menos cabría esperarlo: en la ladera encarada al norte, despiadadamente batida por el matacabras, cuando ya Manolo se había vuelto al coche y no quedábamos en línea más que Juan y yo. Entonces empezaron a volar perdices y, sorprendentemente, dado el viento y las bajísimas temperaturas, no apiñadas, sino chorreadas, una aquí y otra allá. y no lejos sino a media distancia, incluso alguna a capón. y entonces empecé yo a fallar. y no pájaros aleatorios, comprometidos, de esos de "a ver qué pasa" sino perdices que, al menos de salida, parecían matables. Pero la fatiga, a falta de sensibilidad en las manos -en dos ocasiones se me dispararon simultáneamente los dos. tubos-, el escozor de los ojos, la diabólica velocidad del blanco, las intermitencias de luz, me llevaron a errar una y otra vez. Con un clima más indulgente, yo pude llegar al coche con siete perdices. Pero no colgué más, que dos y otra que dejé en el campo. Juan, por su parte, con peor suerte que yo, levantó menos caza y derribó una patirroja sobre los cavones de la nava que tampoco fue capaz de encontrar. Grin, nuestro grifón auxiliar, no auxilió nada. El animal no se entona. No rastrea, no se pica, no busca, se achica con los disparos; lo que se dice un turista. Mal asunto y de difícil remedio, A ver la Dina II que está criando Juan.
Las liebres del teso salvaron el morral, después de montar un curioso número de saltos .y carreras muy típico de este animal cuando se encela. Por tres veces hicieron el bolo, a distancia prudencial, delante de la escopeta y otras tres volvieron a arrancarse. Al cabo, cuando revolqué una expedida por Manolo, la pareja salió hacia él, que la tiró un poco larga, para que finalmente Juan la abatiera. La liebre, a pesar del frío siberiano, anda ya en celo. Reducir el amor de la liebre a la primavera es una filfa. La liebre ama en todas las estaciones.
(29 enero 1978)
El cierzo de hoy hizo bueno el del domingo pasado. Dos bajo cero de temperatura ambiente y viento racheado de hasta ochenta kilómetros hora. Rachas incisivas, insidiosas, envolventes, que le buscan a uno las costuras, las bocamangas y hasta los botones de la bragueta para que no quede rincón del cuerpo sin registrar. ¡Una delicia! Yo vi poca perdiz, mucha menos que el otro día en el mismo sitio, pero Manolo en el rodapié levantó hasta nueve bandos; alguno muy nutrido. Los pájaros, con la fresca, salían rabiosos, acorazados y en París. Manolo, Germán y yo hicimos, con suerte, uno cada uno. En la mano inicial tiré al raposo -subió al tozal desde la ladera- cuerpo a tierra y a ochenta metros y, aunque le crucé la cara con la perdigonada, no quedó. Mucha distancia y plomos demasiado chicos. A las dos, esmorecidos y vacilantes -de tanto contrarrestar las rachas de viento- nos fuimos a comer a Quintana del Puente, en el asadero del Pico.