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Expertos en el arte de educar nos recuerdan muy a menudo la importancia del juego en la instrucción de niñas y niños. El juego, esa forma de desarrollar individualmente o en colectividad el temperamento lúdico, se perpetuó en nuestra sociedad gracias al orden y a las normas que lo hacían viable. El juego nos ayudaba desde pequeños a respetar a nuestros semejantes y contribuía al infantil intento de domeñar el caos que nos rodeaba. De manera eficaz y divertida nos dábamos cuenta muy temprano de lo conveniente que podía ser el acatar los preceptos por los que se regían las relaciones personales. Del mismo modo, la simple contemplación de los comportamientos humanos nos ayudaba a diferenciar el orden del desorden, a elegir entre criterio y albur. Nuestros mayores solían repetirnos «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio», refrán con el que recalcaban la importancia de usar las sendas en lugar del campo abierto en el peregrinaje de la vida.
El artículo que encabeza el presente número es algo más que un recorrido histórico por la devastación y la incuria. Nos obliga a reflexionar sobre un pasado del que ya no nos pertenece ni siquiera el recuerdo. ¿Qué movió a la humanidad a crear castas y élites? ¿Qué significado tenían las cimeras y por qué se perpetuaban en piedra? ¿Qué extraño simbolismo ocultaban guerreros y feroces animales tallados para siempre en los frontispicios de casas y palacios? ¿Se trataba tan solo de una inevitable presunción o había un ansia de inmortalidad en el hecho de cincelar honores y glorias? Tal vez el famoso código dictado por Hammurabi para regir las relaciones de sus súbditos no fuese en realidad el comienzo de un mundo controlado por la jurisprudencia, sino el final de otro en el que el individuo cedía el poder a la sociedad, dominada desde su origen por la tiranía y la lucha entre clases.
El artículo de Juan José Sánchez Badiola, ponderado e introspectivo, explica en términos familiares e inteligibles la génesis y la destrucción de la historia, la venganza de la plebe representada por albañiles sin formación o por chamarileros sin escrúpulos, contra el dominio secular de la nobleza o del blasón. Nuestros días no son ajenos tampoco a esos agravios ocasionados a las aristocracias y a las imposturas, sin reparar en su naturaleza o en su necesidad. Las piedras se cambian de lugar sin preguntar o investigar qué las pudo llevar al emplazamiento en que las encontramos y de ese modo, utilizando la piedra ennoblecida para mistificaciones de tercera categoría (recreaciones destinadas al pseudo turismo o a la fabricación de decorados falsamente históricos), pretendemos que se nos perdone la barbaridad de trabucar el patrimonio y demostrar arteramente su debilidad.
No sé si sería Luis XV el inventor de la frase «después de mí el diluvio», pero si uno se asoma a las crónicas de ese reinado, con Fleury, la Pompadour, la guerra, la viruela, el sarampión, la du Barry, María Antonieta y tantas aberraciones políticas y humanas, se explica perfectamente por qué la revolución -o el diluvio- parecieron venir a limpiar una corte corrupta, indiferente al pueblo y a la misma historia.
Pues eso, que después de nosotros, el diluvio, y el que venga atrás, que arree.