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Revista de Folklore número

494



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Casas de pecado y meretrices cacereñas

GUTIERREZ GOMEZ, Juan de la Cruz

Publicado en el año 2023 en la Revista de Folklore número 494 - sumario >



En 1477, doscientos cuarenta y seis años después de la conquista de la antigua Qazris, arrebatada a los almohades por las tropas cristianas del rey Alfonso IX, la población llevaba harto tiempo aguantando aquella situación escandalosa, desvergonzada, pecaminosa y molesta que creaban las prostitutas cacereñas y su chulesca, viciosa, provocadora y desvergonzada clientela con sus devaneos, insinuaciones, tratos comerciales, alborotos por la vía pública así como personales por los menesteres sexuales y tantos trapicheos en las mancebías. Lo que originaba cansancio, hartazgo y todo un runruneo de comentarios y protestas por parte de nobles y de la gente que conforma el pueblo llano en la villa. Una villa que desde 1229 pasara a disponer de un rango como el que suponía ser de realengo.

Pareciera que aquella mezcolanza por las callejuelas, plazoletas, lugares y rincones en los que se condensaba y fluía la vida cacereña, en lo que se conocía a las ejercientes como rameras, felonas, pelanduscas, zorras, furcias, mesalinas, busconas, rabizas, cortesanas, tunantas, hetairas, golfas, zurronas, coimas, milongueras, colipoterras, pericas, hurgamanderas, izas, pellejas, putas, esquineras, guarras, zorrupias, barraganas, fulanas, pendejas, lagartas, que por estos nombres y muchos más eran denominadas las mujeres que exponían sus encantos a los mercaderes que bullían, a veces hasta desesperadamente, en busca del sexo. Tal cual merodeaban y se adentraban de mancebía en mancebía y de lupanar en lupanar, los llamados enflautadores, echacuervos, rufianes, proxenetas, crápulas, traficantes de los placeres carnales, entre otros muchos nombres, que revoloteaban, inquieta, pasionalmente, a caballo entre el vicio y la altanería y la pasión del deseo carnal, tras los encantos, arrebatos, atributos y los enigmas que trasiegan por el interior de cada uno. La predisposición pecuniaria por parte de las mujeres dadas al alterne, las necesidades de los dineros, las complejidades que se albergan de siempre en el mundo de la prostitución, así como las múltiples zarandajas con esa clientela de bastardos y perdidos, por darles algún nombre, en búsqueda de los placeres mundanos y los éxtasis propios de aquellos encuentros por entre las dependencias de las alcobas, que, según cuentan algunos tratadistas, puede y vence casi todos los obstáculos que se presentan al medio…

Lupanares, burdeles, garitos, casas de tolerancia, casas de lenocinio, prostíbulos, casas de putas, casas de citas, por donde merodeaban y trataban de medrar en sus aventuras y desmanes, en sus pretensiones y hasta chulerías, incluidos abusos, aunque tan solo fuera porque aquellos hombres del mundo del puterío, solían albergar consigo abundantes dineros, joyas y hasta posesiones de relucientes oros, platas y vellones y otros para el logro de la causa y el ímpetu que los iba guiando, como posesos, hasta tales lugares con el fin y objetivo de hacer frente a las exigencias de las mujeres por la práctica de disfrutar con el sabor del cuerpo de las mismas. Hombres que, en sus trasiegos y aventuras por los garitos eran conocidos, entre otros nombres, como putañeros, truhanes, bribones, bellacos, maleantes, chismosos, pícaros, entrometidos, buscavidas, enredadores, pillos, randas, cabilderos, cizañeros, cuentistas, enflautadores, metomentodos, liantes, trajinantes, granujas, tunantes, camanduleros, indeseables, conventilleros, libertinos, soplones, deslenguados, malsínes, pitofleros, cuentistas, llevaitraes, chafarderos, bocazas, falderos, canallas, boquiflojos, lúbricos, murmuradores, cuajaenredos, viciosos, lascivos, chismosos, habladores, encandiladores, rijosos, burladores, pillos, mariposones, pichabravas, moceros, bragados, granujas, impúdicos, obscenos…

Y por allí, siempre, por esos mundos tan perniciosos y de escándalos, tan abandonados al mismo tiempo de la mano de Dios, alcahuetas, celestinas, correveidiles, mujerzuelas, intermediarias, terciadoras, encubridoras, trotaconventos, comadres, chipichuscas, faruscas, habladoras, enredadoras, pericas, alparceras, perras, lengüeteras, candongas, esquineras, astutas, esquineras, grofas, cotillas, aprovechadas, correderas, taimadas, maliciosas, cucas, lascivas, psicalípticas, sanguijuelas, que no perseguían otra cosa que ganarse la vida y sacar sus rentas en base a dineros y otros más a sus desasosegados buscadores y perseguidores para compartir un revolcón, aunque nunca se habrá de saber de los tratos de alcoba, de los comportamientos de unos y otras y de las exigencias del cuerpo y comportamiento de cada uno. Y tras el pasaje del encuentro sexual, a otra cosa mariposa… ¡Vaya un extraño, complejo y luengo mundo repleto de tantos misterios, incomprensiones, ocultaciones, ambiciones y vicios…!

Un amplio mundillo entre miradas, insinuaciones, acercamientos, conversaciones, excitaciones, bebidas alcohólicas, bebidas, carcajadas, brindis, acuerdos pecuniarios, alcoholes, comercio y las más variadas, amplias y diversas confluencias de cuestiones para alcanzar la intimidad en el tálamo. Que ya se conoce que son muchas las diligencias del sexo, de las pasiones y de los deseos… Unos tratos, pardiez, más bien fugaces, por dineros de vicios carnales, de celos y engaños, de disfrutes mundanos, de antojos. de caprichos y encoñamientos, de calenturas, de amores fingidos y de aventuras, pasajeros, de riesgos y de olvidos, de distracciones, de cópulas, de joder, en castellano claro y puro, yacer con hembras deseadas a cambio del vil metal y otros elementos, de fornicaciones, orgasmos, clímax, desahogos a voz en grito, con rápidos comienzos y derroteros –que algunas aparentaban deslizarse como en un mírame y no me toques, así como a la velocidad de la luz, y fingir el final de la función—en el trasfondo de esas historias de intimidades de cada uno, entre provocaciones, sobeteos, caricias y todo tipo de uso y disfrute carnal, quién sabe, de correrías; acaso nunca mejor dicho. Que solo ellos, los protagonistas en el fervor de las excitaciones y secretos de alcoba o cualesquiera otros lugares, tan solamente ellos, sabrán, por los siglos de los siglos, qué es lo que se esconde después de correr las cortinas o de traspasar las puertas de aquel secreto entre ambos protagonistas, con los varones cachondos, más calientes que una mona, como se dice coloquialmente, para acceder al recinto de cada uno de los encuentros del sexo, previamente acordado.

Y allí, pues, encuentros de todo tipo, clase, condición, manera y modales entre caricias, pócimas, excitantes, penes, vergas, falos, pollas, pitos, flautas, porras, cipotes, rabos, pepinos, pichas, mingas, plátanos, bananas, zanahorias, pililas, cimbeles, manubrios, mangos, por un lado, y, por el otro, con coños, carajos, chochos, rajas, pipas, conejos, almejas, mejillones, mondongos, chuminos…

Todo un panorama no solo nada ejemplar ni moral, precisamente, a ojos de una mayoría de los habitantes del concejo. Sino algo que representaba todo lo contrario. Los nobles y las damas, los regidores, tanto reales como perpetuos, representantes de la villa, los procuradores, corregidores, hombres buenos, capitanes y soldadesca, frailes y clérigos predicadores, los llamados y conocidos como hombres buenos de Cáceres, caballeros, letrados, escribanos, alguaciles, curtidores, caleros, taberneros, horneros, panaderos, herreros, hortelanos, boticarios, carniceros, taberneros, doncellas, labradores, e inclusive los ancianos más metidos en años, personas de confesión y misa, que transitaban por las callejuelas y plazoletas, por las comunidades de monjas recogidas en los beaterios y conventos que, a su modo, también ilustraban la vida de la villa cacereña.

«—¡Qué soez, qué frescura y descaro el de estas busconas, a plena luz del día, en plena calle, y que cada día abundan más, ajetreando y perturbando más y más el orden y los cuidados de la villa…!» comentaban los corregidores, los nobles, los alcaides, las damiselas, los frailes, los procuradores, los canónigos, los caballeros de altos vuelos y pote, los estirados paseantes por la Villa, los maestros y enseñantes…

«—¡Qué desvergüenza, qué ofensa…! ¡Esto es un insulto a todos…!» gritaban las beatorras de siempre, los religiosos, los habitantes de bien, por la Ribera del Marco y otros lugares de la villa. Desde lo alto del púlpito eclesial proclamaban con rotundidad en sus largas homilías los clérigos más contundentes, conocedores de su influencia entre los fieles, con su culta y cristiana palabra y con sus homilías ante los parroquianos en las misas de domingo y días de guardar:

«—¡Cómo puede ser posible la existencia de tanto vicio carnal, que genera tamaño comportamiento cuajado de ofensa y pecado contra todos nosotros, gente de bien y de moral!» Eso solo puede resultar obra de Satanás. De no haber dineros, riquezas, vicios y pecados de por medio, a buen seguro que no habría de existir este oficio tan penoso y pesaroso, que solo trae consigo destrozos morales y perversos, muy perversos ejemplos para todos.

Unas prédicas plagadas de moralidad que, en nada y menos, se expandían corriendo, qué digo, galopando a todo trapo, por las rúas, rincones y plazas pertenecientes a las colaciones del concejo cacereño. El orador de palabra sagrada, de aspecto famélico, luenga barba, mirada cautiva a caballo entre el cielo y los feligreses, con el libro de los Evangelios ante sí, continuaba:

—¡Más autoridad, más firmeza y más orden, sí, mucha más autoridad, mucha más firmeza y mucho más orden se precisa de urgente menester, de una vez por todas, por parte de los gobernantes, de las leyes y de la Reina! ¡Esto lo que debiera de imponerse de forma definitiva, en la villa…! ¡Todos estamos harto cansados de tener que soportar tan considerables escándalos de prostitutas y de proxenetas! Y que no tratan de hacer con sus perversas acciones más que llamar a las gentes de bien, atraer a las mismas hacia el mal y el pecado, con sus endemoniadas. diabólicas y satánicas acciones, en forma de estímulo y aliento para incitar a todos hacia esos pecaminosos burdeles…! ¡No queremos en la villa, bajo ningún concepto, a esa gente tan sucia de alma y de corazón, que se dedican a dejarse guiar por el pecado del sexo, bajo el engaño de los más falsos placeres mundanos, y llevados y conducidos por la perversidad de la mano del diablo, sí, queridos hermanos, sí, del propio Satanás, acompañado por toda su cohorte de secuaces…!

El clérigo hacía un alto, se santiguaba ante la inmensidad e intensidad de los vicios carnales y continuaba:

—¡Bendito sea el Señor Nuestro Dios Todopoderoso, hermanos, y que, asimismo, castigue tal como se merecen a todos esos irredentos pecadores de la mayor gravedad…!

En el transcurso de cada jornada se pregonaba con más ímpetu por el gentío de la villa cacereña:

«—¡Más moral, autoridad y orden…!» se afirmaba y se comentaba en calles y en despachos palaciegos, en mercados y en encuentros de unos y otros por aquellas callejuelas, en tabernas, en medio del ajetreo de vasos con vino de la tierra y entre un murmullo de voces, en las plazas y en las caminatas por el largo pasillo de la muralla cacereña, en los corrillos vecinales y de los conocidos, en el mercado, en los encuentros de los villanos y aldeanos, ante las fachadas de las iglesias y de las ermitas, en las escuelas y en las rogativas eclesiales y conventuales, como la expresión de toda una respuesta popular y colectiva.

«—¡Así es…! ¡Más moral, autoridad y orden…!» gritaba a coro, todos a una, el gentío del concejo, aun cuando en el mismo revolotearan animosidades extrañas por parte de algunos trasegantes opacos de aquel mundillo de escándalos que se trataban como moneda corriente por doquier. A lo que otros muchos nativos de la villa, criados en la moral más consistente, así como en las buenas costumbres y la ley, alzaban su voz:

—¡Fuera prostitutas de la Villa…!

Un grito que se expandía, paulatinamente, cada amanecer con más fuerza e ímpetu, con mayor participación, hasta entonar, todos a una, un único grito, un único clamor, que retumbaba por entre las paredes del concejo y del recinto amurallado, que sonaba así, tal cual, con la fuerza de esas cinco palabras repetidas, de forma continuada y seguida en numerosas ocasiones

—¡Fuera prostitutas de la Villa…!, ¡Fuera prostitutas de la Villa…!, ¡Fuera prostitutas de la Villa…!

Un grito de clamor, de todo un pueblo, que se extendía por los cuatro puntos cardinales de la villa. ¡Vive Dios que, a la vista de semejantes concentraciones de gentes, todos aquellos incontenidos ajetreos procedentes del pecado de la fornicación, tan perturbadores siempre, no podían coexistir, ya, en absoluto, con la pequeña población y de continuar pregonando descaradamente sus vicios carnales e incitando al pecado permanente!

Ante una situación que ya clamase a los cielos, tal cual como clamaban los hombres y las mujeres, cada día entre más enérgicas y fuertes protestas, no había más remedio ni más alternativa que tratar de la búsqueda de los remedios adecuados y poner freno, de una vez por todas, ante tal densidad de escándalos, de malos ejemplos y de pecados, a través de la forma más ejemplar y recta posible, como la que podía emanar de la máxima autoridad.

De este modo los alcaides, corregidores, religiosos, los representantes de estamentos del mayor relieve, hicieron llegar el tema de su hartazgo y disgustos, de su cansancio y lamento, ya agotador en extremo, como todo un largo rosario de las más continuadas y vehementes quejas, con sus letanías correspondientes, por todas las inmoralidades, las indecencias, las guarrerías y las suciedades que emanaban de la prostitución, hasta la misma Corte, tratando de asegurarse que tales testimonios y protestas llegaran, como los que salían de sus ya más que continuados gritos, a los oídos y consideración de la propia reina, Isabel, la Católica.

Desde esa misma sede capitalina de la corte del reino de Castilla se hicieron sonar rumores y campanas de boca en boca por las plazoletas y por las callejuelas en los que se lanzaban pregones, avisadores y amenazadores, de que se habría de acabar de una vez por todas, por real orden de la reina, con esa peste que suponía la escenificación de la prostitución, así como a puertas abiertas en medio del tránsito urbano de los habitantes… Al mismo tiempo, según se rumoreaba por los corrillos cacereños, la reina hizo llegar a las gentes que procedería a girar visita a la villa tan pronto como le fuera posible su traslado, y tratar, junto a otros numerosos asuntos de manifiesta transcendencia para la mejoría de la vida en el núcleo de la villa y sus tierras, que pendientes estaban entre sus papeles, entre ordenanzas, disposiciones y otros. Entre ellos, pues, ya habría de figurar el de la prostitución.

Todo un amplio cúmulo de circunstancias, habituales enfrentamientos en la villa entre unos y otros, regulación de capítulos de las ordenanzas, las normativas reguladoras del concejo de cara a un mejor gobierno y otros muchos asuntos pendientes en pro de villa, , aceleró la puesta en marcha de la real comitiva viajera en la expedición de la reina Isabel .

Con semejante noticia, que corría por entre todos los rincones de la villa, renacía la esperanza en el Señor, en el pueblo, la esperanza en la fe, en la intermediación de todos los santos y en la reina Isabel.

La reina Isabel en Cáceres

De tal modo que llegado fue el día, por fin, tan anhelado, loado sea Dios, Nuestro Señor, de que la misma reina Isabel I, en persona, llegara a la villa cacereña, con un inmenso acompañamiento desde la Corte, vestidos y adornados todos ellos con las mejores galas.

Ya clamaba la expectación de todos por presenciar aquel extraordinario desfile de la comitiva real, entre madrugones, nervios, empujones y riñas por alcanzar los lugares de preferencia. La villa aparecía vestida y adornada de gala, con tapices y reposteros y pendones.

De repente comenzaron a escucharse los sonidos procedentes de los clarines y de las trompetas, en medio de gran expectación. La señal de que ya se divisiva la expedición de la comitiva real, que todos aguardaban desde luengo tiempo. ¡Cuánto honor, pardiez…! Una voz anónima, emocionada, potente, salida de la garganta de cualquier aldeano cacereño que se perdía por entre la multitud, gritó de repente:

—¡Viva la reina Isabel…!

Todos a una, estimulados por el impulso del grito, coreó: «—¡Vivaaaaaaa…!».

Gritos que se repetían incesante ante el desfile que contemplaban, atónitos, sorprendidos y expectantes, todos. La villa de Cáceres vibraba de emociones.

Ya aparecía por aquel mágico escenario de la villa cacereña, arropada entre palacios, torres, iglesias, casonas nobiliarias, ermitas, conventos, plazoletas, callejuelas, rincones todos ellos, que parecieran de magia, potente, la reina Isabel, la Católica, que llegaba desde las tierras de Trujillo a lomos de una mula.

Una reina que, acompañada de ballesteros, de pajes, de guardia, de personalidades cortesanas, tuvo acceso a la villa por el lugar conocido como la Puerta Nueva, lo que hoy se configura como el Arco de la Estrella, procediendo de modo solemne, en fecha de 30 de junio de 1477, a «acatar los fueros, privilegios, buenos usos y costumbres de la villa de Cáceres, que fueron dados por Alfonso IX, rey de León y de Galicia», con su compromiso de honor plasmado ante los Santos Evangelios, que sostenía en sus manos el bachiller Hernando de Mogollón. Un acto que dispuso de la solemnidad propia de los tiempos de aquel entonces, contándose, para tan importante celebración, con la presencia de un amplio séquito como el que la acompañaba, entre otros altos personajes del reino de Castilla, con una figura de relieve como la de Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, de extraordinaria influencia en la Corte, que acompañaba a la misma con tal ocasión, y asesor, diríase que plenipotenciario, de la reina, el almirante de Castilla, los obispos de Córdoba y Segovia, y otros numerosos personajes de las más altas esferas.

La Reina Isabel, «una mujer de mediana estatura, bien compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros, muy blanca e rubia, los ojos entre verdes e azules, el mirar gracioso e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre», respondió diciendo cuatro palabras; «Si, juro, e amén».

Tras ese acto, que figura en letras de molde y oro en la historia de Cáceres, la cohorte real habría de continuar su camino adelante entre calles empedradas con la disposición de permanecer a lo largo de una quincena de días y atender tantos asuntos pendientes, alojándose en un lugar tan emblemático como el Palacio de los Golfines de Abajo, hermoso ejemplo renacentista cacereño, a la vera misma del beaterío de Santa María de Jesús, de monjas jerónimas.

Un reinado, el de Isabel, la Católica, del que es menester dejar constancia, siguiendo al escritor y periodista, Publio Hurtado, constituyó «una gloriosa época de transformación social en nuestro país y singularmente en nuestra localidad», del mismo modo que hemos de destacar la importancia de dicho reinado que representó para Cáceres, en opinión de Fernando Jiménez Berrocal y de Santos Floriano Cumbreño, cronistas oficiales de la ciudad.

Posteriormente la reina, entre tantos asuntos al medio durante su estancia en la villa, optó de forma tajante por una decisión tan anhelada por todos. La de sacar las denominadas casas de pecado a los extramuros del concejo. Una fórmula dispuesta convenientemente para, de esta manera, aliviar y redimir a esas buenas, honradas y sencillas gentes cacereñas de aquella imagen con las meretrices, su pertinaz y corrompida clientela, entre la que, al parecer, se ocultaba algún que otro ilustre miembro de la villa, y cuanto emanase de aquella situación que tanto escandalizaba al pueblo. Que ya se sabe y resulta conocido por todos que son numerosas las ocasiones en las que por aquello del furor y del éxtasis que suben por causa de las calenturas humanas, hacen perder la razón. En el correr de aquellos tiempos habitaban entonces en la villa cacereña, aproximadamente, unas ocho mil almas, con unas quinientas de ellas, aproximadamente, pertenecientes a judíos.

La reina decidió imponer una regulación estricta y adecuada para el control y determinación de aquel puterío villano que tanto alteraba la vida de las gentes de la villa. De tal manera así fue que, en la normativa dictada por la reina, y con el fin y el ánimo «para salvaguardar al resto de mujeres de que fueran tomadas por lo que no eran o asaltadas por equivocación», aquellas casas y lugares donde, por exponerlo de forma coloquial, se ejercía y practicaba el oficio más viejo del mundo, como da cuenta la historia, con sus protagonistas, habrían de salir por orden real e imperativa del perímetro del casco que albergaba la villa. El contenido de esa normativa señalaba textualmente, asimismo, que «ha de elegirse lugar conveniente fuera de la población, donde menos perjuicio se haga al vecindario para construir las casas donde deben habitar las mujeres del pecado».

Y así habría de ser. Motivo y justificación por los que el mandato de la reina de Castilla trataba, pues, de alejar a las mismas de las mujeres de vida recta y honesta, exigiendo por decreto que habrían de vivir en las mancebías, extramuros de la villa, ubicándose tales casas de pecado con las cercanías de la llamada Puerta de Mérida.

Como consecuencia las primeras casas oficiales en Cáceres, pues, de este ámbito social de la prostitución, como forma de ganarse la vida, cual conforman las casas de pecado, que tanta polémica, escándalo, discusión, debate e intranquilidad habían generado en la vida cacereña, se establecieron en lo que sería llamada, a partir de esas fechas, como la calle de Damas, nombre que adquiriera desde sus inicios, a la vera de la Plaza de Santa Clara. Un donde lugar en el que se fundara en 1614, un convento por la muy católica doña Aldonza Torres Golfín, viuda de Sancho de Paredes, por cuyos ventanales y huecos se alzaban y escapaban, y aún continúan alzándose y escapándose, oraciones a las imágenes del retablos y a los cielos santos por parte de las monjas clarisas, de serena vida contemplativa, con dos imágenes, conmovedoras del alma, con las santas imágenes con la representación de las figuras de San Francisco y de San Antonio, a izquierda y derecha respectivamente, en retablo de madera dorada, así como dos coros.

Una decisión, la del alejamiento de las mancebías de la villa, que fue muy bien aceptada en la inmensa mayor parte de los ocho mil habitantes cacereños y hasta en muchas leguas a la redonda, por tierras de las cercanías. Aunque otros solamente lo aceptaran por imposición y a regañadientes en sus propios y carcomidos silencios. Si bien eso de a regañadientes habrían de disimularlo para recrearse en severas y mordaces críticas, si acaso es que procedía, con compañeros de viajes, alternes y lances amatorios…

Así mismo se dictó que las rameras habrían de mostrar una señal visible que denotara la dedicación a tan carnal oficio. Como resultaba una mantilla corta y de un color encarnado, así como una toca de color azafrán, así como la prohibición de joyas, además de la prohibición de lujo así como la ostentación de joyas, sedas, pieles…

Igualmente es de subrayar que, ya en aquellos tiempos, las mancebas estaban obligadas a someterse a una revisión médica, de forma periódica, intentando garantizar la mejor salud, en beneficio de unos y otras, clientes y meretrices, ante los males venéreos, de los que se largaba por entre la población como un mal aún peor que la propia peste negra que tantos estragos causara. Servicios que, no se sabe si de forma y manera razonable, o no tanto, eran religiosamente sufragados por el municipio.

Con lo que se podría subrayar que, de este modo y manera, la reina Isabel la Católica se ocupó de forma enérgica y contundente, tomando cartas en un asunto de tamaña problemática y escándalo, que preocupaba sobremanera a la población, certificando en la villa cacereña, con carta de naturaleza, a través de la normativa correspondiente, el reconocimiento de las casas de pecado, vulgo prostíbulos, burdeles, lupanares, casas de lenocinio, y otras denominaciones, pero, ya, al otro lado de los muros de la villa.

Aunque en la confianza perversa y zorruna de algunos, que jugaban, así como a dos barajas, el asunto nunca pasaba a mayores, y aquella exposición de las prostitutas para el arrendamiento de su cuerpo, en toda su extensión, a cambio de juergas, risotadas, excitaciones, consumo descontrolado de alcohol, ansias de sexo y correr de dineros continuaba adelante.

Ya, extramuros, los tálamos, la alcahuetería, los desnudos, la rumorología que se cobija divulgándose, como se conoce, por los esquinazos callejeros, el enroscamiento de los cuerpos, los coitos, las felaciones, que de todo hay por las viñas, los sudores, el disfrute hasta el agotamiento más placentero por la causa, el correspondiente abono de los servicios prestados por la mujer a través de sus encantos y atractivos corporales en el juego y la profesión del sexo y la generosidad del ofrecimiento de los mismos a cuantos pagaran los estipendios y óbolos fijados previamente en reales, maravedíes o ducados, allá por aquellos tiempos, que era de justicia porque la vida se presentaba bastante cara, con fuertes incrementos de presión fiscal en forma de impuestos, inclusive hasta por montazgo de los ganados, tal cual relatan las crónicas, pasando en el correr de los tiempos por doblones, escudos, cuartos…

Cuestiones que, por lo general, traspasaban las páginas del regateo, y se bifurcaban en las de la discusión, de la bulla y del escándalo, sin obviar, claro es, las alteraciones las normas de la moralidad y buenas costumbres que debieran de imperar en una villa que se precie.

No obstante, el ejercicio de la prostitución continuaba expandiéndose con sus adeptas, por tanto, a la par, con sus adeptos y seguidores. Ya relata la historia que, desde entonces, ha ido habiendo, en el correr de los tiempos, diversos cambios en las ubicaciones sociales, según las diferentes épocas acerca del lenocinio en Cáceres. Y que, con el paso de los años, permanece toda una larga y continuada serie de nombres grabados en la hemeroteca de reconocidas oficiantes e intermediarias para el desarrollo de tamaños menesteres, así como de buscones y otros.

Una página, consideramos que cuando menos curiosa, por otra diversidad de circunstancias en Cáceres, a través del hilo conductor que configura como resulta del paso del tiempo.

Lo que hacemos con el protagonismo y de la mano de dos cacereñas de notable distinción en el oficio de la prostitución, que responden a los nombres y apodos de Isabel Gómez «La Folica», y Teresa Berrocal «La Berrocala».

Isabel Gómez «La Folica»

El tiempo va transcurriendo. También, claro es, en las casas de pecado. Un nombre con cita en la historia de Cáceres. Con unas y otros u otros y unas. Hasta que surge el nombre y el arrojo de Isabel Gómez, que habría de ser conocida como la «Folica». Una mujer cacereña de vida distraída y de armas tomar, como uno de los nombres más relevantes en este siempre enigmático campo de la prostitución, que dejó constancia de su raza durante la Guerra de la Independencia.

Una cacereña joven, de carácter bravío, a la que Publio Hurtado define en su libro «Recuerdos cacereños del siglo xix», como «una muchacha esbelta y bonita, alegre y pizpireta, que vendía sus encantos a buen precio, si bien no a todo el mundo» y que marcó unas pautas en el Cáceres de aquellos tiempos en los que los gabachos trataban de hacerse con España.

Situémonos en el año 1809 cuando la villa de Cáceres, como tantas y tantas en España, se duele de la barbarie de la invasión francesa, en la locura imperial napoleónica con el general Claude Víctor Perrín al frente que, a la sazón, habría de figurar el primer general del ejército napoleónico en entrar a golpe de caballo, espada y cañones con la soldadesca franchuta en Cáceres. Un general de brillante currículum, que a los quince años ingresó como simple tambor en el ejército, y que alcanzó ni más ni menos que el grado de Mariscal.

Retornando a la entrada de los militares gabachos en la villa cacereña es de señalar que los mismos, ya desde el primer momento, trataban de hacerse dueños de todos los rincones, con los medios que tenían a su alcance. En la amenazante vigilancia de sus calles y plazoletas, en la temerosa soberbia y arrogancia de sus actitudes por el control de la propia vida de las gentes, en el ejercicio de la imposición de las armas a la supeditación ante la soldadesca de las huestes de Claude Víctor Perrín, en su ira y odio guerrero por doquier con sed de logros, de conquistas y de hacerse con más y más fortines como bien podría venirles el enclave de la villa cacereña en un eje militar de importancia, junto a Portugal y en el eje entre Salamanca y el Sur.

Un estado de terror, el de los franceses, que tenía con el alma en vilo a todos los cacereños y por todas partes que andaban entre sumas preocupaciones, como se derivaba del ánimo ciudadano. Y es que se había impuesto el terror militar de los invasores franceses napoleónicos a través de su infame cabalgadura y andadura en vigilancia y control por todos y cada uno de los recovecos, bien con su presencia, bien en tabernas y tascas de la Villa, bien en la rumorología y cuchicheos y zascandileos de los corrillos, bien en las conversaciones de los mercados, bien en las caminatas y trasiegos de los más que angustiados cacereños, acosados por la mirada de soberbia y mando de los gabachos, así como por su actitud de chulesca supremacía.

Más la soldadesca francesa, en su ímpetu de la acometida militar, con todo tipo de desmanes, no paraba en barras para nada. Ya fuera para abusar de su aterradora presencia militar, que imponía el miedo en el cuerpo a los pacíficos habitantes de Cáceres, con muchas peleas y guerras en su historia, ya fuera para tirar de los caldos o vinos en las bodegas, alegrar el ánimo y abastecer el ansia etílica de la tropa, ya fuera para dar rienda suelta a sus apetitos carnales, a su lujuria y a su libidinosidad por las casas de lenocinio entre la mocedad de buen ver.

Y entre las que sobresalía Isabel Gómez, «peliforra de alto precio» y que «era en 1809 maturranga de fijo del Marqués de Lorenzana». De nombre, el de este noble, don José Quiñones y Contrera.

Por aquella época, pues, Isabel Gómez, lucía sus más que preciados y arrebatadores encantos a lo largo de todo su físico y a los que daba prestación a los demandantes sin rubor alguno, por las excelencias de su cuerpo, a cambio de caras cantidades de dinero.

Siendo de esta guisa que los soldados gabachos no tardaron lo más mínimo en reparar en los sugerentes atractivos de aquella más que atractiva joven que, a su paso y encuentro por los diferentes lugares de la Villa, miraban, admiraban y piropeaban. Y a la que no tardaron en apodar como «Folica», que traducido del lenguaje coloquial francés de aquella soldadesca al castellano venía a ser como Loquilla, que era aconsejada en las artes de sus arriesgados y comprometidos avatares, tan diversos, por una tal Ludivina, conocida como la tía Lagarta.

El caso es que un día de aquellos de cuando transcurrían los ataques de la invasión francesa, a lo largo de toda España, mientras el Marqués de Lorenzana e Isabel Gómez retozaban en el lecho del placer, entre pasiones, caricias, y movimientos de pelvis, subyugados de toda subyugación en el éxtasis de los vendavales carnales, fueron sorprendidos por tres militares franceses que, aprovechándose de su superioridad y armas a mano, bajo el tono siempre imperativo de las amenazas procedieron a abusar a diestro y siniestro, ambos tres, sin compasión ni reparo, de todos los poros que se conformaban por el cuerpo de Isabel Gómez, «La Folica». Una mujer que sufriendo semejante vilipendio para sus adentros se juró que habría de proceder a la correspondiente venganza ante aquella canalla gabacha.

Fue tal el desenlace de los efluvios carnales, la alegría y la jarana colectiva que disfrutaron los asaltantes de la casa de la «Folica», entregada alegremente al placer hacia y con sus violadores, que, éstos, en sus alegres desenfrenos, incluso cortáronle la coleta al Marqués, que salió escaldado de aquella encerrona traidora y miserable por los siempre indeseables franchutes y hasta renegando de la alegría sexual de la joven con la que yaciera con manifiesta frecuencia.

Más todo era pura estrategia de la «Folica», que, en virtud de su juramento consigo misma, dos o tres días después del de los autos referenciados, se presentó ante el Marqués de Lorenzana con los bigotes de los franceses, en justa correspondencia a la coleta arrancada al mismo.

Y confesóle al mismo con harto desparpajo haber procedido a emborrachar de toda borrachera a los militares franceses con los buenos caldos, tintos y blancos, de los que disponía en sus bodegas, haberles dado muerte y en venganza por sus tropelías sin compasión alguna, mientras los gabachos dormitaban de su emborrachamiento, para posteriormente, arrojar sus cuerpos a un pozo.

Teresa Berrocal «La Berrocala»

Avanza el tiempo y nos situamos en el segundo tercio del siglo xix, cuando surge otro nombre de relieve en las páginas de la prostitución en Cáceres, y que destaca en estos parajes de mujeres vida licenciosa allá, cual es el de Teresa Berrocal y que se hizo muy popular.

Teresa Berrocal la «Berrocala», «baja y regordeta, pero graciosa y decididora»», «mujer de vida alegre y dadivosa, de vida un tanto relajada», como señala Publio Hurtado, disponía de una manifiesta personalidad y carácter, tanto alegre como divertido, espabilada y cordial, atenta a todo y con una vista que, como se suele contar, las cazaba todas al vuelo. De poderío y osadía, de coraje y de atrevimiento. Que ya se cuenta que su forma de ser encandilaba a los hombres con su capacidad imaginativa y su espabilo, que no se arredraba ante nada y, menos aún, ante nadie. Añadamos que, además, era más bien regordeta, pero muy cordial con todos.

Todo ello le fue cambiando la vida de modo significativo, pues llegó a poseer una taberna, en la que servía junto a buenos vinos extremeños con la ayuda de su marido a los parroquianos, y con cuyo negocio ganó bastante dinero, pues llegó a adquirir hasta una vacada de ganado bravo, situada allá por las cercanías de Santa Ana, y cuyos astados salían a veces por los toriles de la plaza de toros al coso cacereño para ser lidiado en el transcurso de algunas festividades. Teresa Berrocal, toda decisión y amor propio, le echó reaños al tema taurino, que tanto le llamaba la atención, y hasta en algunas ocasiones tomó el capote y la muleta para hacer frente en la arena a algunos ejemplares de su propia ganadería. Lo que dio lugar a que, entre unas y otras cosas, corriera por los mentideros de la villa aquella curiosa copla, que se hiciera muy popular, que ha llegado a nuestros días:

A la Berrocala

la ha cogido el toro,

y metido el cuerno

por el as de oros.

A la Berrocala

la ha vuelto a coger,

y metido el cuerno

por allí otra vez.

Teresa Berrocal, igualmente, pasó a regentar uno de los más cualificados prostíbulos cacereños, lo mismo que se mostraba generosa en extremo con los más humildes.

Todo un cúmulo de circunstancias en torno a la misma que comenzó a ser persona de deseo por parte de muchos hombres. Y a la que su espabilo y personalidad comenzó a llevar a esos menesteres en los que se enzarzaron miembros de diversas capas sociales, hasta transformarla en una mujer de vida licenciosa y espabilada en dichas artes, ante las que, como cuentan que llegara a decir, no vale cualquiera.

Su nombre gozó de tal relevancia que, hasta donde cuentan las crónicas, a ella acudían los políticos liberales, a lo largo de sus campañas electorales, ya que la «Berrocala», por sus relaciones sociales, entiéndase como se quiera entender, era captadora de un importante caudal de votos. Y menester se hacía buscar esos apoyos y favores, que, de una u otra manera, habrían de ser correspondidos con los candidatos electos a la hora de administrar las votaciones populares. Cosas veredes y cuestiones, a fin de cuentas, mundanas, que ya se sabe que el ser humano es débil y siempre busca los caminos, incluso los más peliagudos, para obtener su crédito y su rédito.

Una mujer, Teresa Berrocal, preocupada, asimismo, por asuntos de orden social, hasta el punto de que fue una de las impulsoras del barrio que sería conocido por el apodo por el que era conocida en el Cáceres de Aquellos Tiempos, «la Berrocala», junto a la ermita de Santa Gertrudis, y, que al final de sus días, expiró en la pobreza, cuando de tantas alegrías y capitales dispuso en vida, y, afortunadamente, al menos, disfrutándolo, aunque, también, a la par, dilapidándolo, en cuestiones de todo tipo y misterios de la vida.

Si la llamada «Folica», de nombre Isabel Gómez, marcó una etapa por su bravura, por su coraje y por su decisión, la conocida como «Berrocala», Teresa Berrocal, hizo lo mismo gracias a ese valor, ese poderío y esa generosidad última con el vecindario que la rodeaba en las proximidades de su domicilio y de la que queda constancia manifiesta.

Burdeles y prostitutas

Aun cuando desde los tiempos de la reina Isabel, la Católica, ha llovido bastante, que atrás quedan cinco siglos largos, poco a poco van apareciendo nombres curiosos y llamativos por las casas de lenocinio, burdeles, mancebías y prostíbulos que se iban dando cita, paulatinamente, por la villa cacereña. Tal cual el manantial que no cesa.

De este modo, por entre las páginas de semejantes lugares de citas y encuentros, se supone que la inmensa mayoría de ellos de carácter furtivo, bajo la apuesta del viejo oficio de prestar los atributos de los encantos femeninos a cambio de los estipendios que se acordaran entre ambas partes, con soplonas, chismosas o madames, que de todo hay en la viña del Señor, quedan otros nombres marcados para la historia de la prostitución por las calles cacereñas.

También hemos de citar a gayones y gayonas, esto es, a quienes se dedican al tráfico con la prostitución, como representan los ejemplos tan significativos como los de la tía Toñuela y el tío Legaña, lo mismo que en ese mundillo, desde la perspectiva brujeril, se andaban Ana, la Casareña, e Inés, a la que apodaban la Picha. Todo un apodo muy idóneo para los menesteres de ese mundo tan atrevido, tan descarado, tan encarado, tan desvergonzado, que, a lo largo de la historia, habrá dejado miles y miles de testimonios y de secretos entre los más variados menesteres y los más diversos pormenores entre los protagonistas de tantas citas secretas donde se descubren los visillos de la vergüenza y dar paso al ritual del oficio más viejo del mundo.

Por el Cáceres de aquellos tiempos se andaban y pululaban por aquellos lares otros nombres como La Roja, la Cuerva, que parece y suena como muy acorde y apropiado con el empleo que le daba sustento, del mismo modo y manera que por aquellos lugares alternaron y lucieron el palmito Rufina la Viuda, que tal aprovechase la desaparición de su difunto para dar rienda suelta a su melena, la Buñuelera, Isabel Cilleros y apodada como la Brava, lo que venía a considerar como que debiera de andarse la cliente con mucho y cuidado, y que al parecer contaba con clientes selectos, de alto poder adquisitivo e influencia por las vías cacereñas, la portuguesa María conocida como La Cartucha, que tenía su lugar de trabajo putero en las proximidades de la vieja estación de ferrocarril y donde esperaba a la soldadesca, siempre salida, con o sin uniforme, la tía Freja, la Pájara, otro nombre de altos vuelos propicio para el desempeño de tales cometidos. O, sin ir más lejos, La Cañona, que, como apodo de guerra, por algo le llegaría.

Lo mismo que es de dejar constancia, siguiendo las páginas de la historia, de la esbeltez y físico de Lala, una conocida y admirada meretriz famosa de los principios del siglo xix, cuyo apodo llegó a dar nombre si no oficialmente, en boca del «vulgo», a una callejuela que llegaba a si lenocinio.

Tal cual de siempre en estos menesteres hubo ejercientes, y muy hábiles y expertas, que actuaban y ejercían de esas labores como las que se derivan de la intermediación. Entre ellas, por supuesto, la tía Marenga o la tía Aviluche.

Igualmente es de hacer referencia a mujeres, que según deslizan algunas crónicas de la historia, gozaban de presencia espectacular, como fueron en su día y en los ambientes prostibularios cacereños o cacerenses la Gilda o Carmen, apodada como La Gitana. Otra figura destacada de la prostitución cacereña eran la Jorja, dueña de otro garito.

Respecto al apartado de los lugares de citas, lupanares, aparecen como denominador común algunos tan curiosos como la Casa de Luisa, la Piqueira, la Casa de la Vasca, la Casa de Mary Carmen, el Pernil de las Doncellas, la Mariza, asentado en la calle Moros, el Lupanar del Llorón, el de la tía Mosquera, el del tío Pavón, intermediarios como el tío Legaña, la Teta Negra, Antolín, el Avellanero, o garitos como el del tío Tirirí, el del Llorón o el de la Sierrafuenteña, el de la Cuca, o el de la Jorja, otro curioso sobrenombre y muy acorde por esos senderos tan revueltos y donde quien más y quien menos, en una u otra parte, a uno u otro lado, se andarían muy alertas y cucos…

Así mismo es de señalar, como curiosidad anecdótica, que la ermita del Vaquero, enclavada en la plena Caleros, de manifiesta imagen popular, se alza sobre la casa del vaquero Gil Cordero, a quien, hallándose con su ganado por Guadalupe, allá por el lejano año de 1322, se le apareciera la imagen de la Virgen. Una casa que fue, posteriormente, una mancebía, para convertirse, finalmente, en una ermita y en la que destaca, sorprendentemente, una imagen de san Jonás, de quien la leyenda cuenta que pudo haber sido el introductor del cristianismo en Cáceres. La imagen de san Jonás se representa, de modo extraño para todos, con la figura del mismo, con su cabeza cortada y sujetándola con la mano derecha.

En aquellos tiempos del siglo xix había casas de cita por la calle Moros, hoy Margallo, por la calle Barrionuevo y otras. También destacar que, siguiendo al periodista Fernando García Morales, en su trabajo «Casas de lenocinio y gestos frívolos», el último Barrio Oficial en Cáceres de estas mujeres de vida alegre, cerrado, subraya en los pasados años setenta, estaba situado en algunas calles «que forman parte de lo que llamamos Barrio de San José. Las casas estaban principalmente en la travesía de San Felipe, Calle Nueva, San Felipe, y los entornos próximos a un bar llamado Las Cancelas, situado en la calle Ceres y aledaños», Un barrio chino que fuera clausurado por el obispo de la diócesis en el año 1961. Aunque más adelante, pasando el tiempo, las prostitutas, se trasladarían al barrio de Santiago y cercanías, para irse desplazando, paulatinamente, a otros lugares que se movían en el expansionismo cacereño, por zonas como la calle Antonio Hurtado, Gil Cordero y otras…

Si la «Folica», marcó una etapa por su coraje y bravía, como queda constancia por las páginas de la historia, la «Berrocala», lo marcó por su poderío y empuje y relaciones con el todo Cáceres de aquel entonces.

Concluyamos, pues, con el proverbio popular, que a saber de cuándo data, y que señala algo tan sencillo y universal como que el aforismo de que «La jodienda no tiene enmienda».

FUENTES

Publio Hurtado, Publio, Ayuntamiento y familias cacerenses, Recuerdos Cacereños.

Alonso de la Torre, J. R.: Artículos «Breve historia putesca de coimas, peliforras y rufianes», «Del lupanar al puticlub» y otros.

García Morales: Artículos «La Berrocala y su promotora» y «Casas de lenocinio y gestos frívolos».

Gutiérrez, Juan de la Cruz: Artículos «Casas de Pecado en Cáceres», «La Folica, una cacereña de vida distraída».

Orti Belmonte, Miguel Angel: «Cáceres bajo la Reina Católica y su Camarero Sancho Paredes Golfín».

Sierra Bolaños, Jesús: «Anécdotas de las visitas de la reina Isabel, la Católica, a la villa de Cáceres».



Casas de pecado y meretrices cacereñas

GUTIERREZ GOMEZ, Juan de la Cruz

Publicado en el año 2023 en la Revista de Folklore número 494.

Revista de Folklore

Fundación Joaquín Díaz