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No existe castillo en Extremadura que no sea objeto de las correspondientes leyendas, muchas de ellas basadas en la existencia de riquezas ocultas en sus cimientos. Washington Irving, que en su momento constató esta realidad común a todo el meridión peninsular, apoyaba tal creencia en hechos confirmados por la historia:
Éstas (leyendas) lo mismo que la mayor parte de las ficciones populares, tienen algún fundamento histórico. Durante las guerras entre moros y cristianos que asolaron este país por espacio de algunos siglos, las ciudades y los castillos estaban expuestos á cambiar repentinamente de dueño, y sus habitantes, mientras duraban los bloqueos y los asaltos se veían precisados á. esconder su dinero y sus alhajas en las entrañas de la tierra, á ocultarlo en las bóvedas y pozos, tal como se hace hoy día en los despóticos y bárbaros países de Oriente[1].
Entre estos castillos cabe citarse el conocido con los nombres de Trevel o Zambrano, sito en la sierra de la Boya, en término de Pinofranqueado, en la comarca de Las Hurdes, a los pies del impresionante Morro del Moro «y no distante de una fuente que denominan Fuente de Roldán, abierta por un bote de lanza de aquel célebre paladín de la Tabla Redonda»[2]. Las consejas sobre las riquezas conservadas en torno a esta enigmática fortaleza nunca se escucharon en vano, a pesar de que los resultados no se correspondieron con las ilusionantes expectativas y de que «hasta sus cimientos han sido removidos en busca de tesoros, manía harto común en la provincia de Cáceres, cuyo contagio entre los jurdanos es nuevo comprobante de su sangre arábiga»[3].
En sus proximidades, según las especulaciones de un erudito cazatesoros del siglo xix, Vicente Maestre, se alzaba el castillo Fragoso, «al pie de la Alquería del Gasco en las Hurdes donde aún se ven cimientos colosales y pruebas de que fué quemado». No solo indica que se halla en la margen de un riachuelo, al que denomina Caudaloso «por los muchos caudales que baña», sino que ofrece la enumeración de nada menos que ocho tesoros que en sus inmediaciones enterraron los sarracenos cuando habitaban estos escabrosos serrijones[4].
También bajo los escombros de lo que fue villa y castillo de Salvaleón, en término de Valverde del Fresno, la imaginación de los paisanos supone enterrados inmensos haberes. En el intento de apoderarse de ellos han sido muchos los mentecatos codiciosos que han perdido tiempo y dinero[5].
Si en el enclave precedente la no localización de las riquezas, contradiciendo la leyenda, puede deberse a su inexistencia, en otros castillos de la Sierra de Gata, a pesar de tenerse completa seguridad de que siguen ocultos entre sus cimientos, el hallazgo de los mismos está condicionado por los oportunos encantamientos o por los seres que se encargan de su custodia. A estos fabulosos vigilantes se refería Publio Hurtado al disertar sobre los castillos de Trevejo, Almenara y Santibáñez el Alto:
[...] cuentan las gentes del país, que hay grandes tesoros enterrados desde tiempo de los moros... de aquellos moros legendarios, que, maestros en la cábala y la alquimia, leían en los astros el sino de las personas y convertían los guijarros en relucientes doblas de oro, rutilantes carbunclos y ceilanescos diamantes, que enterraban donde quiera, y solían poner al cuidado de un dragón, una hidra, un minotauro, ó cualquier otro bicharraco más ó menos quimérico y horripilante[6].
Debían escapar a esta mítica vigilancia, por lo que respecta a la primera de las fortalezas (Figura 1), las joyas que nadie sabe ni quién ni cómo alguien descubrió en una especie de caja de piedra a la izquierda del camino que asciende al recinto defensivo. Y lo mismo ocurrió con la olla que el insensato o ignorante de turno localizó en sus proximidades. Estaba llena de oro en polvo y, como suele suceder con cierta frecuencia en estos casos, se volatizó al romperla bruscamente para ver el contenido[7].
La credulidad y la codicia se constituyeron en dos focos que guiaron los pasos de quienes deambularon por los castillos al encuentro de la fortuna. Y siguen alumbrándolos en la actualidad. Un buen ejemplo es el de Peñafiel, también conocido como Racha Rachel en honor a la bella joven agarena que acabó entregando sus amores al guerrero cristiano de turno (Figura 2). Se levanta en las proximidades del río Eljas, en término de Zarza la Mayor. Construido por los musulmanes en el siglo ix, hacia el año 1212 pasó a dominio leonés[8]. Además del tesoro, el que husmee en la fortaleza puede toparse con un talismánico anillo mágico.
Diferentes leyendas, como no podía ser de otra manera, se argumentan sobre los muchos tesoros escondidos en esta fortaleza durante la época musulmana y que de ninguna de las maneras pudieron ser localizados tras la conquista. Y puesto que los libros correspondientes citan las huellas que sirven como reclamo a su hallazgo, la mínima marca sobre cualquier sillar hace que se prodiguen las excavaciones a su alrededor. A pesar de la incongruencia, puesto que el castillo fue rehecho en el siglo xiii y rehabilitado en casi su totalidad en el siglo xvi, de modo que nada subsistió de la época agarena, ha seguido sufriendo la visita de los topos que no desisten en su empeño de dar con las joyas, entre las que no falta el consabido anillo, y otras piezas doradas que allí abandonaron los moros.
No muy alejada de este baluarte se hallaba la fortaleza de Lucillos, en término de Ceclavín, a orillas del Tajo. Su nombre tal vez proceda «de los muchos sepulcros romanos y subterráneos que se han descubierto en él»[9]. Este baluarte fue reedificado sobre la base de unos yacimientos prerromanos y todavía las «ruinas y las laudes diseminadas en sus contornos, con inscripciones y figuras raras en ellas esculpidas» siguen atrayendo a los buscones de tesoros[10], que nunca ven cumplidos sus sueños.
Estos reveses que sufrieron y sufren las ilusiones de los que pretendieron y aún pretenden desenterrar el oro del moro de entre los escombros de las fortalezas gateñas se repite con los de otros bastiones de las zonas limítrofes: Benavente de Zarza, Milana, Fernán Centeno o Rapapelo. Y las misma frustraciones se ciernen sobre los que han merodeado por los fortines de Palomera, Albalat, Alija, Arropez Castillejillo, Castil Oreja o Cáceres el Viejo, sito este en la Sierra de Santa Marina, a escasa distancia de Casas de Millán.
Si en la práctica totalidad de los mencionados castillos se va a lo que salga, en otros muchos el que escudriña sus entrañas pétreas sabe lo que busca. De entre estos gozó de gran atractivo el de Monfragüe, donde las leyendas apuntan que mantiene a buen recaudo la piel de un cordero negro repleta de joyas y veinte quintales de monedas de oro (Figura 3). Parece ser que quienes excavaron la base del pavimento de la torre del homenaje, cuyas oquedades eran visibles aún por los mediados del pasado siglo[11], se habrían conformado con menos. Decenas de años antes un cronista de Serradilla, en cuyo término municipal se levanta esta fortaleza, denunciaba la impunidad con la que, quienes pretendían enriquecerse con un golpe de suerte, actuaban contra el monumento, sin que constara el mínimo hallazgo:
De lo que era espacioso castillo, hasta los cimientos han sido socavados en muchos trozos de su largo circuíto. La avariciosa plaga de «buscadores de tesoros», han destrozado éste, como otros tantos tesoros arqueológicos[12].
Siglos atrás estos cazatesoros quizás hubieran podido mitigar su desazón recogiendo algunas perlas que, en lugar de lágrimas, brotaban de los ojos de la encantada Noemia, que en las noches tenebrosas lloraba sentada en la Cancho de la Mora y rodaban por la ladera del monte. Era Noemia la hija del alcaide de Monfragüe y fue conjurada por su padre «a vivir aislada e intangible en aquella fortaleza hasta la consumación de los siglos». Aunque al decir de los naturales más ancianos cada vez fue demorando más las apariciones nocturnas y gimoteos, hasta el punto de que ya no hay testigos de su presencia[13].
No es una mora encantada como en Monfragüe, sino el fantasma de un moro hartamente agresivo el que hacía desistir de la búsqueda a los que en alguna ocasión soñaron en toparse con el tesoro entre los restos del castillo de Almoharín, en los aledaños de la Sierra de San Cristóbal. Y eso que resultaba prometedor, ya que estaba compuesto por cien monedas de oro distribuidas en cuatro bolsas de un paño negro de Damasco. Pero hasta el presente nadie ha optado por preferir la bolsa a la vida.
La Torre de las Siete Ventanas, sita en la Alcazaba de Badajoz, como toda fortaleza que se precie, mantiene un ser encantado, tesoros y un ente fantasmagórico que pulula por ella (Figura 4). No eran suficientes los gemidos que en la noche emitía la princesa Zoraida, castigada por su padre por mor de los amores con un cristiano, para ahuyentar a quienes penetraban en el fortín para apoderarse de un inmenso botín de escudos y doblones. De este cometido se encargaba un fantasma con aspecto de dragón, ya que defendía las riquezas a base de rabotazos y dentelladas. Mas no era lo único que los moros, antes de su huida, tuvieron a bien ocultar con las suficientes garantías. A los pies de la misma torre y a pocos metros de profundidad enterraron una gran cantidad de objetos áureos. Los conjuros con los que acompañaron aquel depósito trae consigo la muerte inevitable del que tenga la mala suerte de encontrarlo[14].
Otro dragón, en este caso un grifo, y una princesa encantada llamada Jariza, de cuyo nombre devino Jaraíz, están relacionados con el tesoro que se oculta entre las ruinas del castillo de la localidad, erigido en el siglo VIII por el árabe Abadaliz, sobre el que ahora se asienta el ayuntamiento. El grifo no solo vigila el tesoro, consistente en un talismán de oro y piedras preciosas, desde las propias entrañas de la tierra, sino que en las noches de San Juan sirve de cabalgadura a la princesa para recorrer los montes de la comarca de La Vera en busca del antídoto que le permita recobrar la libertad. Pero ni los humanos se han hecho con el tesoro férreamente defendido ni Jariza ha encontrado el anillo capaz de romper la sortija engastada en el dedo corazón y que es la causa de su encantamiento[15].
En el castillo de Miraflores, en Alconchel (Figura 5), aún se oyen por las noches los gritos de Zaragutia Mora, que en forma fantasmal recorre los riscales ahuyentando a quienes se acerquen con intención de apoderarse del tesoro de su marido, que vigilará mientras dure el mundo. Es indudable que el moro lo confió a buena guardiana antes de verse obligado a abandonar la fortaleza.
Bajo la cimentación de lo que resta del bastión de Zuferola, que los paisanos ubican en la que conocen como Peña del Castillo, en Zorita, se esconde un conjunto de ídolos de oro y un centenar de lingotes del mismo metal que ocultaron los moros antes de abandonarlo. Los primeros fueron elaborados a partir de las joyas que rapiñaban a los cristianos, mientras que las barras de oro formaban parte de los bienes de un noble musulmán que tuvo la desdicha de morir en esta fortaleza cuando se dirigía a los reinos del sur[16].
En Montemolín más que en el beneficio de las minas, ya clausuradas en la primera mitad del siglo xix, los vecinos tenían una mayor confianza en el enriquecimiento con las joyas ocultas en las entrañas de la fortaleza. Pero sabido es que no pudieron cobrarlas por culpa de los fantásticos guardianes que ejercían una férrea vigilancia:
[...] en tanto que alguna vez los supersticiosos trabajadores del pueblo buscan el escondido tesoro entre las ruinas del castillo, del que se cuentan ridículas hazañas de magos y encantadores[17].
Y conjuros y sortilegios fueron igualmente los que dictaron al abandonar los tesoros en otras fortalezas a la espera del regreso para recuperarlos al cabo de los siglos. Solo esta explicación les cabe a los vecinos de Portezuelo (Figura 6), que durante siglos han cavado en el interior del patio de armas, en aljibes y en otras dependencias destinadas antiguamente a viviendas, encontrando únicamente piedra sobre piedra y ladrillo sobre ladrillo y convirtiendo en cascotes bóvedas y paredes[18]. Aunque no faltan quienes apuntan que en este picar en vano algo tiene que ver el espíritu de Marmionda, la agarena que se suicidó por el amor de un cristiano y que sigue vagando sin descanso por aquellos altozanos y almenas. Todos los tesoros que hay en el castillo les pertenecen y algún día volverá a la vida para gozarlos.
Lo señalado en el caso precedente cabe decir del castillo de Reina, como se desprende de una crónica redactada por los finales del siglo xix:
Más abajo del pueblo de Reina se encuentran restos de otra antigua población, y existe una habitación abovedada, que se conceptúa del tiempo de los moros; también se encuentran en aquel sitio, a poca distancia, restos humanos, y asimismo varias jarras, con que se dice enterraban a los moros. Este sitio se llama hoy la Puerta del Moro. Han buscado tesoros que creen que existen, pero no se hallan[19].
Aunque la mágica protección que los moros ejercen sobre los bienes ocultos en los castillos abandonados no siempre resulta efectiva cuando el tesoro se encuentra fuera de los límites amurallados. Es el caso, entre otros, del hallado en las proximidades de la fortaleza de Mirabel por un forastero (Figura 7), afincado en la localidad, en el primer tercio del pasado siglo:
En el año 1.929 se estaban renovando los rieles de la vía férrea. Entre los empleados había varios cuyo trabajo consistía en sacar y transportar piedras desde las laderas del castillo hasta el lugar de las obras, utilizando para ello una cuadrilla de burros. Sucedió que uno de estos trabajadores, procedente de Garrovillas al parecer, vendió de pronto los burros y demás enseres y se marchó para su tierra, según se dijo, lleno de riquezas. La razón para esta conducta fue rápidamente explicada por la rumorología popular: habla encontrado un puchero lleno de monedas de oro cuando sacaba piedras en las proximidades del castillo[20].
En la imaginación popular los tesoros morunos no localizados en los castillos suelen hacer compañía a otros que en los mismos lugares ocultaron quienes con posterioridad se convirtieron en dueños de esos recintos militares. Y sobre todo cuando a estos últimos también se les hace poseedores de unos conocimientos mágicos capaces de crear fórmulas que actúan como auténticos talismanes, cuales son los templarios, a los que histórica o supuestamente se les hace habitadores de una gran cantidad de castillos extremeños. Nada de lo por ellos escondido ha salido a luz.
Aunque la historia lo desmienta, el pueblo no tiene el mayor inconveniente para vincular a la Orden del Temple con los castillos de Valbón, que existiera en las proximidades del Valencia de Alcántara, y de Miramontes, en términos de Azuaga. Si en el primero de ellos se esconde el tesoro de un gran rey, en el segundo, a tal rey se le pone nombre: Baltasar. Tal denominación no resulta baladí si partimos del convencimiento de que los tesoros de los caballeros del hábito blanco y de la cruz roja, suelen responder a elementos de origen judeocristianos citados tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Se supone que el tesoro del rey Baltasar estaría compuesto por los vasos sagrados que este utilizó en un fabuloso banquete. Los mismos habían sido extraídos por su padre, Nabucodonosor, del Templo de Jerusalén y llevados a Babilonia[21].
En contadas ocasiones se concretizan en Extremadura los tesoros que quedaron escondidos en los castillos que estuvieron bajo el dominio de la Orden del Temple. De estos conocemos el fantástico becerro de oro que se oculta, entre otras, en las fortalezas de Burguillos del Cerro, Villarta de los Montes, Trevejo, Alconétar o del Coso (Higuera de Vargas), y que, en muchas ocasiones, contaminados por este tipo de leyendas, trasciende a estos espacios míticos. Se trataría de un becerro de oro esculpido en recuerdo del que fundiera Aarón en ausencia de Moisés y que fue objeto de adoración por los israelitas. Este becerro, al igual que el Arca de la Alianza, el Santo Grial y otras reliquias pertenecientes a Cristo o a sus contemporáneos, en la época de las cruzadas fue traído desde Jerusalén por los propios templarios. Aunque se trata de elementos únicos, las leyendas los ubican de manera exclusiva en todos y cada uno de los lugares que estuvieron ocupados por los Caballeros. Por lo general en Extremadura todo este conjunto más o menos completo, al que habría que añadir valiosos elementos para el uso litúrgicos y de culto e ingentes cantidades de monedas, es conocido de forma genérica como «tesoro templario». Aunque si nos centráramos en la comarca de Los Montes no podríamos olvidar en este cómputo los bienes procedentes del latrocinio de los propios freires, cuyas víctimas eran sobre todo desconocidos buhoneros y caminantes:
[…] desbalijaban a los que pasaban por estas tierras y los ataban a los olivos. Más tarde volvían a la fortaleza, se vestían los hábitos y volvía a ayudar a los que antes saquearon[22].
Las leyendas o las tradiciones señalan que tras la disolución de la Orden del Temple los caballeros escondieron todos sus bienes en los castillos de Jarandilla, Hervás, Almenara, San Juan de Máscoras (Santibáñez el Alto), Montánchez, Alburquerque, Olivenza, Castilblanco[23], Jerez de los Caballeros, Miraflores (Alconchel), Fregenal de la Sierra, Puebla de Alcocer, Esparragosa de Lares, El Cuerno (Fuentes de León), Villanueva del Fresno, Minerva (Garlitos), Barcarrota, Almorchón o Siruela.
De entre todos los castillos templarios diseminados por la provincia de Badajoz ninguno ha conservado la creencia sobre los singulares tesoros ocultos, en este caso conformados por una amalgama de bienes moros y cristianos, como el de Capilla (Figura 8). Y aunque es sabido que se buscaron, jamás apareció rastro alguno de ellos, lo que no viene a confirmar su inexistencia, sino la pericia y las artes que emplearon tanto los agarenos como los caballeros en el momento de ocultar las riquezas.
Por su parte, en la provincia de Cáceres la fortaleza de los templarios más visitada por los cazatesoros ha sido la de Alconétar (Figura 9), un castillo que, salvo pequeños intervalos, controló esta orden desde que le fuera arrebatada a los musulmanes por Fernando II de León en el año 1167. Desde los principios del pasado siglo son cuantiosos los autores que con escasa fortuna denunciaron las actuaciones contra la torre del homenaje, conocida como Torre de Floripes:
En su suelo terragoso hay un socavón, hecho por los buscadores de tesoros que darán fin de la torre, pues por fuera han comenzado también á minar sus cimientos, y este hoyo es el que sin duda juzgaba mi amigo el farmacéutico como entrada de un subterráneo[24].
Debió haber chimenea en el lado del ángulo correspondiente al espolón, pues por la terraza es visible su boca. En el piso de la dicha cámara hay un socavón que se ha supuesto arranque del consabido camino subterráneo que erróneamente se supone tienen todos los castillos. El Sr. Sanguino piensa con acierto que tal socavón es obra de los buscadores de tesoros[25].
Los mozuelos comarcanos, unos fantasiosos y otros avaros, han hecho un grande socavón en la torre de Floripes: los fantasiosos, espoleados por la curiosidad de hallar la oculta senda por donde escapó Guido de Borgoña; avaros, con el afán prosaico de hallar un tesoro[26].
En el suelo de la torre, lleno de tierra, existe un pronunciado socavón hecho por los buscadores de oro, quienes, de no haber desistido de su empresa, hubieran puesto en peligro los cimientos, al pretender formar galería con otras excavaciones realizadas en la parte exterior. El primero de estos agujeros es el que se ha creído sea el punto de arranque de un subterráneo[27].
Una leyenda que se aleja de los límites de la verosimilitud señala que en esta torre se refugiaron unos caballeros francos, entre los que se encontraba Guido de Borgoña junto a la enamorada Floripes, hermana de Fierabrás, rey de Alejandría y señor del castillo de Alconétar. Hasta aquí hubo de llegar el mismo Carlomagno, avisado por el propio Guido, que consiguió fugarse por el susodicho pasadizo, para lograr la liberación de sus súbditos. Con base en este imaginario relato se «han inventado» en fechas cercanas unas crónicas con la pretensión de darle visos de autenticidad a una pseudohistoria relacionada con los tesoros de la catedral del Coria[28].
Carlomagno no vino a Alconétar con las manos vacías, sino que trajo parte de sus tesoros reales. Allí quedaron escondidos hasta que varias centurias más tardes fueron descubiertos por los templarios y mantenidos bajo su custodia hasta la disolución de la orden a principios del xiv. Entre esos objetos se encontraba el Mantel de la Última Cena, que de manera inmediata pasó a formar parte de los fondos de la citada catedral. Sin embargo, no parece que el Mantel, sin vinculación alguna con los templarios, fuera adquirido antes de los mediados del siglo xvi, ya que la primera noticia al respecto la encontramos en un inventario de reliquias del año 1553 que se elabora bajo el episcopado de don Diego Enríquez de Almansa[29].
Pero no todos los tesoros templarios, conformados o no con las donaciones de Carlomagno, aguardan dueño en los más recónditos pasadizos de la Torre de Floripes. Algún que otro objeto fue escondido en sus proximidades, como sucediera en los pilares o cimientos del propio puente de Alconétar. En el año 1970, con motivo del traslado de las ruinas desde el cauce del Tajo a su emplazamiento actual, se extendió la especie entre los pueblos del entorno de que en el interior o debajo de uno de sus columnas se hallaba una espada. Puesto que no existía una leyenda al respecto, es posible que estas afirmaciones fueran producto de una interpolación, puesto que cuatro décadas antes había aparecido una espada de la Edad del Bronce en sus inmediaciones con motivo de las obras llevadas a cabo en la vía férrea. El que nada se encontrase entre los sillares del puente no impidió que se mantuviera el bulo sobre que la misma fuese hallada con anterioridad. En Torrejoncillo una versión apuntaba en el sentido de que la susodicha espada no era otra que la que empleó San Pedro para desorejar al soldado romano en el Huerto de los Olivos, lo que encajaría en el haber de las reliquias templarias relacionadas con la vida de Cristo. Otros le conferían una mayor riqueza material, al suponerla de oro y perteneciente al último comendador de la Orden en el castillo de Alconétar.
También de oro se supone que era la espada que se ocultaba en la estructura del puente de Alcántara, lo que devino que este paso sobre el Tajo fuera conocido por los árabes como Kantara As-Saif, con equivalencia a Puente de la Espada (Figura 10). Lo cierto es que el oro que, a tenor de la creencia popular, se empleó en la fabricación de esta espada las primitivas fuentes lo transmutan en material de bronce o alatón. Aunque el erudito Vicente Barrantes advierte que fue extraída en el siglo xvi, prevalece la hipótesis de que su desaparición se produjo bajo el dominio musulmán[30]. Tras la conquista cristiana se constata un absoluto silencio sobre la mencionada espada, que sí habían recogido las fuentes árabes mediante unas descripciones que nos retrotraen a los mitos de la Escálibur del rey Arturo o de la espada de San Galgano. De este modo, entre otros, lo refiere el Anónimo de Almería, nombre con el que se conoce el Tratado de Al-Zuhri, que este geógrafo andalusí redactara en el siglo xii:
Entre la ciudad de Lisboa y la de Talavera se halla el gran puente llamado de las Espadas, que es una de las maravillas del mundo. Dícese que es obra del primer César; su fábrica es elevada y encierra el rio en un solo ojo; la elevación de este ojo ó arco tiene setenta brazas poco más ó menos; su ancho es de treinta y siete próximamente. Sobre la espalda ó superficie plana que hay encima del arco existe una torre grande, que se levanta sobre el puente cuarenta brazas. Torre y puente están labrados con grandes piedras de ocho y diez brazas. En el remate de la torre hay escondida en el hueco de una de las citadas piedras una espada de alatón. Cuando hay crecida (se llena el arco), sale de ella como tres palmos poco más ó menos, y nadie podría sacarla más, y cuando el rio desciende, retrocede á su sitio.
De forma más escueta con anterioridad exponía el hecho el musulmán Ibn Harr, que por los mediados del siglo ix, especificaba que «encima del arco se ve un sable suspendido que ha permanecido intacto a pesar de los siglos», ignorando su significado. De fecha posterior es el escrito de Muḥammad Maḥmud al Ayni (1361-1451), quien señala que
En lo alto de la torre podemos ver una piedra que sirve de vaina para una espada de bronce. Nadie podría ocultar la espada por completo y no puede salir de ella por más de tres palmos. Abandonada a sí misma, la espada encaja en su vaina de roca.
También el prior del conventual de San Benito de Alcántara, fray Alonso Torres y Tapía, alude, aunque brevemente, a la leyenda de la espada. Si bien redactó su obra durante el reinado de Felipe IV, no se daría a la imprenta hasta un siglo más tarde, concretamente en el año 1763. En ella dice al respecto:
Tres torres tenía la Puente en lo antiguo: una en la mitad, pegada al arco que diximos, y era de sillería, que sin duda se hizo quando ella, porque era de la misma labor; llamábanla la torre de la Espada, dicen se halló una dentro muy antigua[31].
Como vemos, el Tratado de Al-Zuhri en ningún momento cita al Puente de Alcántara y señala que tal paso está en el camino de Lisboa a Talavera. Estos datos animan al investigador Vicente Barrantes a puntualizar que dicho puente «tiene seis arcos y no está en el camino de Lisboa, sino por la vía del agua». Y saca sus propias conclusiones: «El puente á que se refiere el Anónimo..., es indudablemente el de Almaráz»[32].
Últimamente el escritor alemán Frank Baer, en su novela El puente de Alcántara, versiona la leyenda recreada por los autores árabes dándole un enfoque historicista que, carente de originalidad, pretende basarlo en un relato escuchado a «la gente de la ciudad», transformando la mítica arma en la rica espada del rey don Rodrigo:
[...] muchos siglos atrás, Rodrigo, el rey godo de Toledo, había llegado huyendo de los moros a Alcántara donde murió por una traición. Su cadáver fue llevado a Viseu y enterrado allí. Pero su espada fue colgada del arco más alto del puente, a una altura inalcanzable desde el rio[33].
Esta hipotética muerte de don Rodrigo en Alcántara se contradice con la creencia de que, junto con sus derrotadas mesnadas, utilizó este puente huyendo hacia la salmantina Sierra de Francia, donde nuevamente fue vencido, perdiendo la vida en la fabulosa batalla de Segoyuela de los Cornejos, como muy subjetivamente defendieron en su momento algunos historiadores[34]. Pero a ambos supuestos es factible aplicar la leyenda sobre la ocultación de sus tesoros a la margen derecha del Tajo, en un punto indeterminado de los actuales términos de Alcántara, Estorninos o Piedras Albas. Los objetos escondidos, en la irrefutable opinión del vulgo, procedían de la Cueva de Toledo, que en su momento pertenecieron a Templo de Jerusalén. Así que en algún recóndito lugar seguirán aguardando los bienes de don Rodrigo, si es que los moros no dieron con las riquezas, que ya sería extraño, durante los siglos que estuvieron asentados por estas tierras.
Un parecido enigma sobre su muerte se ciñe a la figura de Viriato, otro personaje mítico que recorrió parte de la actual Extremadura en el siglo ii a. C. Se decía que había reunido un inmenso tesoro con lo rapiñado a los romanos. Tras hallar la muerte, víctima de una traición, todos los bienes se enterraron muy cerca de su sepultura. Para los vecinos de Santa Cruz de la Sierra no existe la menor duda: aquel tesoro se encuentra en el Pico de San Gregorio, donde el guerrero lusitano fue alevosamente asesinado, un lugar inexpugnable para sus enemigos.
NOTAS
[1] IRVING, Washington: Cuentos de la Alhambra. (Traducción: José Ventura Traveset). Imprenta de la Viuda é Hijos de P.V. Sabatel. Granada, 1893, pág. 165.
[2] HURTADO, Publio: Castillos, torres y casas fuertes de la Provincia de Cáceres, apuntes históricos. Imprenta y Librería Católica de Santos Floriano. Cáceres, 1912, págs 76-77.
[3] BARRANTES, Vicente: Las Jurdes y sus leyendas: conferencia leída en la Sociedad Geográfica de Madrid, la noche del 1º de julio de 1890... Establecimiento Tipográfico de Fortanet. Madrid, 1893, pág. VI.
[4] MAESTRE, Vicente (D. V. M.): Tesoros escondidos en Estremadura segun las tradiciones y fabulas arabes. Coria 26 de Junio de 1860. (Manuscrito de los fondos de Antonio Rodríguez-Moñino), págs. 36-37.
[5] HURTADO, Publio: Castillos, torres y casas fuertes de la Provincia de Cáceres, apuntes históricos, págs. 69-70.
[6]Ibidem, pág. 77.
[7] FLORES DEL MANZANO: Mitos y leyendas de tradición oral en la Alta Extremadura. Editora Regional de Extremadura. Gráficas Romero. Jaraíz, 1998, pág. 192.
[8] VELO Y NIETO, Gervasio: Castillos de Extremadura (Tierra de Conquistadores). Cáceres. Madrid, 1968, págs. 423-440.
[9] VÍU, José de: Estremadura: Colección de sus inscripciones y monumentos, seguida de reflexiones importantes sobre lo pasado, lo presente y el porvenir de estas provincias. Tomo I. Imprenta de Pedro Montero. Madrid, 1852, págs, 132-133.
[10] HURTADO, Publio: Castillos, torres y casas fuertes de la Provincia de Cáceres, apuntes históricos, pág. 93.
[11] RAMÓN Y FERNÁNDEZ OXEA, José, «El castillo de Montfragüe», en Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, 16 (Valladolid, 1949-1950), pág. 27.
[12] SÁNCHEZ RODRIGO, Agustín (Un amante de Serradilla). Un año de vida serradillana. Institución Cultural El Brocense. Diputación Provincial de Cáceres. Plasencia, 1982 (1918), pág. 157.
[13] HURTADO, Publio: Supersticiones extremeñas. Anotaciones psico-fisiológicas. Arsgraphica, s. l. Huelva, 1989 (Cáceres, 1902), págs. 71-73.
[14] LOZANO TEJEDA, Matías: Badajoz y sus murallas. Grafisur. Ayuntamiento de Badajoz. Badajoz, 1983.
[15] HURTADO, Publio: «Supersticiones extremeñas. VIII: La Noche de San Juan», en Revista de Extremadura, IV, XXXI (Cáceres, enero 1902), pág. 37.ESPINO, Israel J.: La infanta Jariza y los anillos mágicos del castillo de Jaraíz. Diario HOY, Domingo, 23 mayo 2021.
[16] ESPINO, Israel J.: «El oro y el moro», en Diario HOY, Martes, 29 mayo 2012.
[17] MADOZ Pascual, Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar. Tomo XI. Madrid, 1848, pág. 547.
[18] VELO Y NIETO, Gervasio: Castillos de Extremadura (Tierra de Conquistadores), pág. 477.
[19]ÁLVAREZ DURÁN, Cipriana: «Tradición sobre el pueblo de Reina y su castillo», en Biblioteca de Tradiciones Populares Españolas, Tomo VI (Sevilla, 1884), pág. 275. El texto también aparece citado en MENA CABEZAS, Ignacio R. «Recepción y apropiación del folklore en un contexto local: Cipriana Álvarez Durán en Llerena (Badajoz)», en Revista de Folklore, 271, 2003, págs. 12-13.
[20] RODILLO CORDERO, Francisco Javier: Mirabel. Retazos de una Historia. Ayuntamiento de Mirabel. Cáceres, 1995, pág. 120.
[21]Libro de Daniel, 5, 2-11.
[22] JIMÉNEZ MILARA, Vicki: Crónica de 17 pueblos (La Siberia Extremeña). Institución Cultural Pedro de Valencia, Diputación Provincial de Badajoz. Sevilla, 1982, pág. 58.
[23] Los naturales hacen derivar el nombre de los caballeros que lo habitaron, los del «hábito blanco».
[24] SANGUINO MICHEL, Juan: «Nuevos hallazgos en Túrmulus», en Revista de Extremadura, VIII, LXXXVIII (Cáceres, octubre 1906), pág. 472.
[25] MÉLIDA, José Ramón: Catálogo Monumental y Artístico de la provincia de Cáceres. (1914-1916). Tomo I, texto manuscrito, pág. 396, número 574.
[26] SÁNCHEZ LORO, Domingo: «La leyenda de Floripes», en Trasuntos extremeños. Biblioteca Extremeña. Cáceres, 1956, pág. 149.
[27] VELO Y NIETO, Gervasio: Castillos de Extremadura (Tierra de Conquistadores), pág. 49.
[28] ALARCÓN HERRERA, Rafael: «Las prodigiosas reliquias templarias de Alconétar. El Mantel de la Sagrada Cena», en Año Cero, núm. 10-123 (Octubre, 2000), págs. 23-25.
[29] DOMÍNGUEZ MORENO, José María: «El Mantel de la Última Cena, de la catedral de Coria», en Revista de Folklore, 443 (Valladolid, 1919), págs. 4-20.
[30] BLÁZQUEZ, Antonio: «Informe sobre declaración de Monumento Nacional del Puente Romano de Alcántara», en Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo 85 (1924), pág. 73.
[31]Cronica de la Orden de Alcantara. Impresa de Orden Del Rey N. S[eñ]or, a consulta de su Real y Supremo Consejo de las Ordenes Militares. Tomo Primero. En Madrid: En la Imprenta de Don Gabriel Ramirez, Impresor de la Real Academia de San Fernando. Año de 1763, pág. 168.
[32] BARRANTES, Vicente: Aparato Bibliográfico para la Historia de Extremadura, III. Establecimiento Tipográfico de Pedro Núñez. Madrid, 1877, pág. 419.
[33] BAER, Frank: El puente de Alcántara. Edhasa. Barcelona, 1991.
[34] FERNÁNDEZ GUERRA, Aureliano: Caída y ruina del imperio visigótico español: primer drama que se representó en nuestro teatro: estudio histórico crítico. Imp. de Manuel G. Hernández. Madrid, 1883, pág. 49. SAAVEDRA, Eduardo: Estudio sobre la invasión de los árabes en España. Imprenta de «El Progreso Editorial». Madrid, 1892, págs. 100-101.