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A lo largo de más de tres siglos la Iglesia católica ha luchado por conseguir que las vidas de sus santos estuviesen «limpias» de exageraciones y falsedades. Es cierto que, cuanto más escasos eran los datos que adornaban las venerables existencias de los mártires, mayor era el número de episodios inventados o tomados de otros relatos hagiográficos que podían servir para acrecentar el fervor o fomentar la devoción. A la tarea de introducir un método y clarificar esa literatura legendaria contribuyó grandemente Jean Bolland, jesuita belga seguidor de Heribert Rosweyde, quien, a mediados del siglo xvii y por medio del estudio de fuentes originales creó una escuela crítica que contribuyó a eliminar las historias fabulosas que a veces corrían sobre los milagros y hechos extraordinarios de santas y santos. Johannes Bollandus –nombre latino del jesuíta– secundado por sus hermanos de orden Henschenius y Papebrochius, se dedicó a limpiar de inexactitudes y leyendas hiperbólicas el santoral, siendo el resultado principal de su trabajo las Acta Sanctorum, impresionante recopilación de relaciones devotas, reescritas críticamente a partir de manuscritos y documentos de época. No hace falta decir que la propia historia de la Compañía de Jesús, con sus momentos difíciles, vino a añadir obstáculos y contingencias a la enorme y heroica tarea. Una de las cuestiones que preocupó a los «bolandistas» desde el comienzo de su trabajo, además de la ya mencionada de certificar la veracidad de las narraciones, fue la de arrojar luz sobre aquellos santos que tenían el mismo nombre y por tanto podían confundir a sus devotos. Ni siquiera la elección de un apelativo pudo terminar de diferenciar, por ejemplo, a San Antonio de Padua (13 de junio) del Abad Antón (17 de enero San Antonero), pero es cierto que refranes, paremias y oraciones ayudaron en ocasiones a distinguirlos, además de los múltiples aspectos iconográficos. Es el caso de San Antolín o Antoninus, nombre que ya aparece en algún menologio referido a un anacoreta sirio y en documentos posteriores (sobre todo a partir de un manuscrito del papa Pascual II) a un mártir visigodo.
La atribución equivocada de una serie de cuadros de la Catedral de Palencia a la vida de San Telmo, es finalmente dilucidada y explicada en el artículo primero de este número, gracias a la firma autorizada y siempre precisa de Jesús Urrea, quien analiza los cuatro óleos donde aparecen algunos de los episodios de la vida de San Antolín, que ya fueron materializados en pinturas murales durante el siglo xiv en la capilla que se dedicó al santo dentro del Convento de los Jacobinos en Toulouse. El hecho de que algunos de los milagros que rodeaban a la vida del santo se atribuyesen a otros bienaventurados de la Iglesia (aparecer el cuerpo en un barco de piedra, ser despeñado, sufrir amputación de un brazo o decapitación, etc.) obligó a recurrir a detalles iconográficos que facilitaron una identificación más precisa y definitiva.