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Mucho se ha escrito sobre la indumentaria manto y saya [1] de la cobijada de Vejer de la Frontera, por lo que no pretendo dar a conocer algo tan conocido como la cobijada y su cobijado. Sin embargo pocos han hablado de la concordancia entre varias indumentarias femeninas de amplia resonancia histórica, de su iconografía y su vínculo con las tapadas, enmantado, embozado o velado de otros lugares.
La indumentaria es algo imprescindible para la subsistencia de la mayoría de las culturas alrededor del mundo. Al igual que la lengua o la alimentación, el atuendo irrumpe en una dimensión social, cultural, política, artística, religiosa y simbólica, lo cual nos permite analizarlo desde una perspectiva rizomática a partir de sus conexiones con diversos sistemas y geografías.
En 1987, los filósofos postmodernos Deleuze y Guattari introducen el concepto de rizoma, un modelo descriptivo que se construye a partir de una metáfora botánica que distingue entre dos tipos de raíces:
La raíz unitaria-binaria que se caracteriza por ser vertical y jerarquizada (Modelo Arbóreo).
La raíz rizomática-múltiple que es horizontal y anti-jerárquica (Modelo Rizomático).
Según las características del Modelo Rizomático, la indumentaria como sistema es un código de comunicación que está sujeto a un constante cambio, es abierto y dinámico, capaz de asimilar elementos de muy diversa índole, los cuales están condicionados por un contexto histórico y territorial. Entre el inventario de prendas existentes, el uso del manto y su gesto (total o parcial/de medio ojo), traspasan su relación de por si para irrumpir, de manera rizomática, en otros planos o sistemas culturales.
Orígenes
La supervivencia de antiguas y cotidianas indumentarias es uno de los legados culturales que configuran el patrimonio etnográfico y antropológico de diferentes pueblos. Por suerte todavía hay generaciones que son conscientes del valor trasmisible del pasado para la memoria colectiva.
Muchas de las costumbres árabes fueron asimiladas por los españoles tras los años de convivencia: arquitectura, literatura, lenguaje, etc., y en el caso de la indumentaria femenina y, la forma en que la mujer cubría la cabeza con un manto, ocultando tras él parte de su rostro.
Históricamente, la costumbre de cubrirse el rostro con un manto, tanto hombres como mujeres, data desde fechas muy remotas en la Península Ibérica; esta práctica ya existía incluso antes de la llegada de los romanos, pero su uso se reforzó a partir de la ocupación musulmana, la cual como es sabido abarcó ocho siglos.
En 1641, el historiador y jurista español Antonio León Pinelo (1590-1660) indaga cual es la antigüedad de la costumbre de cubrirse el rostro la mujer. Primero nos explica cuál es la distinción entre los dos usos del velo: cubierto o tapado:
A las que usan cubrirse todo el rostro con el manto, llamamos llanamente Cubiertas: i a las que descubren media vista, i en estilo vulgar dizen de medio ojo, Tapadas [...] El Cubierto, en las más modestas, o que salían con menos aliño. El Tapado, universal en todas, de suerte, que apenas se hallava muger por las calles, que fuese descubierta [...] El Tapado, se tiene en aquel Reyno [Portugal] por trage indecente i lascivo, i asi no le usan, sino las mugeres publicas, i que viven de ser vistas.
Y reconociendo que no son muchos los estudios que nos den a conocer cuáles fueron los orígenes de esta costumbre, nos dice:
Las Españolas se cubrieron, i taparon, mientras fue Roma señora de España.
I es, que el Tapado de medio ojo, como uso Arabe, entró en España, ó se introduxo mas, con las Arabes, i que dellas ha quedado asta oy en las Españolas.
La traza moruna de la indumentaria de las tapadas o cobijado de medio ojo, también ha sido documentado en otros lugares geográficos de España (Cádiz: Vejer de la Frontera y Tarifa; Sevilla: Marchena; Toledo: Consuegra; Navarra: Valle Aezcoa; Islas Canarias: Tenerife y La Palma-Los Llanos de Aridane) y de otros lugares como Marruecos: Xauen o Chagüen, Tetuán, Taroudant, Arsila, Esauira; Argelia: Valle de M’zab; Perú-Cuzco; Chile; Argentina; México: Puebla de los Ángeles y San Luis Potosí; Portugal: Olhão (en el Algarve), Nazaré, Barroso e Islas Azores.
En el libro de Frans Hogenberg y Georg Braun «Civitates orbis terrarum», publicado entre 1572 y 1618, se recogen distintas vistas de ciudades de España en donde podemos apreciar algunas figuras femeninas con diversas formas de usar el manto y de cubrirse, desde la manera árabe hasta la modificada por las españolas, en donde el manto pasa de color blanco al negro, y comienzan a ocultar el rostro. En el plano de Granada una mujer aparece con el rostro cubierto; en el de Écija en el camino que conduce a Córdoba encontramos de nuevo a otra mujer tapada; en otra de Granada tenemos representación de unas mujeres luciendo la almalafa árabe de color blanco, pudiendo observar cómo la sujeta con las dos manos por debajo del rostro sin cubrirlo y, junto a ellas, otras dos mujeres con manto negro y rodete sobre la cabeza que también lo sujetan con las manos por la barbilla. De igual forma están representadas en las vistas de Alhama, Jerez de la Frontera, Sevilla y Granada.
El uso del manto o velo y su gesto, de medio ojo, recibe especial atención debido al carácter múltiple que despliega: misterio, camuflaje, pudor, seducción, recato, tradición, convicción religiosa, indicador territorial y símbolo de la identidad femenil. Cada uno de estos atuendos, que según la zona geográfica reciben distinto nombre: Cobijado, Tapado, Enmantado (jaique), Enrebozadas, exhibe diferencias, lo que le da un carácter de multiplicidad y heterogeneidad.
El humanista e historiador español Ambrosio de Morales (1513-1591) no duda del uso, sino del motivo que podía haber entonces para cubrirse las españolas; y así, refiere tres posibilidades: la primera, ser doctrina del Apóstol San Eulogio; la segunda, muestra de honestidad; la tercera, librarse así de ser vistas y solicitadas de los moros. Ésta última no la tenía por tan probable, porque, siendo ellos los que entonces mandaban y gobernaban, y las cristianas casi esclavas suyas, resulta difícil de creer que les consentirían el traer cubiertos los rostros y que así se eximiesen de sus importunaciones y libertades menos que con una de dos posibilidades: o saber que era éste el traje que antes usaban y que no lo innovaban por ellos, o que trajesen el mismo las moras y, por ser común, se permitiese a las cristianas.
La usanza del embozado entre la población hispanomusulmana está presente no sólo en la literatura de historiadores, filósofos y religiosos, sino también de una forma visual como se aprecia en los dibujos del alemán Christoph Weiditz (1498-1559), quien vivió en España entre 1528-1529 y plasmó la forma de vestir de sus habitantes en su obra titulada «Das Trachtenbuch» (Libro de costumbres o vestidos). En este inventario destaca una prenda de vestir muy popular en la época, llamada almalafa[2].
Con respecto a la almalafa y la propagación de su uso en la Península Ibérica, De León Pinelo (1641) observa:
[…] los sarracenos en aquel tiempo (1150) usaban los vestidos con que habían pasado del África, y que, por haber prohibido el Miramamolín a los que venían a la conquista de España el traer consigo mujeres, pasaron muchas en traje de hombres; que después quedaron con él las de la Andalucía, que le admitieron y usaron las cristianas mozárabes que vivían entre las moras, y que este traje era el que llamaron mantos y almalafas. De que se prueba que las españolas mozárabes vistieron al uso de las moras y que la forma de los mantos y almalafas la trajeron las árabes.
Además, como ya se ha comentado, De León Pinelo identifica dos maneras del uso del velo entre las mujeres hispanomusulmanas, el cubierto y el tapado. El cubierto, como su nombre indica, cubre todo el rostro, el tapado, de uso más común, es aquel que descubre la mitad del rostro, es decir de medio ojo.
La tapada en el Perú y la tapada limeña
Hasta las tierras americanas llegó la costumbre de la mujer árabe de cubrirse con el manto mediante la utilización de rebozos, mantos, chales, mantillas, que pervive hasta la actualidad.
Tampoco el origen de esta costumbre en dichas tierras está del todo clarificado, aunque por la documentación llegada hasta nosotros de los acontecimientos en los que dicho atuendo estuvo implicado, nos queda constancia que desde muy temprana fecha la mujer «tapada» formó parte del paisaje de la ciudad de Lima.
Como se sabe, la presencia de musulmanes españoles en las Américas se registra desde la etapa precolonial, con los primeros esclavos moros que llegaron al Continente Americano. En España acababan de ser expulsados los árabes, convirtiéndose algunos de ellos al cristianismo pasando a ser denominados moros conversos, cristianos falsos y moriscos. Pero las persecuciones a que se ven sometidos hacen que muchos de ellos intenten buscar otros lugares de residencia en la misma España o en otros países, Europa y América. Por esta razón la cultura árabe estuvo muy presente en Perú y especialmente en la Ciudad de los Reyes desde los inicios de la conquista.
Las esclavas moras trajeron consigo muchos hábitos caseros entre los que destacan primordialmente sus destrezas culinarias y su singular atavío. Este último va a dejar su huella innegable en las famosas tapadas limeñas, mujeres que vestían un traje compuesto por una saya y un manto, que usaban para salir al ámbito público y evitar ser reconocidas, pues sólo un ojo de su rostro quedaba al descubierto. El hecho de dejar al descubierto un ojo daba a este atuendo un toque de misterio y de coquetería a la vez. De acuerdo con algunas fuentes (Majluf y Burke 2008, Valero Juan 2008, Rodríguez de Tembleque 2009, Planas 2013), existían varias versiones de este vestuario femenino entre las que cabe destacar: la encanutada y la desplegada.
El estilo encanutado se componía de una saya muy estrecha y pegada al cuerpo de la mujer, que dibujaba los contornos de su silueta. Sobre la saya, un jubón o blusón blanco con mangas cortas dejaba al descubierto los antebrazos. Y con una mano, la mujer se sostenía un manto que tapaba su rostro excepto uno de sus ojos, un chal complementaba este atuendo. La segunda versión, la desplegada, difería de la primera particularmente en el corte de la saya, la cual era mucho más amplia y acampanada, cubriendo por completo las curvas femeninas. La Figura 1 y 2 ilustra estas dos versiones del corte de la saya.
Se conocieron hasta cinco clases de tapadas: la de canutillo, la encarrujada, la de velo, la pilitrica y la filipense. Asimismo, para ciertos días, como la asunción y San Jerónimo, usaban la saya de tiritas, famosa por el carácter de pobreza o mendicidad que infundía en la tapada.
El texto de Antonio León Pinelo nos es de mucha utilidad para buscar la distinción que existe entre los dos modos de uso del velo: cubierto o tapado. La forma de tapado fue la utilizada por la mujer limeña durante la época del virreinato del Perú (período colonial) y los primeros años de la república.
«Tapada limeña», era la denominación que se usaba para designar a la mujer limeña. Se le denominó así debido a que dichas mujeres tapaban sus cabezas y caras con ricos mantones de seda que denominaban «manto y saya», dejando al descubierto tan sólo un ojo. Su uso comenzó a partir del siglo xvi (1560) y se extendió hasta bien entrado el siglo xix (1860), es decir, su uso se extendió durante tres siglos. El atuendo característico de la tapada connotaba insinuación, coquetería, prohibición y juego de seducción. Con todo, no dejaba de ser un vestido: la saya contorneaba las caderas y el manto cubría la cabeza y el rostro, excepto, por supuesto, un único ojo. La saya era una falda de seda grande y larga, de colores azul, castaño, verde o negro. Las tapadas limeñas solo se vieron en la Lima antigua, una presencia original que no existió en ninguna otra ciudad de América Latina. En el siglo xix fueron pintadas por el francés Leonce Angrand y el nacional Pancho Fierro.
El vestido de las tapadas limeñas estaba compuesto de la saya, camisa o jubón, el manto y el chal. La saya a lo largo de los años tuvo distintas formas y colores, podía ser «saya desplegada», la cual solo se ceñía en la cintura de la mujer pero caía de forma suelta hasta los pies; la «saya encanutada», que tal vez sea la que más ha propiciado la imagen de la mujer limeña como provocadora, se ajustaba desde la cintura hasta el tobillo de forma que las caderas quedaban bien marcadas, -hubo momentos en que el bajo se iba subiendo para enseñar cada vez más de la pierna-; la «saya de tiritas», que representa como ninguna el afán del equívoco, de querer aparentar lo que no se es, la falda tenía aspecto de andrajosa y vieja, pero esto no quería decir que la portadora de la misma perteneciera a clases inferiores, ya que cuando dejaban descubrir parte del busto podíamos contemplar ricas joyas y corpiños de terciopelo, seda o encajes (Castañeda, 1981). El color de la saya también se fue modificando siendo siempre colores oscuros dejando los claros para las mujeres de vida pública; en época de la República con la utilización de distintos colores en la saya la mujer mostraba a qué candidato político apoyaba: el color verde para las seguidoras de Gamarra y el color azul para las seguidoras de Obregón (Rugendas, 1975).
El manto no cambió de forma en toda la historia de esta vestimenta, era un rebozo de color negro que subía desde la cintura por la espalda y, agarrándolo de los extremos la mujer, picarescamente, ocultaba su rostro. El mantón o chal se ponía entremedias de la camisa y el manto, para que no dificultara la visión del cuerpo femenino. Las figuras 5 y 6 nos muestran la forma de poner la saya y el manto.
A partir de entonces la figura de la «tapada» pasó a formar parte del imaginario de la ciudad de Lima y, sin saber a ciencia cierta la fecha de la adopción de dicha indumentaria, sí tenemos que tener en cuenta que debió ser en los inicios de la fundación de la ciudad, ya que encontramos referencias a este personaje en textos e imágenes muy tempranas.
Esta usanza de enmantarse las mujeres limeñas para salir a los espacios públicos estuvo en boga aproximadamente trescientos años en la capital peruana, a pesar de los varios intentos, primero de la Corona y posteriormente de las reformas borbónicas, por prohibir el uso de este atavío en las Américas (Mellafe Rojas y Loyola Goich 1994, Rodríguez de Tembleque 2009, Aragón 2010). Dicha prohibición obedecía a que las tapadas perturbaban y despertaban curiosidad entre los hombres que acudían a las iglesias o a las festividades religiosas, cuya atención al culto religioso se desviaba hacia un juego de ocultación, coquetería y seducción. Sin embargo y a pesar de la resistencia de las tapadas limeñas a abandonar su vestimenta, a principios de 1850 la indumentaria de la tapada empezó a desaparecer de las calles de Lima, a favor de la moda francesa.
El movimiento costumbrista del mediados del siglo xix, plasma los personajes, el modo de vida, las costumbres, lo popular, lo criollo (palabra que designa al español nacido en América), rescatando a la tapada limeña para convertirla en un icono identitario del Perú, a través de la obra pictográfica –acuarelas, dibujos, grabados y pinturas– de artistas locales y extranjeros entre los que destacan los peruanos Pancho Fierro (1809-1879) e Ignacio Merino (1817-1876), el francés Jean-Baptiste Debret (1768-1848), el alemán Juan Mauricio Rugendas (1802-1858), el americano Joseph Allen Skinner (1867-1946), entre otros.
Antes del periodo costumbrista peruano, la tapada limeña ya aparecía representada en las artes plásticas de la época colonial, así como en estampas y grabados de los siglos xvii y xviii difundidos a través de tres títulos editoriales: «El recuento ilustrado de viajes», «Los libros de trajes» y «Las series dedicadas a los oficios del comercio ambulatorio».
En 1860, los estudios fotográficos de Lima comienzan también a producir imágenes que siguen de cerca la tipografía de la tapada, a través del formato de la tarjeta de visita o postal. Entre este material cabe destacar el álbum titulado «Recuerdos del Perú» (1863-1873), realizado en el Estudio Courret Hermanos y cuya colección pertenece a Luis Eduardo Wuffarden.
Sin embargo, la representación de la «tapada limeña» en formato de fotografía no tuvo el éxito esperado debido al exceso de acuarelas y litografías costumbristas que circulaban en la época.
Avanzado el siglo xix la tapada se fue extinguiendo, dejándose seducir por nuevas modas que llegaban del continente europeo. Por ello la importancia de dicha indumentaria y de aquellas mujeres que a lo largo de los siglos la utilizaron en muchos de sus quehaceres cotidianos, a veces tan solo para asistir a actos religiosos y tal vez con recato y humildad, pero la mayoría de las veces, con el doble juego de ocultación y seducción, con el fin de provocar y crear la curiosidad del género masculino y realizar aquellos actos que a cara descubierta hubieran provocado su mala reputación.
La tapada en España
Son muchas las regiones españolas en donde podemos encontrar atuendos femeninos que utilizan cualquier tipo de manto o velo para cubrir la cabeza, en ocasiones para actos religiosos y otras simplemente como traje de calle. Nos referiremos en esta ocasión a aquellas zonas en donde nos parece que el uso de dicha indumentaria tiene más relación con lo que hemos podido conocer que sucedió en Lima, tanto porque las prendas usadas tengan las mismas características, aunque el fin para el que eran utilizadas no fuera el mismo, o porque a través de los relatos e imágenes comprendamos que la mujer cuando lo empleaba iba buscando la misma finalidad de ocultar, seducir, equivocar, en una palabra aparentar aquello que no era.
Richard Ford (1796-1858) describe la usanza del velo entre las mujeres andaluzas en los siguientes términos:
La mantilla es el tocado femenino aborigen de Iberia… La cara tupida o tapada, o sea, el rostro envuelto, fue siempre respetado en España… Este camuflaje, evidentemente, es de origen oriental…; y no se crea que la costumbre está pasada de moda en Andalucía, porque sigue practicándose en Marchena y Tarifa, donde las mujeres siguen usando la mantilla… que consiste en no mostrar más que un ojo; éste sin embargo, punza y penetra, emerge del velo oscuro como una estrella, la belleza se concentra en un solo foco de luz y significado.
Al igual que la almalafa, lo mismo sucedió con la saya, otra de las prendas populares de ese entonces, la cual se modificó en el transcurso de la Edad Media como lo señalan Mas Gorrochategur y Muñoz Rodríguez (1995):
En esta época la saya era una especie de túnica que se ataba al cuello desde donde colgaba hasta los pies. Debió ser en el transcurso de la Edad Media cuando la prenda evolucionó y, de cubrir todo el cuerpo, pasó a vestir sólo la parte inferior.
De ahí que, en los siglos xvi y xvii, el uso del manto y la saya, junto con el sombrero, se generalizaran en la Península Ibérica y, aunque los sombreros desaparecieron en distintas geografías de España, Portugal y las Islas Canarias, el manto y la saya pervivieron. Hoy en día, variantes de estas dos prendas y la manera de portarlos están presentes en varios trajes típicos representativos de los pueblos de España (El Museo del Traje en Madrid alberga tanto indumentaria como otros objetos de los siglos xvi al xx. Entre estas colecciones encontramos variedades de la saya y el manto).
La ciudad que más veces ha sido citada, como antecesora, en relación con la semejanza de sus mujeres y las limeñas en cuanto a los trajes utilizados, en donde el manto sujeto en la cintura subía por la espalda hasta cubrir la cabeza y rostro de la dama dejando tan solo un ojo a la vista es Vejer de la Frontera, aunque la denominación fue distinta y se hacían llamar «cobijadas».
Tarifa (Cádiz)
En Tarifa, provincia de Cádiz, también fue costumbre de las mujeres el cubrir su rostro con un manto ocultando todo él menos uno de sus ojos para poder ver sin ser conocida. Muy semejante al de Vejer de la Frontera, pero aquí es denominado «manto y saya».
Físicamente se trata de dos prendas que se superponen a otras para salir a la calle. La prenda base sería la saya, una falda larga hasta los pies de color negro, que tiene en el dobladillo un cordón y como compañera de viaje una entretela para mantenerla rígida sin posibilidad de vuelo y como complemento un manto rectangular fruncido por un lado y con las esquinas vueltas.
Lo único que diferenciaría al manto y saya de su homónima castellana sería su etiqueta de homogeneidad, el color negro. Este color, no se puede obviar, era considerado el honesto por excelencia, y a la mujer, no se puede olvidar, ése era el papel que le correspondía representar en su medio: la discreción y la honestidad. Este color también es el del luto y el que se ha considerado como el elegante por antonomasia, de ahí que también fuera el elegido para las prendas de domingos y festivos litúrgicos, pero no para los lúdicos como el Carnaval.
Gracias a la publicación por parte del Ayuntamiento de Tarifa, desde 1991, de la revista Aljaranda, ha sido posible recopilar muchos de los textos antiguos, escritos por personajes de la época y viajeros que visitaron estos pueblos durante el siglo xix, donde hacen sus comentarios sobre las tarifeñas.
En el caso del manto y saya, tapada o cobijada, era hablar de la mujer tarifeña o vejeriega, pero no de la algecireña, porque sólo en estas ciudades se ha conservado palpablemente su rastro. Ningún viajero de los que recaló en Algeciras cita esta prenda como común entre sus mujeres, tal vez porque, como suele ser habitual, al ser una ciudad de paso hacia Gibraltar, Ceuta, Cádiz, Ronda o Málaga, éstos no tuvieron tiempo de verla, o sencillamente que cuando llegaron ya no era común entre sus mujeres.
Aunque fue una prenda en la que por su curiosidad repararon los románticos, ya estaba en desuso a mediados del siglo xix y más aún cuando pasó por Tarifa Pío Baroja camino de Marruecos a principios del siglo xx.
Allí, llegó a escribir unas crónicas sobre la crisis colonial en el norte de África. En un interesante artículo titulado «Fantasmas de Tarifa» nos describe con su peculiar estilo la impresión que le produjo la ciudad en su conjunto, sus costumbres, su historia, su leyenda... Más dado a su paisaje vasco que al castellano y poco entusiasta de todo lo meridional, Baroja se deja deslumbrar por el aspecto que le ofrece la ciudad: «Por la mañana, con un sol radiante, veo la ciudad de Tarifa, con sus murallas, sus torreones y una isla próxima al mar».
Se interesa igualmente por el traje típico de la mujer tarifeña y, extrañado de no ver ninguna con el manto negro y la cara tapada por las calles, muestra una cierta decepción, «yo esperaba ver un pueblo poblado por fantasmas femeninos, pero no hay tal». Por ello concentró su interés en lo que él llamó «los fantasmas de Tarifa» y que, como ya hemos señalado, da origen a este artículo de Baroja. Pero se trata de fantasmas históricos, que para él no son otros que Guzmán el Bueno, el coronel Valdés y Josefina de Comerford.
Finaliza Baroja sus impresiones sobre Tarifa diciendo:
[...] al volver de Gibraltar a Cádiz, veo de nuevo Tarifa, con sus murallas y torreones, iluminados por el sol rojo del crepúsculo. No pasa por la calle ninguna tapada como un fantasma. Para mí, los fantasmas históricos de la ciudad son Guzmán el Bueno con su acero, Don Francisco Valdés apoyado en su sable y Josefina Comerford con su látigo de amazonas.
A pesar de que Pío Baroja no vio sus «fantasmas femeninos» su presencia se puede atestiguar aún en el siglo xix a través de grabados como «El Bolero de Algeciras» de Gail·München, en el que algunos de los personajes femeninos visten el manto y saya. En el siglo xviii, también tenemos evidencias en el Archivo Histórico de Protocolos de Algeciras (AHPA). Estos dos ejemplos de 1770 pueden servir:
Raymunda de Lora, vecina de Algeciras y natural de Ceuta, dice en su testamento que tiene entregadas a su hija entre otras prendas en cuenta de sus legítimas «una saya de tafetán doble y dos mantos, uno de seda y otro de anacoste».
Juana Borzino, natural y vecina de Algeciras, le deja a su hija como mejora testamentaria «el manto y saya de mi uso».
Tratándosela así como una vestimenta de prestigio, que se pasa a los familiares más cercanos como un bien preciado y un ejercicio activo del deseo de perpetuarse en la memoria de quien la recibe. Del mismo modo que nos sirven para argumentar las dos propuestas: Como dos prendas y como una.
Su área de difusión además de Algeciras, Tarifa y Vejer, parece adentrarse por un lado hacia Conil de la Frontera y por otro hasta Alcalá de los Gazules, por lo que podríamos pensar en ella como la prenda femenina común más arraigada en la orilla norte del Estrecho, común y más adecuada para celebraciones solemnes.
Amelia Mas y Antonio Muñoz al estudiar en 1975 la cobijada vejeriega, piensan que su persistencia se debe al marco periférico y marginal en el que sobrevive:
El aislamiento geográfico y político de pueblos del sur y su distancia de la Corte, hicieron posible el afianzamiento de tales costumbres y la resistencia y elusión de cuantas medidas prohibicionistas dictaron las autoridades centrales.
Marchena (Sevilla)
En Marchena, provincia de Sevilla, encontramos una indumentaria muy semejante, denominada «manto y saya», usada hasta el siglo xix y que en la actualidad es utilizada por las mujeres para las procesiones de Semana Santa.
El «manto y saya» marchenero, recuperado por la hermandad de la Soledad para las procesiones de Semana Santa, se diferencia de la cobijada de Vejer en que el manto no sale de la cintura, es una pieza separada, que se pone sobre el cuerpo, cubriendo la cabeza, pero sin ocultar el rostro. En esta ocasión creemos que tan solo se queda en la función primera del uso del velo, en cubrirse por respeto, humildad y decoro.
Consuegra (Toledo)
En la provincia de Toledo hemos encontrado, en unas imágenes actuales, como traje típico del pueblo de Consuegra, un atuendo que consta de los mismos elementos principales: saya, manto, los dos de color negro, y mantón o chal. La falda es desplegada hasta los pies y la mujer cubre el busto y la cabeza con un manto, pero no hemos podido apreciar el juego de taparse el rostro. Por debajo del manto, al igual que hacía la limeña, coloca un mantón de Manila que aporta colorido al modelo.
En la actualidad, se ha creado en Consuegra la Asociación Cultural «Amigos de la Faltriquera», teniendo por objeto la recuperación de refajos, capas, mantones y otras piezas de vestimenta antigua, de la cual conserva una importante colección, como quedó patente en la reciente muestra «Así vestían nuestras abuelas en Castilla-La Mancha en los siglos xix y xx».
Canarias
En las Islas Canarias encontramos en distintas poblaciones la utilización de indumentarias semejantes, tanto por las clases medias y populares, como por aquellas señoras de clase alta, que en algún momento querían pasar desapercibidas.
En el caso de la isla de Tenerife existen varios estudios que recogen dicha tradición y los comentarios que la misma produjo en autores del momento y en los viajeros que recorrieron la isla desde el siglo xviii, como es el caso de Antonio Pereira Pacheco, Domingo José Navarro y Pastrana, Georges Glas, Nicolás Baudin, Bory de Saint-Vincent, Alfred Diston, etc., que dejaron tanto sus comentarios sobre dichas mujeres así como imágenes (De la Cruz Rodríguez, 1993-1995).
En dichos estudios encontramos dos atavíos que, con nombres que podrían representar lo mismo, nos enseñan dos formas distintas de la costumbre de cubrirse, tanto con la finalidad de recato, como con la de ocultación para provocar equívoco. Tenemos la «tapada» que utilizaba la mantilla blanca guarnecida con sombrero de fieltro o peineta, enagua exterior de color negro o marrón adornada con cintas de colores. Y el «manto y saya», que será la que más se asemeje a la «tapada» limeña, las dos piezas eran de color negro y el manto era una segunda enagua que, dependiendo de la ocasión, la mujer subía por encima de los hombros hasta cubrir casi totalmente su rostro; aunque tuviera el aspecto de un traje austero y pobre, dependiendo de la clase social de la mujer, las telas eran de más calidad e igualmente todo el adorno que interiormente cubría el cuerpo de la misma con ricas joyas. A mediados del siglo xix esta indumentaria fue abandonándose excepto en las zonas de campo.
En la isla de La Palma tenemos el caso de Los Llanos de Aridane, en donde encontramos el modelo de «tapada de manto y saya» compuesto de tres piezas: manto, camisa y saya. Son piezas separadas; ninguna se utiliza para cubrir la cabeza.
Los protocolos notariales de La Palma de principios del siglo xvi hacen referencias continuas, muy interesantes por su interés antropológico, sobre la ropa del vestir de la mujer palmera y que coinciden con el vestir de la mujer española, o castellana, de esos años. Especialmente en los testamentos se legan textiles de uso personal y encontramos «sayas» y «mantos». Ejemplos:
El caso de Margarita Sánchez, que en presencia del escribano Domingo Pérez el 2 de octubre de 1553 manifiesta: «le dieron una saya, un manto y otras cosas de ropa», según consta en PROTOCOLOS de Domingo Pérez, escribano público de La Palma (1546-1553).
El 28 de julio de 1551 se otorgó una escritura testamentaria y entre las disposiciones se dice: «y la dicha Catalina vestida con dos sayas y un manto…», según recoge el escribano público Blas Ximón de San Andrés (1546-1573). Se llegar a la conclusión, que Catalina Hernández, casada con Vicente Díaz, contó con una indumentaria de lo que hoy es conocido por «manto y saya» y que estaba compuesto por «dos sayas» y «un manto». Esta mención es importante por su descripción y en el tiempo que se realizó, mediados del siglo xvi.
En el inventario del año 1642 del Santuario de Las Nieves, Santa Cruz de La Palma, donde se mencionan las donaciones, se incluye una poma de filigrana con tres calabacitas pendientes de quien se ignoraba su donante «porque la dio una tapada a un clérigo que la diese» (APSN: Libro I de Cuentas de Fábrica, inventario de 4 de mayo de 1642, f. 234v.). Este testimonio documental de los años 40 del siglo xvii nos viene a decir que con anterioridad ya debía de ser de uso cotidiano el hoy conocido por «manto y saya» y la consecuente «tapada».
En marzo de 1678, fue robada con otras prendas de la Virgen de las Nieves, una cruz de oro con esmeraldas y perlas, aunque fue recuperada. Tras el hurto, la joya sustraída fue reconocida por el ayudante Domingo Pérez Bolcán, quien advirtió que la esmeralda de mayor tamaño estaba «lasqueada» desde una esquina hasta el centro. Se hallaba entonces en poder del mercader holandés Isaac de la Puente, quien pagó por ella, según declaró al juez eclesiástico, 200 reales a una mujer que no identificó «porque estaba tapada» (APSN: Legajo «Las Nieves», nº 13, Robo de joyas de la Virgen de las Nieves, 1678; declaraciones del ayudante Domingo Pérez Bolcán y de Isaac de la Puente, 26 de mayo de 1678, ff. 7v y 9v).
En 1797, ante el escribano público de Santa Cruz de La Palma, otorgó testamento Josefa de la Concepción, primera mujer de Juan José Guerra, quien legó casa, un manto y una saya de mi uso.
Un donativo anónimo de una devota en el año 1767: «Dio una tapada 3 de plata de limosna», así consta en las cuentas de fábrica del Santuario de Nuestra Señora de las Angustias (Los Llanos de Aridane).
El 20 de febrero de 1834, Josefa Álvarez, vecina de Santa Cruz de La Palma, hija del matrimonio formado por Antonio Álvarez y María Martín Herrera, naturales del lugar de Tijarafe y vecinos que fueron del de Los Llanos, legó a María de los Dolores, «cuatro sábanas de lienzo casero, el manto y la saya y demás ropas de mi uso».
De estas aportaciones documentales se demuestra que la indumentaria de «manto y saya» ocupaba un lugar destacado dentro del ajuar personal de la mujer palmera luciéndolas cotidianamente y a diario para ocultar su identidad y que también la pudiera usar para participar en los oficios religiosos. Podríamos decir que el «manto» y «saya» ha tenido el mayor tiempo de permanencia en uso cotidiano durante centurias en la isla canaria de La Palma, entre el siglo xvi y el xix.
Para la confección de su indumentaria los isleños, en su gran mayoría, empleaban géneros de producción local a base de lana, lino y seda. Con el lino tejían grandes lienzos, muy estimados por su durabilidad. Con ellos se confeccionaba la lencería personal y doméstica, siendo lisos y más o menos blanqueados para la primera, y con algunas listas de color en el segundo de los casos. Para ropas especiales también se usaban telas más finas de lino o algodón de origen foráneo.
Vejer De La Frontera (Cádiz)
Uno de estos trajes típicos que llama la atención por su similitud con el de la tapada limeña es el de Vejer de la Frontera. En este pueblo gaditano, todavía hasta las primeras décadas del siglo xx, se acostumbraba el uso de la saya y el manto con el tapado a medio ojo. De acuerdo con Seco (2012), las tapadas vejeriegas portaban:
Una saya negra, fruncida y sujeta a la cintura, una enagua, completamente cubierta por la saya y, como el toque final, un manto negro, también fruncido y sujeto a la cintura, con el que se cubrían el rostro, a menudo dejando al descubierto un solo ojo.
El romanticismo es un movimiento artístico y literario que surgió entre finales del siglo xviii y comienzos del siglo xix en Alemania e Inglaterra. Desde allí se extendió a toda Europa y América. Este movimiento está basado en la expresión de la subjetividad y la libertad creadora en oposición al academicismo y el racionalismo del arte neoclásico. El romanticismo como corriente de pensamiento influenció no solo diferentes disciplinas artísticas, sino también la política y la percepción del mundo de quienes lo promovieron.
En la tercera década del Siglo xix durante el máximo esplendor del romanticismo se ponía de moda el tema morisco en la literatura europea y hacía de España el país, por excelencia, de aquella herencia histórica. En este contexto, en 1832, el célebre viajero inglés Richard Ford recorre Andalucía en busca de la huella árabe y en una de sus rutas (Cádiz-Algeciras), se aloja en la venta de la Barca, desde donde divisa Vejer que la imagina como una ciudad mora, siguiendo su camino de Gibraltar sin detenerse en el pueblo. Cuando llega a Tarifa, contempla a sus mujeres envueltas en el cobijado similar al de la mujer vejeriega, admira a sus mujeres por su gracia y meneo y su manera curiosa y oriental de llevar la mantilla. También en su paso por Marchena había contemplado «tapadas» similares, que vestían la mantilla a la usanza mora consistente en no mostrar más que un ojo.
En aquel viaje de 1832 que Richard Ford realizó al sur de España, se equivocó al no detenerse en Vejer, pasear por sus calles y observar-contemplar a la tapada vejeriega al igual que lo hizo en Marchena y Tarifa, pues fue en Vejer el último pueblo andaluz donde la mujer vistió el manto y saya a la manera descrita por Ford, vestimenta que se conservó hasta su prohibición por las autoridades republicanas en 1931.
En 1879 J Laurent y Minier llegó a Vejer cuando aún estaba vivo el mito de la España Mora. El traje típico de cobijada había despertado la curiosidad de artistas y escritores europeos desde el siglo pasado, es decir, desde que el Romanticismo puso de moda el oriente e identificó, especialmente, el sur de España con su pasado morisco.
Los románticos asociaron el vestido de las cobijadas o tapadas vejeriegas y el de las tapadas de Tarifa o Marchena con un raro vestigio moro que se había conservado, como aletargado, en algunos pueblos andaluces, y que se refleja gráficamente, como ya se ha mencionado, en algunos grabados del Civitatis Orbis Terrarum a finales del siglo xvi, como es el caso de las vistas de Granada o Alhama.
El término moro, aunque generalmente refiere a los musulmanes españoles y sus descendientes, también se extiende a los esclavos procedentes de Marruecos y de otras partes del norte de África, incluyendo esclavos turcos. De ahí la utilización indistinta de los términos: moro, morisco o moruno en referencia a ellos.
[La vista parcial de Foto «El Trébol» nº 6 coincide en punto de vista con fotos de J. Laurent sobre Vejer de 1879. Está tomada desde el llamado «cancho del Curita», junto al antiguo «hoyo Lupín», en lo que hoy se denomina «circunvalación de las Cobijadas». Al fondo aparece el «barranco de las Esposas», según denominación del citado plano de 1907. Destaca la presencia de unos vallados en el «barranco Moral» donde era frecuente la cría de animales domésticos].
Al igual que la tapada limeña, el atuendo de la tapada vejeriega, llamado localmente cobijado, fue también curiosidad de viajeros e inspiración de artistas plásticos. Prueba de ello son las fotografías, pinturas y grabados de varios artistas, entre ellos José Ortiz de Echagüe y Francisco Prieto. Entre el material iconográfico que circula, llama la atención una de las fotografías de Laurent (1879) titulada «Traje de las mujeres de Vejer». En esta fotografía se aprecia que una de las mujeres sólo muestra el ojo izquierdo y la otra muestra el rostro totalmente descubierto, los tres ojos que emergen de esta toma parecen observarnos inquisitivamente. Ambas llevan abanico y visten bajo el manto camisas con encajes enfrente.
[Una de las mujeres sólo muestra el ojo izquierdo, la otra, con el rostro parcialmente descubierto, transmite ese raro aire de misterio que se asocia al mundo oriental y morisco. Ambas portan abanicos y visten bajo el manto camisas con lazos o encajes sobre la delantera. Llama la atención la caída de la saya y su cola que ponen de manifiesto que, por esta fecha, bajo la saya se usaba el miriñaque].
Aunque a simple vista da la impresión de ser un traje sobrio y pobre, en su conjunto destaca por la opulencia de su ornato, estando compuesto por varias piezas, cuya composición dependía de la posición económica y social de la portadora. En Vejer tradicionalmente fue la indumentaria de calle que portaban las mujeres en su quehacer diario, sobre todo casadas y viudas. En lugares públicos siempre solían ir tapadas y tan sólo en lugares discretos y cerrados, como podría ser la iglesia, se destapaban y se colocaban sobre la cabeza un pañuelo. Como se ha visto en otros lugares, también en los archivos de Vejer se cuenta con numerosos documentos, principalmente testamentos, que hablan del traje de «manto y saya» como parte de los bienes que se transmitían por herencia. Ejemplos:
El testamento de Leonor García, de 22 de agosto de 1481, dice: «Y mando a mi criado Alfonso de Luna e María Rodrigues, su hija, con la saia que io traigo cada día de color pardera e un tocado, e un mantillo, e unas falditas y dos camisas para que ambos a dos los partan porque rueguen a Dios por mi ánima» (A. Parroquial, Vejer. L. Amaya. Testamento de Leonor García).
En 1606, Manuel Díaz ordena en su testamento: «Mando a mi madre Catalina García que se le dé un manto de anascote y una saya de bayeta. La cual dicha saya y manto debe ser nuevo todo» (A.H.P. Cádiz. Protocolos Vejer, 1606, L.108).
En 1872, Antonio Puerta declara en su testamento haber pagado a su hija Concepción en concepto de dote, entre otros bienes, «dos cobijados de manto y saya» valorados en 87 pesetas, «un buey de labor en 175 ptas. y una erala en 75 ptas.». (A.H.P. Cádiz. Protocolos Vejer. Juan Labat, 1872, L.581).
[La imagen inferior es similar a la superior pero invertida e impresa en papel fotográfico sin numerar donde aparecen un grupo de cobijadas hacia la actual zona de San Miguel].
[En la Corredera: aparecen unas cobijadas con el tradicional traje de manto y saya castellano que les permitía velar su rostro, y al fondo el llano de El Torero inundado].
Coincidencias entre la indumentaria de la mujer musulmana y la vejeriega
Desde la antigüedad y hasta nuestros días, el cubrirse de una mujer ha sido siempre un símbolo de recato y modestia. No tenemos más que recordar y observar como nuestras antepasadas: madres, abuelas... se ponían un velo para ir a la iglesia, los pañuelitos negros que cubrían la cabeza de muchas mujeres mayores cuando se enlutaban de por vida por la pérdida de algún ser querido. También está en nuestra mente el atuendo de las monjas o de la imaginería de Semana Santa: todas las vírgenes solo muestran sus manos y cara, y van cubiertas también por un manto.
La tradición musulmana de una mujer es cubrirse, por cuestiones religiosas. En la aleya (versículo) 59 del Sura (capítulo) 33 del Corán se dice:
¡Profeta! Di a tus mujeres, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con el manto. Es lo mejor para que se las distinga y no sean molestadas.
B. Saad, uno de los historiadores de los primeros siglos del Islam, cuenta:
A las esclavas de Medina, las provocaban los insensatos, que las abordaban en la vía pública y las agredían. Las mujeres libres que salían a la calle, cuyas ropas no se distinguieran de las que portaban las esclavas, o las mujeres bien dispuestas a una relación promiscua, eran confundidas con ellas y sufrían el mismo trato.
En la aleya 31 del Sura 24 del Corán, se hace especial hincapié en la modestia y el recato al vestir, tanto de la mujer como del hombre, justamente el motivo de este tipo de vestimenta en Vejer.
Y di a las creyentes que bajen la vista con recato, que sean castas y no muestren más adorno que los que están a la vista, que cubran su escote con el velo y no exhiban sus adornos sino a sus esposos, a sus padres, a sus suegros, a sus propios hijos, a sus hijastros, a sus hermanos, a sus sobrinos carnales, a sus mujeres, a sus esclavas, a sus criados varones fríos, a los niños que no saben aún de las partes femeninas. Que no batan ellas con sus pies de modo que se descubran sus adornos ocultos. [...]
Es evidente, por lo tanto, que las costumbre de cubrir la cabeza y el cuerpo de las mujeres musulmanas tuvo su razón de ser para evitar la «zina»[3], el acoso y la relación no deseada, ya que el cuerpo de las mujeres era considerado, en principio, como abordable.
En el año 711, Vejer pasó a dominio musulmán tras la batalla de Guadalete, en la cual la armada musulmana comandada por Tarik ibn Ziyad derrotó al último rey visigodo, Don Rodrigo. La población permaneció bajo el poder de los musulmanes durante cinco siglos y medio, bajo el nombre árabe de Besher > Vejer. Actualmente, vestigios de este periodo son visibles no sólo en la puerta del Castillo de Vejer de la Frontera, la cual se remonta al siglo xi, sino también en el entramado de sus callejuelas y en parte de la muralla que rodea esta ciudad.
El mito y la historia se entrelazan en el imaginario colectivo de las comunidades de Vejer de la Frontera y Xauen a través de una leyenda de corte romántico que circula en ambas ciudades. De acuerdo con ésta, se dice que un caudillo árabe, Sidi Ali Ben Rachid, estando combatiendo en la comarca de la Janda en contra de los cristianos que se acercaban a Granada, se enamoró y se casó con una lugareña de Vejer de la Frontera llamada «Lal-la Zahra». Tiempo después, por razones de exilio a causa de la Reconquista, ambos cruzaron el Estrecho de Gibraltar y se establecieron en una pequeña población bereber enclavada en las montañas del Rif al noreste de Marruecos. En este lugar el primo de Ali Ben Rachid, Abi Joumâa, había planeado edificar una ciudad, pero fue asesinado por los portugueses dejando su plan truncado. Motivado por la pérdida de su primo, Ali Ben Rachid decidió llevar a cabo la construcción de dicha ciudad. No obstante, y debido a que su esposa Lal-la Zahra sentía añoranza por su tierra natal, el emir construyó la nueva ciudad a semejanza de Vejer de la Frontera, fundándola en 1471 bajo el nombre de Xauen. También construyó las Kasbah (edificios y murallas de barro, de origen bereber) y la residencia de su familia.
La ciudad de Xauen, también conocida con los nombres de Chefchaouen o Chauen, es la forma arabizada del vocablo amazigh rifeño AS-SAUM que significa «mira los dos cuernos», debido a la silueta que proyectan las montañas del Rif en las que está enclavada esta ciudad. Una ciudad históricamente vinculada a la Península, que un día acogió a quienes huían de ella tras la conquista de Granada, último reducto político de Al-Ándalus.
A causa de su ubicación geográfica y de difícil acceso, Xauen se mantuvo aislada por muchos siglos, considerándose una ciudad sagrada, a la cual se prohibía la entrada de extranjeros y cristianos, lo que contribuyó en gran medida para mantener sus características de una ciudad medieval andaluza. La arquitectura de Xauen despliega pequeñas callejuelas irregulares y casas encaladas en tonos azules, que en conjunto ofrece una apariencia, como cuenta la leyenda, similar a la de Vejer. El fuerte legado andalusí en Xauen fue motivo para que el 19 de Julio del año 2000 se proclamara oficialmente la hermandad entre estas dos ciudades, Vejer de la Frontera y Xauen.
Entre 1940-1950 se dio a conocer la identidad de «Lal-la Zahra», la esposa vejeriega de Muley Ali lbn Rachid, desde entonces la relación entre Vejer y Chauen encendió la imaginación popular y fomentó todo tipo de leyendas sobre la vestimenta femenina de ambos pueblos, como recogía la publicación Actualidad Española en 1956.
En 1975, Antonio Morillo Crespo aludía a la identidad formal entre el cobijado negro en Vejer y blanco en Xauen.
En 1987, J. A. García Castro iba más lejos al señalar que la indumentaria vejeriega era, sin duda, musulmana, y apoyaba su afirmación en «el paralelo estilístico que el traje de cobijada tiene con algunos tipos de indumentaria antigua y actual del norte de África, como por ejemplo en Chagüen, donde se viste de forma muy similar si exceptuamos el color negro de la tela».
Una de las prendas femeninas más tradicionales de la indumentaria xauní es el jaique, el cual guarda una estrecha relación con el cobijado vejeriego a través de su gesto de medio ojo. A diferencia del cobijado compuesto de dos piezas (saya y manto), el jaique es un tejido de una sola pieza y sin costuras similar a la almalafa, aunque de tamaño más grande y puede ser de algodón, de lana, o incluso de seda. El vocablo jaique deriva del árabe «haaka» que significa tejer, del cual proviene el sustantivo «haiek» que puede referir tanto al tejedor como al vestido. A mediados del siglo xix, esta palabra entra al español como haik, hayke o haique.
Mas Gorrochategur y Muñoz Rodríguez (1995) nos explican la forma de portar el «jaique»:
Se dobla el jaique de tal manera que desde debajo de los brazos llegue hasta los pies. Un extremo se pasa por la espalda sobre el hombro izquierdo y se anuda por delante formando pliegues. El otro extremo se vuelve a doblar sobre sí para regular la altura del talle y se recoge en un gran nudo, similar al izquierdo, formando un gran pliegue bajo el brazo derecho. Ambas manos llevan los extremos del jaique hacia adelante, no dejando ver más que un ojo.
Son muchos los autores contemporáneos que señalan un origen musulmán en esta prenda de vestir. Por el contrario, Carmen Bernis (1918-2001), en su obra El traje y los tipos sociales en El Quijote (2001), discrepa rotundamente, aclarando que esta opinión, tantas veces expresada, es absolutamente errónea. Continúa diciendo:
[…] cuando las españolas empezaron a taparse la cara hacía ya medio siglo que no había musulmanes en España, y había pasado el tiempo, que lo hubo, en que cristianos e hispano-musulmanes intercambiaban modas y prendas de sus respectivos vestuarios. Las mujeres musulmanas se tapaban la cara por un imperativo social, para no ser vistas por los hombres, y dejaban al descubierto los dos ojos. Las mujeres españolas de los siglos xvi y xvii se tapaban para gozar de libertad, saliendo a la calle sin ser conocidas; no por imperativos de la sociedad, sino en total rebeldía contra lo exigido por las buenas costumbres y por las leyes. Taparse para ellas no era un signo de pudor, sino de provocativa coquetería.
A pesar de leyenda morisca con la que se vincula la vestimenta de la mujer vejeriega, con respecto a la indumentaria de la mujer de Chauen, el cobijado en realidad es el mismo «traje de manto y saya» utilizado en toda Castilla en los siglos xvi y xvii. No obstante, es posible, que el velado vejeriego, común a la mujer castellana, hubiera arraigado en Vejer de un modo más intenso por su vinculación con usos y costumbres muy antiguas relacionadas con el pasado musulmán, el mundo árabe y mediterráneo, en general. Ninguno de los lugareños se sobrecoge al percatarse de la presencia de la mujer tapada, en tiempos habitual en las calles de Vejer. Es el cobijado y no un burka, como piensan erróneamente algunos de los turistas que se topan con ella, aunque la base de su uso era el recato y la modestia. Dicen las vejeriegas que tenía su punto práctico al protegerlas del mucho viento de la zona y que le veían más ventajas que inconvenientes, resultando curioso saber que algunas mujeres veían en el cobijo cierta libertad.
Yerran los forasteros y también la cadena de noticias más relevante del mundo árabe, Al Jazeera, que asegura que este conjunto de manto y saya tradicional vejeriego es un burka, fruto del legado musulmán todavía vivo en una de las aldeas de Cádiz.
Hoy día la composición ha variado sensiblemente y se usan otro tipo de tejidos y tintes industriales, no obstante, el traje en su conjunto sobre el cuerpo de la mujer vejeriega sigue en la actualidad evocando tiempos pasados que aún perduran en la memoria colectiva de sus vecinos como seña de identidad local y de referencia de la tradición. Las nuevas generaciones «millennials» (nacidos entre 1981 y 1993) llevan los oscuros sayos cosidos por madres y abuelas contentas de que una tradición muy made in Vejer no se pierda.
Con el paso del tiempo, el cobijado ha pasado a formar parte del discurso identitario de Vejer de la Frontera convirtiéndose en un símbolo local. Todavía hasta la segunda década del siglo xx, la presencia de las cobijadas vejeriegas era visible durante festividades a la patrona de Vejer, Nuestra Señora de la Oliva (del 10 al 24 de agosto), y especialmente durante las veladas en su honor y donde previamente, cada año, se seleccionaba a una «Cobijada Mayor» con su corte de damas cobijadas y a una «Cobijada Infantil», también con su corte de niñas tapadas, quienes representarán durante el siguiente año a la mujer vejeriega en todos aquellos actos protocolarios organizados desde el propio ayuntamiento.
En este sentido, basta un simple paseo por las sinuosas calles de su pueblo para comprobar el elevado grado de arraigo, pudiéndose observar desde un monumento dedicado a la cobijada hasta una rotonda que rinde homenaje a la mujer tapada, pasando por helados artesanales que reproducen la forma de la cobijada, exposiciones callejeras de cobijadas decoradas al más puro estilo vanguardista o establecimientos que usan la silueta del cobijado como inspiración para sus imágenes comerciales. Sin duda una muestra evidente que pone de manifiesto cómo una tradición centenaria puede convertirse en emblema cultural de toda una ciudad.
La escultura se localiza cerca de la judería de esta localidad y fue colocada en el año 2007 por el Concejo de la Mujer de Vejer de la Frontera; a un costado de la escultura hay una placa que dice: «Cobijada que descubriste tu cautivo rostro en aras de la libertad». Resulta curioso que en Lima, Perú, también exista una escultura de la tapada limeña ubicada en la Fuente de las Tradiciones del Parque de la Exposición de Lima.
En fechas algo más recientes, otros autores también han tomado a las tapadas de Vejer como símbolo popular, a veces dentro del ámbito satírico, como en el caso de este soneto compuesto por el tarifeño Manuel Pérez–Petinto y Costa (1871-1953):
A una tapada
Si eres bella y gentil como parece
y tu firmeza en el pisar pregona;
si la gracia y el candor de tu persona
es rico dote que tu amor ofrece;
Si la luz de los astros palidece
frente al sol que en tus ojos se aprisiona,
y es de tus sienes natural corona
cabello que ni es ralo ni encanece,
¿A qué ese empeño de ocultarnos tanto,
delicias que la vida nos recrea
compensando con creces su quebranto?
Arroja ese tocado y que se vea,
por tu capricho te pusiste el manto
y no por vieja, desdentada y fea.
En la actualidad existe una voluntad manifiesta por parte del vejeriego de conservar este traje como seña de identidad. De hecho basta con un simple paseo por este municipio gaditano para comprobar las muchas referencias que tienen a la cobijada como protagonista.
Composición del manto y saya y del cobijado
El concepto de «tapada» consiste en utilizar el manto para envolver cabeza, pecho y rostro de la mujer. Es decir, es una acción voluntaria para esconder y ocultar la identidad bajo el anonimato, en la mayoría de los casos, no falto de coquetería y embrujo ante el varón. La diferencia entre la tapada y el manto y saya consiste básicamente en que en el primer caso es necesario un gesto, una acción de ocultar el rostro –tanto saya como manto de color negro– sin sombrero; en el segundo caso, el rostro va descubierto, el manto se coloca sobre los hombros o la cabeza, empleando diferentes colores tanto en el manto como en la saya, y no se prescinde del sombrero. Claramente, esta última es una variante tardía de la primera y debieron convivir conjuntamente en el siglo xix.
Desde el Romanticismo, el límite entre la indumentaria de la ciudad y la del mundo rural casi desaparecen ante la rápida acogida de la moda urbanita, que poco a poco barre las diferencias entre ambas. Dichas diferencias quedaron barridas ante la globalización que suponía la moda urbana. Elena Catena (1920-2011), al analizar la indumentaria femenina durante el Romanticismo observa, que «las mujeres de clase trabajadora se vestían con faldas largas, sin ningún tipo de artilugio que ampliara notablemente su vuelo; blusa con cuello alto, gran pañolón cubriendo la cabeza y un gran mantón ‹alfombrao›[4], que a modo de abrigo cubría desde más debajo de la cintura hasta el cuello».
El vocablo cobijado deriva de la voz latina «cubilia < cobija» que refería al lecho, la yacija, y de aquí la ropa con que se tapa uno en la cama, en particular, la manta. De esta acepción pasó a la prenda de vestir que cubre a una persona, especialmente, a la de manto o mantilla.
El cobijado consiste en dos prendas de lana merina negra atadas por la cintura. La toca cae por la parte de atrás de la falda dejando al descubierto un forro de color blanco. El traje lleva una camisa con encajes y la cantidad de encajes que lleva indica la clase social de quien la viste. Aunque parecía algo rústico y austero, según del poder adquisitivo, las calidades de los encajes de la camisa blanca, de las tiras bordadas de las enaguas, del forro de seda, las joyas…, quedaban ocultas con esa especie de velo.
Si tenemos en cuenta la similitud entre la vestimenta de la mujer proletaria y la rural, en tanto que eran las grandes desheredadas, el manto y saya resultaría algo de lo más habitual en su época, e incluso más atrás, como puede verse en el cuadro de Francesco Sasso (1720-1776), «Reunión de mendigos» en el Museo del Prado. Este planteamiento por un lado se inscribiría en el marco de la vestimenta española como dos prendas: el manto y la saya, y por otro la encuadraríamos en el marco de la vestimenta típica como un uno integrado visualmente.
El cobijado, como ya se ha dicho, lo comparten Vejer y Tarifa, y curiosamente esta indumentaria daba libertad a la mujer, ya que al esconder su identidad podía ir donde quisiera sin estar sometida a críticas. La teoría sobre su eficacia para proteger de los grandes vientos que azotan ambas poblaciones, aunque sin probar, no es nada disparatada. Tarifa y Vejer además comparten un baile típico «El Chacarral», en nada parecido a las sevillanas.
En todo este largo periodo de tiempo transcurrido desde sus orígenes hasta nuestros días, el modelo del traje apenas ha sufrido cambios en su forma, aunque posiblemente sí en su composición. Los tradicionales cobijados estaban elaborados de lana merina negra de gran calidad y teñidos posiblemente en la propia casa, mientras que las enaguas solían ser de tafetán de lino.
El Cobijado además de la saya y el manto negro también consta de:
Unas enaguas blancas de hilo muy anchas y almidonadas con tiras bordadas.
Una blusa blanca fruncida a la cintura adornada con encajes, dependiendo de la clase social a la que pertenecía la mujer.
Hay dos modos de utilizar el manto:
El manto se concibe como una pieza separada, ajustada a la cintura por una cinta.
Consiste en utilizar unas de las tres sayas (hoy, falda) a modo de manto, elevándolo sobre la cabeza.
El empleo del lino en la ropa blanca fue común en el siglo xix; que fue poco apoco sustituido por el algodón, pero perduró durante más tiempo en el mundo popular. Las enaguas no son habituales en el mundo popular rural, en el que la prenda interior más común es la camisa. Pero las enaguas a veces sí se usan, en las zonas de clima más benigno, como Vejer de la Frontera, donde no son necesarias tantas sayas, habiéndose tomado en préstamo de la indumentaria urbana a la moda, generalmente en el siglo xix. Lo que sí es muy habitual en el mundo popular es el empleo de detalles bordados en rojo en la ropa interior. Así, estas enaguas de cobijada de Vejer son, por una parte, más propias del mundo urbano que del popular, pero a la vez emplean una estética característica de lo tradicional.
Esta prenda de raso de lana merina negra está depositada en Museo del Traje y como se puede apreciar está fruncida en la parte anterior. Tiene un bolsillo, confeccionado con un tafetán de lino en tonos marrones y beige formando cuadros. Los cuadros se consiguen mediante la alternancia de hilos marrones y beige en la urdimbre de la tela. Rodapié de sarga batavia de algodón beige, rematado con cordoncillo trenzado de lana negra.
La lana merina, la de mejor calidad, solía ser empleada para prendas finas como este traje. A menudo se ha defendido una herencia específicamente musulmana para los trajes de tapada o cobijada de Vejer, a la que habría que añadir la presencia en toda la Península de los trajes de manta y saya, principalmente a lo largo del siglo xvii.
La indumentaria de las tapadas o cobijadas de la comarca de la Janda y especialmente de Vejer de la Frontera se convirtió a lo largo de los siglos xix y xx en toda una seña de identidad local y de referente a la tradición, en buena parte a través del tamiz de los viajeros románticos.
El manto del traje tradicional, lleva un borde interior de vivo color, o bien va forrado entero de otro color, que también puede ser blanco, que cubre la cabeza y va unido al refajo (falda), se deja caer sobre la falda (en ese momento), se ve entonces el color, dentro camisa blanca con tiras bordadas y el peinado en moño con flores en el pelo y zarcillos en las orejas... y listos para bailar (con palillos o castañuelas en las manos), por ejemplo: el chacarrá.. «Las mujeres de la sierra, taran taran, las mujeres de la sierra, para dormir a sus hijos, taran taran» le cantan un fandanguillo.
Prohibición del enmantado o tapado y del cobijo
En España, al igual que en el Virreinato de Perú, el enmantado o tapado fue prohibido en repetidas ocasiones; primero por los Austrias (siglo xvii) y más tarde los Borbones (siglos xviii y xix), quienes lo prohibieron oficialmente pues servía para encubrir actividades delictivas o comportamientos ilícitos.
Por ejemplo, una de las cédulas reales promulgada por Felipe II y fechada el 4 de mayo de 1566 establecía que:
[…] no hiciesen de nuevo marlotas, almalafas, calzas ni otra suerte de vestidos de los que se usaban en tiempos de moros, y que todo lo que se cortase y se hiciese fuese a uso de cristianos. Y para consumir los vestidos hechos se les dio plazo. Mandando que desde luego llevasen las mujeres las caras descubiertas por donde fuesen, porque se entendió que por no perder la costumbre que tenían de andar con los rostros tapados por las calles, dejarían las almalafas y sábanas y se pondrían mantos y sombreros, como se había hecho en el reino de Aragón cuando se quitó el traje a los moriscos del…
En 1561 se dictó la primera ordenanza prohibiendo a las mujeres el uso del manto, el tema se trató en el III Concilio Limense (1582-1583) presidido por Santo Toribio. Se dice que es una costumbre practicada no solo en Lima sino en varias ciudades de los reinos de Perú como Cuzco, Chile, Tucumán y el Río de la Plata. El marqués de Montesclaro, príncipe de Esquilache (1607-1615), prohibió el uso del traje. Middendorf recoge una nueva ordenanza del 4 de diciembre de 1624 del virrey Marqués de Guadalcázar, donde se estipula el develamiento de la tapada. En caso de pertenecer a la nobleza, por el incumplimiento de la orden se impondría una multa de 60 pesos y diez días de prisión en la casa del alguacil. Las negras, mulatas y mestizas debían pagar la misma multa y 30 días de prisión. Los hombres que hablaran con las tapadas serían multados con cien pesos. (Rodríguez de Tembleque, 2000). Antonio León Pinelo asume una posición disidente en favor del uso del manto en 1642 cuando escribe «Velos antiguos y modernos en los rostros de las mugeres sus conveniencias y daño».
En España se sucedieron las prohibiciones con respecto a que la mujer anduviera cubriendo su rostro. Como ha ocurrido con otras tantas disposiciones regias, éstas no debieron calar muy hondo y a pesar de que fueron muchas las pragmáticas dadas, se cumplieron poca y la mujer siguió utilizando esta indumentaria, hasta que por propia voluntad la abandonó.
En ciudades menos importantes se mantuvo. Ejemplos: las cobijadas o tapadas de Mojácar (Almería), Morón, Arcos y Véjer de la Frontera (Cádiz) o Pueblo de Guzmán en Huelva. También recuerda esta costumbre la manera en que las mujeres de Sepúlveda (Segovia) y Guisando (Ávila) se echan el refajo sobre la cabeza. Las ansotanas, lagarteranas y albercazas continuaron con el uso del manto. En el norte, en Ochogavía (Navarra), existían los llamados trajes de agua de aspecto semejante a las cobijadas andaluzas.
En Canarias tampoco se cumplieron las distintas pragmáticas que a lo largo de los siglos se dieron en contra de esta costumbre, continuándose con ella a lo largo de todo el siglo xix. En el siglo xx la costumbre perduró; existieron las mantillas blancas guarnecidas con seda a cuyas portadoras se las conocía como tapadas y con el manto sujeto a la cintura y subido por la cabeza en cuyo caso iban de manto y saya.
El cobijado fue definitivamente prohibido por la República en 1931, ante el temor de que el traje sirviera para enmascarar delitos y permitir escapar al delincuente. Por el pueblo circulan leyendas vinculadas a la prenda, que muchos hombres utilizaban en la guerra para moverse por las calles portando armas escondidas. Aunque en 1937 el Padre Ángel, párroco de Vejer de la Frontera, solicitó a las autoridades locales que permitiesen su uso, las circunstancias de la guerra no lo aconsejaron.
Es importante resaltar que debido a su prohibición tan reiterada, que abarca hasta las primeras décadas del siglo xx, la almalafa original fue sufriendo transformaciones en cuanto a su tamaño, el cual se fue achicando hasta convertirse en un manto más corto.
En Vejer, cuando se intentó recuperar la costumbre, a principios de la década de los cuarenta del pasado siglo, ya apenas había quien tuviera completo el traje de manto y saya con sus amplísimas enaguas: la carestía de la posguerra había obligado a muchas mujeres a reutilizar las telas para adaptarlas a ropa de calle o de casa del momento.
Esa es la razón de que apenas haya trajes originales completos anteriores a la guerra civil, teniendo solo constancia de la conservación de uno que actualmente se haya expuesto en el Museo del Traje de Madrid, gracias al envío que hizo en el año 1935 el Patronato Regional de Cádiz del entonces Museo del Pueblo Español, Pelayo Quintero Atauri, a la postre una figura clave en el desarrollo cultural de la provincia.
Pervivencia de la tapada o cobijado
En la actualidad se busca la recuperación de las tradiciones y traer hasta nuestros días todos aquellos recuerdos de épocas pasadas; en el caso de la figura de la tapada o cobijada, perdura como traje típico de algunas de las regiones e incluso en las fiestas patronales las nuevas reinas utilizan dicha indumentaria.
En Vejer de la Frontera, el uso del cobijado se recuperó definitivamente en el año 1976, y actualmente, como ya se ha mencionado, se utiliza de forma oficial en las fiestas patronales, durante el acto de coronación cada 11 de agosto.
En Los Llanos de Aridane, en donde la reina de las fiestas luce el traje de «tapada de manto y saya».
En Tarifa, en la exposición titulada «Tarifa desconocida, el viaje en el tiempo», celebrada en el 2008, se realizó un foto-reportaje sobre el manto y la saya, en donde a través de imágenes actuales podemos apreciar todas las características de dicha vestimenta.
Aunque la tapada limeña ha sido un personaje bastante desconocido por el público general, y cuando se habla sobre ella a todo el mundo causa expectación y el interrogante del por qué utilizaba dicha indumentaria, tal vez sea en los últimos años cuando cobra mayor relevancia, como lo demuestra la exposición titulada «Lima y sus tapadas», celebrada en el 2008 por la Biblioteca Nacional del Perú, reuniendo 34 imágenes de dicho personaje. También la encontramos en los catálogos de recuerdos peruanos como personaje tradicional limeño, representada tanto en platos de cerámica con el fondo de los balcones limeños, en plata, en figuras de barro, muñecos de lana, etc.
El modisto español Juan Duyos quiso rescatar esta indumentaria en la «Pasarela Cibeles de otoño-invierno de 2002-2003», cuyo desfile tituló «TAPADAS». Tras conocer su historia decidió dedicar una de sus propuestas a dicha mujer y él mismo, el día de la presentación manifestó: «La colección Tapadas» surge de la curiosidad por este extraño atuendo que se caracteriza por la mezcla de lo autóctono y el estilo colonizador, ricas con campesinas, caras cubiertas con brazos enjoyados, colores oscuros y lo refinado. Hablamos de mestizaje en el siglo xviii. «Tapadas» sugiere invierno, provocación, folclore, misterio, abrigadas, insinuación, decadencia, seducción...»
Domingo José Navarro y Pastrana (1895), escribió sobre el «manto y saya» y aunque fue escrito refiriéndose a las mujeres de Las Palmas de Gran Canaria a principios del xix, refleja de manera muy clara cuales fueron las características del traje de la «tapada» en todas las zonas en donde se utilizó, tanto en España como en América.
El manto y saya no debe juzgarse por su aspecto tétrico y modesto en apariencia; era un cobertor hipócrita que ocultaba no poco lujo y mucha coquetería. La mujer antes de encerrarse en aquel negro cucurucho, peinaba con esmero sus cabellos, adornaba su garganta, se colocaba bonitos zarcillos, llenaba sus dedos de anillos y reunía en torno a su pecho todos los atractivos de un nido de amores. A esta poderosa batería agregaba lustrosas medias de seda y ligeros escarpines en sus pequeños pies. Ataviada así no había aventura que no emprendiese ni deseos que no satisficiera, favorecida por su disfraz. He aquí uno de los más comunes.
Sale de su casa la caprichosa dama, y cubriendo bien su busto, se desliza con ligero paso y garboso continente delante del grupo de curiosos mancebos que ocupan determinados sitios que ella conoce. Los jóvenes pretenden conocerla y la siguen; ella apresura el paso y en una de las vueltas alza al descuido la saya y descubre el pequeño pie y parte de la seductora pierna. Enciende los deseos de los perseguidores y se aproximan más a la misteriosa dama, que fingiendo temor de que se le haya desordenado el manto, saca para arreglarlo su bella mano adornada de anillo: Todas las miradas se dirigen con insistencia a descubrir su rostro; pero solo aparece allá en penumbra el solitario ojo que en aquel fondo oscuro brilla como un carbunclo. La Tapada, al fin aparentando temor por la persecución y como si la sofocase el cansancio, procura recibir fresco abriendo el manto, sin descubrir la cara y deja ver, por un momento, todos los encantos de su seno seductor.
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NOTAS
[1] La palabra saya procede del celta antiguo del que derivan el griego «sagos» y el latín «sagum». En la variedad dialectal leonesa del siglo x deviene «saia» y en castellano «saya». El vocablo manto deriva del latín MANTELLUM > mantum > manto, refiere tanto a una prenda de vestir como a un paño para envolver o secar.
[2] La palabra almalafa proviene del árabe «milhafa», túnica, manto o manta, del verbo «lahafa», envolver o cubrir; y se refiere a un tipo de indumentaria tradicional del norte de Marruecos y de la España musulmana.
[3] Relación sexual voluntaria entre un hombre y una mujer que no se encuentran casados.
[4] De lana y con grandes cuadros.