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No sé si la iconodulia es un invento español. Evidentemente los hispanos somos especialistas en llevar la contraria al vecino inventándonos argumentos que den soporte a nuestros caprichos y apoyen nuestras ideas, pero tratándose de Dios y los santos nos llevamos la palma, que como bien se sabe es una expresión que tiene que ver con la vida eterna y con la victoria, asuntos ambos en que también estamos especializados. Otra cosa sería el asunto de la comercialización de las imágenes, cuestión que daría para varias tesis doctorales: del mismo modo que en la Rue Saint Jacques de París un peregrino podía encontrar grabados y estampas del apóstol Santiago para llevar en su escaso equipaje romero hasta Compostela, los «Tesini» o habitantes de San Pieve Tesino, cerca de Padua, consiguieron hacerse con el negocio europeo de las imágenes de santos desde que el imposible pastoreo les expulsó de su patria en el siglo XVI. Pronto encontraron en Giovanni Antonio Remondini y sus sucesores a partir de mediados del siglo XVII el mecenazgo que buscaban para distribuir por miles de pueblos en toda Europa los impresos, imágenes o cartas que deseaban adquirir las ingenuas y devotas gentes de pequeños pueblos y grandes ciudades. Establecieron un itinerario con más de 50 tiendas donde almacenaban las imágenes que necesitaban reponer o vender rápidamente y se hicieron con el mercado iconolátrico de numerosos países de Europa y América. Frente a ese negocio internacional, los artistas «locales» producían imágenes «vestideras» en las que bastaba tallar cara y manos (a veces sobre un tosco torso), pues el resto iría cubierto por una indumentaria más o menos apropiada. Esas imágenes se llamaban «de candelero» por el soporte de tablas sobre el que se clavaba el busto del santo o virgen.
El grabador Miguel Gamborino, nacido en Valencia en 1760, comenzó a publicar a finales del siglo XVIII una serie de láminas (a imagen y semejanza de otras aparecidas en Francia, Italia e Inglaterra), en cada una de las cuales aparecían cuatro personajes de los que en esa época recorrían las calles de la capital de España pregonando su mercancía para venderla. A través del fino y riguroso trabajo del grabador, podemos hoy observar no sólo la indumentaria especial de cada vendedor y el producto específico que acarreaba, sino el grito que le caracterizaba y que hacía salir sin error al posible comprador a la puerta de su casa; lástima que no incluyera Gamborino la entonación –a veces cantinela– con que cada mercadería era voceada, salmodia que, aun siendo algo personal, se ha conservado hasta nuestros días con algunas propiedades comunes y otras peculiares. A pesar de esa carencia, podemos comprobar que uno de los grabaditos representa claramente a un Tesino llevando en una especie de bandeja los famosos santos –«santi boniti e barati», reza el pie del grabado– de los que se nutrían los devotos para un uso doméstico de sus particulares preferencias.
El famoso relato –facecia, chiste o cuentecillo– que narra la forma en que una imagen de culto llega a tallarse sobre un tronco de ciruelo, tiene mucha miga. Las advertencias de Trento sobre quién debía de dar el placet final a esa imagen, se cumplen porque es el mismo cura el que la encarga, pero la incredulidad del paisano que reconoce el árbol del que procede la imagen y duda de los milagros que pueda hacer, es digna de un tratado de la Contrarreforma.