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La vida de las personas transcurre entre los límites marcados por su propia capacidad de expresión. Los lenguajes que aprende y desarrolla le señalan un camino conductual que serpentea entre la comunicación oral, la gestual, la costumbre, los tópicos, los lenguajes técnicos y los códigos de comportamiento que afectan a su entorno. Un buen ejemplo de que las existencias personales nunca pueden considerarse ni analizarse aisladamente sino en función de sus relaciones, nos lo da el curioso documento presentado en las primeras páginas del presente número, por el cual se nos revela un caso –por otro lado bastante común desde tiempo inmemorial a nuestros días– de conducta presuntamente escandalosa por parte de un representante de la autoridad. Es bien sabido que desde el siglo XIV y durante todo el Antiguo Régimen los nobles que tenían jurisdicción sobre determinados lugares, pueblos o villas, podían nombrar un sustituto que les representara en esos territorios, con el cargo de alcalde mayor. La persona que tomaba esa responsabilidad tenía también funciones de juez, de modo que el caso presentado, en el que se acusa a un funcionario de comportamiento inadecuado se torna doblemente escandaloso. Se desprende del expediente que se forma para dilucidar el asunto en la Chancillería de Valladolid, que el conde propietario nombra a un individuo ajeno al pueblo –por tanto forastero– quien, pese a gozar de la amistad de algunos lugareños/ñas, comienza su mandato emprendiendo una campaña de regeneración ética y reprendiendo algunos de los pecados más frecuentes del vecindario (la embriaguez y la malversación de fondos del común) o al menos de aquellos vecinos que habían tenido a su cargo la función pública hasta ese momento. La chispa se enciende y precede a la detonación desde el momento en que el nuevo alcalde mayor no esconde su amistad franca y sincera con una joven de la localidad cuya casa frecuenta y en ocasiones habita, lo que suscita entre parte del vecindario comentarios que van subiendo de tono hasta alcanzar el cenit de la denuncia airada que se presenta ante el señor obispo para que éste obre en consecuencia. En su descargo, el propio acusado, nombrado por el conde de Lérida y de ilustre familia española, manifiesta su asombro ante el hecho de que los vecinos digan escandalizarse de un comportamiento amistoso y no hagan lo mismo de sus propios pecados de lujuria, embriaguez y blasfemias, tan frecuentes hasta su llegada. Protesta asimismo de que los delatores sean los mismos a los que él ha afeado o castigado sus conductas y sospecha que tal vez alguna de sus primeras actuaciones en su puesto de responsabilidad –como la de prohibir concejo abierto y por tanto el consumo libre de vino– haya podido influir en la inquina que algunos de los perjudicados han tomado contra él.
Independientemente del valor histórico del documento (bien entendido, de historia local), se observan en todo el proceso algunos de los defectos más frecuentes en comunidades pequeñas cualquiera que sea su ubicación o cultura, como los de desconfiar del forastero o responder a los agravios con la solución bíblica del «ojo por ojo». En cualquier caso, y ya que hablamos de paremias, se hace cierta aquí la que reza, «quien en pleitos anda metido, aunque los gane, siempre ha perdido».